Читать книгу El descabellado oficio de ser mujer - Cristina Wargon - Страница 10
Оглавление3.¿Con quién se casará la nena?
Cuando la acunaba de recién nacida, al imaginar el destino de esa bochita peluda y dormilona, pensaba: “Se va a casar y va a ser tan feliz como mi mamá fue con mi papá y seguramente como voy a ser yo.” Reconozco que mis sueños tenían algo de yuyo mezclado con rumiante, pero a los dieciocho años esta madre no era mucho más viva que una vaca. El destino habría de poner algunas cosas en su sitio; estaba escrito que yo no iba a ser “tan” feliz, pero también que esa obsesión –”con quién se casará la nena”– se convertiría en una neurastenia sin atenuantes.
Me parece recordar que, como toda niñita normal, mi hija comenzó a enamorarse desde los seis años. Del vecinito de enfrente, del hijo del quiosquero y de todos y cada uno de sus compañeritos de grado. Con la sana ingenuidad de los ignaros me limitaba a sonreír frente a estos amores (casi imposibles), confiada en la pureza que caracteriza a la infancia (ya lo dije: era una vaca). Sin embargo, llegó el momento en que la criatura comenzó a estirarse en algunos sitios clave e inevitablemente surgió un tema urticante: la maldita virginidad.
Interrogada sobre la cuestión, enarbolé el verso de las madres progresistas que por aquel entonces era uno de los más tramposos que se pueden imaginar. Resumámoslo así: “En verdad, el acto sexual es un acto de amor y cuando llegue el GRAN AMOR, todo lo demás no tendrá importancia.” Clarito, ¿no? Clarito como las nieblas del Riachuelo. Porque ¿cómo hace una confusa adolescente para distinguir cuál es el GRAN AMOR que le permitirá todo? ¿Es más grande o más chico que el amor por su compañerito de banco? ¿Tiene un color, un sabor, un aroma distinto de aquel que inspira el hijo del quiosquero?
En ese instante, una madre “progresista” (puaj) se refugia en las tinieblas de lo irracional. No hay descripción precisa para ese amor pero “una reconoce cuando llega”. Algo así como si el mismo Dios en persona se descolgara de su nube para señalar con su dedo en llamas al elegido. En el fondo del corazón una bien sabe que Dios jamás se pone en esos trámites, y confía, por ende, que antes de que llegue Dios aparezca el mozo con el anillito para el dedito y una tranquilizadora propuesta de matrimonio. El “candi”, bah…
Lamentablemente, antes de la aparición de tan preciado personaje arriban a la historia otros mozos que ¡minga de anillito, boda ni ocho cuartos! Lo que ese cretino quiere es propasarse con la criatura, como si no tuviera madre. Como si la madre fuera una idiota. Como que te voy a romper el alma ¡desgraciado!
El primero que se exilió
La nena tenía trece años y aunque había leudado por todas partes de un modo azas imponente, “tenía trece años” y era una “nena”. Vivíamos por aquel entonces en un departamento viejísimo; y exactamente en el de al lado, se amontonaban quichicientos estudiantes más crónicos que la bronquitis. Debe enmarcarse la historia en un estado posdivorcio, que es apenas mejor que el pre divorcio, siendo ambos una total calamidad. Así fue como cierta tarde, cuando me estaba bañando ¡la “nena” me anunció que por fin el GRAN AMOR había llegado!
Del sobresalto me tragué el jabón y entré a echar espuma por las orejas. Conté hasta diez millones y luego de escupir burbujas interrogué con voz estrangulada quién era el elegido. Ya lo pueden ir adivinando… ¡era uno de los estudiantes crónicos! ¡Veintitrés años el guacho, y la nena tenía trece! Mordí frenéticamente la esponja y me hice unos buches de champú. Sin embargo, aun siendo tan burra como era por aquel entonces, ya sabía que una oposición frontal sólo precipitaría las cosas. Qué harían Napoleón Bonaparte, Lucrecia Borgia, Poldy Bird, en situación tan ¿comprometida? Tomé mi decisión: con la cara chorreando agua e hipocresía felicité a la enamorada y en cuanto esta desapareció hacia el colegio golpeé la puerta vecina con ferocidad. Pregunté por el mozo, que se apersonó con cara de pánico y lo conminé a bajar a un café para hablar “de ciertas cosas”. Me abochorna reconocer que, a la distancia, el diálogo (en verdad monólogo, ya que el infrascripto se limitaba a palidecer) fue una mezcla de telenovela con Hitler. Las lecturas de Simone de Beauvoir brillaron por su ausencia.
Comencé por explicarle que yo era esencialmente una madre tolerante, que no se me escapaba el episodio de Romeo y Julieta y podía por lo tanto comprender que una niña se enamorara locamente de un niño. (¿Que niño? ¡Grandote hijo de su madre!). En síntesis: si se trataba de “AMOR”, bajo ciertas condiciones de horario y protocolo me iba a mostrar juiciosa. Pero si no se trataba de “AMOR” sino de una estratagema para conducirla a esa guarida infecta… Allí vino un largo detalle de lo que podría ocurrirle, comenzando por el código penal y culminando, algo más directamente, con las cinco puñaladas que le propinaría con mis propias manos “porque aunque no tenga padre, usted no sabe con quién se está metiendo”. Pareció que si el joven no lo sabía al menos lo sospechaba. Solo atinó a decir “sí, señora” con voz temblequeante y corrió a hacer sus valijas.
Sospecho que se fue a Uganda, porque nunca más se lo vio. Amén.
El pelo pero no las mañas
Otro novio que ha quedado grabado en mi memoria fue Antoine. Dicho mozo con nombre tan particularmente distinguido comenzó a instalarse en la sobremesa de casa porque “mami, me gusta, es divino, todavía no sé si le intereso, me parece que sí…”.
La niña ya tenía quince años y mi paranoia había aflojado un poco (un poquito, bah). Como los adolescentes tienen un particular desdén por los apellidos, todo lo que sabía del sujeto era su nombre, y que los encuentros se realizaban al azar en los festivales de rock. Pero yo no lo conocía. Gasté verdaderas fortunas en entradas, ya que esa manera casual era el único modo que ella tenía de verlo: el mozo se mostraba renuente. Poco antes de quedar yo en la ruina total, Antoine se dio por aludido y entre Litto Nebbia va y Baglietto viene se anudó el romance.
Para ese entonces ya me había vuelto a casar, y el “papastro” se mostraba tolerante, racional, comprensivo, y cualquier otro adjetivo que quieran agregarle a un hombre inteligente que opina sobre la vida amorosa de una joven (que no es “su” hija, por supuesto). Años después, Corina, “su nena”, me chusmeó la clase de troglodita que había sido con ella. Con lo cual su prestigio quedó hecho trizas. Pero esa es otra historia.
La cosa es que en medio de la expectativa familiar, el GRAN AMOR apareció por casa.
Cuando abrí la puerta no lo podía creer. Mi hija lo ostentaba con el orgullo de Tarzán después de haber cazado cinco rinocerontes, pero juro que ni cinco rinocerontes juntos me hubiesen causado tal impresión. Les ruego que recuerden que esta historia se desarrollaba bajo la dictadura, cuando aquel que no se parecía a todos era sumamente sospechoso y Antoine, ¡por las vinchas de los Rolling Stones!, se parecía a una pesadilla de LSD.
¿Qué clase de individuo había que ser para arriesgar la vida con esa provocación a las fuerzas del orden? Sin duda un drogadicto… Marihuana, heroína, achís, pomada para los zapatos, pizza a la piedra… Las visiones más horribles se me cruzaron por la cabeza. En síntesis, antes de que el pobre pudiera decir “buenos días” ya lo tenía sentado en el living propinándole un sermón del cual me avergüenzo, al punto de omitir los argumentos.
No era por su atuendo imperturbablemente hippie, ni por los collares, camisolas y pulseras, lo impactante era su pelo. Nunca en mi vida había visto una melena como esa. No un pelo hasta los hombros, ni siquiera hasta la espalda, era un matorral igualito al de María Félix, que le caía hasta la cintura.
Con el correr del tiempo descubrí que el temible drogadicto ni siquiera fumaba, que era vegetariano, pacifista y trabajador. ¡Más bueno que el pan francés, el pobre Antoine! Y a los pocos meses hasta se cortó el pelo. En ese mismo instante mi hija lo dejó de amar. Misterios que solo Dalila puede explicar, pero según mi interpretación didáctica y edificante fue porque no se trataba del “GRAN AMOR”, tema que, como se comprenderá, aun es materia de debate en la familia.
Resumiendo: mi hija (no me explico por qué), optó por no presentarme ningún novio más. Sólo le he suplicado que en su momento me invite por lo menos al casorio, pero ella dice que lo está pensando. (¡Rencorosa!).