Читать книгу Entre el azadón y el smartphone - Cristina Giraldo Prieto - Страница 7

PRELUDIO: TRÍPTICO DE ESPEJOS

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Al hablar, descubro la situación por mí mismo propósito de cambiarla; la descubro a mí mismo y a los otros para cambiarla; la alcanzo en pleno corazón, la atravieso y la dejo clavada bajo la mirada de todos; ahora, decido, con cada palabra que digo, me meto un poco más en el mundo y al mismo tiempo salgo de él un poco más, pues lo paso en dirección al porvenir.

JEAN PAUL SARTRE,

¿Qué es la literatura?

I

LLEGAMOS tarde, la sala era pequeña y ya solo quedaban algunos asientos en la primera fila. Rápidamente, los colores y los sonidos de la selva se volvieron parte del lugar y, mientras afuera en la noche bogotana volvíamos a tener un aguacero memorable como los de épocas pasadas, aquí adentro el calor denso y húmedo de la Amazonia se hacía presente a través de rostros, imágenes y músicas que nos mostraban el departamento del Vaupés, un territorio tan desconocido y tan imprevisible como el mismo argumento del documental: el suicidio de jóvenes indígenas. Llegué al estreno de La selva inflada por lo que ingenuamente supongo una casualidad.

La semana anterior me habían citado a una reunión con representantes de distintos grupos de la Biblioteca Nacional de Colombia, del Centro de Estudios de la Orinoquia (CEO) y de la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad de los Andes. El propósito era conversar sobre un proyecto interinstitucional que se quería desarrollar en la Orinoquia colombiana con recursos de regalías. Cuando me avisaron de la reunión, la mañana misma del encuentro, me enviaron un borrador de proyecto, el cual leí rápidamente para ponerme al tanto, pues llegaba a la segunda reunión programada. En el proyecto se proponía como objetivo general recuperar y difundir prácticas culturales de la Orinoquia, un tema demasiado amplio y poco concreto. Después de una rápida conversación, de ponernos al tanto y especificar algunos asuntos, se propuso que, dado el interés que el gobernador del Vaupés había manifestado en generar acciones a favor de la recuperación de saberes y prácticas ancestrales indígenas, se iba a pensar el proyecto en este departamento y se iban a proponer dos líneas de acción: recuperar el material bibliográfico y documental producido por y sobre este territorio (siguiendo fielmente la misión de la Biblioteca Nacional de Colombia) y registrar y dinamizar las prácticas y saberes tradicionales, todo esto con el fin de fortalecer las bibliotecas públicas del Vaupés.

De esta manera, fui designada representante del Grupo de Bibliotecas Públicas para concretar y escribir este proyecto, en compañía de tres compañeros de otros grupos de la Biblioteca Nacional de Colombia. Yo estaba allí porque era la contratista encargada de los “proyectos transversales” de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas, lo que incluía todo lo relacionado con bibliotecas en comunidades rurales, indígenas o afrodescendientes, entre otras variopintas iniciativas. Sin embargo, para mí, el Vaupés era tan desconocido como lo puede ser Kosovo o Kazajistán; con el poco tiempo del que disponíamos para desarrollar el borrador de la propuesta, tres días, tuvimos que, en una carrera frenética y en medio de acaloradas discusiones, empaparnos del tema y tratar de pensar una propuesta que lograra articularse con las dinámicas y los procesos del territorio. La coordinadora de la red de bibliotecas del Vaupés nos mostró un panorama general del departamento y nos permitió acceder a algunos planes de vida de las etnias indígenas que habitan esta zona.

Así, entre la lectura rápida de los planes de vida de las organizaciones indígenas, el conocimiento inicial de etnias como los bará, los desanos, los cubeos, los sirianos, entre otras, la información sobre la relevancia que tuvo para el departamento la toma guerrillera de Mitú por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), acaecida en 1998, y la investigación por internet, llegué a noticias que hablaban de un fenómeno particular que estaba ocurriendo en el Vaupés y que llamó poderosamente mi atención: la alta tasa de suicidios de jóvenes indígenas en los últimos años. La noticia más antigua que encontré sobre el tema era del año 2008 y la más reciente tenía que ver con el próximo estreno de un documental, cuyo tema central era este y sobre el cual se estaban adelantando algunos conversatorios en Cali y Bogotá antes de su estreno. Tendría que ver el documental, pero, por lo pronto, conocer esta realidad y leer en algunos planes de vida de las comunidades indígenas la preocupación manifiesta en relación con la pérdida de identidad de los jóvenes y con la falta de valoración de sus saberes ancestrales nos hizo proponer que el proyecto se enfocara en este grupo poblacional y que lograra integrar el tema de las nuevas tecnologías, un interés creciente en la población juvenil en general, en el registro de las prácticas ancestrales que se esperaban documentar en la Zona Central Indígena de Mitú (OZCIMI).

En el transcurso de los días en los que velozmente escribimos la propuesta, los cuales antecedieron al estreno del documental, pensaba en la molestia que sentía cada vez que me enfrentaba a estas iniciativas que surgían no desde las mismas comunidades, sino mediadas por entidades estatales o privadas que, en muchos casos y con ingenuas aunque buenas intenciones, se planteaban la necesidad de intervenir en estos territorios para propiciar una infraestructura cultural, un programa de recuperación de las “tradiciones” y de las lenguas, o de recopilación de información y documentación, entre otros temas; así, y aunque se intentara buscar la participación de algunos miembros de la comunidad en su formulación, con la idea de que fuera la misma comunidad la que desarrollara los proyectos en las etapas posteriores, estos se seguían haciendo desde el centro y con ideas preconcebidas. En este caso, el gobernador del Vaupés, miembro de una de las etnias indígenas del territorio, mostraba su preocupación por la pérdida de su cultura y tenía intenciones de apoyar proyectos que buscaran dinamizar y rescatar esas prácticas identitarias; sin embargo, me preguntaba por qué ese era un tema que había llegado hasta él, traído desde dónde y, aunque fuera una inquietud legítima, me llamaba la atención que fuéramos unos agentes externos a su comunidad los que pensáramos el proyecto y los que tuviéramos la autoridad para decir qué y cómo debía hacerse.

Siempre se tuvo claro que las decisiones sobre los temas específicos que se iban a tratar y los mejores modos de hacerse tenían que consultarse con la comunidad en pleno; no obstante, la supuesta experticia de las instituciones del Estado y la espera de orientación a la que están acostumbradas las comunidades, o a la que fueron moldeadas las gobernaciones, los municipios y las mismas comunidades, me hacía pensar en que este proyecto, como otros que he visto gestarse, se hacía al revés y, así, difícilmente tendría incidencia en la vida real de las etnias indígenas. ¿Quién, cómo y cuándo debía hacer preguntas y generar procesos para supuestamente recuperar una identidad ya trastocada? ¿Por qué, a razón de qué y bajo qué circunstancias es que muchas etnias indígenas del Vaupés están en riesgo de extinción física y cultural? ¿Cuál es la responsabilidad del Estado colombiano allí? ¿Extinguir o recuperar? Y en medio de todo esto, ¿por qué los jóvenes indígenas del Vaupés se están matando? ¿Qué ha sucedido para que un departamento como el Vaupés tenga la tasa más alta de suicidios en el país?

La música y los sonidos que acompañaban la escena resultaban perturbadores: un joven indígena martillaba enormes pedazos de piedra en medio de la selva… el golpe sordo que hacía eco en la vegetación no solo presentaba la respuesta mística que tenían algunos estudiantes respecto a los suicidios de sus compañeros –la extracción de piedras de lugares sagrados para la construcción era castigada a través del suicidio–, sino que, para mí, se convirtió en una metáfora de aquella impotencia relacionada con el querer hacer de algo otra cosa, es decir, con esa situación en que las dinámicas propias de las comunidades indígenas se ven alteradas por la llegada de las dinámicas del mundo “blanco”, del mundo occidental… un martillo que, a fuerza de golpes secos, va resquebrajando lo que parecía inmutable, lo quiere convertir en otra cosa, y la piedra se resiste, pero lentamente va cediendo, se agrieta, y ahí, en medio de ese sonido sordo, están los jóvenes martillando su propia piedra, resquebrajando su experiencia vital.

El proceso de colonización del Vaupés se desarrolló tarde y de manera acelerada. Solo hasta después de la toma guerrillera de 1998 el Estado empezó a hacer una fuerte presencia en la zona; con este, muchas lógicas del mundo “blanco” ingresaron a estos territorios que, debido al conflicto interno armado y al difícil acceso, se habían mantenido aislados de las ideas de modernidad y progreso. Los jóvenes de esta generación salieron de sus territorios para estudiar en un internado en Mitú, un lugar con otras dinámicas y con un proceso educativo que está bastante lejos de su cotidianidad y de las cosmogonías ancestrales. En el documental, asistimos a los salones de clases y escuchamos a los profesores decir que si uno no sabe inglés y si no tiene conocimientos sobre las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), está out, está fuera del mundo global y desarrollado; mientras tanto, los jóvenes indígenas dirigen su mirada al tablero y parece que sueñan otros sueños y que las palabras del docente llegan a sus oídos como un ligero ruido, el cual se instala rápidamente y comienza a martillar. La colonización con armas ya no está bien vista en este mundo de los derechos humanos; sin embargo, esta colonización del saber y del ser que se hace a través de la educación, de la cultura, de los deseos, es tan profunda y tan avasalladora como lo fue aquella de las armas… ya no se empuña una espada, sino un diploma; ya no se enarbola el evangelio bíblico, sino la biografía de Steve Jobs.

Los procesos de aculturación son evidentes y, aunque no es posible creer ya en ideas esencialistas sobre las comunidades indígenas, las cuales han devenido nada más ni nada menos que en un mercado, donde el etnoturismo y las experiencias espirituales a través de plantas ancestrales son el último grito de la moda de jóvenes citadinos que quieren sentirse fuera del sistema, es necesario reflexionar sobre las implicaciones de ciertas intervenciones y de nuestro papel en cada una de ellas. Mientras se presentaban los créditos del documental, y con una sensación de impotencia que hacía tic tac en mi cabeza, volvía a pensar que no deberíamos hacer ningún proyecto de recuperación de nada en ninguna lógica de sustentar el Estado multicultural y pluriétnico establecido en la constitución; no deberíamos hacer procesos para preservar, ni reconocer, ni difundir nada, pues los mismos verbos que implican dichas acciones son ya una imposición: simplemente deberíamos salir de allí, todos, cerrar los colegios y traernos los libros y los pupitres y dejar de pensar que los indígenas necesitan alguna intervención. Lo único que el Estado debería garantizar es el territorio, así como dejarlos vivir como lo venían haciendo. Yo pensaba eso, sí, lo pensaba y rápidamente me daba cuenta del absurdo de la idea y el tic tac se hacía más fuerte; pensaba entonces que ya no era posible, el contacto estaba hecho, la interacción ya había comenzado y el asunto debía ser otro. Sin embargo, el tic tac continuaba y solo me permitía enlistar los diversos casos en que mis conclusiones habían sido similares: recordé aquella noche estrellada en la Sierra Nevada de Santa Marta en la que, fuera de toda lógica en mi experiencia vital, sentí deseos de quemar aquella biblioteca instalada en el resguardo kogui-malayo-arhuaco.

II

Había sido un día intenso y la noche llegaba con algo de frescor y sosiego. Habíamos hablado con Iván desde la salida de Riohacha hasta ese momento. Los únicos lapsos de silencio se dieron en el transcurso en moto de Mingueo a Dumingueka, por las trochas que se adentraban en la Sierra Nevada, y mientras recorrimos el caserío de los kogui en la tarde de ese día. Yo tenía muchas preguntas y muchas ganas de conocer de cerca el proceso que Iván había adelantado allí durante más de tres meses, como ganador del estímulo de Pasantías en Bibliotecas Públicas del año 2014; él también tenía muchas cosas que contar, preguntar y discutir. Ya no eran las mismas preguntas ni las mismas discusiones que tuvimos en la semana de inducción en Bogotá, en julio de ese año, cuando nos encontramos todos, los pasantes ganadores y yo, la tutora de ese proceso por parte de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas. Desde el momento en que vi a Iván en Riohacha supe que muchas cosas habían pasado. Del joven antropólogo bogotano graduado de la Universidad Nacional de Colombia, con el que discutimos acaloradamente el proyecto de educación propia que había propuesto con las comunidades indígenas, me encontré con un joven sin la cabellera con la que lo conocí, tranquilo, quien afrontaba bien las inclemencias del calor, escuchaba más y hablaba pausadamente, como si los ritmos de la Sierra Nevada y esa otra forma de existencia se hubieran arraigado en él gratamente. Yo también estaba distinta, había visitado ya a los pasantes que estaban en el Chocó y el Vichada y venía con muchos cuestionamientos encima y con el cansancio natural de estar en distintas latitudes, conocer y retroalimentar procesos y tratar de comprender la situación, el empeño y las frustraciones de estos jóvenes pasantes que habían decidido salir de sus casas para emprender un proceso cultural y comunitario a través de las bibliotecas públicas del país.

Las conversaciones entre Iván y yo habían sido fructíferas y reflexivas; habíamos revisado los alcances de su proyecto y los modos de cerrarlo de manera que hubiese alguna clase de continuidad de los procesos iniciados, ya con la certeza de un compromiso por parte de la bibliotecaria de Dumingueka, con quien nos habíamos reunido el día anterior en Riohacha. Así, ya en la noche profunda de la Sierra Nevada, con el frío que empezaba a descender de las montañas y toda la disposición para contemplar el cielo estrellado que Iván había prometido como uno de los más increíbles que vio en su vida, sacamos dos pupitres del salón en donde pasaríamos la noche en chinchorros; el mismo salón en el que Iván había dormido durante los más de tres meses de estadía allí y que compartió con algunos estudiantes kogui que venían de caseríos lejanos. Nos sentamos serenamente en aquella oscuridad a contemplar la luz que empezaba a brotar de los miles de estrellas que iban apareciendo en el cielo. Guardábamos silencio, ese silencio que solo viene cuando el encuentro con la naturaleza nos hace sentir tan pequeños y nos quita las palabras con las que intentamos defendernos.

A lo lejos, empezamos a escuchar ruidos que poco a poco se sentían más cerca; atentos, avivábamos nuestros oídos y nuestra vista para tratar de descubrir quién o qué se acercaba. Inmediatamente, vimos la luz de una linterna que se movía al ritmo de un caminar pausado pero experto en plena oscuridad, y comenzamos a atisbar dos figuras que se acercaban hacia nosotros, vestidas de blanco, una de ellas con su poporo en la mano. Eran un padre y su hijo, un joven de unos 16 años, estudiante de la Institución Educativa Dumingueka, donde estaba la biblioteca pública en la que Iván había desarrollado su pasantía; él conocía a Iván y saludó tímidamente. Al instante, su padre se dirigió a Iván en lengua kogui; mientras, yo, al reconocer que como mujer y de acuerdo con lo que Iván explicó en el transcurso del día sobre la cultura de los kogui, no iba a tener un papel protagónico en la conversación, guardé silencio y escuché. El padre habló un rato con Iván directamente, y sé que Iván comprendía algunas palabras de lo dicho porque asentía, pero luego se dirigió al joven y le dijo que por favor tradujera lo que su padre estaba diciendo, porque no lograba comprenderlo. El joven se lo anunció a su jate1 y, así, se empezó a aclarar la solicitud. El jate le pedía a Iván que se llevara a su hijo para Riohacha, que lo ayudara a matricular en un colegio allá para que pudiera salir adelante. Decía que, si su hijo no salía de allí, no iba a aprender a hablar bien el castellano y tendría que sufrir y trabajar duro como le había tocado a él. Iván le preguntó al joven si eso era lo que él quería, si quería irse y dejar a su familia y su territorio. El joven respondió que no sabía, que su jate le decía que eso era lo que tenía que hacer y que ellos creían que la vida era mejor en Riohacha o en Santa Marta, por eso el padre estaba haciendo esa solicitud. De manera respetuosa, Iván se dirigió al jate, mientras su hijo traducía: le dijo que él no podía hacer eso, que allí tenían el colegio y que afuera no iba a ser necesariamente más fácil, pero sí se iban a alejar de su territorio y de sus costumbres y, tal vez, perderían más de lo que podían ganar al salir de allí. El padre decía que no, que no era así, que su hijo tenía que irse para poder salir adelante, que no debía quedarse allí, que no había futuro para él y que era necesario que se fuera. El joven traducía y le decía a Iván: “eso dice mi jate”. Antes de irse, el padre volvió a decirle a Iván que lo ayudara; este, sin contestar que no, pero tampoco que sí, le dijo que tenían que valorar la tierra, sus dinámicas y su forma de vida, que afuera no necesariamente estaba la solución; sin embargo, agregó que iba a averiguar qué podía hacer, pero que pensaran entre ellos si eso era lo que realmente querían. Así, se fueron por el mismo camino que habían llegado y con el mismo paso pausado que habían traído.

Yo había escuchado esto en total silencio y la cabeza se me había llenado de angustias y temblores. No era la primera vez que me cuestionaba sobre los sentidos de crear bibliotecas en resguardos indígenas, y ya con Iván habíamos hablado de la dificultad de pensar procesos de lectura y bibliotecas en contextos como estos, pero también teníamos de frente el hecho de que las mismas comunidades habían aceptado con agrado la llegada de los materiales y los procesos de lectura que se proponían, que siempre buscaron que hubiese un diálogo de aquello que ellos son con otros relatos y otros procesos de distintas comunidades indígenas del país; ese era el énfasis que Iván le había dado a su trabajo desde la lectura. No obstante, ese momento no solo ratificaba los temores antiguos, sino que mostraba lo peligroso de todas estas intervenciones: de la escuela allí; de la biblioteca pública instalada con más de dos mil libros en castellano y muy pocos, casi nulos, en lengua kogui o en otras lenguas indígenas; del puesto de salud; de hecho, mostraba lo perverso de la conformación de los pueblos talanquera en la Sierra Nevada de Santa Marta.

El pueblo talanquera de Dumingueka se creó en el segundo periodo presidencial de Álvaro Uribe Vélez. Existen dos posiciones respecto a la creación de estos pueblos, los cuales se piensan como un cordón ambiental y tradicional de protección de las comunidades indígenas de la Sierra Nevada. Por una parte, hay líderes que manifiestan que la idea de crear estos pueblos surgió de los mamos de las comunidades, como freno a la invasión territorial de los colonos:

“Los pueblos talanquera son una estrategia construida por los mamos de los pueblos indígenas de la Sierra desde hace más de 30 años. Este proyecto no es un programa del gobierno actual, es una realidad que se empieza a gestar con la muerte del mamo Mariano Suárez, quien fuera asesinado por la guerrilla las FARC el 8 de noviembre 2004. Ahí inicia el apoyo del gobierno”, asegura el arhuaco Amado Villafaña, miembro de la Organización Gonawindúa Tayrona. (Indigenous Portal, 2009)

Por otro lado, hay resistencias al respecto, porque se considera que los pueblos talanquera, más allá de ser una estrategia ambiental, son una estrategia cívico-militar contra la insurgencia, la cual afecta a sus pobladores, ya que las comunidades pierden autonomía:

“Estamos de acuerdo en que parte fundamental para la permanencia de los pueblos indígenas, nuestra identidad propia y el sostenimiento del medio ambiente está dada por el territorio tradicional. Es indiscutible que los territorios indígenas son fundamentales. Pero lo que está ocurriendo es una pérdida de la autonomía de los pueblos indígenas suplantada por la decisión de las políticas nacionales”, aseguró Leonor Zalabata, líder arhuaca y comisionada de derechos humanos. (Indigenous Portal, 2009)

En todo caso, estos pueblos se han creado a través del Centro de Coordinación y Atención Integral (CCAI), cuyo objetivo es retomar el control territorial en zonas de conflicto armado; así, se han establecido con recursos de cooperación internacional ejecutados por el Gobierno a nivel central. En los pueblos talanquera se instala una institución educativa, un puesto de salud, un restaurante escolar y, en el caso de Dumingueka, una biblioteca pública, la cual fue solicitada por un miembro de la comunidad: esta es la llegada de la institucionalidad a los territorios y, por supuesto, genera una transformación de las dinámicas y de los modos de vida de las comunidades asentadas allí ancestralmente.

Algunos especialistas y conocedores de las realidades de los pueblos indígenas de la Sierra, se remontan incluso a la época de la Colonia para señalar que la construcción de estos pueblos talanquera no es más que una forma de control a la población aplicada por los españoles para el sometimiento de los indígenas y consistente en su nucleación en espacios reducidos o poblados. “Antes, los indígenas podían transitar por todo el territorio extenso, pero los nuevos pueblos actúan como un imán y lo que hacen es forzarlos a centrarse en un solo lugar, a través de escuelas, centros de salud, actividades de comunicación”, dijo un indigenista que pidió la reserva de su nombre. (Indigenous Portal, 2009)

El relato de la conversación que presenciamos en Dumingueka ratifica las evidentes incidencias que puede tener este tipo de intervenciones estatales, las cuales no solo se relacionan con un control territorial, sino con la colonización del pensamiento. Contemplar que una biblioteca y los procesos relacionados con la lectura y la escritura −además de un proceso educativo que se jacta de ser etnoeducativo, pero que realmente ni siquiera ha realizado el ejercicio consciente de construir otras formas de pensar el conocimiento y los procesos de enseñanza y aprendizaje−, pudieran incidir negativamente en los kogui, como una herramienta de control e intervención militar por parte del Estado, me llenó de terribles angustias. Y sentí, entonces, que todos debíamos alejarnos, que la escuela y sus dinámicas blancas y occidentales deberían irse de allí, que deberíamos quemar los libros y negar nuestra fe en la educación y en la cultura tal y como la concebimos, porque no hemos logrado comprender que hay otros modos de existencia que no requieren de libros, ni de pupitres, ni de imágenes de otros mundos, cuando la imagen del mundo propio se ha llenado de representaciones negativas, a través de las cuales las búsquedas deben orientarse a hacer y ser otros. Así, reviví en aquella sala de cine después de ver La selva inflada todas esas tensiones y volví a preguntarme, ¿qué es lo que podemos hacer? ¿Qué es lo que estamos haciendo? Salimos de aquella sala de cine y caminamos bajo el frío que sigue a la lluvia bogotana… con un poco más de calma, recomponiéndome de los avatares de la impotencia, tal vez como un salvavidas en medio de angustiantes discusiones, extraje de mi lista de episodios la conversación con Souldes, en la que me aclaró su posición frente a la biblioteca:

El libro es una herramienta que, como el martillo, se puede utilizar para construir o para matar, estos libros acá pueden ser herramientas de colonización, pero para nosotros son herramientas de comprensión que nos permitirán reconstruir la memoria de nuestro pueblo. (Maestre, 2014)

III

Souldes Maestre es el coordinador de la Biblioteca Kankuaka, ubicada en Atánquez, un corregimiento de Valledupar, así como el mayor asentamiento de la etnia de los kankuamos en la Sierra Nevada de Santa Marta. Es un joven lector, líder comunitario y partícipe de diferentes procesos del Resguardo Indígena Kankuamo. Con él había estado trabajando Marisel, una joven historiadora cartagenera, pasante en bibliotecas públicas en 2014, en el proyecto de recuperación de los saberes relacionados con la práctica del tejido con jóvenes y niños de la zona, a través de las dinámicas de la biblioteca pública. Cuando llegué a Atánquez, me sorprendí con la vitalidad de las personas, de los procesos y de quienes los lideraban. Venía con todos los cuestionamientos sobre la incidencia de las bibliotecas en comunidades indígenas y, allí, en otra parte de la majestuosa Sierra Nevada, comprendí la diversidad de situaciones que enfrentaba ese territorio: pude pensar junto con ellos en los procesos de tránsito que atraviesa el modelo social, cultural y organizativo que han estado construyendo y en el que venía articulándose la biblioteca pública.

En Atánquez hace bastante calor de día, pero en las noches el frío que baja de la Sierra refresca el alma e insufla nueva energía… ese respiro nocturno se siente en el cuerpo y en la palabra dinámica de sus habitantes. Desde el momento de mi llegada, me encontré con los jóvenes que habían formado parte del proceso de la pasantía, quienes estaban ávidos de contar sus historias y de conocer a la “tutora” de Marisel. Los jóvenes esperaban y me miraban al entrar en la biblioteca, como queriendo descifrar si efectivamente yo correspondía a la imagen de la tutora que habían creado en su cabeza a partir de los relatos que escuchaban de Marisel. Por su cara de sorpresa, y las risas que compartían entre susurros mientras yo los saludaba y les preguntaba cómo iba todo, supe que alguna cosa surgía como novedad en ese momento. Instantes después, descubrí que yo no era para nada lo que esperaban: les divertía mucho pensar que se habían asustado al imaginar que venía la tutora desde Bogotá y que debía ser una señora mayor, seria y brava, que llegaba a “inspeccionar” si efectivamente Marisel había realizado su trabajo tal y como debía. Me lo contaron todo después de un par de chistes que les hice, cuando sintieron que efectivamente no era el ogro que imaginaron. Entre burlas, decían que Marisel estaba asustada y que había dicho que yo era muy exigente, así que el grupo no sabía qué esperar de la visita. Esto pasa a menudo; presumo que la imagen que se tiene del representante del Estado es esa persona que va a supervisar y a decir qué está bien, qué está mal y cómo debería hacerse todo, sin preguntar mucho y sin inmiscuirse demasiado en la vida de los lugareños.

No negué que era exigente y que, como Marisel sabía, todos teníamos una responsabilidad muy grande cuando contábamos con la oportunidad de trabajar con las personas a través de las bibliotecas públicas, pero era claro que yo quería conocer el proceso, conocerlos a ellos, entender cómo estaba funcionando la biblioteca pública, cómo se había desarrollado la pasantía y, sobre todo, escuchar y aprender. Así, cuando ya estuvo lejos la nominación de doctora y todos se sintieron cómodos llamándome Cristina, empezaron a enseñarme quiénes eran, me mostraron sus vidas y me enseñaron un poco lo que habían sido estos meses en compañía de Marisel y lo que para ellos significaba su biblioteca. Recuerdo mucho la risa de Jackeline y su disposición para hablar y mostrar que era la líder del grupo de jóvenes que se había formado en esa indagación, propuesta por la pasante alrededor del tema de la mochila atanquera.

La mayoría de ellos sabía tejer las mochilas, pero nunca se habían interesado por preguntar sobre el significado que tiene el tejido para su etnia, ni en indagar con sus padres o abuelos por qué tejían, ni qué simbolizaban las imágenes que se plasmaban en la mochila. Para ellos, el tejido era una práctica que tenía repercusiones económicas: tejían viendo televisión, hablando con sus amigos o simplemente tomando el fresco de la tarde y con eso ayudaban a la economía del hogar, ya que vendían las mochilas a los compradores (acaparadores, como se les llamaba) que llegaban a Atánquez y que las vendían en Valledupar. Eso era todo. Entonces, pensé en cómo las tradiciones son también procesos dinámicos que están determinados por las formas de vida, los circuitos económicos y las prácticas cotidianas; en ese afán por querer preservar y resguardar las memorias y saberes, tan de moda últimamente, no estaba demás escuchar con mucha atención a los jóvenes y sus posiciones al respecto e imaginar las idealizaciones que sobre las mochilas y sus significados harán los compradores en Valledupar, venidos seguramente de las grandes capitales, antes de llevárselas a su casa.

Marisel me contó que cuando empezó a indagar sobre el origen, los significados y las prácticas que alrededor del tejido se habían creado, los jóvenes manifestaron poco a poco interés en aquello. Souldes ratificaba lo anterior y coincidía en el hecho de que se habían propiciado valoraciones importantes alrededor de esta práctica que, por las circunstancias, se había transformado en quehacer laboral y económico. Todo eso sucedía no solo por el proyecto de la pasante, sino gracias a un proceso de reconocimiento y revaloración de lo que era la etnia Kankuama, el cual lideraban profesores y mayores de la comunidad y al que Souldes había inscrito las lógicas y dinámicas de la biblioteca pública que se había empeñado en fortalecer para apoyar este fin.

Los kankuamos habían vivido una historia particular, me contaba Souldes tiempo después. De las cuatro etnias que habitan la Sierra Nevada de Santa Marta habían sido ellos los que mayor contacto habían tenido con los colonos y con las lógicas de los blancos, por estar más cerca de Valledupar; por eso mismo, habían sufrido fuertemente el embate del conflicto interno armado y de grupos paramilitares que querían despojarlos de su tierra. Perdieron su vestimenta, su lengua –solo algunos pobladores mayores recordaban algunas palabras–, sus prácticas ancestrales y, a su vez, el reconocimiento que las otras etnias indígenas tenían sobre ellos.

Mire –decía Souldes–, nosotros durante mucho tiempo no supimos quiénes éramos, para la gente de Valledupar éramos los paisanos, los indígenas, pero para las otras etnias de la Sierra que están más adentro de la montaña éramos los occidentales, ya blancos si se quiere, así que sabernos kankuamos y recuperar por lo menos nuestra historia para reconocernos como indígenas y valorar nuestro pasado es la principal tarea que tenemos ahora. (Maestre, 2014)

También habían perdido muchos miembros y líderes comunitarios asesinados a manos de paramilitares; en las casas aún estaban las marcas de las balas, y en cada familia había por lo menos una desaparición relacionada con ese periodo de la violencia, como me lo dijo Souldes y como lo corroboré tristemente en las charlas que sostuve con las familias que me acogieron esos días.

Al recorrer las calles empedradas y empinadas de Atánquez, hablaba con los jóvenes para saber qué pensaban ellos sobre este tema: si se reconocían como kankuamos, si se sentían indígenas, si les interesaba recuperar todas aquellas prácticas ancestrales que, para ellos, eran por ahora relatos de algo que fue. Para mi sorpresa, la respuesta a la pregunta sobre su ser indígena fue negativa y declarada sin temor. Ellos, por lo menos los jóvenes con quienes hablé esos días, más que identificarse como kankuamos, se identificaron como atanqueros: me decían que las cosas habían cambiado, que ellos habían nacido y habitaban Atánquez tal como era y como lo habían conocido y que, claro, les interesaba conocer la historia de sus raíces como kankuamos, pero que no les interesaría tener la vida que se tenía antes, ya que ellos querían otras cosas. De igual manera, apoyarían los procesos que buscaban revalorar ese ser indígena kankuamo, conocerían la historia de la etnia y seguramente valorarían ese pasado, pero ellos eran otros ahora y estaban felices de ser lo que eran: atanqueros. La posición de Souldes era distinta: aunque los años que lo distanciaban estos jóvenes no eran muchos, entre seis y siete, era hijo de un mayor y etnoeducador kankuamo, había participado en diferentes procesos del resguardo como líder juvenil y, si bien su posición era distinta a la de aquellos, comprendía el porqué de las respuestas de los jóvenes, los respetaba y advertía claramente el tránsito en el que todos estaban desde antes de nacer.

En relación con las mochilas y su repercusión cultural, valoraban mucho conocer su historia, entender los significados de los que estaba cargada aquella práctica y posibilitar que otros, las generaciones venideras, no olvidaran aquel oficio, supieran sobre su origen y lo siguieran practicando, aun con todos los cambios ocurridos. Sin embargo, algo les apremiaba ahora: eran conscientes de que los acaparadores que venían de afuera ofrecían muy poco por sus mochilas y las vendían a cuatro o cinco veces más del valor que habían pagado por ellas; así, estos jóvenes querían anclar este proceso, iniciado en la biblioteca y con la pasantía de Marisel, a la conformación de una cooperativa u organización en Atánquez, con el fin de vender las mochilas sin intermediarios, para que así las familias que vivieran de aquello obtuvieran un precio justo por su trabajo y lograran solventar otras necesidades.

Para mí, Atánquez fue el mismo frescor que bajaba de la Sierra y apaciguaba las hordas de calor del Valle de Upar. Allí, las conversaciones con jóvenes, líderes y mayores me habían mostrado movimientos, reacciones y tránsitos que estaban más allá de las comprensiones en blanco y negro. Tenía que entender los matices y comprender eso que ya había asimilado para mi vida personal hace mucho: que la existencia era tensión, conflicto, y que la vida social, aquella interacción de los grupos humanos, siempre iba a estar cargada de lucha y juegos de poder. Paralizarse no es una opción, lo importante “es integrar el agonismo y la contingencia dentro de las propias luchas políticas y aprender a vivir con ello” (Castro-Gómez, 2012, p. 224).

Así era la cosa y así terminé hablándome en aquella noche bogotana, después del abatimiento producido por la interpelación del documental La selva inflada. Inflados quedamos todos, la sensación de ser un globo cargado de plomo no sería fácil de eliminar; nada estaba resuelto, no había respuestas aún y, sin embargo, volvía a recargarme al pensar en el movimiento y el trabajo constante en las fisuras, los intersticios, los bordes… Sí, era trágico, pero esa era nuestra condición y no por ello debíamos dejar de actuar: debíamos comprender la situación y continuar.

Entre espejos

Tres situaciones, varias preguntas y algunos movimientos. Así he estado desde que mi vida laboral empezó, hace ya bastantes años, y desde que, por razones azarosas, terminé trabajando en los abismos de lo público. He estado frente a estas situaciones una y otra vez y siempre llega la hora en que las preguntas deben ser más que palabras al viento que se diluyen en simulacros de respuestas, no solo para que los tic tac de la impotencia encuentren algún marcapasos, sino para que las acciones y las afectaciones que tenemos en la realidad, en esas pequeñas aberturas que como equilibristas bordeamos a diario, tengan modos de ser más conscientes y, en tanto sea posible, menos perjudiciales.

El trabajar como contratista de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas me ubicó entre dos espejos que reflejan incesantemente imágenes de un país signado por la turbulencia, la ineficacia de un Estado colonial y la lucha constante de personas que, con rostros claros, permiten detener la mirada en medio de tantos reflejos que se entrecruzan y parecen no tener fin. Este texto, que surge en medio de las intersecciones de todas esas re-flexiones, de las experiencias, de las frustraciones y también de las pequeñas satisfacciones, quisiera ser un pequeño punto quieto, un breve momento en el que imágenes concretas de lugares, situaciones y personas permitan comprender los distintos matices que pueden tener las intervenciones que, desde aquello que llamamos cultura, propone aquello que llamamos Estado y que ejecutan personas que son más que de carne y hueso, que son más que sus ideas o sus prejuicios, con aquello que llamamos grupos diferenciados.

Las preguntas centrales que circundarán estas páginas están contenidas en el tríptico narrado; sin embargo, aquello era solo un juego de espejos para el lector. En adelante, no encontrarán una reflexión cuyos protagonistas sean las etnias indígenas, como todo pareciera indicar: habrá jóvenes, bibliotecas públicas, lectura, escritura y hasta TIC. Habrá Estado, por supuesto, y habrá cultura, colonialidad, subalternidades e identidades, pero nuestro lugar de narración no serán cabildos ni resguardos; aunque los límites entre esto y lo otro parecen meramente nominales, habrá ruralidad. Y tendremos de nuevo otro tríptico: nos acercaremos a esa noción de ruralidad a través de tres lugares y tres experiencias que surgieron en el proceso del estímulo Pasantías en Bibliotecas Públicas del año 2015, parte del Programa Nacional de Estímulos del Ministerio de Cultura que, como lo señala la misma entidad “demuestra el interés del Estado en consolidar la cultura y las artes como ejes fundamentales para el desarrollo integral de la nación y sus habitantes” (Ministerio de Cultura, 2014) y para el cual, como ya los lectores atentos podrán adivinar, yo desempeñé el papel de tutora.

En una vereda anclada en la entrada del Parque Nacional Natural de los Nevados, ubicada en el municipio de Anzoátegui, Tolima, donde los temores del conflicto interno armado del país aún son parte de la cotidianidad, conoceremos a jóvenes habitantes de la zona que, interpelados por una joven politóloga antioqueña, quien les preguntaba por los lugares emblemáticos de su vereda y por personajes y situaciones que componían la historia del poblado, se relacionaron entre sí y con campesinos mayores en un proceso en el que la lectura, la escritura, la investigación y la creación movilizaron variadas situaciones. A través de este proceso y de la publicación de la cartilla Palomar memoria viva: una historia gestada por sus jóvenes (Corrales Zapata, 2015), intentaremos reflexionar sobre esa noción de ruralidad que se tensiona, expande y se ve representada en los diferentes actores involucrados en este proceso. ¿Encontraron los jóvenes allí una herramienta de expresión, identificación o confrontación con aquel lugar en el que han crecido o simplemente entraron en un orden de mundo ya establecido? ¿Qué significó la aparición de aquella cartilla que contenía sus escritos y hablaba de viejas historias conocidas? ¿Quiénes y cómo son esos jóvenes habitantes de zona rural a los que se les interpela desde afuera en relación con la “recuperación” de su historia local?

De las montañas de esta zona del Tolima nos dirigiremos al norte de Colombia, para observar de frente cómo los jóvenes habitantes de La Doctrina, un corregimiento al norte del municipio de Lorica, Córdoba, se mueven en la contingencia de saberse parte de un territorio cargado de una historia musical local que se supone se debe preservar, aquella del porro, como les dicen, al tiempo que tienen guardadas en sus celulares las canciones más famosas de un ritmo más caliente que su propio clima y más de moda que cualquier concurso nacional de música tradicional: el reggaetón. ¿Cuál fue la respuesta de estos chicos a la pregunta que les hizo la seño Camila, una antropóloga bogotana recién graduada, respecto al porro y a esa tradición musical que ella suponía viva, pero de la cual apenas quedaba el rastro en el corregimiento? ¿Qué sintieron y qué experimentaron cuando a través de una cámara fotográfica la pequeña seño les invitaba a registrar las formas de sus fiestas patronales, para luego exponerlas en las paredes de aquella biblioteca pública comunitaria que sobrevive apenas por la voluntad de unos pocos? ¿De qué les sirvió la cartilla publicada con sus escritos sobre la reconstrucción de la historia de la banda de porro Nuestra Señora del Rosario, cuando las oportunidades allí se ven limitadas por una corrupción que está más arraigada que la misma música local? El embate entre lo local y lo global aquí no es un asunto novedoso; sin embargo, las discusiones sobre lo tradicional y lo identitario, como una marcación que se hace de ciertos grupos y sujetos frente a una imagen de lo moderno a la que deben aspirar, se entrecruzan allí. Estos son fenómenos complejos, en medio de una zona del país que claramente no está en los imaginarios de la ruralidad que se han construido desde los centros, pero cuyo abandono e invisibilidad la han convertido en un fortín político que ciertos clanes familiares han aprovechado con destreza y sin vergüenza. ¿Podrán diálogos, cartillas, fotografías y exposiciones hacer algo por el devenir de aquellos jóvenes o son meros paliativos de un Estado que reconoce la diferencia, pero jamás la desigualdad?

Como ya se alcanza a atisbar, eso de que somos diversos, pluriétnicos y multiculturales es una verdad de Perogrullo, y aunque la Constitución Política de Colombia lo divulgue y lo reconozca en aquel famoso artículo de 1991, aún no sabemos siquiera cómo hacer de eso algo consciente y efectivo. Más allá de aplaudir las manifestaciones artísticas de nuestra tan amplia y colorida diversidad cultural y de maravillarnos con nuestra amplísima gastronomía nacional, ni siquiera comprendemos que hay luchas silenciosas y simbólicas que se extienden en los territorios, porque tampoco se sabe si ciertas tierras les deben pertenecer a los campesinos que las han trabajado o si son de los herederos ancestrales de etnias indígenas masacradas durante siglos; o si el reconocimiento de los territorios colectivos de los afrodescendientes puede devenir en conflictos internos, más que en propósitos comunitarios, por ejemplo. ¿Cuánta tierra necesita un hombre? Recuerdo aquel cuento de Tolstoi, tan preciso y tan diciente, pero aquí la tierra ha sido el campo de lucha y no solo se la quiere por ambición, es la vida misma de muchos grupos humanos, y en esa lucha muchos han encontrado, al igual que Pahom −el protagonista del cuento−, la muerte como única concesión.

De luchas y resistencias el Cauca sabe dar cuenta: unas han sido visibles para nosotros a través de demandas que se le han hecho al Estado y a grupos “al margen de la ley”; sin embargo, otras no resultan tan conocidas y son tan o más complejas que aquellas. El conflicto silencioso, más simbólico y cotidiano, entre campesinos e indígenas por el territorio y por los reconocimientos que unos y otros han tenido en el municipio de Inzá, Cauca, enmarca las acciones realizadas por una joven politóloga y educadora popular en la pasantía que se desarrolló en La Casa del Pueblo, biblioteca pública de la vereda Guanacas. A través de esta experiencia, podremos conocer un poco sobre esos conflictos, pero también sobre los acercamientos posibles desarrollados mediante diálogos, atravesados por la oralidad, la lectura, la escritura y la producción audiovisual. Allí, pensar en los dispositivos que se han creado y que se siguen conformando como instancias autorizadas para validar o no el conocimiento y los saberes, como la escritura misma y el material bibliográfico, así como las nuevas apariciones de lo audiovisual y los formatos digitales, nos permitirá debatir respecto a si se están generando unos tránsitos particulares en las formas de producción de verdad y si esto tiene algún revés en los modos como los sujetos jóvenes asimilan estos procesos, tal vez para que dichos dispositivos sean utilizados en instancias de reivindicación, más que de normalización y estatización. La producción del documental sobre autonomía y soberanía alimentaria Tierra desde adentro nos instará, desde los distintos actores que formaron parte de este proceso, a reflexionar sobre este tema.

Así, a través de los relatos que siguen, nos mantendremos entre los espejos: una advertencia necesaria para el lector que, llegado a este punto, aún espera que este texto se ponga serio y hable de teorías más que de experiencias, más de hipótesis que de narraciones; habrá reflejos y entrecruzamientos entre estos, claro está, pero mantenerse entre los espejos exige que las palabras se esfuercen en ser más que nominaciones o denotaciones, que se dispongan a expresar no solo conceptos, sino también sensaciones que permitan ver a otros lo que tantos ojos han visto y vivido y que, a fuerza de encajonamientos, cifras y conclusiones, se pierden como esos rayos de luz que llegan al espejo y que no encuentran una mirada donde posarse.


PALOMAR, ANZOÁTEGUI, TOLIMA

Mapa: ubicación de Anzoátegui en el departamento de Tolima

Recuadro: Tolima en Colombia

: Ubicación de Palomar en el municipio de Anzoátegui

Entre el azadón y el smartphone

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