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Apenas se pierde de vista la granja, el camino se bifurca. Por un lado se llega hasta Walton, donde se cruza el río por un puente cubierto; por el otro se baja hacia Greenbriar y Port Vigor. La señora Collins vive a una milla o dos del camino de Walton, y como yo solía visitarla muy a menudo pensé que habría más posibilidades de que Andrew fuera a buscarme allí. Una vez que hubimos cruzado la arboleda, giré a la derecha, hacia Greenbriar. Iniciamos el prolongado ascenso a la colina Huckleberry. Me regocijó el aroma del otoño fresco que despedían las hojas.

El señor Mifflin parecía haber llegado al éxtasis perfecto de su buen humor. «Esto es ciertamente grandioso», dijo. «Dios, aplaudo su arrojo. ¿Cree que el señor McGill saldrá a buscarla?»

«No tengo ni idea», dije. «En todo caso no lo hará de inmediato. Está tan acostumbrado a mis hábitos sedentarios que dudo mucho de que sospeche nada hasta que vea la nota. ¡Aun así, me pregunto qué clase de historia le irá a contar la señora McNally!»

«¿Qué tal si le ponemos un rastro olfativo?», dijo él. «Deme su pañuelo.»

Saltó ágilmente del carro, corrió colina abajo (era un hombrecillo vivaz, a pesar de su calvicie) y arrojó el pañuelo sobre el camino de Walton, a unos cien pies de la bifurcación. Luego volvió a subir la pendiente.

«Listo», dijo sonriendo como un niño, «eso lo distraerá. El Sabio de Redfield irá tras una falsa presa mientras los malhechores arrancan con buen pie. Aunque me temo que es bastante fácil seguir el rastro de un carro tan poco usual como el Parnaso.»

«Dígame cómo maneja usted el negocio», dije. «¿De verdad es rentable?»

Nos detuvimos en la cima de la colina para darle un descanso a Pegaso. El perro se echó en el camino polvoriento con gesto grave. El señor Mifflin sacó su pipa y me rogó que lo dejara fumar.

«Los inicios fueron más bien cómicos», dijo. «Yo era maestro en Maryland. Había estado partiéndome el lomo en una escuela rural durante años, con un salario miserable. Tenía a mi cargo a una madre inválida y trataba de ahorrar cuanto podía, por si llegaban malos tiempos. Recuerdo que solía preguntarme si algún día podría llevar un traje que no estuviera raído o mantener mis zapatos brillantes todo el tiempo. Entonces tuve algunos problemas de salud. El doctor me recomendó que buscara el aire libre. Poco a poco fui concibiendo esta idea de la librería ambulante. Siempre me habían gustado los libros y cada vez que salía al campo procuraba leerles en voz alta a los granjeros. Cuando mi madre murió construí el vagón para que se adecuara a mis planes, compré una buena cantidad de libros de una tienda de segunda mano en Baltimore y me puse en marcha. Podría decirse que el Parnaso me salvó la vida, supongo.»

Se ajustó su vieja y descolorida gorra y volvió a encender la pipa. Espoleé a Pegaso y descendimos suavemente por la colina, divisando los extensos pastizales. Las lejanas campanas de las vacas tintineaban entre los arbustos. Al fondo de la cuesta discurría un camino que se perdía en dirección a Redfield. Por algún punto de aquel camino Andrew estaría regresando a casa, deseoso de comer su cerdo al horno con salsa de manzana. Y allí estaba yo, a punto de cometer la primera locura de mi vida y sin un ápice de remordimiento.

«Señorita McGill», dijo el hombrecito, «este pabellón rodante ha sido para mí esposa, doctor y religión durante siete años. Hace un mes me hubiera parecido ridícula la idea de dejarlo, pero de pronto he sentido la necesidad de un cambio. Hace mucho tiempo que tengo ganas de escribir un libro y necesito una mesa firme bajo los codos y un techo sobre mi cabeza. Por tonto que suene, estoy loco por llegar a Brooklyn. Mi hermano y yo vivíamos allí cuando éramos niños. ¡Cómo añoro caminar por el viejo puente al atardecer y ver las torres de Manhattan recortadas contra el cielo rojo! ¡Y esos cruceros grises en el Patio de la Armada! No sabe cuántas ganas tengo de dejar la caravana. He vendido muchos ejemplares del libro de su hermano y siempre había pensado que él sería la persona indicada para traspasarle el Parnaso cuando me cansara.»

«Y no le falta razón», dije. «El hombre indicado. Demasiado indicado, diría yo: se iría a vagabundear por ahí en este carro itinerante y descuidaría la granja. Pero mejor hábleme de la venta de libros. ¿Cuánto dinero gana con ello? Pronto pasaremos por la granja de la señora Mason, así que podríamos venderle algo, ya sabe, para comenzar.»

«Es muy simple», dijo. «Cada vez que llego a una ciudad grande me abastezco de libros. Siempre hay alguna librería de segunda mano donde se pueden encontrar saldos y oportunidades. Y de vez en cuando le hago pedidos a un mayorista de Nueva York. Cuando compro un libro escribo en el dorso lo que he pagado por él, así sé por cuánto me puedo permitir venderlo. Mire.»

Sacó un libro de detrás del asiento, un ejemplar de Lorna Doone, y me enseñó las letras a m garabateadas con lápiz en el dorso.

«Eso quiere decir que he pagado diez centavos por éste. Si usted lo vende ahora por veinticinco obtendrá una buena ganancia. El mantenimiento del Parnaso suele costarme unos cuatro dólares a la semana, casi siempre menos. Si consigue esa cantidad en seis días puede incluso descansar el domingo.»

«¿Y cómo sabe que a m quiere decir diez centavos?», pregunté.

«Es un código basado en la palabra manuscrito. Cada letra representa un número de cero a nueve, ¿lo ve?» Y escribió en un pedazo de papel:

Manuscrito

0123456789

«Como le he dicho, a m quiere decir 10, a n sería 12, n s sería 24, a c sería 15, a m m sería 1 dólar, y así sucesivamente. Por regla general no suelo pagar más de cincuenta centavos por un libro. La gente del campo es más bien cautelosa a la hora de gastarse el dinero. Pueden pagar un dineral por un filtro de agua o por una capota, ¡pero nadie les ha enseñado a preocuparse por la literatura! Y, sin embargo, es sorprendente cuánto se emocionan con un libro; si aciertas con el tipo de libro, claro. Un poco más allá de Port Vigor hay un granjero que espera mi regreso. He estado allí tres o cuatro veces. Calculo que me comprará unos cinco dólares en libros. La primera vez que fui a su granja le vendí La isla del tesoro, y todavía sigue hablando de ese libro. Le vendí Robinson Crusoe y Mujercitas para su hija y le vendí también Huckleberry Finn y el libro de Grubb sobre la patata. La última vez que estuve allí me pidió algo de Shakespeare, pero no se lo quise vender. Creo que todavía no estaba preparado.»

Empecé a percibir algo del idealismo con que aquel hombrecillo asumía su trabajo. Era una especie de misionero itinerante, además de un conversador incansable. De pronto se había puesto a parpadear y pude ver cómo empezaba a entusiasmarse.

«¡Dios!», dijo, «cuando le vendes un libro a alguien no solamente le estás vendiendo doce onzas de papel, tinta y pegamento. Le estás vendiendo una vida totalmente nueva. Amor, amistad y humor y barcos que navegan en la noche. En un libro cabe todo, el cielo y la tierra, en un libro de verdad, quiero decir. ¡Repámpanos! Si en lugar de librero fuera panadero, carnicero o vendedor de escobas la gente correría a su puerta a recibirme, ansiosa por recibir mi mercancía. Y heme aquí, con mi cargamento de salvaciones eternas. Sí, señora, salvación para sus pequeñas y atribuladas almas. Y no vea cómo cuesta que lo entiendan. Sólo por eso vale la pena. Estoy haciendo algo que a nadie se le ha ocurrido hacer desde Nazareth, Maine, hasta Walla Walla, Washington. ¡Es un nuevo campo, pero vaya si vale la pena! Eso es lo que este país necesita: ¡más libros!»

El hombrecillo se burló de su propia vehemencia. «¿Sabe una cosa? Es cómico», dijo. «Incluso los editores, los tipos que imprimen los libros, no se dan cuenta de lo que estoy haciendo por ellos. Algunos se resisten a darme crédito porque vendo los libros por lo que valen y no por los precios que ellos les ponen. Me escriben cartas sobre la política de los precios fijos y yo les respondo hablándoles de mi política del mérito fijo. Que publiquen un buen libro y ya verán cómo lo vendo a buen precio. ¡Eso les digo! A veces creo que nadie sabe tan poco sobre libros como los propios editores. Aunque supongo que es algo natural. La mayoría de maestros de escuela no conoce bien a los niños.»

«Lo mejor de todo», continuó, «lo mejor es que me lo paso bien haciendo esto. A veces Peg, Bock (el perro) y yo vamos por la carretera en un día de verano tibio y pasamos despacio frente a una pensión y vemos a los huéspedes que prefieren almorzar en la baranda. Casi todos muertos de aburrimiento, sin nada bueno que leer, nada que hacer salvo sentarse a ver cómo zumban las moscas bajo el sol mientras las gallinas rascan el suelo de un lado a otro. Sin duda, no tardaré en venderles media docena de libros que les devolverán el amor por la vida; así no olvidarán el Parnaso en una buena temporada. Piense en O. Henry, por ejemplo. No hay nadie tan adormilado que no sea capaz de disfrutar de las historias de ese hombre. Él entendía la vida, cómo no, y podía escribir sobre ella con todo lujo de detalles. He pasado más de una tarde leyendo en voz alta a O. Henry y a Wilkie Collins delante de estas personas, que, además de comprarme todos los libros, siempre pedían más y más.»

«¿Y qué hace usted en invierno?», pregunté. Una duda práctica, como casi todas las mías.

«Depende de dónde me encuentre y cuán malo sea el clima en ese lugar», dijo el señor Mifflin. «Dos inviernos los pasé en el Sur y me las arreglé para que el Parnaso siguiera en la carretera toda la temporada. Si no tengo suerte me quedo donde esté. Nunca he tenido dificultades para hallar alojamiento para Peg y un trabajo para mí, si es que llego a necesitarlo. El invierno pasado trabajé en una librería en Boston. Y el invierno anterior a ése estuve en una farmacia, en un pueblo cerca de Pensilvania. Y el anterior trabajé como tutor de literatura inglesa con dos niños. Y el anterior fui camarero en un barco de pasajeros. Ya ve cómo funciona el negocio. Tengo una variopinta colección de experiencias. A mi entender, un hombre que ama los libros no tiene por qué morirse de hambre. Pero este invierno planeo irme a vivir con mi hermano a Brooklyn y trabajar como una hormiga en mi libro. ¡Dios, cuántos años llevo cavilando este asunto! Durante muchas y largas tardes de verano, viajando por caminos polvorientos, rumiándolo tanto que sentía mi cabeza a punto de estallar. Verá usted, creo que la gente común y corriente, la del campo, quiero decir, nunca ha tenido la oportunidad de comprar libros y mucho menos de que alguien les hable de lo que significan. Está bien que los decanos de las universidades exhiban sus estanterías de dos metros llenas de la mejor literatura y que los editores publiciten su colección de Clásicos del Linóleo, pero lo que la gente necesita es algo bueno, familiar, honesto. Algo que les llegue a las entrañas, que los haga reír y temblar y marearse y pensar en la pequeñez de esta bola de palomitas de maíz que gira en el espacio sin obtener nada a cambio. Algo que los estimule a mantener limpio el hogar y la leña bien partida para hacer el fuego y los platos bien lavados y secados y ordenados. Cualquiera que haga leer a la gente del campo cosas que valgan la pena le estará prestando un gran servicio a la nación. Y eso es lo que esta caravana de la cultura pretende hacer… ¡Supongo que la estaré hartando con mi arenga! ¿Y el Sabio de Redfield? ¿También se pone a salmodiar así?»

«No conmigo», dije. «Nos conocemos hace tanto tiempo que él me ve como una especie de máquina de hacer pan y colar café. Supongo que no valora demasiado mi juicio en lo que a literatura se refiere. Aunque pone su digestión en mis manos sin ninguna reserva. La granja Mason queda por aquí. Creo que podríamos venderles algunos libros, ¿no cree? Sólo para empezar.»

Nos desviamos por el camino que conduce a la granja Mason. Bock se adelantó unos pasos, muy rígido sobre sus patas y meneando la cola amistosamente, para saludar al mastín. Entonces, la señora Mason, que estaba en el porche pelando patatas, dejó el cazo sobre la mesa. Es una mujer alta con el busto grande y los ojos oscuros y joviales de una vaca.

«Por todos los cielos, señorita McGill», gritó con voz alegre. «Me alegra verla. Consiguió que alguien la trajera hasta aquí, ¿verdad?»

No se había fijado en el letrero del Parnaso y pensaría que se trataba de la caravana de cualquier mercachifle.

«Verá, señora Mason», dije, «he entrado en el negocio de los libros. Éste es el señor Mifflin. Le he comprado su mercancía. Hemos venido a venderle algunos libros.»

Ella se rió. «Vamos, Helen», dijo, «no intentes tomarme el pelo. El año pasado le compré un montón de libros a un agente, Las mejores oraciones fúnebres en veinte volúmenes. Y Sam y yo apenas hemos pasado del primero. Una lectura tediosa, incómoda.»

Mifflin bajó de un salto y levantó la tapa del costado del vagón. La señora Mason se acercó. Me hizo gracia ver cómo el hombrecillo se ponía tenso en presencia de un cliente. Era evidente que la venta de libros era para él más que una fuente de sustento.

«Señora», dijo, «las oraciones fúnebres, forradas en arpillera, supongo, tienen su lugar, sin duda; pero la señorita McGill y yo traemos libros de verdad, y que seguramente merecerán su atención. El invierno llegará pronto y le harán falta lecturas más amenas con las que entretener sus tardes. Seguramente tendrá niños a los que no les vendría mal leer algún libro. ¿Quizás un libro de cuentos de hadas para la pequeña que está en el porche? ¿O historias de invenciones para el chico que está a punto de romperse el cuello saltando desde el tejado del granero? ¿O un libro sobre el arte de construir caminos para su esposo? Estoy seguro de que necesita algo de lo que tenemos. La señorita McGill quizás conozca mejor sus gustos.»

Aquel hombrecillo de barba roja era sin duda un vendedor nato. Cómo adivinó que el señor Mason era el comisionado local de caminos, sólo Dios lo sabe. Tal vez fuera un golpe de suerte. Para entonces casi toda la familia se había reunido alrededor de la caravana. Vi que el señor Mason salía del granero con su hijo de doce años, Billy.

«Sam», gritó la señora Mason, «¡aquí está la señorita McGill, que se ha vuelto marchante de libros y ha contratado a un predicador!»

«Hola, señorita McGill», dijo el señor Mason, un hombre de movimientos muy lentos, de aspecto sólido, macizo, «¿dónde está Andrew?»

«Andrew está a punto de llegar a casa; hoy es día de cerdo al horno con salsa de manzana», dije.

«Yo me voy a vender libros para ganarme la vida. El señor Mifflin, aquí presente, me está enseñando cómo hacerlo. Tenemos un libro sobre reparación de caminos que es justo lo que usted necesita.»

La librería ambulante

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