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La tenaz persistencia de la memoria
La experiencia nunca es limitada, y jamás estará completa; es una especie de enorme tela de araña de las más finas hebras de seda suspendida en la cámara de la conciencia, que atrapa en su tela cada mínima partícula que flota en el aire.
Virginia Woolf. El arte de la ficción.3
Y sobre el paso del tiempo, bueno… ya no te importa mucho, ¿cierto? Siempre son los mismos diez minutos, una y otra vez. Así que, ¿cómo puedes perdonar si ni siquiera recuerdas olvidar?
Jonathan Nolan, Memento mori 4
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Comprendí viendo una película que la memoria es la única garantía del sentido. No la Razón ni la Verdad, no la verificación científica de la existencia de lo real, del movimiento o de la rara materia del universo; no la conciencia de sí que acompaña y puntúa con fragilidad nuestra existencia. La memoria. Sin ella no hay sentido posible, no puede haberlo. La película es muy conocida, su título en latín la ha salvado de las arbitrarias traducciones que proliferan entre nosotros. Se llama Memento. Su director, Christopher Nolan, se inspiró en un cuento escrito por su hermano Jonathan cuyo título es la frase latina Memento mori (“recuerda que morirás” o “acuérdate de la muerte”). La palabra memento se encuentra en muchas locuciones latinas y casi siempre la encontramos traducida como: “Acuérdate”, apóstrofe que resuena en mi azarosa memoria intertextual con acento mexicano, porque me recuerda a Rulfo. Me envía no solamente al cuento que lleva ese título, sino a toda la obra rulfiana. También “Luvina” y “Nos han dado la tierra”, “¡Diles que no me maten!” o “No oyes ladrar los perros”; todos esos relatos se leen en el mismo registro inconfundible, que parece desprenderse de un largo y musical: “Acuérdate, acuérdate”. Leo los inolvidables cuentos de Rulfo como conversaciones, y los recuerdo mucho tiempo después de haberlos leído. Lentas conversaciones en voz baja o largos monólogos que esperan ser oídos, y que remiten a un pasado reciente y cercano, lleno de personajes y acontecimientos cuyo rítmico desarrollo nos absorbe y nos acuna. Una memoria que va hilvanando nombres y episodios vividos, muertes y destierros, esperanzas no cumplidas, herencias robadas y caminos sin orillas. Los cuentos de Rulfo me confirman la poderosa conexión entre la memoria y el oído: los sonidos, los susurros, las voces que configuran el mundo, que es el mundo recordado, el único mundo posible.
En la película de Nolan se pone de manifiesto en primer plano la desesperada confusión de un hombre que no puede gobernar su vida ni comprenderla, que está a merced de lo que otros hagan con ella, porque no puede recordar lo que le sucedió diez minutos antes del momento presente. El personaje anota con urgencia un nombre, un número, una frase en el zócalo de la polaroid que acaba de tomar, antes de que la frágil memoria colapse. Como si esa débil estratagema pudiera corregir el absurdo, pudiera organizar el caos irreparablemente fragmentario que es su vida. No ha perdido su capacidad de razonar, de sospechar, de deducir, de inferir, y sobre todo de desconfiar. Pero no puede saber qué ha sucedido ni, por lo tanto, comprender lo que está sucediendo. “Acuérdate”, le gritamos a oscuras y en silencio desde nuestra butaca. “Acuérdate”, porque el sentido de nuestra propia vida se juega también en esa batalla.
Lenta y lejana, la memoria trabaja. Un recuerdo infantil aflora, evocado por alguna vivencia presente cuya conexión aparece enmascarada. Propia y ajena, la memoria teje relaciones tan inesperadas como poderosas. Si hacemos el esfuerzo necesario, y si perseveramos en él lo suficiente, la conexión aparece y nos deja pasmados, en silencio. Mientras tratamos de recuperarnos, la conexión se hace más clara; encontramos relaciones de sentido que no habíamos reconocido al principio. Es como enfocar: primero la escena aparece con perfiles difusos; de a poco y con esfuerzo, la imagen se define. Eso lo saben mejor que nadie los fotógrafos. “Uno se demora mucho en ver”, explica en una carta a su sobrino el fotógrafo chileno Sergio Larraín, citado por Leila Guerriero en uno de sus mejores libros: Zona de obras. Es una frase extraordinaria que pude incorporar a mi vida. Me la digo a mí misma con frecuencia desde que la leí. Más que decírmela, la frase se me impone, el trabajo de la memoria la trae, como el mar trae los restos de un naufragio.
El recuerdo infantil es muy preciso y es muy lejano. Yo tenía cinco años. Iba al jardín de infantes y la maestra era una monjita muy joven y muy dulce. Se llamaba Juana, para nosotras era la hermana Juanita. Estoy con ella sentada en un banco de la capilla, en silencio, en perfecta quietud exterior, aunque por dentro me siento muy inquieta. El horario escolar ha terminado, todas mis compañeras se fueron a sus casas; ellas deben estar tomando la leche, mirando los dibujos animados o jugando con sus hermanos. Alguien no me fue a buscar. Se hizo tarde. No recuerdo cuánto duró la espera ni quién, finalmente, me llevó a casa. El recuerdo finaliza en la capilla, en el silencio y la quietud atravesando el sentimiento de abandono, aunque yo no fuera todavía capaz de formularlo para mí misma en esos términos.
Me pregunto qué se oculta en la parte negada del recuerdo. Por qué no sé quién me fue a buscar ni la causa de su demora. La memoria encubre o devela a su arbitrio. Como en los sueños, en los recuerdos cobran relevancia los detalles. En este recuerdo infantil (no es un detalle, claro, es lo más importante) reina el más absoluto silencio. Yo no pregunto, no pido, no exijo que llamen a mi mamá ni a mi papá. No hablo. No hago reclamos ni le doy rienda suelta al llanto que seguramente -tengo apenas cinco años- me anuda la garganta. La hermana Juanita tampoco pregunta ni da respuestas. Yo no las he pedido. Lo que comprendo (una comprensión muda) es que ella sabe. ¿Hubo una llamada telefónica? Habría sido lo normal; se telefoneaba a la familia de la alumna que no había sido retirada a tiempo. No lo recuerdo. El silencio es total. Nada lo quiebra ni lo disimula, ni siquiera un rezo (resulta extraño no haber rezado, estando en la capilla con la hermana Juanita). En el silencio atronador de ese recuerdo infantil se anudarán muchos años después otros silencios, otros olvidos y abandonos, otras preguntas que no hice y muchas respuestas que no exigí. Preguntar significa pensar (permitirse pensar) que las cosas podrían ser de otra manera. Tal vez sea necesario explorar los vínculos entre la memoria y el silencio. Tan necesario como doloroso.
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Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera.
Jorge Luis Borges. Funes el memorioso
Nuestra cultura está envenenada de certezas. Una muy prestigiosa es aquella que postula el valor absoluto de la memoria. Parece que recordar es bueno y olvidar es malo, siempre, en cualquier circunstancia. Falso. Falso como todas las afirmaciones absolutas y las certezas sin fisuras. Yo reivindico el valor del olvido. Olvidar es una de las condiciones del pensamiento. Nada menos. Y de la salud mental. ¿Cómo vivir sin olvidar? Claro que tampoco se puede vivir sin recordar (como el atormentado protagonista de Memento), pero es absolutamente imposible vivir recordándolo todo. “Funes el memorioso” es un cuento deslumbrante. Amo ese relato porque es una reivindicación del olvido (Borges tal vez diría: una vindicación del olvido) al cuestionar la pretendida identidad de cada cosa consigo misma. Algo que creíamos homogéneo, sólido y compacto se hiende y se cae a pedazos. Ejemplo: la suposición de que yo sea la misma persona que era ayer, o hace cinco minutos. El cuento disuelve esa presunción que nos parece tan normal porque está naturalizada, y lo hace de un modo tan elegante, tan suave, que no parece tener la fuerza poderosamente crítica que destila:
No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente).
En “el vertiginoso mundo de Funes” no hay ideas generales, por lo tanto Funes es incapaz de pensar: “Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer”. Él sólo percibe un “mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso”. Un mundo invivible. De todos modos Funes es un hombre muy tranquilo y vive su condición como un privilegio. No hay padecimiento ni desesperación, mucho menos ira o desasosiego. Funes acepta su destino como quien mira caer la noche o la lluvia. El desasosiego, me parece, queda a cargo del lector. Uno se pregunta por qué Funes no se alarma, no va al médico, no busca una salida. Somos nosotros los que tenemos miedo. Tal vez Funes señale nuestra normalidad enmascarada: creemos que decimos cosas cuando hablamos, pero lo real no está ni estará nunca en las palabras. Nietzsche nos recuerda que el lenguaje está hecho de metáforas que hemos olvidado que lo son. Las palabras no surgen de la esencia de las cosas ni dan cuenta de ellas; el nombre es siempre una generalización, por eso utilizar los conceptos es olvidar las diferencias.
Lo real se nos escapa: el perro de las tres y catorce (visto de perfil) no puede ser el mismo, ni debería tener el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). El universo es multiforme, heterogéneo, desmesuradamente inestable. El pensamiento permite (eso creemos) detenerlo y capturarlo, trazar algunas coordenadas, algunos planos de referencia; es un intento por domesticar la realidad impensable, incapturable. Pero ese mismo pensamiento simplifica y falsea, nos defiende o nos salva de la verdad insoportable: detrás del mundo imaginado que nuestra memoria ordena y configura, acecha -insobornable- el vertiginoso mundo de Funes.
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La memoria es una formidable falsaria
Antonio Tabucchi. Nocturno hindú
La foto es en blanco y negro, la escena es de fines de los años sesenta. Una niña de seis o siete años mira hacia la cámara con una media sonrisa, o menos que media; en realidad sonríe con los ojos. La piel blanca, el cabello corto, oscuro, lacio. Brazos en alto, cintura quebrada posando para la foto, inclinada hacia la derecha del marco. Tiene una pollerita tableada, cuadriculada, posiblemente roja, blanca y azul. El gris de la foto está algo alterado por el tiempo, o tal vez por el polvo imperceptiblemente acumulado. La niña está en un espacio abierto, tal vez el campo de la familia Batán, a pocos kilómetros de Mar del Plata.
Se percibe la complicidad entre esos ojos y los que están detrás de la lente, un mudo y tranquilo entendimiento mutuo. Detrás, fuera de foco, hay un molino. No es un molino europeo (llamo arbitrariamente “molino europeo” a esos de base ancha y de grandes aspas caladas que aparecen en los cuadros de Brueghel o Descals), es un molino argentino: alto, estilizado y de aspas pequeñas. El molino de la pampa argentina es muy distinto a los de la Mancha (no estuve nunca en la Mancha y no he visto sus celebérrimos molinos de viento). En cualquier caso: allí está el molino; atrás, lejano, fuera de foco, inconfundiblemente argentino. Hay unos álamos a la derecha. Más que los álamos se ve la sombra que proyectan.
Alguien ha dicho que los argentinos no llamamos a los árboles por su nombre sino que decimos “árbol” a secas; se nos compara en esto, por oposición, a los españoles, quienes los llaman por su nombre específico: olmo, chopo, ciprés, castaño. Acusación falsa; los argentinos llamamos a los árboles por su nombre: ombú, álamo, pino, tilo; acacia, paraíso, limonero, caldén. Nombré sólo aquellos que vinieron rápidamente a la conciencia y los escribí de un tirón. Ahora recuerdo quién lo dijo: mi profesor de literatura española contemporánea. Hablando de Antonio Machado (olmos y chopos en abundancia) dijo aquello. Que los argentinos..., etc.
Siempre que contemplo detenidamente una foto me asalta la tensión -esa antesala del miedo- que invade algunos cuentos de Cortázar: creo que la imagen comenzará a moverse lentamente. De hecho algo se ha movido en el cielo. Tal vez un pájaro (los argentinos no llamamos a los pájaros por su nombre específico, decimos simplemente “pájaro”, a menos que se trate de un chajá; nuestro conocimiento del chajá es nostálgico y literario).
La niña no se ha movido, quieta para siempre, detenida por los cuatro bordes de la fotografía, silenciada en varios tonos de gris, con sus eternos seis o siete años.
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Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara
Jorge Luis Borges. Las ruinas circulares
Estoy tratando de recordar un sueño. Lo recordé al despertar y lo olvidé. Conozco ese recurso de la censura: dejo pasar un tiempo (yo siempre tengo algo que hacer) y “olvido” el fragmento de sueño que había recordado al despertar. Por algo lo olvidé, por algo no lo escribí a tiempo.
La memoria y los mecanismos del sueño: la deformación, el desplazamiento, el disfraz. Siempre a favor de la represión y sus caminos, tratando de sustraer al sujeto de la vivencia dolorosa, o eso suponemos. De modo similar el olvido opera sobre el recuerdo desfigurándolo, desplazando sus elementos o reinventándolos. Freud descubrió hace más de ciento veinte años que en lo que él llamó “recuerdo encubridor” operan la memoria y el olvido como dos fuerzas contradictorias pero no excluyentes, porque establecen relaciones transaccionales. Me gusta esa metáfora por su precisión: las dos fuerzas negocian, sopesan sus posibles ganancias, se miden en un verdadero campo de tensiones; en eso consiste la producción del recuerdo (como en el sueño se baten a duelo lo manifiesto y lo latente):
En la constitución de los recuerdos de este orden particular hay dos fuerzas psíquicas, una de las cuales se basa en la importancia del suceso para querer recordarlo mientras que la otra -una resistencia- se opone a tal propósito. Estas dos fuerzas opuestas no se destruyen, ni llega tampoco a suceder que uno de los motivos venza al otro, sino que se origina un efecto de transacción, análogamente a la producción de una resultante en el paralelograma de las fuerzas.
Qué maravilla la capacidad expositiva y la claridad conceptual de este gran maestro del pensamiento. Cuánta admiración me provoca su sagacidad, su asombrosa lucidez, en un campo absolutamente inexplorado hasta ese momento. Es un texto de 1899, inmediatamente anterior a La interpretación de los sueños. No me parece casual. El recuerdo encubridor pone en juego la misma economía que el sueño. Lo latente y lo manifiesto se enlazan según una dinámica de desplazamiento asociativo. La memoria y el olvido también. En la imagen mnémica operan sin cancelarse el recuerdo de la escena y la resistencia, esto es, la obligación de olvidarla (frase final y memorable de “La intrusa” que se cuela en mi discurso sin haber sido llamada), dando lugar a un recuerdo sustitutivo (no es eso lo que queríamos recordar) o a un recuerdo falso, lo cual nos resulta inaceptable. Queremos confiar en nuestra memoria, porque desconfiar de ella es como dudar de nosotros mismos; la consideramos fiel porque hemos sido testigos del suceso recordado y lo recordamos porque ha sido -probablemente- un acontecimiento importante, un suceso digno de ser conservado, y “porque quisiéramos atribuir su conservación en la memoria a su propio contenido -sigue diciendo el gran Sigmund- debiendo atribuirla realmente a la relación de dicho contenido con otro distinto, rechazado.” El recuerdo es, por lo tanto, un resultado, una transacción entre lo que la censura quiere o puede permitir y lo que el yo consciente puede o quiere recordar.
¿Cuánto hay de cierto en aquella escena lejana y ominosa? ¿Cuánta verdad en la presión de una mano cerrándose sobre la muñeca izquierda de una niña de ocho años? ¿Cuánta luz había en el cuarto? El recuerdo evoca persianas bajas, no por completo, la luz del patio entrando apenas por las hendijas entre las maderas. El recuerdo quiere que sea verano y eso explicaría las persianas bajas en pleno día, casi cerradas; explicaría el vestidito azul, liviano, con lunares blancos. El cuello redondo con vivos rojos que se unían por detrás en un botón y su correspondiente ojal.
En la escasa luz del recuerdo inexplicable late un miedo confuso, sostenido. Las palabras faltan; se superponen las imágenes. Hubo una huida (no fue fácil, hubo que tironear y tironear, la mano el garfio del tío la tenaza se abrió evitando el grito, permitiendo el diligente escape). Mucha luz, muchísima luz en la cocina. La madre acaba de poner a hervir el arroz en abundante agua con sal. El vapor empaña la ventana iluminada y la mesa está dispuesta -mantel blanco inmaculado- para el almuerzo familiar.
5
Y sabía callar con mucha fuerza, igual que otros saben gritar
Sándor Márai, La mujer justa
Pasó toda la infancia sin una queja. Ni siquiera una módica rebelión. Nada. Como si no existiera la posibilidad de negarse, de decir que no; decir que esa pollera-pantalón zurcida hasta la náusea y desteñida hasta la humillación no se la quería poner, no se la podía poner. ¿Qué clase de miedo ajustaba el torniquete del deber y del callar?
Tan naturalizada estaba la aceptación de lo dado que no cabía en su imaginación la posibilidad de contradecirlo. Como si se tratara de la lluvia o de la caída del sol. Fenómenos naturales inevitables, contra los que no se puede luchar. Así eran, eso eran las decisiones de mamá. Y reinaban especialmente sobre sus dos hijas: lo que iban a vestir, a qué lugares podían o no podían ir, a qué hora debían regresar a casa, sin queja y sin demora.
Sigilosamente, la trama de lo establecido se quebraba muy lejos, en el interior.
Cuando una voz se hacía oír, o digamos mejor, cuando una voz se alzaba por encima de las voces cotidianas; cuando una voz lograba abrirse paso en el mundo natural de los fenómenos inevitables, es decir, superaba por un instante la voz de mamá, la fisura interna, lenta y lejana, crecía un par de milímetros, imperceptible pero real.
Hay recuerdos, fragmentos que la memoria hace aparecer inesperadamente. Algo los trae, algo los convoca. Ella (la hija menor) se pregunta por qué se imponen de ese modo ambiguo, con una presencia ineludible y al mismo tiempo borrosa, a punto de perderse. Un recuerdo poderoso, afilado y breve se impuso una mañana, tomó la conciencia por asalto (los fragmentos de recuerdos facilitan las metáforas).
Ella tendría unos siete u ocho años. Se vio a sí misma parada y apoyada contra unas puertas de madera, ubicadas al final del patio y siempre cerradas, que en su casa todos llamaban “el gabinete del gas”. Recuerda confusamente que unos hombres de overol azul solían hacer rodar hasta él unos grandes tubos de metal con una extraña cabeza pequeña y alargada. Pero esa es otra historia. En el recuerdo filoso que la aquejó esa mañana, la pequeña de siete u ocho años estaba sola en el patio, de espaldas contra el gabinete del gas. ¿Tenía miedo? ¿Estaba asustada? Eso no lo registra el recuerdo, la memoria da y retacea a su antojo. Ella no sabe, no recuerda si había miedo pero sí percibe con claridad que la situación era muy extraña. Estaba sola, perfectamente quieta y en silencio, en el lugar donde solía jugar o cantar con sus hermanos o su gato. La quietud se vio apenas perturbada por un hombre desconocido que se asomó fugazmente para cerrar la puerta que ella había dejado abierta. Ese hombre se había presentado como dentista a domicilio. En el interior de la casa estaba su madre. Eso es seguro. Pero ahora la mujer adulta que fue aquella niña no recuerda si había alguien más en casa. Sospecha que no, que la mamá estaba sola a merced de aquel hombre que decía ser dentista y que había venido a la casa a escarbar en la boca de su madre. Le había extraído una, o tal vez dos piezas dentales, y la boca de la madre no paraba de sangrar.
Esa es la historia. El retazo del recuerdo narra esas pocas cosas, algo inconexas. Después la madre irá al consultorio del verdadero dentista, el odontólogo de confianza que atendía también a otros miembros de la familia. El verdadero dentista le comunicó a la madre que ese señor que le había extraído dos piezas dentales y provocado una hemorragia no era profesional habilitado. Pero la mamá lo había dejado entrar, le había permitido hurgar impunemente dentro de su boca, le había pagado la visita como si se tratara de un profesional, y no lo había denunciado por ejercicio ilegal de la medicina o de la odontología por lo menos.
He ahí la historia, los hechos. Lo que queda por abordar es el misterio: cómo y por qué una mujer adulta, madre de tres hijos, escolarizada, una señora de clase media, de buenos modales y con buen uso del lenguaje pudo haber hecho entrar a un perfecto desconocido a su casa, cómo le pudo permitir ejercer su mala praxis en la sala familiar. Qué explicación puede haber para semejante disparate.
Ese vacío en la racionalidad es una estimulante fisura por donde se cuelan las hipótesis: tal vez el falso dentista cobraba más barato que el verdadero, y la mamá siempre cuidó el peso, como ella misma decía. Tal vez la mamá amaba los riesgos, le gustaba ponerse en peligro. El sacamuelas ¿habría colocado un aviso en el diario? ¿De dónde sacó la información la arriesgada madre amante del peligro o heroína del ahorro familiar? Otro elemento de la historia que proporciona una cuota adicional de misterio es la ausencia del marido y de los dos hijos mayores durante la visita del chapucero a domicilio, puesto que la hija menor recuerda haber estado en completa soledad, y lo que era menos habitual aún, en perfecta quietud. También resulta inquietante la posición de la menor que ahora, siendo adulta, recuerda. ¿Por qué parapetada sobre las puertas siempre cerradas del gabinete del gas? Eso permite intuir o sospechar que fue expulsada de la casa, que se le recomendó que permaneciera quieta y alejada de la puerta que comunicaba patio y comedor. Tal sospecha aparece fortalecida por la fugaz aparición del falso dentista asomándose al patio para cerrar la puerta que ella había dejado (deliberadamente) abierta.
La brevísima historia pervive en la materia oscura y ambivalente del recuerdo, grabada a fuego con detalles leves e inquietantes, y colores intensos. Lo cierto es que un halo de misterio rodea las imágenes y permite inferir que aquel silencio del que hablé al principio daba lugar no solamente a la ausencia de quejidos y protestas, sino también a la presencia ominosa de un bisturí, un taladro, un posible equipo de succión; tal vez pinzas, agujas de punción, curetas, jeringas de anestesia, a lo mejor espátulas, (¿habrá utilizado atacador?), quizá pico de loro o fórceps.
Pero ningún instrumento sirvió para evitar la abundante hemorragia, la siempre viva sangre, seguramente vista o entrevista por la hija que permaneció en silencio, replicando el silencio de la madre que amaba el peligro, o cuidaba la economía familiar sin medir riesgos.
6
Teniendo ojos para ver y oídos para escuchar, no tarda uno en convencerse de que los mortales no pueden ocultar secreto alguno. Aquellos cuyos labios callan, hablan con los dedos. Todos sus movimientos los delatan. Y así resulta fácilmente realizable la labor de hacer consciente lo anímico más oculto.
Sigmund Freud. Fragmento de “El caso Dora”, 1905
Recuerdo mis primeros encuentros con B. Nos conocimos en una de las instituciones escolares en las que yo trabajaba por entonces. Nuestra serena amistad se alimentaba de una comunicación más intensa que locuaz. Había una matriz de silencio en su palabra, en sus gestos, en su postura, en el lenguaje corporal. A veces gritaba en silencio. Todo su cuerpo gritaba y sus palabras salían estranguladas. Durante la conversación, ella hacía un gran esfuerzo que trataba de disimular y que padecíamos juntas, en silencio.
Una tarde, inesperadamente, B. habló con mucha fluidez. Habló como nunca había hablado, al menos conmigo. Estábamos solas en la sala casi siempre abarrotada, y B. parecía olvidada del entorno escolar; ya no recordaba que al tocar el timbre estarían esperándonos los alumnos de cuarto o quinto año. Y dijo cosas graves, densas; las palabras pesaban en el aire que entraba suavemente por el ventanal. Fue una experiencia que no olvidaré. B. pudo hablar y al mismo tiempo tomar distancia de su propio decir, reconocer aquello que no había querido decir en lo que había dicho; reconocer lo que había dicho, en aquello que no había querido decir. Y después de ese alumbramiento pudo llorar.
Hoy me atrevo a sacar algunas posibles conclusiones. Ante la revelación (como toda revelación, inesperada, producto del olvido y de la memoria) el fogonazo del miedo arde otra vez, incandescente. Ha caído el velo, se ha rasgado. Entonces el dolor vuelve con la misma intensidad, sin atenuantes. Entonces regresa la niña que es -que sigue siendo B.- y ahora, sin mediaciones ni distancias, sufren ambas y el dolor una vez más atraviesa ese misterio del tiempo, el tiempo se adelgaza hasta desaparecer y todo es presente y vuelve a suceder aquello que fue y sucede-de-nuevo. Extraña desaparición del tiempo cronológico, del Tiempo-Cronos, diría Deleuze, cuando se impone el Tiempo del Acontecimiento.
Aquella tarde vi los ojos de B. Vi sus ojos devenir ojos de niña, vi el terror. Vi el dolor. Años de olvido en defensa propia, muchos años de eficiente represión se diluyeron en mis narices. Y no hubo consuelo. Luego callamos suavemente, pero era otro silencio.
3 La traducción es mía.
4 Fragmento del relato de Jonathan Nolan publicado por primera vez en la revista Esquire, en marzo del 2001 y llevado al cine por su hermano Christopher bajo el título: Memento. (Traducción: Marco Antonio Toriz Sosa).