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Negrolandia

Sonó el teléfono del despacho, lo busqué entre los tomos que había repartidos por mi mesa, descolgué y escuché al otro lado de la línea una voz preocupada y que se entrecortaba. En ese momento no lo sabía, pero pronto descubrí que esa llamada iba a marcar los próximos ocho años de mi vida.

Nada me había hecho sospechar que aquel lunes iba a ser distinto. Como cada comienzo de semana, me desperté a las siete para desayunar, vestirme y arreglar a mis hijos, de cuatro y siete años, a quienes debía dejar a las nueve en su colegio de Meliana. Después cogería el coche para irme directo a la Ciudad de la Justicia, lo que ya se había convertido en mi segundo hogar tras abandonar los juzgados de La Línea de la Concepción hace ya muchos años.

Llevaba meses encargándome de asuntos relacionados con delitos económicos en Valencia y me apasionaba la lucha contra la corrupción. Se rumoreaba que iban a sacar una plaza en este departamento y tenía que ser mía.

Tras recibir esa llamada matutina en mi despacho, di una tregua a otro escrito fiscal que llevaba entre manos. Apagué el flexo y subí.

Me dirigí al segundo piso por las escaleras de un edificio frío, cada vez más fantasmagórico. Miraba las caras de las personas que, esperando a las puertas de los juzgados, deseaban que el mal rato acabara pronto.

Llamé a la puerta de su despacho, asomé la cabeza y Ferráez, mi compañero, me asintió con la cabeza para que entrara. Estaba mirando unos papeles mientras apuraba su cigarrillo en aquellos dos metros cuadrados aislados del resto de colegas y con escasa ventilación.

Ferráez era un tipo nervioso y distraído. Llevaba ya a sus espaldas más de 20 años de profesión y, aunque no solía quejarse de su trabajo, recientemente había aterrizado en sus manos un caso que se le estaba atragantando. Muchos implicados, cuentas entremezcladas y camufladas, paraísos fiscales y políticos como protagonistas de esas historias.

—He subido tan pronto como he podido. Me has dejado preocupado —le dije a Ferráez.

Allí, por primera vez juntos, leímos atentamente, aunque también con reservas, dos denuncias que acababan de llegar, punto a punto, párrafo a párrafo. Aquello era una bomba de relojería.

Las denuncias, con fecha de octubre de 2010, venían firmadas por dos diputadas del Parlamento valenciano: del PSPV y Compromís.

—¿Qué te parece? —me preguntó Ferráez.

—Suena todo muy rocambolesco. No sé qué puede haber de cierto en toda esta historia.

—A mí también me había dado esa impresión, pero quería que lo viéramos juntos para tener una segunda opinión.

—¿Quieres que me encargue, Ferráez? Estoy finiquitando un asunto que llegará a juicio y, en breve, podría dedicarme de pleno a este caso.

—Te lo agradecería porque ahora mismo voy hasta arriba. Estoy deseando que me pongan a un compañero en Anticorrupción, cada vez hay más trabajo. Pensaba en ti…

—Sin problemas. Me quedo con el asunto y te voy informando de los avances. Respecto a la plaza, me lo había planteado y lo cierto es que me gustaría optar a ella. A ver qué pasa…

—Sabes que la última palabra la tienen en Madrid. Confío en que no se demoren demasiado.

—Ojalá. Sobre el caso, si te parece bien, citaré a las diputadas que han presentado las denuncias para hablar con ellas y recabar más documentación. Averiguaré qué hay de verdad en este asunto.

—Perfecto. Confío plenamente en ti. Gracias por tu colaboración.

Regresé a mi despacho con una sensación extraña. Leí varias veces aquellas denuncias e hice unas primeras búsquedas por internet sin encontrar nada relevante. Miré el reloj del ordenador y vi que se hacía tarde. Tenía que volver a casa.

Abrí la puerta y mi hijo pequeño vino a recibirme con un dibujo que había hecho en el colegio en el que aparecía reflejado junto a una especie de ordenador que llevaba a todas partes. Luego me asomé a la cocina y observé cómo mi otro hijo ayudaba a mi mujer a preparar la cena. Esa noche, lunes, tocaba mi plato favorito: tortilla de patatas.

Apuré el postre y le dije a mi esposa que tenía que encerrarme unas horas en el despacho porque nos había llegado a Fiscalía un asunto turbio que no me daba muy buena espina y sobre el que debía hacer algunas averiguaciones.

Mi mujer, profesora de un colegio de Valencia, asintió. La conocí hace ya muchos años. Me animó a estudiar la carrera de Derecho y, después, a prepararme las duras oposiciones para fiscal que en más de una ocasión me planteé abandonar.

Tras un par de años estudiando en los que prácticamente no hice otra cosa, logré aprobar y conseguí una plaza en Algeciras, un destino que no estaba entre mis favoritos, ya que suponía estar lejos de mi familia y abrirme hueco en un lugar conflictivo y del que no hablaban demasiado bien.

Sin embargo, María me convenció. Me animó a irme. No negaré que fue un periodo complicado. Desde el principio tuve que enfrentarme día a día a gente importante, poderosa, que no temía a nada ni a nadie. Tal vez gracias a esa experiencia descubrí que, en realidad, era eso lo que quería hacer.

Tantos casos en Algeciras forjaron mi carácter y me recordaron por qué había elegido ser fiscal. Tal vez esos años allí me hicieran más fuerte para poder afrontar los asuntos que, sin saberlo, me esperaban en un despacho de Valencia. También para aprender a olvidarme de lo que me rodeaba, de las presiones, de las críticas gratuitas y del mundo político, para tratar de llegar al fondo de los asuntos y velar por la justicia.

Esa noche, con la mirada cómplice de María, encendí mi portátil, ese que mi hijo había reflejado en una de sus hojas del cuaderno de dibujo, y seguí con la búsqueda que había iniciado horas atrás: «cooperación», «ayudas», «subvenciones», «Nicaragua»… Y así hasta que, pasada la media noche, mi mujer vino a rescatarme para llevarme a la cama.

—Es hora de descansar. Vente conmigo a dormir y mañana podrás seguir con eso —me dijo.

Apagué el ordenador y desconecté. Sabía que al día siguiente me esperaba una larga jornada de trabajo.

Dormí lo suficiente y regresé al despacho con energía para empezar con mis esquemas, hipótesis y deducciones sobre un presunto caso de corrupción que, por primera vez en mis quince años de profesión como fiscal, había despertado totalmente mi curiosidad. Pronto no me dejaría pensar en otra cosa.

Tal y como pacté con mi compañero, me puse en contacto con las denunciantes y les pedí que acudieran a mi despacho para escuchar de primera mano lo que habían referenciado en sus escritos.

Las cité el jueves y les pedí que me trajeran la documentación que habían podido conseguir para tener más elementos de valor con los que hacerme una opinión y adoptar un punto de vista sobre este asunto que, de ver la luz, era evidente que iba a provocar un gran escándalo social y político.

Transcurridos dos días, tal y como habíamos acordado, sobre las 10:00, se presentaron las dos diputadas en mi despacho de la Ciudad de la Justicia, cargadas con carpetas que contenían documentos sobre contratos y ayudas de la Conselleria de Solidaridad que podían ser fraudulentas. También me hicieron entrega de un pen drive.

Una de ellas me explicó que, hacía unas semanas, cuando llegó a su despacho de las Corts, se encontró encima de su mesa un sobre en cuyo interior se escondía el dispositivo electrónico. No había remitente ni ninguna otra pista así que lo conectó al ordenador y empezó a ver informes, algunos de ellos sin que parecieran tener mucho sentido.

No sabía lo que tenía entre sus manos hasta pasados unos días, cuando lo comentó con compañeros de partido y juntos comenzaron a observar multitud de irregularidades, fechas, conceptos y cantidades que no cuadraban.

Por este motivo, sin pensarlo, decidió elaborar una denuncia y trasladarla a la Fiscalía, para que pudiera estudiar si había algún tipo de delito en actuaciones ejecutadas por la Conselleria de Solidaridad y relacionadas con ayudas y proyectos de cooperación a países del tercer mundo. Una gran parte, a Nicaragua. Tras un estudio en profundidad, todo apuntaba a que algunas subvenciones públicas que tenían que haberse destinado a los más necesitados se habían repartido entre manos equivocadas.

Fue una charla amena en la que las diputadas me trasladaron el malestar por este asunto y me pidieron que llegara al fondo. También me dijeron que me remitirían cualquier otro tipo de documentación que les llegara y que me tendrían al corriente de lo que se enterasen. Les agradecí su predisposición y les solicité discreción con este caso en un momento en el que existía un gran miedo a denunciar por el poder y la influencia de la que alardeaban muchos políticos estrella. Este miedo, por suerte, no había conseguido acallar todas las voces. Aun así, era necesario establecer en la Administración algún tipo de mecanismo de defensa y ayuda para todos aquellos funcionarios que se decidían a denunciar posibles hechos punibles, en numerosas ocasiones contra sus superiores directos. Actualmente, están desamparados y algunos son despedidos o sometidos a mobbing por actuar de forma correcta.

Tras acompañarlas hasta la salida, volví a mi despacho y comencé a organizar los papeles por años, tipo de ayudas, fundaciones a las que se le habían adjudicado subvenciones, personas implicadas y un largo etcétera. Los post-it de colores me ayudaban a poner orden en ese pequeño caos, así como los rotuladores que me había regalado mi hijo pequeño para que, según me dijo, pudiera hacer muy bien mis deberes en el trabajo.

Una vez organizada por tomos y carpetas la información, decidí descargarme el pen drive en mi ordenador para empezar a estudiar la documentación. Me pasé horas sin moverme de la silla y no me hizo falta indagar demasiado para percatarme de que muchos datos y fechas que transcurrían por esos papeles no cuadraban.

A los días, cuando bajé a la cafetería a tomar un café, me sorprendí con la portada de un periódico regional que anunciaba con un gran titular las denuncias que me habían trasladado las diputadas de la cámara valenciana. Era sugerente e invitaba al lector a seguir la información en la página tres, en la que se describían, con minucioso detalle, posibles irregularidades cometidas en la Conselleria. Y entonces, me di cuenta de que aquello iba a ser complicado. Muy complicado.

Sabía cómo funcionaban los medios de comunicación y cuál era el trabajo de los políticos: además de descubrir y denunciar irregularidades, cuando lo hacían, en ocasiones se encargaban de comunicarlo a un periodista de confianza para dar a conocer a la sociedad un supuesto caso de corrupción en la administración pública. Algo que, por desgracia, se había convertido en una tónica habitual en los últimos meses.

Lo que no me podía esperar fue cuando, a la semana, la Conselleria decidió contraatacar y convocó una rueda de prensa para exponer a los periodistas su gestión. El encargado de transmitir el mensaje era el titular de dicho departamento, un político infranqueable que, según se rumoreaba, había hecho tambalear muchos cimientos.

Pude leer las reacciones de esta convocatoria en los periódicos que compré en el quiosco próximo a la Ciudad de la Justicia. Tras hacerse pública la investigación en su departamento, el conseller de Solidaridad y portavoz del PP en las Cortes Valencianas parece que había puesto a trabajar a su caballería en busca de documentos que mandó ordenar y fotocopiar para justificar su gestión y las ayudas otorgadas.

Los periodistas recogían en sus informaciones que el conseller había defendido su inocencia y la de su equipo, que negaba cualquier tipo de actuación irregular y, además, comentaron que este les había entregado un dosier con documentos ordenados por fechas y contratos en los que se intuía un buen funcionamiento de los fondos para cooperación. «Si hay alguna responsabilidad política, la asumiré; si la Fiscalía detecta algún nivel de responsabilidad e, independientemente de la cuestión judicial, tengo que dar explicaciones, lo haré», garantizaba el conseller, quien hablaba de «transparencia sin mácula» de su departamento.

Leí en un periódico que ese mismo cuadernillo lo iba a llevar a Fiscalía, así que esperaría con ansia a tenerlo para poder analizarlo. No me hacía una idea de lo que iba a poder encontrar ahí, pero tenía mucha curiosidad.

No pasó más de un día y ese cuadernillo llegó a mis manos. Se titulaba algo así como Documentos que justifican las ayudas concedidas por la Conselleria a diferentes ONG. Contemplaba un índice y algo más de medio centenar de páginas que aglutinaban varias convocatorias públicas de subvenciones, contratos firmados, prórrogas, así como una relación de facturas admitidas y rechazadas que fueron emitidas por una fundación hasta entonces desconocida para mí.

Hasta aquí nosotros teníamos constancia de este documento de la Conselleria, pero lo que me sorprendió fueron las numerosas facturas que aparecían después y estaban emitidas por parte de la fundación para justificar que sí se había empleado parte del dinero en la construcción de sistemas de potabilización en Nicaragua. Hablábamos de millones de euros. Y después, ese otro documento del subsecretario admitiéndolas y dándoles validez, pese a que no cuadraban fechas. Las facturas estaban desordenadas, manipuladas, así como el documento firmado por un cargo público en el que se había modificado una fecha para justificar que estas facturas se habían entregado tres meses antes de que ocurriera.

Mientras estudiaba los nuevos documentos, no daba crédito. No solo parecía que se había robado a los que menos tienen sino que, además, desde la Conselleria se estaba intentando encubrir esta actuación y dar una apariencia de legalidad a algo que era irregular. Al menos, eso me parecía. Tenía que ir más allá.

¿Pensaban de veras que no íbamos a analizar con detalle factura a factura, fecha a fecha y justificante a justificante para comprobar que todo era correcto? Esta actuación, sin que todavía lo supieran, les había complicado más su situación.

Estábamos en una fase delicada. No podía poner de manifiesto públicamente la falsedad de la documentación, pero mi trayectoria profesional me había enseñado que hay que tener mucha paciencia.

Era consciente de que hasta el momento no debía contar a mis compañeros el caso que llevábamos entre manos, al menos hasta que lo tuviéramos más atado. Así lo acordamos Ferráez y yo con la fiscal jefa, a la que informábamos de lo que íbamos descubriendo.

Esta actitud, este encierro entre las cuatro paredes de mi despacho, despertó la curiosidad de más de uno. También el hecho de que la jefa me eximiera de llevar otros procedimientos mientras nos centrábamos en la trama que investigábamos. Aquí, justo en este instante, comenzaron los recelos y las preguntas.

Uno de esos días del mes de enero, la jefa vino a hablar conmigo:

—Algunos de tus compañeros me preguntan por qué, de repente, has dejado de llevar otros asuntos y de hacer juicios, pero no les quiero dar por ahora ninguna información porque lo que estáis investigando es algo complejo que puede salpicar a gente importante y no sabemos de quién nos podemos fiar —me indicó.

—No te preocupes. Puedo seguir llevando otros temas mientras seguimos con este procedimiento. Volveré a hacer juicios. Había pensado pedir ayuda a la Policía para que me haga un informe sobre el caso y ver si podemos seguir hacia delante —le dije—. Por lo que he podido estudiar, hay muchos datos que no cuadran e inversiones que se me escapan…

—Muy bien, es buena idea. Infórmame cuando lo tengas, por favor.

Así lo hice. En cuanto salí del despacho, rebusqué en la agenda y localicé el contacto del director de la Policía con el que hablábamos para este tipo de asuntos. Concerté una cita con él para pedirle ayuda. No le di muchos datos por teléfono, ya que prefería que hablásemos cara a cara y con la mayor confidencialidad posible.

Era un hombre de estatura media, rudo y con ojos grandes camuflados bajo unas enormes gafas. Me recibió con un tono agradable en su despacho, decorado con medallas, diplomas y fotos familiares. Tras los saludos cordiales, me preguntó a qué se debía la visita.

En esa reunión le expliqué que necesitábamos apoyo policial porque teníamos algo gordo entre manos. No sabíamos entonces a quién podía salpicar ni de cuánto dinero perdido estábamos hablando, por eso requeríamos de agentes que investigaran unas ayudas que había dado la Conselleria a una fundación en el año 2008 para obras de agua en Nicaragua y que parecía que se habían volatilizado, que existieron sobre el papel pero que luego se volvieron invisibles.

Le expuse también que las investigaciones no se debían centrar solo en ese periodo de tiempo puesto que habíamos detectado que, supuestamente, se habían dado más ayudas hasta 2011 sin ningún tipo de control. No sabíamos dónde había ido a parar el dinero público ni habíamos podido cuantificar tampoco el número de responsables de ese desastre.

Me escuchó con atención durante algo más de media hora y se comprometió a darme una respuesta lo antes posible. Salí de aquel despacho con una sensación agridulce, puesto que, pese a que el director de la Policía mostraba pleno interés en todo aquello que le estaba contando, por otra parte, su mirada me trasladaba desconfianza y me producía cierta inquietud. Tampoco ayudaba mucho el hecho de que, de vez en cuando, respondiera a mis afirmaciones con una media sonrisa. ¿De qué se reía tanto? Lo que le estaba contando era muy serio.

Tras cruzar la puerta y verme de nuevo en la calle, camino al despacho, repasé con atención, punto a punto, nuestra conversación para ver si me había dejado alguna cuestión. Creo que había sido muy claro y conciso y que con un vistazo rápido el director de Policía podría hacerse una idea del desfalco que se había producido.

Le di números, fechas y nombres. Mientras lo observaba cómo miraba aquellas hojas de reojo, me percaté de que en ocasiones sus cejas se arqueaban con sorpresa. Por mi cabeza rondaba todavía la imagen de que lo único que quería era que me fuera de allí cuanto antes para poder analizar aquello y ver qué hacía. Por momentos, me había hecho sentir alguien inferior, un ser pequeño que había acudido en su ayuda para estudiar un asunto descabellado.

A la media hora llegué a la Ciudad de la Justicia. Fui directo al despacho y encendí el ordenador. La pantalla se puso en marcha y abrí varios documentos. Los miraba, pero no estaba leyendo. Mi cabeza estaba en otras cosas.

Cogí el teléfono y llamé a Ferráez para contarle la conversación y trasladarle mis percepciones. Me descolgó enseguida y escuchó atentamente. Me indicó que no me preocupara en exceso antes de tiempo.

—David, es cierto que estamos sometidos a muchas presiones y que, cuando decidimos meternos en casos que afectan a políticos o a gente influyente, son muchas las personas que intentan ponernos trabas. Pero no hay que ponerse la tirita antes de la herida, ¿no te parece?

—Lo sé. Soy muy consciente de lo que me comentas, de verdad, pero creo que de aquí no va a salir nada bueno.

—Paciencia y vamos a esperar a que nos devuelva la llamada. Ojalá estés equivocado. Por el bien de muchos.

—Sí, ojalá. Pero…

—Te repito: no nos queda otra más que esperar.

—Lo que me da miedo es que este tipo de cargos están muy vinculados con el partido que está en el poder. No sé hasta qué punto…

—Funcionamos así. Pero hay que tener confianza —me insistió.

Dejamos ahí la conversación. Decidí apagar el ordenador puesto que no acababa de concentrarme y me fui a dar un paseo para despejarme. No pensaba, solo caminaba. Acepté los consejos de mi compañero y di un voto de confianza a la persona con la que me acababa de reunir.

Me fui a casa, comí y descansé. Por la tarde, más tranquilo, me puse de nuevo a estudiar la causa. Seguía con mis esquemas y apuntándome detalles y fechas que no me cuadraban.

Pasaron un par de semanas hasta que finalmente pasó: el director de Policía me llamó y me gustaría decir que me sorprendieron sus palabras, pero lo cierto es que, sin saber muy bien por qué, yo me esperaba algo así. Era consciente de que se trataba de un tema delicado con el que iba a tener que saltar muchas zancadillas porque habría interesados en frenarlo a toda costa y en actuar desde la retaguardia.

Aquel personaje rechoncho y responsable de los mandos policiales me indicó que ellos no podían ocuparse de ese asunto y me remitió, en todo caso, a la Unidad de Policía Nacional con sede en Madrid.

En esa conversación, que no se prolongó durante más de dos o tres minutos, ni me ofreció explicaciones ni yo me aventuré a pedírselas, ya que intuía que ese camino no tenía salida incluso antes de buscarla. Tan solo le di las gracias por su colaboración, más por cordialidad y educación que por otra cosa.

Fue entonces cuando hice varias averiguaciones y me enteré de detalles que tal vez era mejor no saber. Me contaron que, poco antes del año 2000, llegó al cargo de director de Policía una persona muy vinculada a un partido político que revolucionó la forma de trabajo de los agentes. Cambió normas, protocolos y actuaciones. Estrechó lazos con cargos directivos y se ganó la confianza de muchos para que los asuntos pasaran por él y para que las cosas se hicieran tal y como a él le gustaban.

Estuvo en ese cargo hasta que se hizo un hueco en política, pero personas muy distintas me comentaron que su sombra todavía se proyectaba sobre la Dirección General de Policía. Me señalaron que nada se hacía sin que él lo supiera. Incluso a veces se le seguía pidiendo asesoramiento y consejo. Intuyo que, en este caso, su sucesor, mi interlocutor, también lo hizo.

El excargo policial había sabido moverse muy bien. No mostraba la cara, pero eran muchos los que sabían que no daban un paso en firme sin su visto bueno.

En internet, introduciendo su nombre, me aparecieron también algunas informaciones en las que se le acusaba de esa forma de actuar.

Pasado este mal trago, le comenté el asunto a mi jefe en Madrid y le pedí que me orientara para recurrir al cuerpo de policías especializado en delitos económicos, con el que no había trabajado hasta ese instante.

Me dio un par de teléfonos y me explicó cómo solían funcionar. Las circunstancias, entremezcladas tal vez con algo de azar, hicieron que contactara con dos inspectores que desde el principio se ofrecieron a ayudarnos en todo lo que necesitáramos. Eran capaces, inteligentes y tenían los medios que necesitábamos para llevar a cabo la investigación.

Se trataba del inspector Aquilino y de la inspectora Santenza, dos nombres que iban a ser para mí muy familiares durante los próximos meses. Al otro lado de la línea telefónica, él tenía una voz seria y aguda, dejando entrever una gran profesionalidad en sus actuaciones. La inspectora, por su parte, fue desde el primer momento muy directa y agradable, por lo que empatizamos casi al instante.

Tras exponerles el caso y ofrecerles un breve resumen de lo que tenía encima de la mesa, quedamos en concertar una reunión en Valencia, en mi despacho, para estudiar la denuncia y la documentación y poder así elaborar un informe provisional que determinase si de lo investigado se desprendía algún tipo de conducta irregular.

Subí al despacho de mi compañero, le puse al corriente de los nuevos avances del caso y le pedí que me acompañara al encuentro que había fijado con los inspectores de la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal la próxima semana. Aceptó sin pensárselo dos veces.

Llegó el día. Estaba nervioso por si me volvía a dar contra la pared. Mi experiencia con la policía valenciana había sido ya mala. Desconocía cómo actuaban los agentes en Madrid. Pero era hora de descubrirlo.

Sus rostros, actitudes y comportamientos no me decepcionaron: los inspectores eran tal y como me los había imaginado tras escucharlos por teléfono. Ese lunes nos reunimos los cuatro en uno de los despachos de la Fiscalía —descarté que fuera el mío para evitar miradas incómodas o sospechas de otros compañeros— y entregamos a los agentes la documentación que obraba en nuestro poder.

Antes de regresar a Madrid, solo con sus miradas y expresiones, ya sabíamos que se iban a involucrar de lleno en el asunto porque la curiosidad parecía que les invadía casi tanto como a nosotros al ver toda la información que manejábamos.

Por suerte para nosotros, habíamos encontrado a profesionales de cabeza a los pies con ganas de hacer las cosas bien.

Los cuatro coincidimos en una sola idea: estudiar y desenmascarar esa posible trama corrupta a la que los investigados habían apodado Negrolandia.

—Lamentablemente, en los tiempos que corren se están destapando muchos casos de corrupción y estamos desbordados —dijo el inspector—. Pero lo cierto es que nunca había visto algo así. A esto no estamos acostumbrados. De ser cierto, estaríamos hablando de personas con muy pocos escrúpulos. No obstante, no adelantemos acontecimientos. Os mantendremos informados —señaló.

—Muchas gracias por vuestra colaboración. Esperaremos sus informes, que serán claves para que podamos decidir si seguimos con el tema.

La investigación estaba en stand by hasta que recibiéramos la nueva información policial. Mientras tanto, pasaron algunas semanas en las que nos dedicamos a rescatar viejos casos atrasados que se seguían amontonando en la mesa del despacho. Esos días también aproveché para volver antes a casa y pasar tiempo con mis hijos.

«Hallan el cuerpo sin vida de una alta funcionaria de la Conselleria de Solidaridad en su casa de El Perelló». Este es el primer titular con el que me encontré ese jueves nada más despertarme. Me metí en internet para leer más información y los periodistas explicaban que agentes de Policía habían encontrado el cadáver de esta mujer, de unos 45 años, con una nota en la que se podía leer: «Ya no puedo más. Esto me sobrepasa. Hasta siempre, Fer».

Todo apuntaba a que la funcionaria, Arancha, se había suicidado. Una mujer con una trayectoria profesional intachable. Dedicada en cuerpo y alma a su trabajo y sin marido ni hijos. Llevaba más de 15 años en la Administración valenciana y había pasado por diferentes departamentos hasta que se instaló en Solidaridad.

Precisamente, la Conselleria de Solidaridad. Justo en este momento. Y con aquella nota de despedida… ¿Tenía algún tipo de relación con el caso que estaba estudiando? Un escalofrío recorrió mi cuerpo.

En el mes de diciembre, cuando se aproximaba la Navidad, por fin llegó a mi despacho ese esperado y denso informe de los inspectores. Las dudas parecían entonces despejarse porque lo que sospechábamos se había plasmado en un documento oficial. Allí se exponían irregularidades tanto en la concesión de las ayudas como en la ejecución de las mismas. Se dejaba entrever que, del más de millón y medio de euros que otorgó la Conselleria de Solidaridad para proyectos sociales en Nicaragua, tan solo llegaron unos 40 000 euros a su destino. Y, en otras tantas subvenciones, por otros cuatro millones de euros, se habían detectado graves deficiencias. ¿Dónde fue a parar el resto del dinero? ¿Quién se lo había quedado? ¿En qué se había invertido?

Según contemplaba el informe policial, la trama parecía haberse orquestado a través de un empresario con muy buenos contactos en las altas esferas que había intermediado con otros socios locales para conseguir las ayudas e intentar hinchar sus bolsillos con sus correspondientes comisiones, que tanto estaban de moda. Lo llamaban Míster X y parecía tener un socio que, en la sombra, le abría muchas puertas.

Pero… ¿por qué se había actuado de esta forma? ¿Quién decidió que esto fuera así? ¿Cómo se pactaron esas ayudas? ¿Cuánta gente había intervenido en este fraude? Miles de preguntas revoloteaban por mi cabeza y necesitaba encontrar respuestas. Así que, sin apurar el plazo que nos habíamos marcado —de un año— para investigar el proceso, dimos un paso al frente.

Por este motivo, mi compañero Ferráez y yo presentamos una denuncia ante el juzgado, respaldados por el informe elaborado por la Policía, para solicitar intervenciones telefónicas y seguimientos, puesto que era ya la única manera de avanzar.

La interpusimos, desgranamos las supuestas irregularidades y, al poco tiempo, nos informaron sobre el juzgado que debía decidir si admitía a trámite la denuncia. Recibí una llamada de una funcionaria que me indicaba que la responsable de ese órgano judicial quería reunirse con nosotros y con los dos inspectores de la Policía para hablar del asunto y puso como fecha el 1 de mayo, fiesta tanto en Valencia como en Madrid. No me importaba, la verdad. En mi cabeza solo tenía la idea de avanzar y de ver algo de luz al final del túnel.

La fecha estaba próxima. Todo iba bastante rápido. Los cuatro acudimos a esa cita en un día en que la Ciudad de la Justicia parecía, si cabe, más desierta y desolada de lo habitual.

La jueza, con la que ya había tenido trato en otros procedimientos, nos recibió cordialmente, nos sentamos alrededor de la mesa y, con los papeles encima, se mostró, de partida, reticente.

—¿Cómo? Perdona, creo que no lo he entendido bien… —le dije apenas sin pensar. Otro jarro de agua fría. Aquello estaba lleno de obstáculos…

Nos comentó que ella no veía nada consistente en lo que se había denunciado. A su entender, parecían meras sospechas y elucubraciones sin una base fundamentada. Con eso dudaba de que pudiera iniciar una investigación judicial.

Yo, personalmente, no daba crédito a lo que estaba escuchando, tal vez porque lo veía demasiado claro y no me esperaba esa respuesta. La jueza contaba con los expedientes, con el dinero que había llegado a Nicaragua, con un informe completo de la Policía en el que se plasmaban las ilegalidades y con nuestra denuncia. ¿Qué más necesitaba?, me pregunté.

Los problemas para continuar con nuestras indagaciones no se habían quedado únicamente en aquella respuesta incongruente de la Policía de Valencia, sino que ahora se extendían a la propia jueza sobre la que había recaído el asunto. Había algo que se nos escapaba… ¿Estaba yo perdiendo el norte?

Estuvimos horas sentados en aquella oficina, desgranando a la magistrada los argumentos por los que considerábamos que teníamos que llegar al fondo del asunto, porque había muchos aspectos que no cuadraban y porque estábamos convencidos de que había un fraude que no podía obviarse, sobre el que no se debía pasar página.

Tras escuchar nuestras alegaciones, y después de pensárselo durante unos días, nos volvió a llamar al despacho. Lo cierto es que asistí a aquel encuentro con pocas esperanzas. Subí a buscar a mi compañero y nos presentamos ante ella.

Tardó un rato en recibirnos, lo que ayudó a que pensara que aquello no iba a llegar a ningún sitio. Así que me relajé y decidí tomarme la decisión que fuera de la mejor manera posible, puesto que aquello ya no estaba en mis manos y poco más podía hacer.

Pasamos dentro, nos sentamos y, después de algunas advertencias, la jueza nos comunicó que había decidido abrir una investigación para ver qué más podíamos encontrar. Nos pidió más pruebas para seguir adelante y se las prometimos.

—No sé si acierto o no, pero me parece justo daros una oportunidad para ver a dónde nos conducen todas vuestras sospechas —nos señaló.

—Las sospechas no son solo nuestras —me atreví a contestarle.

—Bueno… Me parece que estáis montando un castillo donde solo hay arena. Pero no me cerraré en banda. Vamos a ver qué sale de esto.

Esta pequeña guerra dialéctica se iba complicando. Me di cuenta de que no podía entrar en su juego si quería que me dejara investigar a mis anchas. No me quedaba otra, al menos en ese momento, que agachar la cabeza, callarme y conseguir lo máximo posible sacando la mejor de mis sonrisas.

Tras un silencio algo incómodo, la jueza volvió a tomar la palabra. Con tono firme y muchas reservas, nos autorizó las intervenciones telefónicas que habíamos pedido sobre algunos de los presuntos cabecillas de la trama. En concreto, de la persona a la que llamaban Míster X; de su socio; de otro individuo, propietario de la fundación a la que se habían dado las subvenciones, el señor Quildo, y de otros dos miembros más de la Conselleria de Solidaridad responsables en la toma de decisiones y que habían mediado para que estas ayudas se concedieran tal y como les interesaba. Se trataba de Siro y Pelayo.

Con esta puerta abierta, la investigación avanzaría. Estábamos en una nueva fase que podía resultar algo ardua, pero que, por contra, también nos iba a permitir despejar aquellas dudas que rondaban por nuestras cabezas y pisar sobre suelo más seguro.

Los inspectores Aquilino y Santenza se comprometieron a enviar todas las semanas un extracto de las conversaciones más interesantes, así como a venir una vez al mes a Valencia con un atestado que englobara las intervenciones y con la integridad de las mismas grabadas en un soporte informático para que estuvieran tanto a disposición del juez como de nosotros.

Pese a estos formalismos, al ser extremadamente fluida la relación que entablé con estos dos inspectores —eran mi pilar fundamental—, en numerosas ocasiones me llamaban al móvil para avisarme de que habían escuchado alguna conversación sospechosa y que me podía interesar.

La verdad es que esto me facilitaba mucho el trabajo y me posibilitaba avanzar más rápido en el caso. Uno de esos días recibí una llamada del inspector en la que me avisaba de que su compañera se había puesto de parto —cuando la conocí estaba embarazada de cinco meses— y había dado a luz a un niño, Lucas. Iba a estar unos meses de baja, pero contaba con más refuerzos en el cuerpo.

Me alegré mucho de que todo hubiera salido bien y la llamé unos días más tarde para decírselo. La inspectora me comentó que estaba muy contenta y se comprometió a seguir con las investigaciones cuando estuviera recuperada. Le pedí que no tuviera prisa y que disfrutara de aquellos momentos.

—¡Enhorabuena! Me alegró muchísimo… —le comenté nada más descolgó el teléfono.

—Muchas gracias, David. Esto es lo más bonito que me ha pasado en la vida…

—Disfrútalo. Y tienes toda la razón…

—No duermo, no como y parezco una zombi… Pero no lo cambiaría por nada del mundo.

—Je, je, je, je. Te entiendo…

—¡Ah! Ya sé que van a ponerle refuerzos al inspector Aquilino en mi ausencia. No te preocupes que, en cuanto pueda, me reincorporaré y seguiré echándote una mano. Y mientras tanto, para lo que necesites, no dudes en contar conmigo.

—Te lo agradezco, de verdad. Pero tú ahora céntrate en tu pequeño y ya tendrás tiempo de volver a la guerra…

—Muchas gracias. Y lo dicho. Mi teléfono siempre está operativo para ti. Gracias por llamar, un beso.

—Un beso, cuídate.

Fueron pasando las semanas casi sin darnos cuenta. No parábamos de escuchar conversaciones, muchas de ellas banales; otras, no tanto. Llegados a ese punto, necesitábamos un plan.

Desde hacía algún tiempo teníamos la impresión de que los sospechosos seguían nuestros pasos, de que sabían todo aquello que íbamos examinando. Parecía que escuchaban nuestras conversaciones y que estudiaban nuestros archivos. Algo raro ocurría… Y lo percibíamos en las charlas intervenidas. Teníamos que encontrar alguna forma para averiguar qué estaba pasando y conseguir despistarles por completo. Ya no sé si esto tenía una base fundada o si, simplemente, se me estaba yendo la cabeza.

Mientras me sumergía en mis pensamientos, alguien llamó a mi puerta.

—¿Se puede? —me preguntó una voz que me resultaba familiar.

La reconocí enseguida y le pedí que pasara. Justo cuando acababa de sentarse y mientras sacaba su libreta para tomar nota de aquello que le pudiera contar, se me ocurrió una idea. ¿Por qué no?, pensé. Cuando esto acabe podré explicárselo y seguro que lo entenderá, me dije a mí mismo, tal vez para no tener remordimiento de conciencia.

Como intuí, la periodista me preguntó por los avances en las investigaciones de lo que la prensa había bautizado inicialmente como caso Cooperación. Ella sabía que no le podía contar mucho, puesto que era un tema delicado y sobre el que poco se podía publicar. Pero aproveché la ocasión para intentar despistar a los protagonistas de aquella rocambolesca historia.

—¿Todavía sigue esa investigación en Fiscalía o ya se ha judicializado? ¿O no me digas que se ha archivado? —me preguntó.

—Bueno, te diré que, tal y como nos permite la ley, hemos prorrogado la investigación seis meses más antes de decidir si lo archivamos o se lo mandamos a la juez.

—¿Eso es que está muy verde? ¿No hay delito?

—No puedo avanzarte mucho más, solo que vamos a seguir con el caso unos meses más y a ver qué pasa.

—Vale. Y eso lo puedo publicar, ¿verdad?

—Eh.... Bueno…

Acababa de mentirle y comencé a sentirme mal, pero en ella encontré la vía para averiguar si realmente había alguien espiándonos. No habíamos decidido prorrogar la investigación. No sé cómo había podido decírselo. Pero estaba desesperado. Necesitaba respuestas…

—Bueno... Pero sin más detalles —le contesté finalmente.

Tras concluir con este asunto, la periodista se quedó un rato más en el despacho. Berta era una joven agradable y trabajadora, aunque algo despistada, pero a mí me parecía graciosa.

La conocía desde hacía más de un año y la primera vez que se dirigió a mí fue para preguntarme por un tema que había investigado sobre una supuesta prevaricación en una construcción pública en la ciudad de Valencia.

En ese primer encuentro, en el que apenas intercambiamos palabras, me pareció una buena chica. En Fiscalía solemos tener un trato casi diario con periodistas de diferentes medios que se dedican a cubrir la sección de tribunales y, pese a que existe buena relación, intentamos mantener cierta distancia porque somos conscientes del papel que juega cada uno.

Con Berta siempre había sido bastante fácil. Ella hacía su trabajo, me preguntaba por lo que le interesaba y luego yo hacía el mío, que era contarle hasta donde podía. Ambos nos entendíamos. Si le decía que no podía avanzarle nada de un determinado caso, se callaba y no volvía a preguntarme por ello hasta que yo se lo volvía a nombrar.

Berta solía visitarme al menos una vez a la semana y, lo que en principio fue una relación totalmente profesional, comenzó a volverse algo más personal. Íbamos conociéndonos mejor y eso era algo que, por lo menos a mí, me generaba más tranquilidad, ya que el mundo de los medios de comunicación siempre me ha parecido algo resbaladizo.

Precisamente por esta buena relación que había entre nosotros, me sabía fatal lo que acababa de hacer minutos atrás. Tal vez me había equivocado, pero no había marcha atrás. Ahora solo podíamos esperar a que aquella argucia saliera bien.

Esa misma tarde pudimos leer Ferráez y yo en algunos medios de comunicación digitales lo que le había contado a la periodista. «Fiscalía prolonga seis meses más la investigación sobre el caso Cooperación», decían los titulares. También se hizo eco de esta información la radio y, al día siguiente, los medios escritos.

Ahora tendría que ver si aquella mentira daba sus frutos y nos permitía despistar a los que estaban bajo sospecha. El objetivo era que se tuviera la percepción de que no veíamos muy claro la comisión de algún tipo de delito y que, por tanto, habíamos prolongado la investigación, pese a que la misma ya estaba muy avanzada y, de hecho, hacía ya algún tiempo que se había judicializado.

Y parece que dio resultado.

—David, acabamos de interceptar una comunicación extraña que nos ha descolocado. Míster X ha llamado a Quildo para comunicarle que ha leído en la prensa que Fiscalía ha tenido que prorrogar las pesquisas porque al parecer no termina de ver el delito. Ha dicho que es una buena noticia y que parece que vais bastante perdidos. ¿Qué significa esto? —me preguntó el inspector Aquilino.

—Significa que nuestro plan ha salido bien —le respondí.

Le expliqué que, si pensaban de esa forma, se iban a relajar un poco más y podrían cometer más errores que nos llevarían a averiguar la verdad. No sabían que les estábamos escuchando, que les estábamos siguiendo, con lo que íbamos un paso por delante. O al menos eso pensaba yo.

Desmontando a un corrupto

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