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Claudia Piñeiro

Un zapato y tres plumas

Aparecido en Quién no, Penguin Random House Grupo Editorial, Buenos Aires, 2018.

Entré al Gran Hotel Sarmiento, el único hotel en todo Unquito, sin quitarme los anteojos negros. Observé el mostrador desde lejos y esperé a que el conserje, un hombre con edad suficiente como para conocerme, se ocupara con otro pasajero. Recién entonces me acerqué al otro empleado, un chico que apenas habría terminado el secundario, y pedí la habitación que tenía reservada. No di mi nombre sino el de la empresa para la que trabajaba.

Subí yo mismo mis valijas y me instalé en la habitación. Me acerqué a la ventana pero dudé antes de abrir. Sabía que detrás de las cortinas me esperaba la plaza del pueblo. Moví el picaporte todavía dudando. Un viento frío me lastimó los ojos. Atardecía y los faroles de la plaza empezaban a encenderse, con ese color violeta que antecede a la luz de mercurio. Busqué el banco donde me había despedido de José, mi hermano mayor, hacía veinte años. Un banco de piedra. Le había regalado un caleidoscopio en esa despedida; José lo giraba a un lado y al otro mientras yo me iba por la diagonal de la plaza que va a la terminal de ómnibus, sin atreverme a darme vuelta y mirarlo. Muchas veces, después, me imaginé lo que vio José ese día: mis fragmentos repartidos y repetidos alejándose en distintas direcciones en el cristal del aparato.

Cerré la ventana y me tomé un momento para recordarme a mí mismo por qué estaba en Unquito, el lugar donde había nacido y al que juré no volver. Trabajaba para una empresa de programas de computación que me había enviado a revisar una instalación en la sucursal de un cliente. Cuando el gerente me dijo que tenía que ir al interior por un trabajo para el Banco Alemán, nunca sospeché que sería en Unquito. Uno no se imagina que lo que dejó atrás cambia. En el destierro los conocidos no envejecen, las casas no se deterioran, los árboles no crecen. Cuando dejé Unquito no había allí más que una sucursal bancaria, la del banco provincial, y supongo que no más que una o dos computadoras en todo el pueblo. Sin embargo, algunas cosas habían cambiado, y ahí estaba yo tratando de minimizar la trascendencia del lugar donde me encontraba, repitiéndome una y otra vez que el único motivo que me había hecho quebrar mi juramento era conservar el trabajo.

Esa noche decidí no bajar a comer. Quería madrugar, terminar el trabajo cuanto antes y, si era posible, volver a Buenos Aires enseguida. Al otro día me levanté antes de que amaneciera. Cuando llegué al banco no había nadie más que el guardia de noche, y no me dejó entrar. Me pidió que volviera en una hora, cuando estuviera el gerente. Me puse a caminar; para hacer tiempo, me dije. Sabía que era más sensato volver al hotel, pero mis piernas avanzaban sin tener en cuenta estas consideraciones.

Desde la esquina de Roca y Alsina ya pude ver el cartel de la Bicicletería Rivera. Me acerqué unos pasos para observar la casa donde había nacido. La puerta al costado del negocio era otra, pero no dudé de que conducía al mismo lugar, la cocina con la mesa de madera maciza que la ocupaba casi por completo. La ventana del que había sido mi cuarto estaba cerrada. La de José dejaba ver luz a través de las rendijas. Podía reconocer la sombra de mi hermano moviéndose dentro de la habitación. Bajé a la calle para distinguir mejor. El sonido de la cortina metálica al levantarse me sobresaltó. Alcancé a ver la pierna coja de don Rivera, mi padre, con su zapato ortopédico, y sus brazos fuertes subiendo y bajando al compás de la cadena. Antes de ver su rostro di media vuelta y me fui.

Trabajé todo el día sin parar. A las ocho de la noche me di cuenta de que era imposible dejar el programa funcionando antes de que saliera el último micro para Buenos Aires. Decidí que era mejor descansar un poco y volver al día siguiente. Fui hacia la salida, había cambiado la guardia, el hombre me reconoció: «¡Marcelo, qué bueno tenerte por acá! ¡Qué contento debe estar Josecito! Y don Rivera… Saludámelos de mi parte».

Tenía un auto esperándome, pero lo despaché y caminé. Me fui pensando en José. No quería que al poco tiempo se enterara de que yo había estado en el pueblo. Una cosa es irse y nunca más volver, y otra muy diferente es ignorar. Yo le había dicho aquella tarde que nunca volvería a Unquito y él lo había entendido. Sin embargo, esto era distinto, yo estaba ahí, pensando en él como tantas otras veces, pero a pocas cuadras de distancia.

José era diez años mayor que yo. Fue la tabla a la que me aferré después de la muerte de mi madre. El más sabio de los dos, a pesar de que su cerebro no funciona a la velocidad con que lo hace el del resto de las personas. También el más fuerte. El que podía llorar cuando hacía falta, y consolarme aunque yo no llorara. Y a quien abandoné una tarde en la plaza, dejándole a cambio un caleidoscopio.

Me senté en el bar del hotel a comer un sándwich. Varios empleados ya me habían reconocido, así que no intenté ocultarme. En ese mismo momento mi hermano estaría sirviendo la comida como lo hacía mi madre cuando éramos chicos, y como lo hizo José a partir de su muerte. Se me apareció la imagen de la mesa de madera maciza de la cocina de mi casa y quise borrarla pero no pude. Me acordé de mi madre, yendo y viniendo con las fuentes, de mi hermano y de mí sentados uno frente al otro, y del lugar vacío de Rivera, quien nunca se sentaba hasta que todo estuviera listo. Mi hermano y yo jugando, tocándonos por debajo de la mesa, haciéndonos cosquillas, hasta que el sonido del zapato ortopédico de mi padre, con una plataforma de madera que compensaba el largo de su pierna coja, avanzaba por el pasillo y nos paralizaba. En cuanto se escuchaba su paso obstinado, mi madre se volvía hacia nosotros, suave pero firme, y verificaba que nadie estuviera riendo. En la casa de los Rivera estaba prohibido reír. Él, mi padre, lo había prohibido después de un fuerte ataque de asma de mi madre que terminó llevándola al hospital. Rivera dictaminó que la risa podía provocarle otro ataque y, lo que era peor, la muerte, por lo que nadie se atrevió a contradecirlo. Hasta que apareció la risa clandestina. Una tarde, cuando Rivera ya estaba arreglando bicicletas, mi madre nos llevó al altillo. Dijo que quería enseñarnos un juego. Se ocupó de cerrar la puerta antes de empezar. Nos pidió que nos quitáramos los zapatos y las medias; ella hizo lo mismo. Sacó de su delantal tres plumas que le había robado al gallo del gallinero y las repartió. Tomó el pie de José y empezó a pasar la pluma muy despacio. José empezó a inflarse de ganas de reír, pero no se atrevió a hacerlo. «No, mamá», decía. Yo estaba casi tan asustado como él, hasta que la miré a ella, que sonreía, y entendí. Tomé la pluma y le hice cosquillas a mi madre y ella rio abiertamente, hasta que le dolió el estómago. Yo me largué a reír detrás de ella, y entonces José, que todavía no entendía, también se rio. Nos reímos los tres hasta llorar. Nadie dijo nada. Nadie lo nombró. Los tres bajamos y volvimos a nuestras rutinas, pero a partir de allí apareció en casa la espera, la vigilia que terminaba cuando ella sacaba las plumas del bolsillo de su delantal, las agitaba en el aire para que las viéramos, y los tres subíamos al altillo a reírnos.

Me dormí a fuerza de whisky. Soñé con José. A la mañana siguiente pagué la cuenta del hotel y me llevé la valija al banco. Estimaba que luego de unas horas terminaría de instalar el programa y podría ir directo a la terminal. Me tomó más tiempo del previsto, pero a las siete de la tarde el sistema funcionaba como debía. Si me apuraba, alcanzaría el micro de las ocho. Cuando llegué a la estación el chofer ya estaba cargando bultos. Me asomé y vi que había varios asientos vacíos. Fui a la ventanilla a sacar el pasaje. Le pedí un boleto para el micro que estaba por salir. Y enseguida, sin pensarlo, le pregunté si había algún lugar donde dejar la valija un par de horas. El empleado me miró confundido. Repetí la pregunta y el hombre se limitó a contestar que sí y a extenderme el pasaje. «Entonces cámbieme este boleto por uno para el micro de las once». El hombre me miró mal, pero lo hizo.

Caminé hasta la bicicletería y la observé desde la vereda de enfrente. En el cuarto de Rivera había luz, seguramente se estaba cambiando la ropa engrasada antes de bajar a comer. Me acordé del cuarto que él compartía con mi madre, con su cama de bronce y su colcha almidonada. Me acordé de la noche en que la oí quejarse y toser mientras él jadeaba. Me acordé del miedo que sentía y de cómo me iba haciendo cada vez más chico en mi cama. Hasta que hubo un silencio, y empezaba a lograr tranquilizarme cuando él gritó el nombre de mi madre. Y luego escuché su zapato ortopédico bajando apurado la escalera. Creo que se cayó, porque escuché un golpe seco, una puteada, y luego, después de unos minutos, el portazo. Me levanté y corrí al cuarto de mamá. Ella estaba allí, desnuda, muerta. José entró enseguida y me preguntó qué pasaba. No podía contestarle. Me quedé inmóvil junto a la puerta. Él me empujó y se tiró sobre ella, le hablaba, le decía que todo iba a estar bien, la tapó con una sábana. Lloró junto a ella. Hasta que entró Rivera con un médico y nos sacó a los gritos de la habitación.

Mi padre la hizo cremar y tiró las cenizas en el arroyo. No se lo perdoné nunca, necesitábamos una tumba. Yo tenía ocho años. Se lo dije a José y un día me llevó al altillo mientras don Rivera dormía la siesta. No subimos a reír sino a buscarla. También buscamos las plumas durante mucho tiempo, pero nunca las encontramos.

Toqué el timbre y José abrió la puerta. Se quedó mirándome, no podía reaccionar. Después me abrazó con todo el cuerpo, como le había enseñado mamá. Fuimos por el pasillo hasta la cocina. Creí que algunas cicatrices estaban cerradas, pero volver a ver la mesa de madera maciza me hirió como si no hubieran pasado veinte años. Había dos platos y José agregó uno para mí. Le dije que tenía poco tiempo, que el micro para Buenos Aires salía en un par de horas; pareció no escucharme. Ninguno pretendió abarcar lo inabarcable y no preguntamos por los años en que no nos habíamos visto. Hablamos como si lo hubiéramos hecho el día anterior, como si nos fuéramos a ver al día siguiente. Me acerqué al bargueño junto a la ventana. En el portarretratos con la foto de mamá, José había enganchado las tres plumas. Lo miré. «No son las de mamá, son otras», me aclaró como pidiendo disculpas. Pasé el dorso de mi mano por cada una de ellas. «La comida ya está», me dijo. «En cinco minutos va a bajar papá». José se puso en su lugar y yo en el mío. Esperamos en silencio hasta que el golpe del zapato de mi padre empezó a oírse. Golpeé con la palma de la mano sobre la mesa, un golpe suave pero que alcanzaba para completar el silencio que dejaba la pisada con la pierna sana, mientras contaba cada uno de sus pasos, como cuando éramos chicos. Después de que murió mamá empecé a contar los pasos que daba Rivera desde cualquier lugar de la casa. José me miró y se sonrió. «Cincuenta y cinco», dije. «Cincuenta y cinco», confirmó José. La cantidad exacta de pasos de pierna coja desde que bajaba por la escalera hasta que se abría la puerta de la cocina. En el cincuenta y cuatro dejé de golpear. Se abrió la puerta y José dijo: «Mirá quién está, papá». Rivera se sorprendió, pero enseguida superó su asombro y se sentó a la mesa. «Hola», dijo. «Hola», le contesté. «¿Qué te trae por acá?». «Trabajo», le dije. Ese fue todo nuestro diálogo, después de eso seguimos hablando de las cosas que habla la gente cuando cena: del tiempo, de la economía, del campeonato de fútbol. Sonó el teléfono, José estaba sirviendo el postre y Rivera se levantó a atender, dijo que esperaba un llamado. Caminó los pasos que lo separaban del aparato y no pude evitarlo: golpeé con la palma sobre la mesa para completar el silencio de la pierna sana. José me miró, primero aterrado, después sorprendido. Mi padre se dio vuelta, incrédulo, sin dejar de avanzar hasta el aparato. Yo seguí golpeando. Atendió el teléfono sin dejar de mirarme. José sirvió el postre y me lo puso entre las manos para ocupármelas. Rivera cortó y volvió a la mesa. Yo dejé el postre y volví a golpear. Se paró en la cabecera de la mesa sin quitarme los ojos de encima. Yo le mantuve la mirada. «¿A qué viniste?», me dijo. «Vino por trabajo», se apuró a decir José. «¡¿A qué viniste, carajo?!», gritó, y dio un puñetazo rotundo sobre la mesa. Parecía que iba a decir algo más; lo vi gordo, viejo, hinchado de bronca. Fue entonces que empecé a reírme. José estaba paralizado, él furioso. Yo no paraba de reír. Se acercó y me tomó de la solapa. «¡En esta casa no se ríe!», me dijo mientras me sacudía. José trató de separarnos. Se ve que los años habían minado sus fuerzas porque terminó soltándome sobre la silla. Tambaleé y casi me caigo al piso, José me atajó. «Andate», me dijo Rivera antes de salir de la cocina. Sus pasos en la escalera se alejaron sin estridencia. José se puso delante de mí y me abrazó. Temblaba. Yo también lo abracé. Nos quedamos así un rato.

Tomé el micro de las once para Buenos Aires. Esta vez no quise que José me acompañara hasta la terminal. Me pregunté si aún conservaría aquel caleidoscopio. Por la ventanilla vi cómo quedaban atrás las luces del pueblo.

Palabras para La Poderosa 1

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