Читать книгу Dios perdona y olvida - Claudio Rizzo - Страница 5
Оглавление1ª Predicación
“El perdón y el amor (1)”
“La Misericordia de Dios y nuestras actitudes”
“Perdona nuestras ofensas,
como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido”.
Mateo 6, 12
Entiendo que dada la prisa con que se vive, sobre todo en una cosmópolis como Buenos Aires, es tan importante reunirnos para hablar de Dios y de su relación con nosotros. En esta posmodernidad, todo tiene un entorno tecnocrático, es decir, al poder de la tecnología como “lo sublime”. Sin embargo, todo termina; los hombres, la tecnología, las ciencias…, debido a nuestro límite principal: la temporalidad. Si no nos enfrentamos con este signo vital que nos invita a ser conscientes de nuestra realidad, corremos el riesgo de armar castillos en el aire, fantasías imaginarias, esperanzas inciertas, proyectos amórficos, y así pasan los años, y así pasa la vida. Poder comenzar hoy con la posibilidad de impregnarnos de la Misericordia de Dios y de nuestra actitud básica correspondiente creo, es una concesión singular a la cual podemos definidamente llamar, Gracia de Dios.
A Dios solemos acudir para pedirle, dado que al menos, aunque sea en nuestra catequesis de niños nos enseñaron, que Él es Todopoderoso. No siempre nos han hablado de su Misericordia, sino que, incluso creyendo que nos hacían un bien, nos pudieron haber mostrado o implantado una imagen inculpatoria, enjuiciatoria, condenatoria de Dios. Hasta no llegar a este nivel de reflexión formativa, seguramente nuestros esquemas o estructuras mentales muy ortodoxas, pero poco ortopráxicas, no nos permiten avanzar en el Camino de la Plenitud, de la completez, de la integración definitiva: JESUCRISTO, Señor. En otros casos, la ausencia de conocimiento, la “ignorancia” es la que ha imposibilitado el Señorío de Cristo en nuestras vidas.
Por tanto, advertimos que debemos tomar la decisión de entrar en la dinámica de un proceso ascendente y progresivo, el cual podemos sintetizar en dos verbos griegos bíblicos: apotithemi: desvestirse –endusasthai: ponerse las ropas. En la carta a los Efesios, 4, 22-24, leemos: “De él aprendieron que es preciso renunciar a la vida que llevaban, despojándose del hombre viejo, que se va corrompiendo por la seducción de la concupiscencia, para renovarse en lo más íntimo de su espíritu y revestirse del hombre nuevo, creado a imagen de Dios en la justicia y en la verdadera santidad”.
Otro verbo, en el mismo sentido aparece en la carta a los colosensenses en 3, 9: apekdusámenoi – sacarse las ropas: “Y no se engañen los unos a los otros. Porque ustedes se despojaron del hombre viejo y de sus obras”.
Como sostuve en otras predicaciones, Pablo escribe a creyentes no a inconversos, cuando señala la meta por alcanzar. Nos exhorta asiduamente a “estar en Cristo”, lo cual significa una nueva perspectiva que debemos construir. Por eso, la propuesta es “llegar a ser” hombres íntegros, terminados, anér teleiós, tal como leemos en la carta a los efesios en 4, 13: “… hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto y a la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo”.
Y esto no se da hasta que hayamos llegado a una anaquefalaiosis en Cristo: un proceso con distintas etapas: madurez psico-afectiva espiritual en el que CRISTO pasa a ser el Soberano de nuestras vidas, con todas sus dimensiones (afectiva, político-ética, cultural, religiosa, económica, nocional, espiritual, social-vincular). Nadie puede iniciar este proceso si no conoce la Misericordia de Dios.
En Filosofía (saber humano discursivo) cuando se quiere destacar “características” de alguna cosa material o inmaterial, se trata de los “trascendentales”, es decir, los modos particulares del ente (lo que es, en cualquier orden). La Teología (saber humano-divino discursivo) cuando “da a luz” a Dios, se remite a lo que se llama “atributos divinos”. Uno de los más mencionados en las Sagradas Escrituras es la Misericordia. Los profetas, por ejemplo, llenos de gozo entonan himnos de alabanzas a Dios: “Porque es eterna su misericordia” (Sal 117). Están revelado que Dios “no guarda rencor para siempre” porque conoce de que estamos hechos y sabe muy bien que no somos más que polvo (Sal 102; Jr 3, 12).
Y como suprema manifestación de esa misericordia hacia los hombres Dios se hace hombre. No cabe duda que es doctrina cierta y digna de fe que JESUCRISTO vino al mundo para salvar a los pecadores (1 Tm 1, 15). Estaban tan convencidos y agradecidos sus Apóstoles de esta verdad, que la repiten constantemente. Basta con situarnos en un plano mistagógico del Evangelio de Juan, en 3, 16-17: “Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en El no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por El”. Justamente porque Dios es misericordioso perdona con generosidad.
Los hombres, con frecuencia, nos atamos a los rencores, resentimientos, falsas percepciones, enojos, enfados… sin darnos la posibilidad de rever, de comprender situaciones según las circunstancias, según la historia de los demás (muchas veces desconocida); pensamos falsamente, que perdonar es una debilidad. En cambio, el Señor manifiesta su omnipotencia en la misericordia y en el perdón.
Acudamos al libro de la Sabiduría, en 11, 23: “Tú te compadeces de todos, porque todo lo puedes y apartas los ojos de los pecados de los hombres para que ellos se conviertan”.
Los seres humanos hasta nos podemos poner celosos por el perdón divino hacia los demás. Es lo que aduce Lucas en 15, 28-32: “Él se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: “Hace tantos años que te sirvo, sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, ¡haces matar para él el ternero engordado! Pero el Padre le dijo: “Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”.
Y a menudo, escuchamos decir “este individuo no merece perdón”. Pero sabemos que “Dios es más misericordioso que los hombres” (2 Sm 24,14).
Y no nos quiso perdonar por una simple palabra indulgente, sino a costa del más terrible de los sacrificios. El Profeta lo contempla al Cristo “traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos merecíamos recayó sobre Él y por sus heridas fuimos curados. Todos andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su propio camino y el Señor cargó sobre Él todas nuestras iniquidades” (Is 53, 4-6).
Aunque nos queda claro que la separación de Dios es imposible, a través de los “ojos del ego” creemos que es cierta y que Dios está fuera de nosotros para inculparnos- “castigarnos”, enjuiciarnos. Siempre tengamos en cuenta que el objetivo del sistema de pensamiento del ego es ocultar el recuerdo de Dios de nuestra conciencia reforzando nuestros sentimientos de culpa y de miedo. Sólo puede conseguirlo destruyendo la realidad del amor y poniendo la ilusión de la culpa, en su lugar. Uno de los opuestos del amor es el miedo. La existencia del ego depende de que sigamos creyendo en la realidad de la culpa y “del castigo” y aceptemos sus objetivos que indudablemente son: conflicto, batalla y muerte. Como he predicado en los últimos tiempos, hay cosas que están vencidas, pero no muertas, por ejemplo, “perdono, pero no olvido”.
Podemos observar, desde una óptica actitudinal, que el ego frente a Dios es totalmente inconsistente. A veces le contempla como un ser sobrenatural y exterior, más allá de nuestra comprensión, que nos ama y nos recompensa si somos buenos, y nos castiga si somos malos y pecamos. Otras veces es ambivalente sobre su existencia, llegando incluso a rechazar la idea de Dios. El ego se siente amenazado por Dios y continúa haciendo lo que puede para conseguir que Dios salga de nuestras vidas. Un ejemplo evidente de nuestros sentimientos ambivalentes sobre Dios se describe en el libro de Alice Walter “El color de púrpura”. Dos mujeres están hablando sobre Dios y una dice: “No es sencillo tratar de vivir sin Dios. Incluso aunque sepas que no existe, tratar de vivir sin él es un esfuerzo excesivo”.
A veces, en la vida, frente a experiencias vitales dolorosas, pudimos no haber recibido ayuda por parte de nuestra educación religiosa o de nuestra creencia en Dios o habernos faltado contención comunitaria y hemos terminado por darle la espalda a todo.
Podemos definir al ego como nuestra personalidad corporal o nuestro yo inferior. Es la parte de nuestra mente que está disociada o separada de nuestra mente espiritual (nous en griego); es la capacidad de trascendencia que es la que contiene solamente los pensamientos amorosos de Dios. Esta disociación sólo está en nuestra mente y es ilusoria; puede ser contrastada por nuestra mente verdadera, una mente llena de amor que es indivisible.
Nos preguntamos, nos respondemos:
¿Qué incluirías en cada uno de estos dos sectores de la mente?
Mente ilusoria:
Mente auténtica:
“Tu bondad y tu gracia me acompañan
a lo largo de mi vida;
y habitaré en la Casa del Señor,
por muy largo tiempo”.
Salmo 22, 6