Читать книгу Palabras para La Poderosa 1 - Claudia Piñeiro - Страница 9
ОглавлениеKike Ferrari
La interferencia
Ella era una máquina lógica conectada a una interface equivocada.
Ricardo Piglia
Ella, Ángela, lo llama el crackle. Su discurso es enloquecido y paranoide. Debe ser eso, escribió en uno de los últimos mensajes que intercambiamos. El crackle. Mi gobierno trata de ocultarlo, pero las filtraciones son cada vez más frecuentes. ¿Qué?, respondí. Acá ya hubo uno, escribió ella, muy grande, en 1949, pero lograron esconderlo. Un momento fuera de quicio, escribió. Entonces supe que hablaba de lo que con Juan habíamos empezado a llamar, no del todo en serio, la Interferencia.
Las filtraciones son cada vez más frecuentes, escribió, y todas indican lo mismo: algo se está rompiendo. Un velo rasgado. Acá, decía el mensaje, lo llamamos el crackle.
Después supimos que hay quienes le dicen la brecha. El szünet. La grieta. Es llamativo —pensaré mucho después, ya durante el Aislamiento— que todos lo nombráramos en singular pese a que no se tratara de un solo evento. Son múltiples las interferencias: rupturas, porosidades, superposiciones, espirales y exudaciones temporales y espaciales.
Una serie de pliegues imprevistos, escribió Ángela.
Por ejemplo, las semanas en que nos estuvimos transmitiendo estática, los rayos —a pleno día y al sol— que subían en vez de bajar, los sonidos guturales y profundos en el cielo que los cristianos de los últimos días llamaron la Trompeta de Dios y los meteorólogos explicaron o intentaron explicar como un hecho aislado. Los cielomotos, dijeron, provocados por los movimientos de la atmósfera a gran altura son similares a los que ocurren en la tierra durante un terremoto, con el choque de placas solo que se producen cuando chocan masas de aire frío y caliente que provocan vibraciones y zumbidos de baja frecuencia.
Fueran lo que fueran —insistía Ángela, su voz desconocida latiendo en la pantalla de mi celular, en uno de los mensajes, cuando finalmente la pude leer— esos sonidos en el cielo coincidieron con las irregularidades en el agua. Y más: las nubes rojas, los rugidos animales surgidos de la tierra, los círculos concéntricos de ruido blanco en determinados puntos geográficos. Ahora esto: tu personaje y mi biografiado. La imposibilidad de localizarnos. Tu ciudad y la mía.
La ciudad y la ciudad, bromeé.
Y la ciudad.
Y la ciudad.
Y la ciudad.
Esa curva, respondió.
Ella lo llama el crackle. Nosotros, la interferencia. Otros la brecha, el szünet, la grieta.
Acá ya hubo uno muy grande allá por 1949, escribió Ángela, pero lograron esconderlo; yo lo investigué. Una serie de pliegues imprevistos, escribió también, en la tela recién planchada de la realidad.
En una noche cualquiera de un tiempo que visto desde ahora parece otra vida —cuando todo era más broma que sospecha, una de las tantas formas que habíamos encontrado con Juan de pensar los límites del realismo— yo volví de México con una valija cargada de libros. Había ido a presentar mi última novela.
(Ahora, mientras escribo esto, pienso que en cualquier otro momento podría haber dicho hace tantos meses, o en tal mes del año pasado pero que en esta temporalidad rota que estamos habitando el paso de los días dejó su lugar al paso de los eventos).
Entonces, entre esa noche en la que volví de México cargado de una resaca mediocre, una decisión que no hace a esta historia y una valija llena de libros hasta hoy, ya no median horas, días, semanas, meses sino la decisión transformada en hecho; la lectura; algunos mensajes con amigos distantes; pero sobre todo la suma de sucesos relacionados con la Interferencia —desde los silbidos en el Golden Gate de San Francisco hasta el corte que el año pasado dejó durante doce horas cuatro países sin energía eléctrica o los loops temporales en las veredas linderas al cementerio— que iban a llegar a su punto de ebullición con la aparición y, coincidiendo con el Aislamiento, la desaparición de Ángela. Y todo lo que ella trajo y se llevó.
Pero esa noche, en la que nada de todo esto había sucedido todavía, bajé del avión cargando decisión, resaca y libros y subí a un taxi. Algo enrarecido y opaco noté en mi Buenos Aires querido después de tres semanas de ausencia, pero entonces se lo adjudiqué, por supuesto, a mi borrachera sin evaporar y al jetlag. Una vez en casa: los niños, la cena, los regalitos del viaje, unas birras, la cama.
Pasaron días —días enrarecidos y opacos— hasta que desarmé la valija de los libros. Dejé junto a la cama, en la mesa de luz, los que quería leer primero: Escenarios del fin del mundo, de Bef; 49 cruces blancas, de Imanol Caneyada; los dos tomos de Larissa Resiner que acababa de publicar el FCE; Quince escritores (casi) olvidados de la era pulp, de Ángela Brhuna; Más de mil masajistas ciegos, de Manuela D’Avila; Habana Anderguoter, de Eric Mota y Mundo de sombras, de Lorenzo Lunar. Los libros de Eric, Manuela y Lorenzo quedarían sin leer. El de Ángela, inconcluso.
Quince escritores (casi) olvidados de la era pulp abre con un capítulo sobre la vida y el trabajo de Walter B. Gibson titulado La magia y la Sombra, entretenido y fácil de leer, al igual que el segundo —El extraño caso del Talbot Mundy y Walter Galt— y el tercero, Martin A. West: el crimen como personaje. Fue al llegar al siguiente —Un viaje al universo de Hank McPherrar— cuando el viaje que empezó fue el mío, el nuestro, al centro de la Interferencia.
La realidad está rota, Kike, igual que el tiempo, escribió Ángela.
Escribió: cosas muy grandes están pasando.
Acá, escribió también cuando ninguno de los dos tenía todavía real dimensión de la inestabilidad de esa palabra, lo llamamos el crackle.
Termino de leerlo con más asombro que atención esperando el momento en el que se develará la broma. Nada. Voy a la última página del libro: Esta edición de “Quince escritores (casi) olvidados de la era pulp” de Ángela Bhruna se terminó de imprimir en A.Sholl y Cia. S.R.L., Onetti 9091, Ciudad de Shörshstad, en mayo de 2017”.
¿Shörshstad? Busco en internet. Nada.
Eso, escribirá Ángela tiempo después, solo puede querer decir que.
¿Qué, qué?, preguntaré mientras salgo del mercado del Chino, apurado porque los chicos están solos en casa. Tardará en responder. En la pantalla, “escribiendo…” Pero el mensaje no aparecerá.
Voy llegar a casa, dejar las cosas.
“escribiendo…”
Entonces me voy a acordar de lo que me habrá escrito Carlos: Lo raro no es eso, raro es que me mandó los mensajes mientras yo estaba en Buenos Aires para la Feria del libro, presentando “Taxi”, y recién me entraron al whatsapp cuando volví a Barcelona. Será una sola cosa el recuerdo y darme cuenta de que siempre recibí los mensajes de Ángela mientras estaba en la cuadra del mercado del Chino.
El lugar, pienso.
Juana queda a cargo, les digo a los niños, ya vuelvo, me olvidé algo. Y desando las calles hasta Esparza entre Irigoyen y Rivadavia. Al llegar al 78 entra el mensaje: Esperaba que completaras la frase. Necesito saber que sos una persona real.
Esta piba está loca, pienso mientras mis dedos en el teclado escriben: Que vivimos en una realidad.
Una realidad, qué, pregunta ahora ella.
Completalo vos, escribo.
Lo hace.
El lugar, vuelvo a pensar. Y escribo: ¿Dónde estás en este momento?
En el gimnasio.
No sé bien por qué, pero en vez de escribir le grabo un audio, el único que habrá entre nosotros en el tiempo en que nos vamos a comunicar: No salgas de ahí, buscá las coordenadas geográficas en Google Maps y pasámelas.
Ella en el gimnasio, yo en el mercado del Chino.
Hacemos la búsqueda.
Copiar.
Enviar.
Y para los dos, entonces, la interferencia será un hecho.
Pero todo eso pasó después. Lo primero que hice al terminar el artículo fue contactar a los amigos que aparecían citados.
Carlos Salem dijo que no sabía de qué le estaba hablando.
Yo no hablé con nadie ni tengo puta idea de quién es McPherrar, dijo.
¿Y Ángela Brhuna?, pregunté, ¿te suena?
No creo que tenga nada que ver, pero hace unos meses, contestó riendo con su risa cascada, tuve unos sueños recurrentes en los que aparecía una periodista argentina de pelo lacio llamada Ángela.
Bef, en cambio, sí sabía de qué hablábamos.
Pensé que era una chingadera tuya, dijo, así que le seguí la corriente. Un juego, ¿no? Justo que escribí un estafador checo que también eres tú. Agregó: no mames, no me lo puedo creer, cuéntame cómo siguió el asunto.
Pero la conversación más extraña, y la que me anunciaría de manera más clara la interferencia, la tuve con mi primo Carlos Zanon.
Claro que me acuerdo, dijo. Yo tengo tres o cuatro libros suyos en la biblioteca.
Debés estar confundido, dije, Hank McPherrar es un personaje, una boludez mía, un escritor inexistente que inventé para escribir una novelita homenaje a los bolsilibros…
¿Los qué?
Libros de a duro, traduje. Lo importante es que el escritor no existe.
Pero los libros, primo…
¿Qué libros? Hay un solo libro, se llama Y es probable que no quede ninguno, ¡y lo escribí yo en 2015!
Pero yo tengo tres más en mi biblioteca, Kike, espera que los busco.
Quedé esperando. Debe ser una joda suya, pensé.
Dejen que les explique.
Carlos y yo nos conocimos en un festival en Mar del Plata, en una presentación cruzada. Él llevaba Yo también fui Johnny Thundersy; yo, Lo que no fue. Resultó que el personaje de mi novela, que transcurre en Barcelona durante los hechos de mayo del 37, tenía muchas pero muchas cosas en común con su querido tío Eusebio. Desde entonces nos llamamos primo el uno al otro y jugamos con los cruces entre ficción y realidad.
Tiene que ser una joda suya, pensé.
Primo, ¿sigues ahí?, Carlos volvió al llamado.
Sí, decime.
Que no encuentro los libros, los debo haber prestado.
Claro, me reí, ya está bien con la broma, primo.
No, Kike, en serio.
¿Los tres o cuatro?, ¿de Hank McPherrrar?, ¿un tipo que te digo que no existió?, ¿no te parece raro?
Entonces fue cuando dijo que eso no era lo raro. Raro, dijo, es que la tal Ángela me mandó los mensajes mientras yo estaba en Buenos Aires para la Feria del libro, presentando Taxi, y recién me entraron al whatsapp cuando volví de Barcelona.
Ah, se comunicó por hatsapp. Perfecto. ¿Tenés el teléfono?
Sí.
Pasamelo, por favor.
Y así Ángela.
Hola, escribí, mi nombre es Kike Ferrari. Me pasó tu contacto Carlos Zanon. Quisiera saber por qué escribiste como si hubiera existido de un heterónimo que me inventé yo.
Lo envié. En mi pantalla, un guion. Pasaron veintiún días hasta que se marcó el segundo. Enseguida se pusieron azules.
Hola, leí, soy Ángela. No entiendo de qué hablás.
Hank McPherrar, escribí.
¿Qué pasa con McPherrar?
Se lo expliqué todo desde el principio.
¿Desde dónde me decís que me escribís?, preguntó entonces.
Buenos Aires.
¿Buenos Aires? Ja, respondió. Mirá, no entiendo cuál es el chiste. Ni entiendo por qué, aunque me entró un mensaje tuyo, no puedo ver tu número.
Revisé mi celular. Pese a tenerla agendada su número no aparecía. Yo tampoco sabía por qué.
Algunas semanas después los dos sabríamos.
Acá, escribió Ángela entonces, lo llamamos el crackle.
Nosotros, contesté sin terminar de creerlo, la interferencia.
Su discurso, creo que ya lo dije, es enloquecido y paranoide. Me encantaría decir que me asombra lo que me contás, escribió cuando le escribí que la ciudad en la que decía vivir no existía, pero en el crackle los límites de lo posible se elastizan. Y creeme, escribió un instante después, Shörshstad existe, estoy ahora mismo acá. Lo que acá no existe, le dio enfasis a la palabra acá con las negritas, es Buenos Aires. Todo el mundo conoce el relato que dio lugar al mito de la ciudad que desapareció bajo el agua, escribió.
Al principio me costó seguirle la corriente: Hank McPherrar, mi personaje ficticio, había sido una persona de carne y hueso, pero Buenos Aires, la ciudad en la que viví casi toda mi vida, era una especie de Atlantida rioplatense desde hacía más de cien años. Era divertido, hay que decirlo. Y daba curiosidad. Pero sobre todo quería saber hasta donde llegaría esa locura y cómo se conectaba, por ejemplo, con los números de teléfono ilegibles, la conversación que tuvo con Carlos Zanon, con la publicación de su libro.
Mensajearme con Ángela fue como estar en un juego de realidad virtual basado en una novela inconclusa de Philip Dick. Nada parecía asombrarla.
Eso solo puede querer decir que vivimos en realidades paralelas, escribimos un día entre los dos, en un intercambio de mensajes. Ese fue el punto de quiebre. Ahí entré en su frecuencia. Me conecté a su interface. Ya no hubo curiosidad ni diversión. Aunque por momentos me sentía ingresando en una secta —que además de delirante y unipersonal era hauntológica, porque Ángela ni siquiera tenía una voz, era apenas unos textos en la pantalla que me anunciaban cosas como pliegues imprevistos en la tela recién planchada de la realidad— no podía evitar ir involucrándome más y más. Así supe que aquello que ella llamaba el crackle y yo la interferencia en otros lados era nombrado la brecha, el szünet, la grieta.
Fueron largas semanas interferidas por el crackle en las que —olvidado del trabajo, mi divorcio reciente, los eternos problemas de guita, este libro que tienen entre manos y que estaba intentando escribir— lo único real parecían ser los mensajes de Ángela que llegaban como un vendaval siempre que iba al mercado del Chino de Esparza y que yo respondía con un interés cada vez mayor.
Cuando se declaró el Aislamiento me quedé con Sol y los chicos en su casa. Pasé tres o cuatro días sin trabajar y sin volver a mi departamento. Después, cuando la situación se ordenó, como todos los trabajadores del subte, conseguí un salvoconducto que me permitió ir y venir.
En cuanto lo tuve volví al mercado del Chino de Esparza. No había mensajes nuevos. Ahí seguía el último, del 18 de marzo: Debe ser eso. El crackle.
Esperé un rato. Nada.
Volví al día siguiente y al otro.
Y otro.
Y uno más.
El Aislamiento lleva meses, los mismos que pasaron desde su último mensaje. Sigo sin noticias de Ángela y lo que le escribo no le llega. Me pregunto como afectará una cosa a la otra. Y, por supuesto, no tengo respuesta. Entonces consulto viejos mensajes suyos como si fueran un oráculo.
La realidad está rota, Kike, igual que el tiempo, me escribió Ángela alguna vez. Y también: cosas muy grandes están pasando.
Kike Ferrari
En un lugar que aparenta ser Buenos Aires, el segundo día de julio de 2020.