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Políticas hacia la educación secundaria y características básicas de los liceos en Chile

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La educación media chilena adquirió la estructura institucional que conocemos durante la reforma educacional iniciada en 1965 (Bellei y Pérez, 2016). Luego de una educación básica obligatoria de ocho años, vendría una educación secundaria de cuatro (previamente ambos ciclos eran de seis años), provista por instituciones de educación media de modalidad científico-humanista (formación académica) o técnico-profesional (formación laboral). Un egresado de cualquier escuela básica podría acceder a cualquier liceo, y un egresado de cualquier liceo podría acceder a la educación universitaria; todos los certificados serían reconocidos como formalmente iguales. Esto que ahora parece obvio, no lo era. Los egresados de la modalidad TP antes no tenían la licencia secundaria, requisito para ir a la universidad, y a muchos liceos se accedía sólo por sus preparatorias. Fue aquella reforma la que creó un sistema unificado de educación desde la infancia a la universidad. Y para el liceo esto resultó revolucionario. La cobertura de enseñanza media explotó, pasando de 18,3% a 36,8% entre 1920 y 1960, mientras que Bellei y Pérez (2016) estiman que para la población de entre 15-19 años la cobertura en educación media se incrementó desde 17% en 1964 a 33% en 1970, es decir, se duplicó en solo 6 años (ver también Ponce de León, 2018).

La dictadura militar no implementó políticas de promoción ni mejoramiento de la enseñanza media y –como hemos dicho– más bien propuso limitar su expansión, pero la reforma neoliberal que impuso resultó ser un buen aliado para sostener el proceso de masificación en curso, aunque ahora impulsado por la oferta privada que capitalizó la incombustible demanda social por acceder al liceo (Cariola, Bellei y Núñez, 2003). Los liceos públicos fueron traspasados del Mineduc a las municipalidades (salvo unos cuantos liceos TP que fueron entregados a los gremios empresariales para su administración), para que compitieran con la oferta privada, que fue promovida por medio de una subvención por alumno (entregada también a instituciones con fines de lucro) igual a la recibida por los liceos públicos. Así, la cobertura de la educación media llegó a un 75% en 1994, pero su composición había cambiado drásticamente, pasando de un 25% de matrícula privada en 1980 a un 48% en 1994. La combinación de masificación, privatización desregulada y falta de políticas de mejoramiento, crearon las condiciones para lo que se denominó la «crisis de la enseñanza media» en Chile en el período de la transición a la democracia (Lemaitre et al., 2003). Tomó todo el primer gobierno democrático decidir qué hacer. En 1994 se dio inicio a lo que sería hasta la fecha la última reforma de la enseñanza media en Chile.

El vehículo institucional fue el programa MECE-Media (1995), desde donde surgió y se articuló un conjunto amplio de políticas y cambios que a la postre darían cuerpo a la reforma. Se organizaron procesos de reflexión colectiva docente a través de los Grupos Profesionales de Trabajo (GPT), se abrió una enorme oferta de Actividades Curriculares de Libre Elección (ACLE) para satisfacer los más diversos intereses juveniles, se introdujeron laboratorios de informática a través de Enlaces y se instaló y equipó en cada liceo un Centro de Recursos de Aprendizajes (CRA) que renovó el concepto de biblioteca. A la par se implementó una reforma curricular (1998) que cambió fuertemente los objetivos, contenidos, planes y programas de todas las asignaturas, aumentó el ciclo de formación común hasta el grado 10° (dejando la formación TP en dos años), reorganizó y redujo la cantidad de especialidades TP, e introdujo el Simce en 2° medio. Luego se expandió el tiempo escolar haciendo que los liceos funcionaran en una Jornada Escolar Completa (1997), por nombrar sólo los cambios más relevantes. De esa misma matriz surgieron otros programas, como Montegrande (1997), que promovió proyectos institucionales de innovación en 50 liceos a lo largo de Chile, y Liceo Para Todos (2001), que apoyó focalizadamente a los 424 liceos de mayor pobreza y bajo desempeño, especialmente para disminuir la deserción temprana de los jóvenes. Este torbellino de cambios impulsados en poco más de media década desembocó en el reconocimiento del derecho universal a la educación media con la ley de 12 años de escolaridad obligatoria de 2003. De esta forma el país asumía la convicción de que, en la sociedad contemporánea, la educación media provee aprendizajes fundamentales y tiene que ser para todos.

La ironía es que, desde entonces, la educación media dejó de ser una prioridad para las políticas educacionales. Para ser precisos. No es que no se hayan implementado políticas; en efecto, se han implementado muchas, pero éstas han sido poco específicas en abordar las complejidades de la educación media. De hecho, varias son la prolongación de políticas iniciadas en enseñanza básica: el uso de asistencia técnica externa para introducir cambios aplicado por el Programa de Liceos Prioritarios (2006), el aumento del valor del voucher para los más pobres de la Subvención Escolar Preferencial (2011), o el apoyo a alumnos con necesidades educativas especiales a través del Programa de Integración Escolar (2009). También han sido recurrentes los cambios curriculares (2009, 2013, 2019), al punto de que la educación media ha estado en la práctica continuamente con algún tipo de ajuste curricular en curso durante la última década. Pero el país no ha vuelto a tener una reflexión profunda sobre los cambios sustantivos que requiere la educación media. Una muestra que raya en lo caricaturesco es que, como parte de la nueva Ley General de Educación (quizás el cambio más importantes gatillado por el movimiento estudiantil de 2006, la LGE reemplazó a la LOCE impuesta por la dictadura el último día en el poder en 1990) se determinó que la educación media volvería a extenderse a 6 años (y la básica se reduciría en 2 años, quedando ambos ciclos de igual duración), sin embargo, este cambio fue postergado para 2026, y a una década de esta legislación, nadie parece tomarse en serio su importancia ni la necesidad de preparar su implementación.

Una de las políticas generales que más han impactado a la educación secundaria en la última década y media es el aumento de la relevancia de las pruebas estandarizadas. Por un lado, si bien la admisión a las universidades del Consejo de Rectores (las más prestigiosas y tradicionales del país) ha estado basada fundamentalmente en la Prueba de Aptitud Académica, PAA, desde 1967; en 2003 se produjo un cambio importante, al reemplazarla por la Prueba de Selección Universitaria, PSU. La principal diferencia entre ambas es que la PAA medía aptitudes generales y conocimientos curriculares básicos y muy limitados, en cambio la PSU es una prueba de conocimientos y habilidades presentes en el currículum oficial de toda la enseñanza media, lo cual hace de la cobertura curricular un imperativo para quienes quieran obtener altos puntajes. Por otro, si bien el Simce fue incorporado en media una década más tarde que en básica y con una sola medición (al final del ciclo de formación común, en 2° medio), al estar asociado con políticas de incentivos (e.g. el SNED premia con dinero a los docentes en buena medida en base a los puntajes Simce que obtienen sus alumnos) y control del desempeño (e.g. la SEP), su efecto en los liceos ha sido rápido e intenso. Más aun, la creación en 2011 del Sistema de Aseguramiento de la Calidad (SAC) institucionalizó esta política: los liceos pueden ser cerrados si sus alumnos obtienen bajos puntajes Simce continuamente durante cuatro años. Una muestra adicional de la relevancia de estas pruebas es que el programa de Liceos Bicentenario (2012), que apoyó a 60 liceos para aumentar su desempeño académico, fijó sus objetivos y basó sus estrategias principalmente focalizándose en que elevaran sus puntajes Simce y PSU.

Un último ejemplo de política general que ha afectado a la educación media en este período es la privatización. Impulsada inicialmente por la reforma de mercado de 1980, la privatización adquirió nuevos bríos en democracia con la promoción de la masificación del cobro a las familias por la vía del «financiamiento compartido» desde mediados de los 1990s, el financiamiento público a la expansión de la infraestructura privada hecho para aumentar la jornada escolar, y la falta de una política agresiva de inversión en la oferta pública por los municipios o el Estado nacional. El resultado: hacia 2007 un 57% de los estudiantes chilenos cursaba su educación media en un establecimiento privado, cifra que alcanzó un 65% en 2017. Una de las muchas consecuencias del diseño institucional de mercado que facilitó esta privatización es la hipersegregación social de los liceos chilenos, que se encuentran (entre los países con datos comparables) entre los más segregados del mundo (Valenzuela, Bellei, y De los Ríos, 2013).

Interesantemente, el hecho más destacado en el campo de las políticas educacionales en Chile en lo que va de este siglo provino de los estudiantes secundarios (Bellei y Cabalín, 2013). La revolución de los pingüinos de 2006 demandó cambios a aspectos institucionales de la educación chilena, la mayoría de ellos vinculados a las políticas neoliberales: terminar con la LOCE, hacer toda la educación gratuita, fortalecer la educación pública, terminar con el lucro de parte de los dueños de establecimientos privados financiados por el Estado, y combatir la segregación social, entre otros. Para procesar estas demandas, la Presidenta Bachelet creó un Consejo Asesor Presidencial, el cual propuso una agenda enorme de cambios, algunos de los cuales recogían estas demandas. Durante el proceso de negociación política posterior, salvo terminar con la LOCE y la creación de una Superintendencia de Educación para garantizar el cumplimiento de las normas y requisitos para proveer educación (lo que incluyó un mejor resguardo de derechos de los estudiantes y sus familias), las demás demandas estudiantiles fueron postergadas. Tuvo que sobrevenir un segundo movimiento de protestas estudiantiles en 2011, aún más masivo y sostenido que el anterior, para que la propia Presidenta Bachelet, en un nuevo gobierno iniciado en 2014, impulsara una serie de reformas institucionales que incluían algunas de estas sostenidas demandas. En concreto, mediante la Ley de Inclusión (2015) se puso fin (gradual) al cobro a las familias en el sistema escolar financiado por el Estado, se prohibió el financiamiento público a establecimientos con fines de lucro, y se creó un sistema público de admisión escolar que evita las masivas prácticas de discriminación contra estudiantes y sus familias, que ocurrían, fundamentalmente, en el sector privado subvencionado. También se eliminó gradualmente la selección académica para ingresar a los liceos, lo cual afectó a muchos establecimientos públicos históricamente selectivos (aunque la ley contempló una excepción parcial para algunos liceos denominados «emblemáticos»). Además, se terminó con la municipalización de la educación escolar y se creó la Nueva Educación Pública (2017) que, mediante una red de 70 nuevos Servicios Locales de Educación, asumirá gradualmente la administración de las escuelas y liceos públicos a lo largo de Chile. Estos cambios se encuentran en sus primeros años de implementación y constituyen el contexto de conversaciones en el cual se realizó este estudio (Ávalos & Bellei, 2019).

Para obtener una visión sintética de los procesos reseñados, el siguiente esquema presenta cronológicamente las principales políticas, programas y regulaciones que han afectado a la enseñanza media en Chile en las últimas dos décadas.

El liceo en tiempos turbulentos

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