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3. El tiempo de la necroética

Ximena Tordini

1. Ella tiene 75 años, tres hermanas y un diagnóstico de esquizofrenia. Vive en un geriátrico. Cuando aparecen los síntomas respiratorios es internada en una clínica. Desde ese momento nadie puede visitarla. Varios días después muere sola. Su hermana, de 77 años, hace sola los trámites de la muerte. Tiene que “reconocer el cuerpo”, como llama la burocracia al requisito que establece que una persona viva debe afirmar que conoce a la persona muerta para registrar “la defunción”. Lo hace a través de un vidrio: una hermana de cada lado. Al día siguiente maneja su auto, solo ocupado por ella; sigue al coche fúnebre hasta Chacarita. Presencia sola el entierro, que no fue precedido por una ceremonia, y las maniobras de los empleados estatales para poner el ataúd en la tierra. Atraviesa de nuevo el cementerio para volver a su auto, y la ciudad para volver a su casa. Un día después, sabe que su hermana no tuvo covid-19, que todas esas soledades fueron pura prevención.

La historia me la cuenta N., por WhatsApp:

[15:18, 20/4/2020] N.: hizo todo en la vida para estar con su hermana cuando muriera y no pudo.

[15:19, 20/4/2020] N.: dice que si la hubiera dejado en el geriátrico al menos moría en un contexto familiar.

Conversamos sobre que las políticas de prevención de la enfermedad privan a las personas de estar acompañadas en el momento de morir; suprimen los rituales funerarios, todos, los religiosos, los laicos, los consolidados por la sociedad en instituciones y negocios, los que cada grupo afectivo construye para sí mismo; fuerzan formas inéditas de atravesar los primeros días de la falta; obligan al duelo solitario. Ni las medidas de salud pública, ni los discursos de política sanitaria de cada mañana pronuncian eso. Como si no mencionarlo hiciera que nadie pensara en la forma de morir a la que nos arroja la gestión de la pandemia. O como si el duelo fuera un asunto privado, como si la política no lo tocara, como si no hubiera allí nada que planificar. Nos acordamos de Chernóbil, la serie: de la mujer que se rebela cuando le prohíben tocar a su novio radiactivo. Le pido al robot de Telegram que busca libros que me ayude a encontrar una escena. Lo logra, por supuesto: “Ahora, en lugar de las frases habituales de consuelo, el médico le dice a una mujer acerca de su marido moribundo: ‘¡No se acerque a él! ¡No puede besarlo! ¡Prohibido acariciarlo! Su marido ya no es un ser querido, sino un elemento que hay que desactivar’”. Son las primeras páginas de Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexiévic. “Ni siquiera nos dejaron abrazar el ataúd”, dice la mujer en el capítulo del libro en el que la autora le facilita la toma de la palabra. Una muerte sin sentido del tacto. Tres días después, N. me manda una nota de Mariana Carbajal en Página/12. Un hijo que no pudo acompañar a su mamá durante sus últimos días viva dice: “Es como si se hubiera esfumado”.

2. El covid-19 aterriza en Guayaquil, la segunda ciudad más grande de Ecuador, en enero: cruza el Atlántico en el cuerpo de una mujer de 71 años, una ecuatoriana que vivía en España, al igual que otras decenas de miles que limpian las casas y cuidan a los hijos del Norte. Semanas después, ella, la paciente cero, muere en una unidad de terapia intensiva. Su hermana también, muchos integrantes de la familia enferman; mientras se recuperan, cuentan el desprecio y la indiferencia que recibieron. El relato no trasciende, en esos momentos la Tierra ofrece imágenes más llamativas de la catástrofe.

Nueve días después, la palabra Guayaquil se expande como una gota de tinta negra en un vaso de agua. Un ataúd arde, sobre el asfalto; las llamas blurean el fondo: unas calles que se parecen a las de cualquier ciudad de Sudamérica. Cuatro personas, jóvenes, dejan a una quinta, muerta, en una vereda, y corren. Otra cámara asoma de la ventanilla izquierda de un auto: en la parte central de un boulevard hay un sillón, sobre él, una persona muerta, arropada con cuidado en una manta celeste, una flor roja sobre su pecho. No se entiende qué ocurre; según el gobierno, el día en que estas imágenes comenzaron a circular el virus había matado a 60 personas en esa provincia, muy poco para hacer colapsar todo. Las dependencias estatales que administran la muerte trabajan en horarios restringidos, por la cuarentena. Las autoridades dicen que no tienen vehículos suficientes para retirar a quienes mueren en sus casas por cualquier causa. Quienes trabajan en servicios funerarios temen contagiarse. Las fábricas aumentan el precio de los ataúdes, que llega a los U$S 1000 por unidad. El efecto del tiempo sobre la carne hace que sea imposible alojar a los muertos en los hogares austeros de sus familias. Los deudos los dejan a la intemperie. Otros familiares no encuentran a los suyos; algunos son rápidos para los negocios: piden dinero para hallar a cada persona muerta dentro de la burocracia sanitaria. Las y los guayaqueños no quitan el sonido a los videos que postean: todos son gritos. El olor todavía no pudo ser digitalizado.

Una semana después –cuando se comprueba que las denuncias eran ciertas y que la llegada del virus multiplicó por diez las muertes diarias en la ciudad–, el municipio de Guayaquil anuncia la construcción de dos cementerios para llevar a quienes retira de los domicilios. Comienzan a usarse ataúdes de cartón; en seis cárceles los presos se ponen a fabricar cofres con madera incautada, proveniente de la tala ilegal. A través de una página web se puede saber dónde es enterrada cada persona, sin ritual.

La vida en suspenso

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