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Primavera de mañana

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En enero, la rosa azafranada trepa por las vigas de las pérgolas monegascas, asedia la palmera nizarda, se levanta hacia la luz, torna el rostro hasta el sol y despliega, en un momento, una corola cuyo color ámbar, cárnico, y su desorden perfumado son inimitables… “He ahí, dice esta audaz anunciadora, he ahí cómo París portará la rosa… ¡dentro de cuatro meses!”

Desde diciembre, los primeros vestidos blancos, floreciendo al borde del césped verde de la Riviera, muestran cierta arrogancia: “Observen este talle, largo como un día de lluvia, ese volado infantil que llamamos coquetamente falda, ese tubo de tela sin inflexión ni cintura, ese sombrero desprovisto de bordes que no protege ni al cutis ni a los ojos: he ahí aquello que va a entusiasmar a París, una vez que llegue la primavera. Somos blancas aquí. Pero París nos verá variopintas. Nos parecemos a las maquetas que los creadores de modelos, los diseñadores de disfraces de las grandes revistas, dejan “en blanco”, es oportuno decirlo, a la fantasía de los coloristas. Pero toda la primavera de la moda está en nosotras ya. Blancas, como una virgen durmiente, no esperamos más que el despertar de la tierra para tomar los colores del cogollo, de la margarita amarilla, de la genciana azul y la inflamada eglantina”.

Veo pasar a los grandes capullos de lino, de seda blanda, de lana sin mancha, de cándido kasha1 y suspiro. Un año de moda comienza, fatal aun para las mujeres que la naturaleza dotó de relieves precisos. La especie, es cierto, se hace cada vez más rara. Pero tiene una vida difícil; algo sé al respecto. ¡Por desgracia, no soy yo quien podrá jamás –como lo hizo en un restaurante una mujer elegante que acababa de manchar, con una gotita de salsa, su vestido de nieve– correr al lavabo y regresar triunfante, inmaculada: al menos de frente, pues ella había simplemente dado vuelta a su ropa del anverso al reverso…!

Sí, la primavera, en materia de moda, se anuncia simple y llanamente. Una primavera para las mujeres de pie, posando como un es­belto candelabro en laesquina de un macizo, surgidas del pasto como un chorro de agua, apoyadas contra una balaustrada, como un balaustre menos abultado que los otros. Haga usted caminata, juegue al golf, al tenis, usted será considerada más que nunca; veremos solamente Dianas ligeras y nunca sentadas, no sin pretexto. Si se sientan, su corta, estrecha, gentil, miserable y diminuta falda se remonta más allá de lo posible, por sobre medias a las que un capricho riguroso impone el matiz exacto de las antiguas muñecas de salvado. Si se sientan, ya no sólo estarán incómodas sino que incomodarán. No obstante, la mayoría de ellas son puras de pensamiento, acostumbradas a su desnudez parcial, tranquilas casi como nuestros niños medio desnudos, y no bajan ni el dobladillo de su falda ni los párpados. En otra época, una mujer mostraba su pierna porque la pierna era hermosa: y la escondía por la misma razón. Hoy, la pierna prolonga, acaba con indiferencia el arreglo de la vestimenta; por debajo de 30 centí­metros de falda visible el sastre exige 30 centímetros visibles de pierna, ni más ni menos; no les pide, mujeres, su opinión, y poco importa que esos últimos 30 centímetros sean varas, palitos de pan, pilares montados sobre barcos, sobre pies de ciervo o tostadas insípidas.

Corta, plana, geométrica, cuadrangular, la vestimenta femenina se establece con base en gálibos que dependen del paralelogramo, y 1925 no le dará la bienvenida al regreso de la moda de líneas suaves, del arrogante seno, de la apeti­tosa cadera. Un sastre aventurero trae a Francia media docena de modelos estadunidenses que no mejorarán las cosas para ustedes, dobles po­nis francesas, latinas fornidas difíciles de fatigar, rebeldes a enfermarse. Esta escuadra de arcángeles, con un casto vuelo que ninguna carne retarda, llevará la moda hacia una línea siempre más esbelta, hacia una vestimenta todavía más simplificada en su construcción, cortada de un solo golpe de tijeras sobre una materia magnífica.

Tal vez no estamos tan lejos del momento en el que la alta costura, creadora de una suerte de indigencia fastuosa, se asustará de su obra. Ésta le da la mejor parte a toda mano capaz de extraer, de dos trozos de tela, un rectángulo doble perforado de dos mangas sobre el que el bordador, el tejedor, el pintor incluso, se afanará luego. Cada vez que la costura ha creado un tipo riguroso y tan cercano al uniforme que sólo los colores, los arabescos, la consistencia intervienen en él a la manera de insignias, ha renunciado a la ligera a una parte importante de sus perrogativas. Cierto exceso de refinamiento, procediendo por eliminación, precipita la obra hacia un peligro que teme el creador justamente celoso: la facilidad.

1 Dobladillo proveniente del campo ruso usado para el terminado de las faldas; se caracteriza por mostrar satín en un lado y franela o lana en el otro (N. del T.).

Cuatro estaciones

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