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2.Los recuerdos de los chicos que guardan las madres

Cuando alguien termine por develar qué somos las mujeres, descubrirá que parte de nosotras responde a una “ciruja romanticona”. Somos una suerte de basureras calificadas, obsesivas acumuladoras de boletos del año de ñaupa y de manojos de pelos. Todo, en nombre de esa vaga melancolía que una acrecienta para el futuro, y que suele llamarse “recuerdo”.

Como la cuestión es innata, comenzamos la carrera de “junta-recuerdos” desde la edad más precoz. En alguna caja de zapatos que sobrevive a mudanzas y olvidos, se amontonan la primera cartita de amor, donde el gordito de la segunda fila nos escribió “me gustás”, y una florcita seca.

Poco importa que ya no recordemos el nombre del gordito, ni mucho menos qué significaba la flor.

Así, año tras año, se acumulan los recuerdos de “esa tarde, seguro inolvidable y ya olvidada”; hasta que un día nos casamos y en nombre de una equívoca fidelidad quemamos todo y comenzamos otra etapa.

Esta etapa generalmente se llama: “niños”.

Vení, que te recuerdo

Las mamás de hoy guardan ecografías de sus bebés cual si fueran fotografías. Las madres antiguas nos teníamos que remitir a cosas concretas: primero, el moisés (cosido por nuestras propias manos o las de alguna tía hacendosa) del que jurábamos que jamás nos desprenderíamos. De más está decir que en cuanto la criaturita pasaba del moisés a la cuna, ese artefacto comenzaba a hinchar por toda la casa, hasta que alguna cuñada nos lo pedía prestado y se perdía para siempre en una larga cadena de natalicios.

Sin embargo, aún nos quedaban preciosos objetos para alimentar nuestros recuerdos. De puro chanchas, coleccionábamos, por ejemplo:

•El cordón umbilical, disecado entre gasitas.

•Los primeros escarpines.

•El diente de leche.

•Mechones de pelo del recién nacido.

•La estampita de bautismo (en caso de ateísmo crónico, alguna carta que recibimos celebrando el acontecimiento).

•El babero bordado.

•El primer zapatito.

•El primer chupete.

•El osito de felpa y (tiemble de asco quien jamás fue madre)… ¡hasta recortes de uñas!

El cuaderno de tapas azules

De idéntico modo, cuando las criaturas entran en la escuela una se dedica a guardar cuadernos. Yo volví a revisarlos el día en que un hecho me despabiló. ¡Mi nene había crecido!

Encontré la huella de su mano en los azulejos del baño: como todos los hombres, ¡se apoyaba en la pared para hacer pis! (misterio que no puedo develar. ¿Por qué se apoyan, ¿qué es lo que se les cae?).

¿Acaso se les desequilibra el cerebelo?)

El hecho es que ahora sí los cuadernos ya eran un recuerdo.

La cuestión tendría cierta lógica si al abrirlos una rememorara cuan divinos estudiantes eran.

Sin embargo, cada vez que los miro me da la misma rabieta de antaño. El forro fue colocado con mis propias manos, junto con el rótulo escrito en cursiva… De allí en más ¡el desastre!

Más que un cuaderno escolar, pareciera el diario íntimo de una maestra iracunda y fatalmente enemistada con la educación en general y con esa pobre criaturita en particular. Veamos:

Primera hoja: seis palotes medio chuecos y abajo un fulminante letrero en tinta roja: “El niño no atendió en clase”.

Segunda hoja: una fila de “aaaaa” (no del todo redonditas) y otro cartel en tinta verde bilis:

“El niño no trajo los lápices de colores y molestó toda la clase”.

Tercera hoja: “Hoy es miércoles” y vuelta el cartel que parece largar espumarajos: “Señora Mamá, debe concurrir mañana sin falta a la escuela, por la conducta de su hijo”.

Cuarta hoja: “Hoy es jueves” y a continuación la letra de la mamá (que venía a ser yo):

“Señorita Maestra, me es imposible concurrir a esa hora porque trabajo”.

Luego, el cuaderno se parece a un diario de batalla, rebosante de partes de guerra. La maestra luchaba al mismo tiempo con el educando y conmigo, mientras el educando, al parecer, peleaba con todo el mundo.

Ya hacia el final del año escolar, la cuestión se vuelve personal y hasta ofensiva:

El alumno no trajo: Lápiz / Lapicera / Goma de borrar / Escuadra / Compás / El delantal en orden / La más mínima gana de estudiar / Ni un mísero deber.

El alumno vino con: El delantal hecho trizas /Los zapatos mugrientos /El pelo sucio (¡Pero qué se habrá creído la muy guacha!).

A la inversa, el educando abundaba en útiles que la docente evaluaba como superfluos: una honda con sus proyectiles (acompañada de una puntería infernal), tres chicles bien masticados cuyo uso queda librado a la imaginación, una hojita de afeitar, una navaja (la desgraciada no ponía que era una navajita chiquitita así), tizas en abundancia, cerbatanas de papel y una bolsita con bolitas de paraíso.

Hacia noviembre, el cuaderno pierde todo vestigio docente y se transforma en una vendetta personal entre la Señorita Maestra y la Señora Madre. Solo un milagro puede explicar cómo la bestia pasó de grado, y sólo mi propio reblandecimiento el por qué guardé hasta hoy ese infame documento.

La nena descubre nuestros “recuerdos”

Sobre todas las iniciales euforias maternas que describo, comienza a correr el tiempo. Pero además, y apocalípticamente, los niños siguen creciendo.

Es atribuible a ese paso de los años, el lamentable hecho de que el cordón umbilical de mi primogénita finalmente fuera comido por el Michif, un gato matrero y hambreado.

El osito de felpa cayó bajo las garras del Thor, perro juguetón y aspaventoso, que luchó con él como si fuera el león de la Metro y lo dejó hecho un plumerío de estopa regado por todo el jardín. ¡Amén!

El mechón de pelo y el dientecito corrieron la misma suerte; pero esta vez en manos de su propia dueña, quien revisando una vez mi placard los encontró en la cajita donde primorosamente yo los tenía guardados. Al grito de “¡Qué asco!”, los tiró a la basura.

Fue inútil tratar de convencerla de que esos mechones eran de su propia cabellera de recién nacida, y ese dientito, de su propia boquita de fresa. Se envolvió el mechón de pelo en el dedo gordo y farfulló: “Con este pelo debo haber parecido Lindor Covas”. ¿Por qué son tan crueles? –digo yo–. ¿Por qué recordarme que, efectivamente, era igualita a Lindor Covas?

Las fotos

Juntamente con ese amontonamiento de fósiles, una se va emperrando en las fotografías.

Presentimos que, con el correr del tiempo, ellas serán un testimonio inocultable de tanta dicha. Así es como los tíos, los amigos, los fotógrafos ambulantes, y hasta una misma con una máquina y oficio más que improvisados, retratamos a lo largo de los años “nuestras horas felices”.

Sin embargo, cuando hoy saco la caja de fotos, todo parece ser peor de lo que registra mi recuerdo. Los cumpleaños que relucen coloridos en mi memoria, han quedado plasmados en imágenes de niños chorreados de chocolate, que miran a la cámara como ahorcados y con tanta espontaneidad como un arenque disecado.

Las fotos de cuando eran pequeñitos no son para nada las de esos esplendidos bebés “Johnson”. En realidad, y bien mirados, más se asemejan a un testimonio tercermundista:

Flacuchentos, morochitos, y siempre a punto de largar el llanto. Indefectiblemente todas están fuera de foco y siempre hay un personaje cortado por la mitad.

Y, en verdad, “nada es como el recuerdo”. Y es inútil –comprueba una, al final– tirar esas pequeñas anclas en el tiempo, tratar de capturar lo que, en el instante mismo que sucede, ya se ha ido. Según pasan los años, nada es mejor que la memoria pura; y esos apuntes que con tanta inocencia y entusiasmo intentamos retener en los objetos que guardamos, se nos vuelven en contra como espejos deformantes.

Nuestros hijos, nuestra historia, nuestra vida entera, se crea y se recrea en el mágico espacio del sin tiempo, sin otra guía que el azar de lo que necesitamos. En realidad, todas las parafernalias que juntamos no son “aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas”.

Si no estuvieran las fotos, si algún día me decidiera a tirar ese maldito cuaderno azul, podría ufanarme tan campante, jurando que mi hija “de chiquita era rubia”, y que mi hijo “siempre fue el mejor del grado”.

Después de todo, así es como los recuerdo y, por ende, eso es lo que vale.

El descabellado oficio de ser mujer

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