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CAPÍTULO 1

El cine español al otro lado del Atlántico: Almodóvar en USA/USA en Almodóvar

El limitado interés que el cine extranjero despierta en Estados Unidos ha suscitado una serie de reflexiones que ayudan a entender la compleja dinámica entre el espectador, la crítica y la industria cinematográfica. Si bien es cierto que nunca ha ocupado un lugar relevante en las carteleras de este país, ha pasado por breves períodos de auge vinculados a los avatares de la historia. Durante los años que precedieron a la Primera Guerra Mundial el cine europeo estaba más avanzado y mejor organizado que el norteamericano lo cual despertó cierto interés en la prensa del nuevo continente y, por extensión, en un limitado sector del público. Este momento de relativa prosperidad se vio truncado por el caos que acompañó dicha guerra y coincidió con una reestructuración de la industria cinematográfica norteamericana que organizó bajo un mismo conglomerado la producción, distribución y exhibición, minimizando, gracias a su control absoluto del gremio, la presencia de películas europeas. El mercado quedó así monopolizado por las productoras que, además de encargarse de la distribución, eran en numerosas ocasiones propietarias de las salas de exhibición, dejando con ello poco espacio a todo lo que no alimentara directamente sus intereses económicos. Además de esto, conscientes y a la vez temerosos de la posible competencia europea, los nuevos magnates del cine norteamericano de los años veinte no dudaron en comprar los servicios de los profesionales del cine europeo, en especial alemanes, garantizando con ello el progreso de su industria.

Unos años más tarde la situación política, ahora asociada a la Segunda Guerra Mundial, favorecerá de nuevo al cine norteamericano, en primer lugar porque el auge de los fascismos propulsó la inmigración de numerosos directores europeos a Hollywood, y en segundo, porque la destrucción de Europa frenó la producción de películas en el viejo continente. En este momento llegaron a Estados Unidos procedentes de Europa varios directores, actores y productores que lograrían controlar buena parte de la industria cinematográfica norteamericana. De Hungría llegaron William Fox y Adolph Zukor, de Polonia Samuel Goldwyn y Louis Mayer; de Alemania Carl Laemmle, Fritz Lang, Douglas Sirk, Otto Preminguer y Billy Wilder; de Inglaterra Charlie Chaplin y de Suecia Greta Garbo. Otros como Jean Renoir y René Clair se instalaron solo temporalmente en Hollywood y al acabar el conflicto bélico volvieron a Francia.1 La llegada a la meca del cine de directores europeos, especialmente de la Europa del este, continuó durante la guerra fría y cineastas que veían sus libertades mermadas como Roman Polanski, polaco, y Milos Forman, checoslovaco, engrosaron la lista de los profesionales extranjeros emigrados a Estados Unidos, corroborando con ello el convencimiento por parte de la industria cinematográfica de que el mejor destino para un buen director era trabajar en Hollywood con guionistas, productores y actores locales.

Por otro lado después de la Segunda Guerra Mundial, Francia, Italia, Alemania y Gran Bretaña hicieron considerables esfuerzos para afianzar su presencia en Estados Unidos con un relativo éxito, dando paso a la llamada “edad de oro” del cine europeo que, con el fin de entrar en este mercado tan codiciado, no dudó en americanizar su producción para encajar en la estética de los compradores. Pero al margen de este momento glorioso para el cine europeo, lo cierto es que su presencia en Norteamérica ha ido disminuyendo paulatinamente hasta llegar a un presente en el que solo esporádicamente una película extranjera logra ser un éxito de taquilla.

En un artículo publicado en The Philadelphia Enquirer, titulado “Americans are seeing fewer and fewer foreign films” (9-5-2010), Carrie Rickey afirma que la proporción de películas extranjeras exhibidas en Filadelfia entre el 2004-09 ha disminuido drásticamente de un 20% a un 12%, reflejando con ello la tendencia del resto del país. En el 2004 se estrenaron en esta ciudad trecientas seis películas de las cuales sesenta y una eran extranjeras; en 2009 de un total de trescientos quince estrenos solo treinta y siete procedían de otros países. Apunta igualmente que en los años sesenta las películas importadas representaban en Filadelfia alrededor de un 10% de la recaudación de taquilla mientras que en el presente apenas llegan a un 0,75%. Esta tendencia a la baja la confirma Robert Koehler en un artículo titulado “Foreign films fade out at U.S box office”, aparecido en abc News Internet Ventures (7-6-2009), al constatar que entre 2004 y 2009 los espectadores de películas extranjeras en Estados Unidos han disminuido entre un 30% y un 40%, a pesar que de la calidad de dichas películas es mucho mejor que en el pasado.

Según datos proporcionados por John Horn y Lewis Beale en Los Angeles Times (2-4-2010), de las aproximadamente mil películas extranjeras estrenadas en Estados Unidos entre 1980 y 2010, solo veintidós han recaudado más de diez millones de dólares y alrededor del 70% no han llegado a un millón de dólares, cantidad mínima para que la película sea rentable ya que la publicidad y la adquisición de la cinta acarrean un coste de unos setecientos mil dólares.

Ante un panorama tan poco halagüeño para el cine importado y dada la existencia de numerosas películas extranjeras de indudable calidad, cabe preguntarse a qué se debe su limitado éxito. Uno de los factores clave radica en la esencia misma del cine norteamericano: el hecho de estar basado en un sistema de estrellas y no de directores como es el caso del cine europeo. El público estadounidense acude a las salas sobre todo para ver a una estrella determinada y dado que no está familiarizado con los actores extranjeros, con la excepción de los que han triunfado en Hollywood —entre ellos los españoles Antonio Banderas, Penélope Cruz y Javier Bardem—, el atractivo inicial de estas películas es mínimo. Al margen de este hecho tan obvio, entre las múltiples razones aducidas desde Estados Unidos para explicar esta realidad destacan la baja calidad de las películas extranjeras, medida mayormente en términos de espectacularidad y en consecuencia de presupuesto; su complejidad, asociada al carácter reflexivo y filosófico de los textos fílmicos importados, excesivamente exigentes para un público poco inclinado a asociar el cine con el esfuerzo intelectual; el gusto único de los norteamericanos por sus propios productos fílmicos, ajeno a lo producido por otras culturas; el rechazo de las películas subtituladas, por el esfuerzo que requieren por parte del espectador; la falta de costumbre a la hora de ver películas dobladas con su inevitablemente imperfecta sincronización entre la voz y los labios; y por último, la inmoralidad y crudeza del cine importado. No olvidemos el efecto de la censura capitaneada por la organización católica National Legion of Decency —creada en 1933— y el Production Code Administration creado en 1934, así como por la propia industria cinematográfica norteamericana, Motion Picture Association of America (MPAA), organismos defensores de una rígida moral a la que no se ajustan las producciones extranjeras, hecho que, por otra parte, puso y sigue poniendo de manifiesto que el verdadero freno para la importación no era solo la moralidad sino también los intereses de la industria nacional. Si bien el impacto de estos mecanismos de censura se ha minimizado en el presente, es fundamental subrayar su legado a la hora de modelar las preferencias de los espectadores y su resistencia al modo de tratar temas más o menos escabrosos en las películas extranjeras.2

A estos factores hay que añadir el hecho de que las películas importadas generan un mínimo beneficio en las industrias subsidiarias —televisión y DVD—salidas ambas que sin duda redondean los beneficios del cine norteamericano. El porcentaje de películas extranjeras alquiladas en Netflix oscila entre un 5,3% y un 5,8%, y raramente se alquila una película importada más de diez mil veces, número insignificante comparado con las cifras que se manejan con las obras de Hollywood.

Más allá del innegable peso de estos factores técnicos, estéticos y culturales es fundamental contextualizar esta exclusión en la dinámica de mercado y en los mecanismos activados por la industria estadounidense para mantener su monopolio. La falta de canales de distribución eficaces para las películas no producidas en Estados Unidos y el poder de los sindicatos —responsables de que los productos no americanos y, por tanto, no ajustados a sus leyes internas no encuentren apoyo por parte de los grandes estudios— operan como el mecanismo más eficaz para limitar la competencia de otras cinematografías en el país. A este problema alude el cineasta francés Jean-Charles Taccella, director de Cousin, cousine, al preguntarse: “How can the American public appreciate our pictures if neither distributors nor exhibitors will offer them?” (Segrave, 167). En la misma línea A.O. Scott, desde The New York Times (20-1-2007), afirma: “The [foreign] movies are out there, more numerous and various than ever, but the audience, and therefore the box-office returns, and the willingness of distributors to risk even relatively small sums on North American distribution rights, seems to be dwindling and scattering”. Esta ineficaz distribución da paso a un círculo vicioso en el que la ausencia de películas extranjeras en las carteleras norteamericanas genera una falta de interés y viceversa. El proceso de aprendizaje que requiere entrar en otra cultura y valorar sus registros se desvanece ante la limitada oferta cinematográfica extranjera, creando con ello un público ensimismado en sus propias obras y poco dispuesto a valorar lo ajeno. Richard Corliss sintetiza así la situación: “The sad fact is that foreign-language films no longer matter. Americans absorbed in their junk culture are shuttering a window to the rest of the movie world”.3

Especialmente ilustrativo a la hora de dilucidar las razones de esta limitada presencia del cine importado en Estados Unidos es el estudio de Jonathan Rosenbaum Movie Wars: How Hollywood and the Media Limit what Movies We Can See. Rosenbaum denuncia el poder de Hollywood y de la prensa a la hora de determinar lo que llega a las pantallas norteamericanas. En su opinión, “We aren’t seeing certain [movies] because the decision makers are only interested in short term investments and armed mainly with various forms of pseudo science and it becomes the standard business of the press, critics included, to ratify these practices while ignoring all other options”.4 La voluntad de maximizar los beneficios a corto plazo opera como freno para la importación de películas y tanto la prensa como la crítica, ambas mediadas por la inmediatez, refuerzan este modo de gestionar el mercado cinematográfico, cuyos mayores beneficios se generan en las primeras semanas del estreno.

Para que una película entre en este difícil mercado, además de ajustarse a la arquitectura interna de la industria cinematográfica norteamericana, ha de estrenarse en Nueva York, ciudad que exhibe junto con Los Ángeles, San Francisco, Boston y Seattle el mayor número de films importados. El 60% de las proyecciones de cine extranjero tiene lugar en Nueva York y entre el 20-40% de los beneficios de taquilla se generan solo en esta ciudad. En 2005 solo el 10% de las películas extranjeras alcanzaron una recaudación de más de un millón de dólares en Estados Unidos, del cual se destina aproximadamente medio millón a la publicidad, unos doscientos mil a la adquisición de la película y los distribuidores se quedan con el 50% de la recaudación. Sony Pictures Classics, líder en el mercado de importación y barómetro de la presencia del cine extranjero en Estados Unidos, ha reducido las películas subtituladas entre la mitad y la tercera parte de lo que suponían en el pasado, haciendo el proceso cada vez más selectivo. Ello conlleva que las películas de bajo presupuesto, entre las que figuran gran parte de las importadas, cuenten con pocas posibilidades de llegar a las pantallas norteamericanas. La estética que se impone y en la que se educa al espectador se asocia a las grandes producciones hollywoodienses.

Por otro lado, la proliferación de películas independientes en Estados Unidos supone una fuerte competencia para el cine extranjero ya que atraen a un público con un perfil similar y se proyectan en las mismas salas de cine alternativo. Este cine independiente, producido y distribuido por compañías adscritas a los grandes estudios de Hollywood, accede más fácilmente a las salas de proyección destinadas a estas producciones alternativas. A esto hay que añadir la progresiva reducción de salas especiales y su sustitución por multisalas, más interesadas en exhibir el cine comercial que el minoritario. En el presente varios de los grandes estudios de Hollywood cuentan con una sección dedicada a la producción y distribución de estos proyectos de menor presupuesto, susceptibles de reportar cuantiosos beneficios.5 Buen ejemplo de ello es Focus Features, filial de NBC Universal, que distribuyó Brokeback Mountain, cuyo coste de producción se limitó a catorce millones y cuya recaudación en Estados Unidos ascendió a ochenta y tres millones de dólares (46,6%) y, fuera de este país, a noventa y cinco millones de dólares (53,4%). El mismo perfil exhibe Paramount Vintage, una filial de Paramount Pictures, responsable del lanzamiento de Babel, dirigida por Alejandro González Iñarritu, hablada en varios idiomas, subtitulada en inglés y con actores de reconocido prestigio en Hollywood, como Brad Pitt y Cate Blanchett.

Al margen de estos éxitos de taquilla puntuales, los cines nacionales cuentan con varias producciones que permiten contrastar su cosmopolitismo, tanto en lo que atañe a la esencia de los propios textos fílmicos como a la financiación, con el ensimismamiento del cine norteamericano. Es común incluir en la lista de productores de estos cines nacionales canales privados de televisión por cable, organismos con fines filantrópicos, la Unión Europea y aportaciones de gobiernos de varios países en forma de co-producción junto con subvenciones de las televisiones nacionales. El caso español ejemplifica bien este interés por entrar en la dinámica global con directores como Isabel Coixet, Alejandro Amenábar y Pedro Almodóvar, entre otros, los dos primeros filmando en inglés y eligiendo unas localizaciones, un reparto y una temática que trascienden los registros netamente españoles, y el último barajando unos contenidos y un estilo comunes a la estética global de la postmodernidad.

El propio Hollywood, consciente de la atracción que despierta en el espectador ver reflejada en la pantalla su propia cultura, ha comenzado a producir y/o financiar películas destinadas al público de otros países, con directores, actores e inversores oriundos del lugar al que va destinado el film. La película alemana Keinohrhasen, coproducida por Warner Brothers junto con el director y actor Til Schweiger, ha recaudado sesenta y un millones de dólares en taquilla, poniendo de manifiesto que esta fórmula reporta unos beneficios considerables. Según datos proporcionados por Eric Pfanner en un artículo aparecido en The New York Times, titulado “Foreign Films Get a Hand From Hollywood” (NYT 17-5-2009), Warner Brothers ha extendido su producción fuera de Estados Unidos y planea producir, co-producir o distribuir cuarenta películas en mercados locales frente a las aproximadamente veinticinco que salen anualmente de su estudio de Hollywood.

Una de las opciones propuestas para abrir espacio a películas extranjeras es filmar siguiendo las pautas del cine norteamericano al margen de cual sea el país de origen del productor y del director. Para ello muchos directores optan por imitar los modelos de Hollywood y ajustarse a sus géneros, además de filmar en inglés, recurrir a actores norteamericanos o instalarse ellos mismos en Estados Unidos. El caso de la película francesa Taken (2009), con una recaudación en Norteamérica de ciento cuarenta y cinco millones de dólares, corrobora la viabilidad de este modelo al filmar una historia de acción típicamente hollywoodiense, además de utilizar el inglés como idioma. Igualmente ilustrativo resulta el caso de los tres directores mexicanos más internacionales, los llamados ‘tres amigos’, Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro y Alejandro González Iñárritu que, a raíz del éxito de sus películas y atraídos por las ventajas económicas de la meca del cine, firmaron en el 2007 un contrato con Universal Studios para filmar cinco películas. La consecuencia inmediata de esta realidad es el distanciamiento de estos directores de su propia cultura y el desdibujamiento de los cines nacionales, condición inherente a la era de la globalización y arma de doble filo ya que, si por un lado contribuye a fomentar los procesos de hibridación y a la disolución de barreras culturales, por otro atenta contra el valor de la otredad. Además, la noción de cine de autor, tan ligada al cine extranjero, pierde consistencia en la medida en que estos directores con un estilo tan marcado atenúan sus señas de identidad para llegar a un público más amplio. Conscientes de las reglas de juego del mercado global y de que el éxito de las películas importadas depende cada vez más de factores ajenos al director, eligen en varios casos el inglés como idioma, construyen unas historias atractivas fuera de su entorno y recurren a actores y actrices de prestigio internacional, inmersos en el “star system”.

Si bien es indudable que la utilización de esta fórmula favorece la circulación de películas en un mercado global y aumenta las posibilidades de un alto rendimiento económico, los efectos de este modelo llevan a difuminar la identidad de las películas, limitando la empatía y la aceptación de otros registros culturales por parte del público norteamericano. De aquí la entrada en el círculo vicioso de no exhibir películas extranjeras porque no reportan beneficios y no despertar interés porque no se exhiben. Mientras que Hollywood opera como el mayor difusor de la cultura norteamericana a nivel mundial y contribuye enormemente con sus imágenes a articular la identidad americana, el público estadounidense se ve privado en gran medida de referentes que le permitan contrastar su cosmovisión con la generada desde otras realidades.

A los efectos de este distanciamiento del cine extranjero alude Steven Rothenberg, vicepresidente a cargo de la distribución en Samuel Goldwin Company, al declarar: “For the most part the young audience has been drifting away. There is a whole generation of college students that has not been weaned on top-noch foreign-language films the way people in the 60’s and 70’s were, and that affects the grossing potential of those films” (Segrave, 169). Un buen número de películas bien recibidas por la crítica no encuentra espectadores en Estados Unidos, ni siquiera los espectadores más sofisticados, abiertos a la estética y al desafío intelectual que presentan los cines nacionales. Una posible respuesta, apuntada por A.O. Scott (NYT 20-1-2007), es el cambio en el modo de entender la cultura. La valoración del cine extranjero que vivió Estados Unidos en los años 60 y 70 respondía quizá a una concepción más elitista del arte, heredada de la modernidad y apoyada en la conexión entre hermetismo y calidad. Los debates en torno al cine y a la literatura ocupaban un espacio social más amplio en el pasado, ya que en estas disciplinas se armonizaba el entretenimiento y el estímulo intelectual. Quizá en un momento como el actual, tan saturado de estímulos y tan falto de tiempo libre, el espectador prefiere la evasión sobre la reflexión de modo que el cine lúdico, espectacular y accesible que fabrica Hollywood se ajusta más a las prioridades de nuestro presente. La minoría selecta que acudía a las salas de arte y ensayo se ha diluido en la popularización/democratización de la cultura, y ha entrado también en las redes virtuales de comunicación y consumo que sin duda acaparan una buena porción del tiempo libre, antes destinado a actividades culturales más exigentes. A esta situación se refiere Mario Vargas Llosa en su último ensayo, La civilización del espectáculo, en el que lamenta la banalización de la cultura en una sociedad más inclinada a la diversión que a la reflexión. Junto a esto, el progresivo ensimismamiento del espectador norteamericano dentro de su propia órbita opera simultáneamente como causa y efecto de este paulatino desvanecimiento del cine importado en las pantallas estadounidenses. Esta tendencia no implica negar la existencia de un sector del público fiel al cine importado, abierto a otras propuestas estéticas ajenas a la norma y dispuesto a resignificar un texto fílmico en base a su proceso personal de apropiación, reelaboración e interpretación llevado a cabo desde el contexto socio-cultural estadounidense. Como bien señala Henry Jenkins, “We inhabited a world populated with other people’s stories […] The stories that enter in our lives thus need to be reworked so that they more fully satisfy our needs and fantasies” (175). El público actual, modelado en el cine de Hollywood, se ve forzado a activar otras claves interpretativas fuera de este marco dominante para llegar a captar el sentido del cine importado. Pamela Robertson Wojcik sintetiza esta realidad y explora “How the classic Hollywood cinema interpellates the film spectator, binding his or her desire with the dominant ideological positions, and above all, how it conceals this ideological process by providing the spectators with the comforting assurance that they are unified, transcendent, meaning making subjects” (537). Con ello pone de manifiesto la dificultad que encierra distanciarse de este marco interpretativo y la necesidad de mantener una postura abierta como espectador del cine importado desde la cual negociar la experiencia personal, ajena a los parámetros del público como grupo homogéneo, unitario, dispuesto a absorber la estética y la ideología dominantes.

Un factor clave a la hora de promocionar una película extranjera es la atención que le dedica la prensa ya que el cine importado, generalmente consumido por un público culto, inclinado a la lectura de reseñas, necesita buenas críticas para lograr una recaudación satisfactoria. Una de las publicaciones con más impacto para determinar el futuro de un film importado es The New York Times, ya que, como Segrave comenta, “because imports have to open en New York, The New York Times inadvertently had what Los Angeles Times film critic Michael Wilmington described as a “veto power” over foreign films’ future in America” (179). Como veremos al analizar la recepción del cine de Almodóvar en Estados Unidos, el enorme impacto de este periódico radica en su prestigio, su amplia tirada y la calidad de sus críticos y reseñadores. Igualmente es determinante, según mostrará este estudio, la atención dedicada al cine extranjero por parte de diarios como Los Angeles Times, San Francisco Chronicle, Chicago Tribune, así como determinadas revistas especializadas, The New Yorker, Variety, Vanity Fair, entre otras, cuyos lectores responden al perfil del ciudadano culto y urbano, seguidor del debate abierto por estas publicaciones y parte de la comunidad cultural por ellas constituida.

Igualmente influyentes resultan las numerosas reseñas aparecidas en internet, muchas de ellas publicadas ya en los periódicos mencionados y otras inéditas, correspondientes tanto a reseñadores profesionales como aficionados. Buena muestra de ello son páginas web como http://www.rottentomatoes.com/, http://www.imdb.com/, y otras de reciente creación, tales como http://moviereviewintelligence.com/, cuyo detallado análisis de datos completa la información de un elevado número de reseñas. No obstante, al margen de los periódicos y revistas aquí mencionados, de la información de internet y de las publicaciones procedentes del medio académico, el cine extranjero no acaba de encontrar su espacio en los medios de comunicación. Mark Uman, responsable de los estrenos de la distribuidora Think Film, verbaliza en estos términos sus quejas: “Nobody is writing about them [foreign films] because nobody cares about them, and nobody cares because they don’t penetrate the culture”.6 Es indudable que, sin una cobertura sólida en prensa antes del estreno, las películas extranjeras cuentan con unas posibilidades mínimas de alcanzar una recaudación satisfactoria, factor clave para conquistar un espacio en el panorama cinematográfico estadounidense. Varios críticos han relacionado el limitado éxito del cine importado con la inclinación a hacer ‘remakes’ de películas extranjeras que potencialmente pueden atraer al espectador norteamericano. En el proceso inevitablemente se metamorfosea el original para adaptarlo a las preferencias estéticas del público estadounidense y para optimizar su rendimiento económico. A este respecto, Segrave se pregunta: “Why distribute a foreign film if one could buy the underlying rights and remake the feature with U.S starts, an American writer, a changed plot, and so on?” (Segrave,181).7

DEL GLAMOUR DE LOS FESTIVALES AL PODER DE LOS PREMIOS

En opinión de los defensores del cine importado es fundamental evaluar lo que implica esta limitada disponibilidad de películas no americanas y tomar iniciativas que cambien el rumbo de esta tendencia. Proponen para ello potenciar el papel de los festivales de cine norteamericanos como promotores del cine extranjero, reforzando la idea de que existe un público ávido de ver otro cine y que es urgente encontrar el modo de llegar a él. Richard Lorber, presidente de Lorber Digital, considera que los festivales “can take a leadership position by exposing audiences to the great auteurs of the past and present. It requires the three C’s: curatorship, criticism, and contextualization. Then you make a dent in audience awarness”.8 Su voluntad de no privar al espectador norteamericano de aquellos films globalmente aplaudidos le lleva además a proponer diversos lugares de exhibición, más allá de las convencionales salas comerciales, entre ellos centros de arte, museos, centros comunitarios, espacios todos ellos que, a pesar de tener un aforo limitado, contribuyen a mantener vivo el interés por este tipo de proyecciones no hollywoodienses. Desafortunadamente los festivales tienen una repercusión limitada en la difusión del cine extranjero en Estados Unidos y solo puntualmente alguna película importada llega al público por esta vía. Esto no supone negar la contribución a la difusión de películas internacionales del Sundance Film Festival, Telluride Film Festival, Seattle International Film Festival, New York Film Festival, Cucalorus Film Festival (North Carolina), Palm Springs International Film Festival, Portland International Film Festival, San Diego Film Festival, Chicago International Film Festival, San Francisco International Film Festival, Tribeca Film Festival, Nashville Film Festival y Miami International Film Festival entre otros.9

Más sólido es el impacto de los Oscars como difusores del cine extranjero, ya que el prestigio y el amplio alcance de esta institución operan como garantía de calidad e impulso para la distribución de estos films a nivel internacional. No obstante, a pesar de la fuerza mediática de los Oscars, el beneficio que supone entrar en concurso no es suficiente como para llevar los cines nacionales a las pantallas norteamericanas, tal y como prueba su progresivo arrinconamiento en los circuitos comerciales. De las 91 películas extranjeras que se presentaron a los Oscars en el 2006, solo 7 encontraron distribuidor frente a 20 de las presentadas en el 2003. Un condicionante fundamental es el problema de la difusión, vinculado a la capacidad económica de la productora para promocionar su película y no a la calidad de las películas. El elevado coste que conlleva estrenar una película extranjera en Estados Unidos frena a los distribuidores que prefieren invertir en apuestas más seguras generando con ello un círculo vicioso alimentado por unos espectadores que no se han podido educar en la estética de los cines nacionales por no haber podido acceder a ella, y por unas distribuidoras que no están dispuestas a invertir en un producto con un mercado tan limitado. De ahí que pocas películas extranjeras en general y españolas en particular logren abrirse camino en Estados Unidos.

Este panorama tan poco halagüeño no impide el desarrollo de iniciativas puntuales abocadas a afianzar la presencia de cines minoritarios. Jonathan Sehring, presidente de IFC Entertainment, compañía que produce, distribuye y exhibe cine independiente y extranjero, ha adoptado una fórmula que consiste en estrenar en su propio Multiplex en Manhatan una película, conseguir reseñas en prensa y simultáneamente lanzar la película en televisión por cable haciéndola accesible a todo el país. Este modelo lo ha aplicado también a los festivales de cine, ofreciendo también por cable sus películas en el momento del estreno en dichos festivales. Esta sinergia abocada a beneficiar al cine importado no cambia sustancialmente la frágil salud de este en Estados Unidos. La fuerza de Hollywood hace que este país se perciba a sí mismo como el centro por excelencia del cine mundial, lo que implica que para llevar al espectador a una proyección extranjera ha de darse una fortuita confluencia de factores —entre ellos la publicación de reseñas favorables firmadas por críticos prestigiosos, una promoción excepcional y un estreno exitoso—, confluencia raras veces lograda.

Al margen de esta coyuntura tan poco prometedora es indudable que existe un espacio para estos cines nacionales, cuya excepcionalidad cultural, celebrada y protegida en sus países de origen, apenas se atiende en Estados Unidos. Su público hay que buscarlo en círculos intelectuales, instituciones culturales, universidades, museos y otros tipos de proyecciones no comerciales que, si cuantitativamente cuentan con un peso específico limitado, cualitativamente dejan una serie de marcas en el discurso cultural que de algún modo garantizan su pervivencia. Aunque el espacio que ocupa el cine extranjero es limitado importa subrayar que la actual dialéctica entre Hollywood y los cines nacionales incentiva un debate en el que ambas producciones se enriquecen mutuamente al perfilar sus contornos por contraste y al entablar un diálogo entre estéticas dispares.

EL CINE ESPAÑOL EN ESTADOS UNIDOS

La innata curiosidad del ser humano hacia otras culturas alimenta un buen número de industrias, la más obvia el turismo. Este deseo de conocer otros lugares y experimentar de primera mano otros modos de vida que mueve al viajero, desde el intrépido aventurero del siglo XIX al sufrido turista del siglo XXI, conlleva una serie de obstáculos económicos y temporales que limitan el acceso a esta experiencia turística. El cine, por otro lado, con su capacidad para crear la ilusión de realidad, funciona como un eficaz paliativo para satisfacer esta curiosidad y pone en circulación una avalancha de imágenes que contribuyen a articular en el espectador vívidos archivos visuales sobre otras culturas. El mundo desarrollado, en un principio el único emisor y receptor de obras cinematográficas, dibujó así en el imaginario colectivo su propio retrato, creando un activo mercado para este producto cultural tan eficaz a la hora de pensarse a sí mismo. Pronto entró en escena el mundo no desarrollado como objeto de conocimiento y este “otro” habitante del tercer mundo, prácticamente desconocido y ajeno aún al circuito de la producción y el consumo, pasó a formar parte del archivo de imágenes del primer mundo. Europa y Estados Unidos pusieron así en movimiento un repertorio imaginístico susceptible de generar una ilusoria sensación de conocimiento de sí mismo y del “otro”. La omnipresencia del cine de Hollywood a partir de los años cuarenta proporcionó a los espectadores europeos un amplio repertorio de datos para dibujar mentalmente Estados Unidos y activó un discurso sobre el nuevo mundo, marcado por la fascinación, en el que todo espectador era invitado a participar. Las ciudades americanas, los actores y las modas se convirtieron en objeto de deseo para los habitantes del viejo mundo. En la dirección inversa y en menor grado, el cine europeo durante los años sesenta conquistó en Estados Unidos un espacio ocupado por un espectador sofisticado, capaz de disfrutar un nuevo modo de filmar marcado por la complejidad, el intimismo y la reflexión. Si bien es cierto que la rápida circulación de imágenes en nuestro presente global y mediático ha contribuido a desvelar el enigma del otro, el cine sigue siendo una vía de acceso sumamente eficaz a la hora de imaginar otros contextos y articular imaginariamente otras identidades. Como bien muestra un crítico tan agudo como Carlos Monsivais en su estudio A través del espejo: el cine mexicano y su público, el cine funciona como instrumento clave para entender la transformación de las sociedades y para entender la velocidad a la que se producen los cambios actuales.

La radical transformación de España en los últimos treinta y cinco años ha encontrado en el séptimo arte su mejor difusor. El propio gobierno español, consciente del poder del cine como constructor y propagador de imágenes, ha realizado cuantiosas inversiones para promover y exportar este bien cultural que con tanta eficacia contribuyó a redibujar el mapa socio-cultural de España después del franquismo. Con la ayuda del Ministerio de Cultura, el cine español ha desempeñado un papel fundamental en la creación y diseminación de la imagen de un país democrático, moderno y liberal, miembro de pleno derecho de la comunidad europea, capaz de reinventarse a sí mismo después de la era de Franco y de pasar pacíficamente de la dictadura a la democracia. Si bien es cierto que resulta cada vez más problemático definir los cines nacionales como construcción conceptual debido a la transnacionalización del cine y a los procesos de hibridación —procesos bien estudiados por Ira Jaffe en Hollywood Hybrids—, es innegable que los tradicionales marcadores de la cultura española han operado con reclamo. Baste ver las películas centradas en el flamenco, dirigidas por Carlos Saura, relativamente exitosas en el mercado estadounidense o las de Almodóvar, locales y globales a la vez. En el polo opuesto de esta tendencia se sitúa el cine español de las dos últimas décadas, seguidor de las pautas marcadas por el cine de Hollywood en lo que atañe a recursos técnicos y perfección formal que, como bien apunta José Colmeiro, lo hace “más homologable y exportable fuera de sus fronteras, pero también conlleva el peligro de diluir su especificidad cultural” (103).

Uno de los escaparates más eficaces para este propósito ha resultado ser la mencionada presencia del cine español en los Oscars tanto por su visibilidad y prestigio como por las repercusiones a nivel de distribución. Desde la creación en 1956 de la categoría del Oscar a la mejor película extranjera, España ha enviado una película a concurso anualmente. Hasta el momento ha recibido este galardón en cuatro ocasiones: en 1982 con Volver a empezar, de José Luís Garci; en 1993 con Belle Epoque, de Fernando Trueba; en 1999 con Todo sobre mi madre de Pedro Almodóvar, y en 2004 con Mar adentro de Alejandro Amenábar. Nótese que durante los años del franquismo ninguna película española recibió el reconocimiento de Hollywood. Tanto la selección de las películas presentadas a concurso, a cargo de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, como la consecución del galardón reflejan el proyecto ideológico del gobierno y su voluntad de afianzar el nuevo perfil del país. El poder del cine como “aparato ideológico del estado”, para utilizar la terminología de Althusser, y su “rol recuperador, socializante y culturizador”, como bien indica Isolina Ballesteros (12), se hace patente sobre todo a raíz del triunfo del gobierno socialista en las elecciones de 1982, año que coincide con la entrega del Oscar a la Mejor Película Extranjera a Volver a empezar. Tanto el título como el contenido, el retorno a España de un profesor exiliado instalado en Estados Unidos, hacen explícito el mensaje de cambio. La concesión del Oscar conlleva así un reconocimiento universal de dicho cambio y un homenaje a la recién consolidada democracia. El mismo cariz político se detecta en la entrega del Oscar a Belle Epoque, homenaje también a una España republicana idealizada que hasta ese momento nadie había osado llevar a la pantalla de modo celebratorio. En el caso de Almodóvar, el Oscar responde no solo a la calidad de su film y a la provocadora temática del mismo, sino al carácter icónico de su director, a su popularidad en Estados Unidos y a su proyección universal. La carga transgresora que encierra Todo sobre mi madre y su habilidad para seducir al espectador con una historia ajena a los parámetros de la ética convencional, expanden el mérito de este cineasta capaz de llegar a un público desprovisto de los referentes culturales en los que se genera e inserta esta película. Mar adentro, la última película española en recibir el Oscar a la Mejor Película Extranjera, supone la superación de la excepcionalidad socio-política y cultural que había marcado el rumbo de España y conlleva un reconocimiento al incuestionable valor de la cinta y especialmente al acertado tratamiento de un problema tan universal como la eutanasia.10 Hasta el momento los directores que con más frecuencia han representado a España en esta categoría son José Luis Garci —seis veces con Volver a empezar (1982), Sesión continua (1984), Asignatura pendiente (1987), Canción de cuna (1994), El abuelo (1998) y You are the One (2000)—, Carlos Saura —cinco veces con La prima Angélica (1974), Cría cuervos (1976), Mamá cumple cien años (1979), Carmen (1983) y Ay Carmela (1990)— y Pedro Almodóvar —con otras cinco, Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), Tacones lejanos (1991), La flor de mi secreto (1995), Todo sobre mi madre (1999), ganadora, y Volver (2006). Ya fuera de la categoría del cine extranjero, Hable con ella (2002) recibió el Oscar al Mejor Guión al año siguiente de su estreno.

Casi a la par con la visibilidad y el prestigio de los Oscars se posicionan los Globos de Oro. Concedidos por la Hollywood Foreign Press Association, creada en los años cuarenta a raíz de la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, cuentan con una de las mayores audiencias en televisión y constituyen una de las plataformas más eficaces para la difusión del cine norteamericano e importado.11 Constituida por periodistas de cincuenta y cinco países y con un volumen de lectores cercano a los doscientos cincuenta millones, la capacidad de esta asociación para publicitar el cine fuera de Estados Unidos rebasa con mucho la de cualquier otra institución. Dado que, como se mencionó con anterioridad, el espectador atraído por el cine extranjero es también un lector atento de reseñas y críticas periodísticas, el impacto de esta asociación es especialmente determinante para dicho cine, el más necesitado de promoción. Históricamente en esta ceremonia las películas europeas han acaparado el mayor número de premios. A modo de ejemplo resulta significativo que entre las cinco películas nominadas en la ceremonia del 2009, cuatro de ellas procedieran de Francia, España, Italia y Alemania, y la quinta de Chile. España ha recibido hasta el momento varias nominaciones y tres premios en los Globos de Oro con las siguientes películas: Los abrazos rotos (2010), Volver (2007), Mar adentro (2005), ganadora, Hable con ella (2005), ganadora, Todo sobre mi madre (2000), ganadora, Tacones lejanos (1992), Mujeres al borde de un ataque de nervios (1989), Carmen (1984) y CR (1978). Esta conexión entre el sustrato ideológico de la Hollywood Foreign Press Association, su misión y el cine extranjero hace de ella un espacio privilegiado para poner en circulación los cines nacionales, entre los cuales el español ha recibido una atención considerable, con Pedro Almodóvar a la cabeza de las nominaciones.

Igualmente significativo es el impacto del Festival Internacional de Cine de Nueva York para la difusión y distribución del cine extranjero. Inaugurado en 1963 y compuesto por una selección de películas elegidas por la Film Society of Lincoln Center, este festival de carácter no competitivo, dirigido por Richard Peña hasta el 2011, se ha convertido en uno de los escenarios más prestigiosos del cine actual.12 La posición central de Nueva York a escala mundial en el mapa de las artes y la cultura hace de esta ciudad un foro privilegiado para la entrada en el mercado global de obras cinematográficas. Una revisión de las obras presentadas en el festival desde su fundación revela la escasa presencia del cine español durante un buen número de años, sobre todo en relación al número de películas presentadas por el resto de los países de Europa occidental. Entre las pocas películas presentadas hasta la consagración de Almodóvar con Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) destacan El jardín de las delicias (1970) de Carlos Saura, Tristana (1970), coproducida por España, Francia e Italia, y dirigida por Luis Buñuel, Ese obscuro objeto de deseo (1970), también coproducida por Francia y España y dirigida por Buñuel, y Los santos inocentes (1984) de Mario Camus. A partir de 1988 Almodóvar se convierte en el emblema del cine español en este festival como prueba la exhibición en él de Todo sobre mi madre (1999), presentada en la apertura del festival, Hable con ella (2002), en la clausura, La mala educación (2004), pieza central, y Volver (2006), Los abrazos rotos (2009), y por último La piel que habito (2011), también en la clausura. Completan la presentación de las películas entrevistas, ruedas de prensa y mesas redondas, además de todo tipo de celebraciones, fundamentales para la promoción.

Conscientes en España del positivo impacto del New York Film Festival a la hora de exportar el cine nacional, en agosto del 2010 el Consejo de Ministros, a propuesta de la Ministra del Cultura, Angeles González-Sinde, concedió al director de dicho festival, Richard Peña, la Orden de las Artes y de las Letras de España, en reconocimiento a su valiosa contribución a la difusión del cine español en Estados Unidos y a su esfuerzo por abrir un diálogo entre la producción cinematográfica de ambos países.13

Si los festivales organizados fuera de España operan como los difusores más eficaces del cine español, los celebrados en territorio nacional contribuyen igualmente a diseminarlo. El Festival de San Sebastián, cuya proyección internacional hace de él el escaparate más atractivo para nuestro cine, atrae a un buen número de figuras internacionales relacionadas con el mundo del cine y tiende un puente entre el cine español y la industria cinematográfica internacional, contribuyendo con ello a posicionar nuestra producción en el mercado global. Varias iniciativas asociadas a este festival operan en la misma dirección, entre ellas el Premio Donostia, premio honorífico, creado en 1986 por el entonces director de este festival, Diego Galán, con la intención de atraer a estrellas y directores internacionales. Desde esa fecha un buen número de Premios Donostia ha sido otorgado a actores y actrices americanos (Meryl Streep, Richard Gere, Sean Pean, Michael Caine, Warren Beatty y Dustin Hoffman, entre otros) incentivando con ello las relaciones profesionales entre España y la meca del cine.

En relación con el Festival de San Sebastián son dignas de mención las fiestas organizadas por Julian Schnabel para promocionar dicho festival en Nueva York. Buena muestra de la visibilidad de este festival en Estados Unidos es la concesión en 1996 de la medalla de oro a este certamen por su contribución a la difusión del cine internacional por parte de la Asociación de Prensa Extranjera de Hollywood. Destaca también es este festival el premio FIPRESCI otorgado por la Federación Internacional de Prensa Cinematográfica a la mejor película en función de una votación de casi trescientos críticos de cine de todo el mundo. Este premio se otorga igualmente en los festivales de cine más prestigiosos del mundo, entre ellos Cannes, Berlín, Venecia. En menor escala los festivales de Sitges, Gijón, Valladolid y Lanzarote contribuyen a esta buscada difusión del cine español fuera de sus fronteras. Igualmente relevantes en esta labor divulgadora son las Semanas de Cine Español organizadas en Nueva York y en Los Angeles, en colaboración con el Instituto Cervantes y el Ministerio de Cultura, que si bien no alcanzan la visibilidad de los festivales mencionados, contribuyen indudablemente a familiarizar al espectador norteamericano con una estética ajena a la suya.

Fuera, y en ocasiones dentro, del circuito de los festivales, la fuerte presencia de actores españoles en las pantallas internacionales y en especial en Estados Unidos, conlleva igualmente una gran visibilidad del cine español en este país. Dado que la industria cinematográfica norteamericana, a diferencia de la europea, se articula más alrededor de los actores que de los directores, figuras como Penélope Cruz, Antonio Banderas y Javier Bardem añaden al cine español un enorme atractivo en el circuito de Hollywood. En el caso de Penélope Cruz, además de su elevado índice de popularidad, su reconocimiento por parte del Screen Actors Gild con la consiguiente concesión del premio a la mejor actriz en 2008 por Vicky, Cristina, Barcelona y su nominación en el 2009 por Nine y en el 2006 por Volver la han convertido en una de las actrices extranjeras más cotizadas en Hollywood. Ya que uno de los problemas del cine español radica en la inexistencia de un organismo encargado de comercializarlo fuera de sus fronteras, a diferencia por ejemplo de Francia con Unifrance, el papel de los actores resulta crucial para afianzar esta presencia internacional.

A los factores aquí mencionados como estímulos para el éxito del cine español en Estados Unidos cabe añadir el hecho de que los directores españoles se perciben como representantes del cine europeo. Refiriéndose a esta cuestión, Burkhard Pohl afirma: “Se supone que el director actúa como autor, enfrentándose a la tendencia trivial del cine americano al entretenimiento y a la correspondiente simplificación de la Historia en ‘stories’”, sin que ello implique borrar las identidades nacionales a favor de una identidad europea ilusoria. Si esto, como el mismo Burkhard apunta, supone enmarcar el cine español dentro del cine artístico, es imprescindible tener en cuenta que desde los años ochenta y a raíz de la movida y de Almodóvar en particular, se hace necesario explorar la calidad artística de las películas españolas en relación a las “transgresiones estéticas” ya que dichas transgresiones tornan borrosa la tradicional línea divisoria del cine europeo entre cine de autor y cine de masas.14

ALMODÓVAR EN USA,

USA EN ALMODÓVAR

Antes de explorar la presencia de Almodóvar en Estados Unidos resulta ilustrativo rastrear la influencia de este país en su cine, concretamente en su primera etapa como director. La meca del cine opera como referente continuo a lo largo de su vida profesional, bien como creador de modelos estéticos afines a su sensibilidad, caso de su primera etapa, bien como catalizador de su proyección internacional, bien como imán que a la vez atrae y repele. Su relación con la crítica y con el público se ha visto marcada por la propia idiosincrasia estadounidense y por el momento de su carrera. En una de las conversaciones que Frédéric Straus mantiene con Almodóvar, éste alude a sus primeras incursiones en Estados Unidos como a “los primeros meses de noviazgo” y con gran lucidez disecciona su compleja relación con este país. El siguiente párrafo, parte también de dichas conversaciones, ilustra claramente este aspecto:

Yo le interesaba a la gente más moderna, lo que tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Es la gente más intelectual, un público muy caprichoso e infiel. Desde el momento que llegué a un público más amplio mis primeros admiradores empezaron a rechazarme porque prefieren disfrutar del placer en petit comité. Es una gente muy snob pero muy informada y muy interesante, y también muy cruel porque es la que crea la moda. Por otra parte hay que tener en cuenta el cambio global de la sociedad americana: la vuelta a una moral más reaccionaria no ha jugado a mi favor. Me ven como un fenómeno escandaloso y casi peligroso para el pueblo americano. Creo que para mí sería mejor seguir perteneciendo allí a las minorías; por lo menos así no tendría que soportar el juicio de la mayoría que siempre es conservadora. […] Cuando viajo a Estados Unidos tengo la impresión de estar poniendo de manifiesto las contradicciones de este país. Sin pretenderlo mi libertad acusa la falta de libertad del cine americano y la ausencia de prejuicios de mis personajes pone en evidencia la enorme cantidad que tienen ellos. Mi cine tiene allí una capacidad revolucionaria que no tiene en otros países y que provoca muchos conflictos. Como no he sido muy complaciente con mi público moderno y no le he pagado tributo alguno, me encuentro como en tierra de nadie. Los modernos ya no me soportan porque hay algo en mí que critica a esa clase de público; soy una mezcla de varias cosas, mientras que en Estados Unidos solo hay que tener una faceta. Si eres underground tienes que ser solo eso; si eres homosexual, no puedes ser otra cosa y yo nunca he dejado que me encierren en un gueto ni he querido militar exacerbadamente por un solo aspecto de mi personalidad. Critico incluso la militancia de grupos de los que debería sentirme cerca. Por ejemplo, no participo en el movimiento gay americano, creo mucho más en el mestizaje generalizado. (108)

Condensa Almodóvar aquí los desencuentros que de forma constante afloran en su relación con Estados Unidos, desde su conservadurismo hasta la volubilidad del público, pasando por la tendencia al encasillamiento y a la falta de libertad creadora, lo cual no impide que su obra, sobre todo la más reciente, haya logrado seducir tanto a la crítica como al espectador y ocupe un lugar privilegiado en las pantallas norteamericanas. Al analizar individualmente la crítica de cada película, veremos las respuestas tan dispares que ha suscitado y la presencia, como motivo recurrente, de las quejas con anterioridad mencionadas. Si bien es cierto que dedica mayores elogios a los críticos y espectadores de otros países, en especial a los franceses, conviene recordar que en Francia no mostraron interés en su obra hasta que no triunfó en Estados Unidos.

Como es bien sabido, sus primeras películas exhiben una fuerte presencia del underground norteamericano. Él mismo, hablando de Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, declara al respecto: “Aunque estaba abierto, en general, al estilo punk, que era uno de los requisitos del encargo, sentía una influencia más natural del underground americano, de las películas de Paul Morrissey y, sobre todo, de Pink Flamingos, de John Waters” (Strauss 28). Y añade: “Efectivamente, la primera parte de mi carrera tiene muchas influencias del underground americano, John Waters, Morissey, Russ Meyer, de todo lo que salía de la Warhol Factory” (Strauss 50). Además de su inclinación a la estética del underground y a las técnicas que lo caracterizan —bajo presupuesto, la utilización de actores amateurs, localizaciones naturales, fragmentariedad—, se dan numerosas semejanzas entre la obra cinematográfica de John Waters y la del director manchego, entre ellas su acercamiento tolerante y celebratorio a quienes viven en los márgenes del sistema, el desenmascaramiento de la disfuncionalidad en las familias convencionales y las consiguientes aberraciones que encarnan, todo ello presentado con un sesgo grotesco y burlón, las lacras de las parejas heterosexuales contrapuestas a la dinámica positiva de las parejas homosexuales, el reciclaje de los melodramas hollywoodienses, la omnipresencia de la parodia y la utilización de las canciones como eco de la crítica social que plasman sus películas.

Varios críticos han explorado el impacto de esta estética underground en las primeras películas de Almodóvar, en especial Alberto Mira. Para Mira, la cultura camp americana, tal y como se encarna en los cineastas underground aquí mencionados, y los motivos que comparte con la subcultura gay, están presentes tanto en los directores norteamericanos mencionados como en Almodóvar y crean una complicidad única entre los espectadores y los cineastas. Como bien sintetiza este crítico, “Se trata de creadores que hacen de la disidencia sexual un elemento espectacular, transgresor, raro, irreductible a la integración y normalización que se reclama para lo gay” (Mira 97). Dado que el cine es uno de los productos culturales que más influencia ejerció en la consolidación de la cultura gay en Estados Unidos, no es de extrañar que Almodóvar incorpore sus rasgos en su obra, en especial en sus primeras películas. De ahí que el mismo A. Mira afirme que “Almodóvar es una de las figuras centrales que introducen la visión reconociblemente gay del underground americano en un contexto español y probablemente la única que consuma el paso mainstream” (102). Aunque el director se desliga pronto de esta etiqueta gay por lo que tiene de reduccionista y marginalizadora, es indudable que sus primeras películas mantienen estrechos vínculos con esta estética.

En una entrevista con Juan Sardá publicada en El Cultural (13-11-2008) y con la distancia que da la experiencia, Almodóvar habla sobre su modo personal de fundir la influencia del underground con lo puramente español y castizo, dando con ello un sesgo único a su versión de la cultura pop. A la pregunta de Sardá sobre el papel que ha tenido en su vida Estados Unidos responde:

Almodóvar en la prensa de Estados Unidos

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