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1. Covid-19: el gran catalizador de todos los ajustes

Paula Abal Medina

Diego Mendieta, un pastor evangélico y militante popular del movimiento La Dignidad, envía un minucioso informe sobre la situación de la cuarentena en Cuartel V, zona del partido bonaerense de Moreno. Un amigo me cuenta que lo llaman “el pastor trosko” con simpatía, porque “la capilaridad que logra es impresionante”. Pone en el informe hasta la variación exacta del precio de una bolsa de pañales y un litro de leche en un mercadito de la zona antes y después de iniciada la cuarentena. Cuartel V está integrado por seis barrios: Luján, Los Hornos, 5 de Enero, 8 de Diciembre, San Cayetano, Los Cedros. Dice Mendieta:

En los barrios mencionados viven según el último censo municipal alrededor de 75.000 familias con graves problemas de infraestructura (agua, luz, cloacas, mejorado y asfaltado de calles, etc.) y de vivienda, y con múltiples dificultades socioambientales por un gran basural-quema que genera que el 80% de las y los niños sufran asma y otros problemas respiratorios, dermatológicos, etc. Además, en los últimos días hubo casos de dengue. El coronavirus en este contexto podría hacer estragos.

Finalmente transcribe el link de uno de esos informes televisivos tipo Telenoche, que salió hace varios años, y que muestra el barrio con el zócalo “Villa Asma”. Podría haber salido hace varias décadas también. Porque aunque las familias pasen horas y horas cada día en esos predios del infierno que son los basurales a cielo abierto, aunque separen y clasifiquen toneladas de materiales allí, aunque organicen jardines maternales para no tener que ir a trabajar al infierno con niñas y niños, son trabajadores que integran la extensa Argentina hundida, la que no puede moverse ni un milímetro. El 1º de marzo de 2020, en su discurso de apertura de sesiones parlamentarias, Alberto Fernández anunció la erradicación de basurales a cielo abierto. Según un relevamiento del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE), hay más de 5000 en el país. Lamentablemente, la pandemia está arrasando con los sueños más módicos.

Claudia Carrillo es referente de la UTEP por el Movimiento Evita en la próspera ciudad de Buenos Aires. Vive en el barrio Ramón Carrillo, en la Comuna 8. Parece una confusión, pero no: podríamos decir que Claudia está tan ligada a su territorio que hasta la casualidad de su apellido lo nombra. De familia santiagueña, creció en el campo, dedicada a la cosecha de algodón. En los ochenta migró y fue a parar al albergue Warnes, una enorme construcción que iba a ser el hospital de niños más grande de América Latina. Un proyecto encarado por Evita, que se archivó en 1955. La salud pública que no pudo ser. Al final del gobierno de Menem, en 1989, muchos vecinos y vecinas del lugar fueron trasladados al barrio Ramón Carrillo:

Desde entonces mucha gente vendió su casa con ilusiones de progresar. Ahora, los que quedamos de la época del albergue tratamos de estar unidos y de que los vecinos no vendan su casa porque no van a poder ascender de clase social, a lo sumo van a comprar otra en un barrio parecido, con la misma gente, la misma música, los mismos robos. Al contrario, van a tener que pagar derecho de piso, no van a conocer a nadie, si les pasa algo ningún vecino saldrá a auxiliarlos. Entonces tratamos de convencerlos de que no vendan. Además, cuando ellos venden, nos dejan el transa acá.

Claudia me cuenta todo esto en una entrevista que realizamos hace unos meses. Ahora intercambiamos exclusivamente sobre la cuarentena:

Hoy el problema más grave del barrio es que la gente no puede salir a cartonear ni hacer feria. Entonces el gran problema es la economía de las familias, la falta de dinero para comprar comida porque no se está pudiendo llevar a cabo el día a día de changas.

Agrega dos cuestiones más: el hacinamiento y el miedo a depender del hospital. Sobre el hacinamiento explica:

Hay casas que tienen cuatro pisos. En la planta baja vive el dueño y arriba alquila todo por piezas. Hay familias completas en una pieza, que comparten la cocina y el baño con los demás inquilinos. Sería catastrófico que ingresara el virus acá.

Corrida del edificio que no fue hospital de niños, ahora justo en el barrio que lleva el nombre del gran ministro de Salud de nuestro país, dice:

Preferimos pasar hambre a tener este virus. En el barrio la gente está muy asustada porque conoce el funcionamiento del hospital y los centros de salud. Para obtener un turno en el Piñero hay que pasar toda la noche haciendo fila. No hay camas para contener a la gente si llega a entrar el virus acá. Tampoco hay respiradores, y nosotros sabemos que vamos a ser los últimos en ser atendidos.

A propósito de Carrillo, durante la “década dorada” argentina creó “una revolución de la capacidad instalada”, como le gustaba decir a Floreal Ferrara (dos veces ministro de Salud bonaerense). Entonces, el número de camas existentes en el país pasó de 66.300 en 1946 a 132.000 en 1954. Decía Carrillo:

El hecho individual es un índice del problema colectivo. No hay pues enfermos sino enfermedades. Hay que sustituir la medicina de la enfermedad por la medicina de la salud. Cloacas, agua, suelo, sedentarismo, alcoholismo, vivienda, etc.[1]

Desde los barrios las voces organizadas insisten en una escalofriante enumeración de enfermedades: dengue, malnutrición, brote de cólera, sarampión, problemas respiratorios y en la piel. El coronavirus muestra las profundidades tenebrosas de la pobreza extrema que no está en los extremos: es el núcleo de la sociedad neoliberal. Verbos como “mitigar” y sus mil desgraciados sinónimos no devolverán la salud que millones pierden por las carencias de sus barrios, por los olores, la contaminación, la falta de cloacas, la mala alimentación.

Farrell, un cura muy activo del partido de Merlo, decía con preocupación:

Veo una dificultad en los vecinos que tienen que salir a trabajar para el pan de cada día. Esta preocupación se expresa en un chateo que tiene mucha intensidad y en frases como estas: “Cómo vamos a hacer para aguantar”, “Esto se va a poner difícil, no voy a tener paciencia”.

En noviembre de 2016, una movilización multitudinaria, convocada por la CGT y los movimientos sociales, rodeó el Congreso nacional. Exigían la aprobación de la Ley de Emergencia Social y el Salario Social Complementario. Coincidieron para su aprobación votos de opositores y de muchos oficialistas del gobierno de Macri, responsable de agravar la hambruna y la desigualdad. Si nos internamos en la lectura del debate parlamentario, se reconocen diferencias. La ley es el resultado de un protagonismo social, el de la economía popular, y también de tironeos. Allí se establece la creación del Salario Social Complementario, el Consejo de la Economía Popular y el Registro Nacional de Trabajadores de la Economía Popular. Las tres, instituciones subejecutadas o directamente cajoneadas por quienes gobernaban entonces.

En estos años, sin embargo, se ha fortalecido un tejido comunitario frondoso de organizaciones territoriales y religiosas, y un gremialismo de la economía popular. Su estatura sigue ninguneada, pero el sostenimiento de la cuarentena está realmente en sus espaldas.

El problema del aluvión

El desafío es el día a día, la ingeniería compleja de la subsistencia. La multichanga: carro para cartonear y captar cualquier derrame, arreglos domésticos, cortes de pasto, construcción, ferias, trabajo de limpieza, cuidado de niños o de ancianos, etc. De hoy para hoy. Es una banalidad a esta altura recordar que la vida sin salario no accede a “licencia por enfermedad”, ni puede fantasear con la idea de dejar de trabajar algún día en la vejez. La vida sin salario ni redes familiares o recursos acumulados (la herencia, por ejemplo) se vuelve insostenible cada vez que el país desbarranca. Al final del día cada familia saca las cuentas de la escasez: entre lo ganado y lo conseguido (salita, comedor, biblioteca) y lo que queda de la Asignación Universal por Hijo o del salario social complementario, según el momento del mes, se decide qué se compra y cuánto en el mercado del barrio.

A fines de 2019, los 17 millones de puestos de trabajo de la población ocupada en el sector privado se dividían así: unos 7 millones eran puestos asalariados registrados; cerca de 5 millones, asalariados no registrados; otros 5 millones, trabajadores no asalariados. 7 millones versus 10 millones. Y aún tendríamos que sumar a los desocupados. ¿Y hoy? La pandemia es el ajustador más letal que hayamos podido imaginar. El derrumbe de los ingresos de los trabajadores encuarentenados resultó fulminante. A fines de abril, la OIT publicó un informe devastador sobre la situación de los trabajadores y trabajadoras en los países afectados por la pandemia: concluyó que los informales sufrirán reducciones de más del 80% de sus ingresos en países de ingresos medios-bajos como el nuestro. Las mujeres, por su parte, padecerán el agravamiento de esta situación extrema. A mediados de mayo, la misma OIT hizo una serie de proyecciones para el segundo trimestre del año: así, estimó que la cantidad de horas de trabajo disminuiría en un 10,7% con respecto al último trimestre de 2019, lo que corresponde a 305 millones de empleos a tiempo completo.

En la Argentina, el gobierno nacional adoptó medidas destinadas a realizar una transferencia de dinero a los hogares “cuya subsistencia inmediata depende de lo que día a día obtienen con el fruto de su trabajo”. Reconociendo la “insuficiencia del sistema de seguridad social argentino”, el 23 de marzo pasado dispuso crear el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE): prestación monetaria excepcional de $ 10.000, no contributiva, para argentinos y residentes, entre 18 y 65 años de edad, que estén desocupados, se desempeñen en la economía informal, sean monotributistas (categorías inferiores) o trabajadoras domésticas que no hayan percibido ingresos por trabajos en relación de dependencia, en concepto de jubilaciones y pensiones, o planes sociales (salvo AUH). Fue concebido como pago por única vez para el mes de abril. Y debió ser prorrogado por la vía de un refuerzo.

Las previsiones del gobierno –que rondaban los 3,6 millones de beneficiados– se vieron desbordadas: se inscribieron con la velocidad de la luz 12 millones de personas. Una conclusión obvia: este gobierno, que ha dado señales de compromiso con la cuestión social, no tiene, sin embargo, conocimiento suficiente sobre esa realidad. Por eso la inscripción masiva al IFE se sintió como un aluvión. ¿Cómo se construye una relación de saber en el Estado? ¿Cómo se hacen presentes las clases populares allí? La pregunta se hizo muchas veces. Nicos Poulantzas aportó a la cuestión. Esas clases integran las estructuras más jerárquicas en posiciones subordinadas (las policías o el Ejército). La polémica puede sonar demodé. No obstante, vale sostener la pregunta: ¿cómo se informa hoy la política? ¿Cómo son internalizadas las experiencias de vida y las estructuras de sentir, del basural de Moreno y de la zona que llaman Villa Asma? ¿En qué parte del Estado está el olor ácido que irrita la garganta? ¿Quién ve cómo se despliega en ese lugar un proceso de trabajo? Pero también, ¿cómo se calcula en las cuentas nacionales la dirección y cuantía de transferencias ínfimas y constantes hacia quienes cargan en un camión viejo los reciclados comprados a cartoneros y luego los venden a las pequeñas o medianas o grandes industrias de los alrededores? ¿Hay alguna planilla que registre las transferencias que reciben quienes no pagan enterramiento de basura porque en definitiva hay 150.000 cartoneros en el país dedicados a revertir el daño ambiental superlativo de los consumos desenfrenados? ¿Cuánto cuesta lo que las grandes empresas de recolección no llevan? Y así, porque este es un ejemplo puntual.

Sin embargo, actualmente la Dirección Nacional de Reciclado está a cargo de María Castillo, referente cartonera del Movimiento de Trabajadores Excluidos. La conocí en acción a María, cuando organizaba el proceso de recuperación de la basura en Lomas de Zamora. También la escuché varias veces en talleres en CTEP sistematizando y socializando, con trabajadoras y trabajadores de otras cooperativas, conocimientos de promoción ambiental, de negociación de contratos con los grandes generadores, de valor agregado al proceso de recuperación. Hablaba de la organización laboral, gremial y comunitaria, todo eso junto en la práctica cartonera. Más de una vez usó expresiones inesperadas: “La excelencia cartonera nos permitió” o “Nuestra capacidad de organización productiva es tal que pudimos lograr lo que los privados no supieron”. María sabe muchas cosas que resonarán ahora puertas adentro del Ministerio de Desarrollo Social. Pero en el Estado son miles los que dirigen pequeñas partes, y las trayectorias de este tipo un puñado. Tampoco es solo un problema de cantidades, sino de una fractura proyectada, los efectos de un distanciamiento social (en sentido estricto) que se incrustaron en la materialidad del campo estatal. Porque en las últimas décadas quedó relegada a la prehistoria la discusión sobre cómo construir el tejido político de un proceso de transformación, eso que en algún tiempo expresaron las tres ramas del movimiento peronista.

Hoy se escuchan acusaciones: “Están de los dos lados del mostrador”, se dice sobre los referentes de movimientos sociales. Algunos de los que acusan son acusados también: “Hay dirigentes gremiales que parecen ministros sin cartera”. La improductividad triste de una política defensiva. Quienes integran el puñado en el que está María Castillo ¿podrían encarnar una doble representación, como funcionarios y referentes sociales? Inscribirse como la resultante que superpone barrio y lugar de trabajo en los pliegues estatales. Poder y conflicto. Calle y gobierno. Sin embargo, los canales para refrendar (o no) la doble representación no están diseñados, ni siquiera nombrados. El 2 de junio, casi cerrando estas líneas, Alberto Fernández se reunió con el secretario general de la UTEP: el Gringo Castro. Ojalá esta instantánea de reconocimiento se acompañara con formas duraderas, nuevas institucionalidades, como una personería gremial para la UTEP. O la ampliación de un salario social complementario para todos los desalarizados. Hoy, esto último se discute abiertamente. El sistema de seguridad social es insuficiente. La única verdad son los 12 millones de inscriptos en el IFE y los 9 millones de solicitudes aprobadas.

Así y todo, la tensión es máxima, quien no moviliza su cuerpo cada día para trabajar está en riesgo. La recesión monumental se fagocita íntegramente la propensión a negociar con el sistema. En el presente concreto y real, quienes viven una cuarentena social de varias décadas porque no pueden salir de situaciones extremas encabezan el ranking de perdedores. Pero pierden muchos más: los cuentapropistas, los asalariados suspendidos y con miedo a perder su trabajo. No estamos viviendo un keynesianismo de nuevo tipo. Es importante recortarlo así. Lo que atravesamos es el deterioro fulminante de condiciones de vida de millones de trabajadores en nuestro país, y de miles de millones en el mundo.

Tras las huellas de la desvalorización del trabajo

Los programas sobre rentas universales, ingresos mínimos o salarios sociales no son novedosos. En los años noventa, el libro del asesor de Bill Clinton, Jeremy Rifkin, se vendía en la sucursal de Walmart de avenida Constituyentes. Letras rojas, fondo negro: El fin del trabajo. Se podía leer:

Para el creciente número de personas que no tendrán puesto de trabajo alguno en el sector de mercado, los gobiernos tendrán dos posibilidades: construir un mayor número de prisiones para encarcelar a un cada vez mayor número de criminales o financiar formas alternativas de trabajo en el sector de voluntarios.

¿Disyuntivas planteadas por el neoliberalismo progresista? (Esa especie de oxímoron fue la expresión acuñada por Nancy Fraser para dimensionar la envergadura de la desilusión que hizo posible que Trump gobierne hoy.)

La moraleja de aquellos años es que posiciones políticas muy distantes parecían coincidir en una “misma” política. Recuerdo en especial al gran sociólogo del trabajo Robert Castel, autor de La metamorfosis de la cuestión social, que visitó numerosas veces nuestro país y desarrollaba las nociones de desafiliación y de individualidad negativa de “los inútiles para el mundo”. Solía cerrar con gran desazón sus intervenciones con una idea: no pueden constituirse en movimientos de transformación social, son “no-fuerzas sociales”. Castel se explayaba con orgullo nostálgico sobre “la seguridad social”, el cimiento de la sociedad salarial francesa. Con esa arquitectura en franco derrumbe, solo quedaba a su juicio esperar que el Estado fuera capaz de llevar a cabo una operación de salvataje.

Tal vez no prestamos suficiente atención al hecho de que las categorías y las caracterizaciones muchas veces inciden y hasta determinan las políticas. Las propuestas de ingresos mínimos y rentas universales se desplegaron históricamente con una tonalidad emotiva de destino irremediable; la pérdida de puestos de trabajo se concibió como fulminante e irreversible, y las políticas públicas que surgieron de este diagnóstico fueron, de algún modo, formas de institucionalizar la pobreza. Veamos la serie de expresiones que quedaron adheridas ahí: “Los inservibles para el funcionamiento de la maquinaria social”, los que están afuera, los que no producen, los que no trabajan, los descalificados, los millones de pobres que no tendrán lugar alguno.

Quienes apoyan la implementación de este tipo de medidas esgrimen argumentos éticos (debemos garantizar un piso de dignidad para todo ser humano) o bien sostienen posiciones pragmáticas como la de Rifkin (cárceles o “voluntariado”). Lo cierto es que la disyuntiva convalida una suerte de amnesia colectiva sobre la construcción económica y social de la desalarización masiva. Sobre los modos activos de desvalorización del trabajo. Sobre la microfísica cotidiana de transferencias del sector informal al sector formal. Finalmente, inadvertidos pero reales, están los patrones ocultos y las cadenas invisibilizadas del modelo de centrifugación de las empresas centrales.

Olvidamos o naturalizamos una historia reciente e ilustrativa, y muy ligada al paisaje cotidiano de la cuarentena en la ciudad de Buenos Aires: que los repartidores en bicicleta fueron en el tiempo 1 empleados flexibilizados de McDonald’s y otras grandes empresas similares. En el tiempo 2, empleados tercerizados de una empresa contratada por McDonald’s para el delivery, abaratando y precarizando otras condiciones, pero aún asalariados, y contando todavía con la responsabilidad “solidaria” de la multinacional. Hoy son simplemente monotributistas. Y además de repartir, con su trabajo garantizan el big data, la ganancia financiera, la publicidad de las empresas de plataforma.

La tentación miserabilista

Los límites aparecen más nítidos en momentos históricos que producen grandes conmociones. Por ejemplo, el límite delgado y resbaladizo entre el cuidado y el control punitivista, o entre el miserabilismo (el registro paternalista de los pobres como “carentes”) y el reconocimiento de las capacidades de los sectores populares organizados.

Cuando los movimientos territoriales –y los sindicatos que acompañaron– protagonizaron hace unos años la creación del salario social complementario construyeron una pieza testigo, consecuencia de un prolongado proceso de reorganización social en los territorios que, como suele expresar el Gringo Castro, tiene una dimensión comunitaria y una gremial. Es la organización social para alimentarse, para poder trabajar, para construir la vivienda y mejorar el barrio, para reclamar y movilizarse, para el cuidado y para enterrar a los muertos (porque la emergencia en los barrios hace décadas que es, también, una emergencia funeraria). Este recorrido entraña además un proceso de reorganización de las estructuras profundas de la identidad. Es posible reconocer un temperamento popular capaz de rechazar los planteos miserabilistas y de conectar en cierto modo con la tradición peronista tal como la define el intelectual inglés Perry Anderson.

En efecto, cuando compara el Brasil de Vargas y la Argentina de Perón, Anderson sostiene:

No es verdad que los practicantes del populismo en Brasil y en la Argentina se parezcan mucho entre sí. La retórica de Vargas era paternalista y sentimental; la de Perón, vehemente y agresiva, y la relación que habían establecido con las masas era muy distinta. Vargas construyó su poder incorporando a los trabajadores recién urbanizados en el sistema político, como beneficiarios pasivos de sus cuidados, con una ley laboral protectora y un sindicalismo férreamente manejado desde el poder. Perón los galvanizó como combatientes activos contra el poder oligárquico movilizando las energías proletarias en una militancia sindicalista que lo sobrevivió. Uno apelaba a lacrimógenas imágenes de “el pueblo”, mientras el otro invocaba la ira de los descamisados, los sans culottes locales.[2]

Está en juego, y en acto, una transformación subjetiva que “la política” todavía no ha logrado decodificar. Se escucha algo de esto: “Los barrios somos nosotros, la capilaridad es nuestra, el Estado sin nuestras mediaciones no llegaría nunca a ninguna parte”. La pandemia potencia estas resonancias, y por eso las mediaciones organizativas podrían convertirse en el soporte fundamental para imaginar y hacer efectivas políticas de distribución y redistribución de los ingresos y del poder social.

El botón es otro

¿Será posible que alguien, el día después de la pandemia, se anime a hablar de nuevo sobre meritocracia? Poco tiempo antes de la cuarentena, sobre este mismo mundo inmóvil y entrampado por el sistema actual, en columnas del diario La Nación se filosofaba con solemnidad acerca del esfuerzo y el sacrificio como llave del ascenso social. Posiblemente conscientes del ridículo, el domingo 29 de marzo, en el mismo diario se incorporan reflexiones de intelectuales más sofisticados que reconocen sin titubear lo que es obvio: “El hijo de un hogar pobre probablemente será pobre (la movilidad social, en la Argentina y en el mundo en general, es muy baja)”.

Eduardo Levy Yeyaty y Andrés Malamud, los autores de la nota, ofrecen otro razonamiento, recurriendo al dilema del tranvía: imaginemos que una formación fuera de control se tope en su recorrido con cinco personas atadas. Un botón permite desviarla hacia un ramal en el cual solo hay una persona atada. ¿Debemos pulsar el botón?, se preguntan. Desde un criterio utilitario estricto, pulsar el botón permite la reducción de muertes. Trasladan el dilema al covid-19: “Ahora estamos en la oficina del presidente, que tiene que elegir si abre la cuarentena aumentando (por mano propia) el conteo inmediato de muertes por contagio a cambio de salvar potencialmente muchas vidas (¿más o menos?) a lo largo del tiempo (¿cuánto tiempo?)”. Pero, complejizan, en países con pobreza extendida como el nuestro, los pesos perdidos también son vidas perdidas. “En nuestro caso real, la cuarentena es el botón y la pobreza el tranvía”.

Los dilemas tienen supuestos. Y en este caso el supuesto es que el funcionamiento del capitalismo financiero permanezca idéntico a sí mismo. Porque, como es evidente en las sociedades contemporáneas (incluso en una con tanta pobreza como la nuestra), la concentración económica produce una desigualdad creciente. El covid-19, el gran catalizador de todos los ajustes, podría convertirse en el gran catalizador de todas las contradicciones si decidimos iniciar una ruptura redentora con la elección más perversa: que mate el virus o que mate la pobreza que se acrecienta en cuarentena. El límite es tan abismal que no es posible seguir evadiendo el problema de la riqueza descomunal y de la legitimidad de su origen.

[1] Maristella Svampa, Certezas, incertezas y desmesuras de un pensamiento político. Conversaciones con Floreal Ferrara, Buenos Aires, Biblioteca Nacional, 2010.

[2] Perry Anderson, Brasil. Una excepción (1964-2019), Madrid, Akal, 2020.

La vida en suspenso

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