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Capítulo III Donde Julia y el comisario casi mueren ahogados. Ella medita frente a una fotografía y asusta a un anciano, aunque más tarde le ofrecen té y habla con un endeudado.

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Horas después se reunían en el cuartel la detective Delgado con el jefe de la brigada, Ricardo Fuentes. Julia se había dirigido allá en su bicicleta desde el museo mientras los demás lo hacían en el vehículo institucional, y habían llegado todos al mismo tiempo; la ciudad de Santiago ya no soportaba tantos autos, pero siempre había espacios para la tracción humana.

–Dígame qué encontró, detective –preguntó el comisario.

–Aparte de varios fósiles, incluso algunos que creían perdidos, y otras piezas de interés arqueológico, nada. Espero el informe de criminalística, eso sí. En realidad, algo apareció pero no en el museo. La detective Rojas, de informática, encontró esto en un blog:

RECUPERACIÓN DEL INTI WAWA

El grupo de acción Wila Mallku luchadores por la cultura e identidad ancestral proclaman la recuperación y liberación exitosa del Inti Wawa para devolverlo a su Apu ancestral y vuelva a vigilar con su presencia sagrada el valle del Mapocho nuestras presencias tutelares no merecen ser atracciones de feria ni objeto de curiosidad de científicos que nada saben de nuestra cosmovisión haciendo que se pierda la trascendencia de la ofrenda de Inti Wawa Cauri Pacsa informamos a la comunidad preocupada por cualquier daño que pueda haber sufrido el Niño sagrado que él está bien resguardado y protegido en espera de su pronto retorno a la montaña pero que si la policía intenta intervenir no dudaremos un segundo en destruirlo pues preferimos verlo desaparecido que de vuelta a una indigna bodega de un museo despojado de su grandeza y sus tocados.

Por la dignidad del hombre y la mujer andina,

Grupo de Acción Wila Mallku.

–Es un secuestro. Y la redacción sin puntos ni comas es para morir ahogada. ¿Le suena convincente? –preguntó Julia.

–Recuerde que toda amenaza debe ser considerada cierta –respondió el comisario.

–Hay otra declaración, pero de un colectivo afín al museo y más amistosa.

–La revisaremos después. Que rastreen este mensaje. Redacte el informe y me lo muestra a mí para visto bueno antes de pasárselo al fiscal.

–A la orden, señor comisario.

–Un solo detalle, detective –dijo Fuentes.

–¿Cuál sería?

–Somos una brigada de patrimonio cultural y natural. No imprima declaraciones si no es necesario, bastaba mostrármela en un computador.

Julia se ruborizó y asintió.

–Voy a contactarme con la brigada de robos por si saben algo –agregó Fuentes, y luego se retiró.

Durante las siguientes horas Julia se dedicó a escribir el informe. Se preocupó de dejar en claro el valor simbólico del Niño y que no se trataba de una simple pieza antigua. Intentó hacerlo lo más breve posible y, además, conociendo los hábitos de lectura de muchos, trataba de colocar toda la información esencial en las cinco primeras líneas de cada página. «Si pudiera agregarle colores o dibujitos, lo haría», pensó. Esa era una de las cosas que añoraba de su época de profesora de Arte. Podía preparar las presentaciones como mejor le parecía que se vieran. Recordó eso, y entre el lote de datos aprovechó de ingresar cierta información que más adelante le podría ser de utilidad.

La detective hizo un resumen de las declaraciones del personal del museo, tomadas por Briceño y los dos aspirantes que habían asignado. En términos generales, no aportaban ningún dato de importancia. No habían encontrado nada extraño los días anteriores, hoy habían llegado a la hora como siempre y estaba todo normal hasta que el arqueólogo Luis Herrera descubrió el robo. Posteriormente el antropólogo Rodrigo Castillo alteró el sitio del suceso, aparentemente de buena fe. Aún faltaban los informes de criminalística, pero los podía adjuntar en la segunda entrega. También quedaba pendiente interrogar al director del museo, Luis Felipe Iturriaga. Pero Julia deseaba que al fiscal le quedara claro que el caso debía tener prioridad; un Niño congelado hace quinientos años, mantenido en una vitrina de atmósfera controlada, podía estar sufriendo daños irreversibles y había que actuar de inmediato. Ella siempre tenía esa desagradable sensación de que nadie entendía sus preocupaciones.

Estaba ya terminando el informe cuando recibió el llamado de la detective Vanessa Rojas, la asesora de informática. Julia acudió a su puesto de trabajo.

–Cuéntame –dijo Julia.

–Encontré el lugar de donde se escribió la proclama de Wila Mallku.

–¿Los tenemos?

–No, es un cibercafé. Puede haber sido cualquiera. Pero me di el trabajo de revisar todas las entradas de su blog hacia atrás.

–¿Y descubriste algo?

–Tranquila, detective. Todas han sido hechas de distintos cibercafés del centro de Santiago.

–Eso nos deja donde mismo.

–Casi. Pero se me ocurrió revisar la IP de la creación del blog. Y ahí aparece una dirección particular. Fue desde un computador de escritorio.

Julia miró el nombre y la dirección en la pantalla. Sucre 1801, departamento 25, Ñuñoa. Le pareció recordarla. El propietario era Esteban Castillo.

–Necesito saber todo el tráfico de esa dirección –dijo Julia.

Quizá era una pista falsa pero era el único hilo del que podían tirar. Vanessa quedó de enviarle la información cuanto antes, pero además debía atender otros casos. Antes de despedirse, Julia le entregó la otra declaración, del colectivo T’aki, para que la rastreara.

Julia volvió a su escritorio y se quedó mirando una foto del Niño. Estaba ataviado con su traje ceremonial, sus joyas, el ajuar funerario y el tocado de plumas de cóndor. Quinientos años y seguía siendo una criatura víctima de los avatares de los adultos. «¿Dónde andas?», le preguntó. «¿Te despertaron?». Hubo un silencio. «Un Niño noble y viajero que nos trae un mensaje que no sé si entendemos. Igual que El Principito de De Saint-Exupéry», pensó.

Luego volvió a concentrarse y se acordó de la dirección asociada a la creación del blog. Era de un departamento en la comuna de Ñuñoa. No recordaba a nadie del ambiente cultural que viviera en ese edificio. El domicilio estaba a nombre de Esteban Castillo. Buscó en la base de datos; era un señor de más de setenta años y solo registraba una detención por desórdenes en 1987. Para Julia eso no era tener antecedentes, pues miles de personas fueron detenidas por esa causa en aquellos años. El hombre figuraba casado con María del Carmen Briones. En ese momento recordó algo, revisó las declaraciones del personal y buscó el nombre del antropólogo:

Castillo Briones Rodrigo Martín

Y la dirección:

Sucre 1801, departamento 25, Ñuñoa

Julia revolvió entre sus papeles y revisó el listado de las personas que habían solicitado literatura sobre el Niño de El Plomo en la biblioteca del museo. Rodrigo Castillo figuraba varias veces. «Ajá», se dijo. Llamó al fiscal para solicitar autorización y éste se la dio, algo despreocupado.

Una hora después, Esteban Castillo escuchó que llamaban a su citófono. Se dirigió a él con dificultad y su corazón se aceleró cuando escuchó su nombre y «Policía». Miró a su esposa que se había acercado. Dejó entreabierta la puerta y ambos esperaron allí.

Delgado y Rojas llegaron a la entrada del departamento, pero no ingresaron. Julia golpeó la puerta.

–Adelante –dijo el anciano.

Las detectives se mantuvieron en su sitio; podía estar esperando a otra persona y asustarse.

–¡Adelante! –insistió Esteban.

–Policía... –dijo Julia, con cierta cautela y suavemente, asomando apenas la cabeza por la puerta entreabierta.

–Sí sé, pasen.

Las detectives ingresaron. Vieron a una pareja de ancianos muy juntos, tomados de la mano. El caballero estaba muy pálido. Era normal que la gente adquiriera un aire de temor y desconfianza cuando se presentaban como policías, pero el hombre se veía asustado.

–En mi época no se veían mujeres policía –les dijo, a modo de saludo.

–Detectives Julia Delgado y Vanessa Rojas. Brigada de Delitos contra el Patrimonio –se presentó la primera, y ambas exhibieron sus respectivas placas.

La pareja ahora pasó del susto a la curiosidad.

–Esta mañana se descubrió un robo en el Museo de Historia Natural… –comenzó a explicar Julia.

–El Rodri –interrumpió la señora.

–¿No está? –preguntó Delgado.

–No vive aquí. Somos sus padres –respondió el anciano.

–No venimos por nada malo, solo queremos chequear información –dijo Julia.

–¿Tienen internet aquí? –preguntó Rojas.

Los ancianos se miraron extrañados.

–¿Qué es eso? –preguntó la señora.

–¿Es lo del computador? Internet no tenemos, pero sí tenemos correo electrónico y Facebook –agregó Esteban.

–¿Tenemos Facebook? –volvió a preguntar María del Carmen.

–Sí pues –respondió el padre volviéndose hacia su esposa–. Donde vemos las fotos del Antonio y el Martín.

–¿Pero ese no era el correo electrónico?

–Por ahí también la Catita y el Jean-Claude nos mandan fotos de ellos.

–¿Y entonces cuál es el e-mail?

–Ese no lo conozco –finalmente el marido se volvió a las detectives, que miraban algo extrañadas la escena–. ¿Tendrá que ver eso con internet?

Rojas intentó formular una explicación, pero Julia se le adelantó:

–¿Tienen un computador donde ven todo eso? –preguntó ella.

–Por supuesto. ¿Hay algún problema con el computador? –dijo Esteban.

Rojas usó la respuesta de manual:

–Necesitamos ir descartando sospechosos.

Al ver que las detectives no los buscaban a ellos ni a su hijo, los ancianos se fueron relajando. Ellas sólo querían revisar un aparato.

–¿Podemos ver el computador? –insistió sutilmente Rojas.

Los padres intercambiaron una mirada.

–Por supuesto, pasen –respondió Esteban.

Los guió por un pasillo hasta una pequeña leonera donde se amontonaban revistas, libros, diarios, fotografìas y otros papeles. Las paredes estaban cubiertas de fotos de distinta antigüedad donde se veían niños. Julia creyó reconocer en algunas al antropólogo Rodrigo Castillo. De no ser por la presencia del computador, arrinconado entre las pilas de cachivaches, se diría que el lugar pertenecía a la década de 1980. De todos modos, el artefacto parecía ser un modelo bastante antiguo. Rojas se adelantó, y tras una breve revisión presionó el botón de encendido. Julia se le acercó y le susurró al oído:

–La fecha que buscamos es mayo de 2013.

Pasaron un par de minutos en los que se escuchó funcionar al computador, pero aún no se veía nada en la pantalla. Los cuatro miraban el aparato en silencio.

–Siempre se demora un poquito –comentó María del Carmen.

Como aún el artefacto no terminaba de arrancar, Julia se dedicó a otra de sus preocupaciones.

–¿Conoce la dirección de Rodrigo? –le preguntó a María del Carmen.

–Si quiere lo llamo para que venga.

–No creo que sea necesario, no nos vamos a quedar tanto rato…

La señora ignoró las palabras de Julia y se devolvió al living, donde había un teléfono. Marcó y esperó.

–Hijo –habló la señora–, acá hay gente que quiere hablar con usted. No, son de la policía –luego colgó y se dirigió a Julia–. Ya viene. Vive en el piso de arriba.

La detective asintió. Volvió al cuarto donde estaba Rojas. La especialista la miró con cara de fastidio; el computador seguía en proceso de encendido. Ahora señalaba que descargaba actualizaciones y que llevaba un uno por ciento de progreso.

–Siempre hace eso cada vez que lo prendo –comentó Esteban.

–¿Se sirven un tecito? –les preguntó María del Carmen. Rojas se negó; el padre y Julia aceptaron. La detective la acompañó a la cocina: mirar a su colega encender un computador perezoso no era un espectáculo muy apasionante.

–Nos asustamos un poquito –le comentó la señora mientras ponía a hervir el agua–. Fíjese que Esteban cayó detenido en 1985, 1986, por ahí… y no se le ha olvidado. Lo pasamos mal en esa época.

–Las cosas han cambiado –respondió Julia con una sonrisa amistosa.

–No sé, pero usted se ve muy dije.

En ese momento se escuchó la chapa de la puerta de entrada e ingresó el antropólogo Rodrigo Castillo con aire preocupado. Saludó a su madre, que se adelantó a recibirlo, y luego a Julia.

–¿Qué pasa? –preguntó él.

–Buscábamos un computador. O hacerle un par de preguntas. O ambas. Bueno, pero por algún motivo caímos donde sus padres.

–¿Qué tiene que ver el computador?

Julia pensó su respuesta por un segundo antes de decir:

–Creemos que desde acá hubo alguna actividad relacionada con mensajes que tienen que ver con el robo.

La detective esperó una reacción de molestia pero Rodrigo se quedó pensando.

–¿Y han encontrado algo? –preguntó.

–No sé –respondió Julia–. Recién lo encendemos. Hace casi media hora. Mire.

Se dirigieron al cuarto y se encontraron a Vanessa, que seguía con el mentón apoyado en un puño. A su lado, Esteban leía una revista. 5% de avance. Padre e hijo se saludaron.

–No sé qué buscan, pero algo quieren ver acá. Les dijimos que sí –explicó el anciano.

–Está bien, papá.


El computador ya mostraba la pantalla de escritorio pero estaba descargando los íconos de los programas y cada cierto tiempo desplegaba ventanas que anunciaban que se abrían o actualizaban los programas más variados y curiosos, como emoticones animados para mensajería, creadores de álbumes de fotos, editores de tarjetas de saludo musicales, reproductores alternativos de audio y video, juegos de ingenio, juegos de azar, diversos tipos de antivirus, programas de descarga de archivos, etcétera.

–Son programas que el computador me dice que los instale, y los instalo –explicó Esteban.

Las miradas de los detectives se cruzaron, Rojas demostraba algo de fastidio y Julia compasión.

Llegó María del Carmen con los tés. Le ofreció uno a Rodrigo pero éste no quiso. Julia saboreó el suyo; era de jazmín, su favorito. No todo podía ir tan mal.

–¿Por qué nos dio la dirección de sus padres? –preguntó Julia como con descuido. Notó una cierta inquietud entre Esteban y María del Carmen.

–Lo lamento. Hasta hace poco vivía aquí y por costumbre suelo dar su número de departamento en lugar del mío.

–Qué suerte. Porque el té está muy rico. ¿De verdad no quiere, detective? –Julia le preguntó a Vanessa.

–No –respondió ella, aburrida. Su paciencia empezaba a acabarse. Ahora intentaba abrir el navegador de internet pero también resultaba ser un proceso tortuoso; el programa tenía agregados una serie de complementos: noticias, barras de Altavista, Yahoo, Starmedia, Google y otras más.

–Aparte de ustedes, ¿quién más ha ocupado internet desde aquí? –preguntó Julia a los padres.

–Nadie últimamente… –dijo Esteban.

–¿Y hace, digamos, unos dos años?

–Lo ocupaba a veces Rodriguito y solo él –dijo la madre.

–Tenemos dos hijos más, Catalina, que vive en Canadá, y Ernesto, que vive su vida. No lo vemos casi nunca–Esteban suspiró al decir la última frase.

«Eso convierte en sospechoso a Rodrigo» pensó Julia. «Estos dos viejitos que se mueren de susto al ver a la policía no se van a embarcar en un robo como éste».

Luego de una agonizante espera, Rojas logró rescatar el historial de navegación. Julia ya había terminado su té.

–Nos vamos –anunció.

–¿Encontraron algo? –preguntó Rodrigo.

–Lo vamos a analizar primero –respondió Julia.

Se disponían a retirarse cuando Esteban, con cierto embarazo, se dirigió a Rojas:

–Detective, usted que parece que sabe harto de estos artefactos…

–¿Sí? –preguntó.

–Este… ¿me podría arreglar el computador?

La policía miró divertida a Julia, quien sonrió.

–Adelante, autorizada –respondió–. Si ya terminó nuestra jornada.

La detective Delgado dejó a su colega lidiando con la lentitud del aparato y bajó a sacar su bicicleta para volver a casa. Rodrigo la acompañó hasta la salida.

–¿Soy sospechoso? –preguntó– Conozco el lugar, la importancia del Niño, mentí sobre mi dirección y en el computador de mis padres hay algo que me vincula al robo.

–Si lo fuera, no se lo diría. Y si no fuera, tampoco se lo diría –respondió Julia.

–Respecto a mi dirección…

–¿Sí?

–La verdad es que lo hice porque al empezar a trabajar conocí las tarjetas de crédito y me volví loco comprando, endeudándome. Después no tenía cómo pagar, así que para esconderme de las empresas de cobranza comencé a dar el domicilio de mis padres y ellos me cubrían las espaldas. Ahora ya estoy saliendo de las deudas, pero siempre por costumbre doy la dirección de ellos.

–Esa explicación me parece mejor –dijo la detective.

–Pero le juro que no tengo nada que ver con el robo. Ojalá recuperen luego al Niñito. Lo queremos mucho en el museo.

–No dudo que lo quieran. Un menor de edad de quinientos años no deja de tener su encanto –dijo Julia mientras se montaba en su bicicleta.

Pedaleó bajando por Santiago. En casa la esperaban su marido y su hijo, otras preocupaciones. Arriba en el edificio quedaba Vanessa luchando contra el computador tortuga, y en algún lugar de la ciudad, el Niño del Plomo que seguía oculto conforme se hacía de noche.

El Robo del Niño

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