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Prefacio

Aquí no hay nada que se escriba antes de tiempo. Todo vendrá después, es decir, en un tiempo en que la escritura ya sea una operación de puntuar lo que llega tarde. En dicho gesto, la escritura se dice y se desdice. Desdicha, ya que la escritura hace trabajar su propia impotencia, su paradójica capacidad de inscribirse al ir borrando sus huellas. Quizá sea por eso que propiamente no hay nada propio en ella –una huella de su control y de su soberanía sólo sería una huella, algo que ya le fue hecho, un acta de defunción de quien supuestamente la enuncia o la suscribe. Antes de enfrentarse, antes de decir, y sobre todo antes de articular organizadamente su decir, este præfatio –previo a lo que se dirá, pero también una palabra anticipada– ya se está escribiendo después, anticipando la lectura de lo que él ya presupone. ¿Cómo escapar entonces de este círculo, de esa apariencia dominante del círculo de un discurso?

Este ya es un exergo, fuera de obra. Antes o después, nunca ha llegado a su debido tiempo, y habría que reconocer su franca impuntualidad. Desobra: un prólogo tendría que anticipar aquí el marco y el cometido de las páginas que se leerán, pero no dejaría de arruinar, por ese antes o después, por esa estricta no-contemporaneidad, la tesis que anticipa. Un prefacio para un libro sobre Patricio Marchant tendría que merodear estas preguntas, sobre todo cuando se trata de interrogar el riguroso problema de la instalación de algunas de sus tesis. Hace más de una década se podía celebrar que “afortunadamente Patricio Marchant es un pensador que ya no será olvidado, ni denegado, ni deformado: se sabe quién fue, se sabe qué ha escrito”1. ¿No implica ello cierta ingenuidad, la ingenuidad de pretender saber quién fue al mismo tiempo en que se pretende saber qué ha escrito, y así dominar un saber de su escritura? Pero aquí lo más grave quizá no sea eso, sino más bien señalar rotundamente que esos saberes –o ese doble saber– permitirían destinar (“ya no será”) su ausencia de olvido, de denegación o deformación. Felizmente tendríamos que decir –es una posibilidad– que quizá cada vez sepamos menos de Patricio Marchant, gracias a que tenemos más lecturas, a que se agregan más escenas. Habría que restituir el imperativo de cierta deformación, cierto olvido y, evidentemente, cierta ignorancia, para estar atentos todavía a los ejercicios de denegación que recorren el texto que aquí tomaremos como excusa.

A lo largo de estas páginas citaremos una y otra vez a Patricio Marchant, y no porque simplemente se lo cite cuando haya que citarlo2. Lo citaremos porque el ejercicio de la cita también contribuye a ese desmontaje del imperativo, y al todavía débil pero obstinado aferramiento a la idea de que dicho imperativo no se puede dar desde el mero reconocimiento de una escena, es decir, del discurso en que una escena se reconoce para suspender o dejar fuera-de-juego todo lo que la compone afectivamente y que hasta cierto punto no queda marcado en el mismo discurso. Tampoco como un meta-discurso o un para-discurso. Se trata, más bien, como aquí intentaremos advertir, de algo como un temblor, como lo denomina el mismo Marchant, quizá un drone, un zumbido sostenido, fácilmente reconocible y difícilmente aislable, que golpetea transversalmente –atmosféricamente– el tono de su pensamiento. Que le concede su timbre y que atormenta su escritura.

Afirmar ese temblor no es necesariamente hacer de él un tipo de dato fáctico, un hecho positivo que se tendría que reconocer como la marca crucial de un pensamiento, aunque sea de un modo solapado. Ese temblor quizá sea un nombre demasiado general para dar cuenta de lo que tendría que poner en entredicho a cualquier lectura eventualmente muy aferrada, demasiado identificada con cierto sí-mismo, una diferencia demasiado discreta o discrecional, que a fin de cuentas sólo sería la identidad de una diferencia sin supuesta identidad. Esto sucede porque muchas veces los textos de Patricio Marchant parecieran principiar cierta escena completamente distinta del discurso que define a una escena, y donde en esa medida se marca una escena para desentenderse de ella, para ser desentendido por ella3. Cada escena, escrita contra su época, no deja de acompañarla, es decir, no deja de apropiar cierta pérdida –un riesgo que se ha de correr para intentar escapar de su propia época.

Estos temblores no son nada que se pueda confinar como objeto de una analítica trascendental: ellos recorren, percuten el pensamiento de Patricio Marchant. En este sentido, aquí no se tratará de circunscribir qué se quiere decir sobre la música, sino de hacer legible una estructura del tipo ‘ser-uno-el-otro’, un elemento que deja la estela de su resonancia, un acoplamiento que hace la compañía de dos cuestiones, sin que sea completamente discernible en sus contornos. Sin que sea por derecho propio una única cuestión. Intentaré mostrar que cierta complicidad entre el “amor a la música” y el problema de una anterioridad que se hace cada vez más patente en la medida que se avanza a los textos más tardíos de Marchant, pareciera ser lo que permite pensar una escritura atormentada, perturbada en sus gestos de posición y en la afirmación de sus tesis.

Pero digamos, de forma muy abrupta, que hay en Patricio Marchant una relación entre escritura y separación que se pone en escena, resistiendo la escena, cada vez que se apela a la música. Esto tampoco quiere decir que la música adopte la posición grandilocuente de un síntoma, que hiciese posible la lectura de una constelación, o incluso de un sistema de pensamiento. La música es como la singular improvisación imposible, aquella que se espera liberada cuanto más sujeta se distingue, cuando es capaz de distinguir, de discernir, es decir, de pretenderse crítica. Esa música irrumpe, a la manera de una expectativa con la que no se cuenta por entero.

Quizá es por la música, por cierta música, que la separación no puede ser acotada, ceñida a distancia, puesta en frente, y que ella venga a acompañar el paso de la escritura (para recordar en lo más profundo del corazón –es decir, del acuerdo– que no hay acuerdo). Hay una música que acompaña la escritura. Pensar esta compañía, incluso acompañar esta compañía, una escritura de la compañía, quizás haya sido eso lo que nos dejó entreabierto el texto de Patricio Marchant. Una forma singular de pensar en otro, que se debate entre el escamoteo monologante y la reducción de la amenaza de ese otro. Razón tenía Guadalupe Santa Cruz cuando afirmaba que el 15 otro es en Marchant un “obstáculo, insoslayable problema”4. Otro que como nombre dicta su ritmo a la escritura. Ese otro, cualquier otro, condiciona esta escritura, pero la condiciona completamente implicada en y por ella. Otro-nombre que en su ritmo plantea problemas a la escritura. Así, “la escritura lo escribe pero no lo resuelve, lo escribe para no resolverlo”5. A ese gesto quisiéramos atenernos aquí; a su impensable distancia quisiéramos agregar una lectura.

Amor de la música

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