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LOS VIAJEROS CAPÍTULO I

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David y Mauricio, dos jóvenes y apuestos caballeros, se conocieron cuando entraron a estudiar en el Colegio de Bachilleres Número Tres. Mauricio era un chico alto, delgado, cabello cenizo y ojos azul turquesa; mientras que David era de estatura baja, complexión media, cabello negro y ojos color miel quemada.

Desde el primer día de clases ambos coincidieron en el tumulto de estudiantes que se agolpaban para ingresar al plantel, cada uno absorto en sus pensamientos y en la ansiedad que siempre provocaban las nuevas experiencias y la gente por conocer. Apenas intercambiaron una mirada mientras recorrían el pasillo que conducía a los distintos salones, y por donde se fueron repartiendo los estudiantes, hasta sólo quedar un grupo de aproximadamente veinte jóvenes destinados al último salón, ubicado al final del mismo.

Su primera clase fue Historia Universal, y cuando el maestro preguntó a cada alumno cuáles eran sus mayores aficiones y pasatiempos, ambos coincidieron por un lado, en la Ciencia, y por el otro, en la historia de México. Gracias a sus aficiones, no tardaron mucho en entablar una amistad, que cultivaban sobre todo en sus tardes libres y en los fines de semana, realizando largos paseos por toda la ciudad de México, en los que no dejaban pasar la oportunidad de captar en fotografías y videos todo aquello que les parecía digno de formar parte de su acervo cultural.

A David le fascinaba observar y analizar cada lugar, los objetos, los aparatos eléctricos, preguntarse el porqué del funcionamiento de cada cosa, cuál era su composición interna y cómo era posible la existencia y función de todo aquello que llamaba su atención y se encontraba a su alrededor. Mauricio, por su parte, gozaba haciéndose preguntas sobre cosas del pasado, como por ejemplo, desde cuándo existía el Hotel Majestic del zócalo capitalino, cuántas personas se habían hospedado ahí, sus costumbres, vestimentas, incluso hasta sus voces; siempre que se detenía a contemplar algún edificio, calle, o monumento era casi una obligación dibujar en su imaginación cómo había sido todo aquello en épocas pretéritas.

Conservaron la costumbre de ir cada fin de semana a un centro cultural. La primera visita la hicieron a Universum, Museo de las Ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México; la siguiente, al Museo Nacional de Antropología e Historia, y así sucesivamente, hasta visitar todos aquellos lugares de prestigio que, sin embargo, apenas satisfacían su enorme sed de conocimientos.

Concluían cada uno de sus paseos intercambiando las fotografías tomadas, comiendo algún antojo, y tomando una cerveza en cualquiera de los innumerables bares que hay en la gran Ciudad de México mientras platicaban, intercambiaban impresiones, y hasta debatían en torno a lo que habían visto.

De esa forma transcurrieron los tres años de su bachillerato, con una amistad que fue creciendo en complicidad y hermandad. Les dolió tener que separarse cuando cada uno ingresó a su respectiva carrera, pues a pesar de compartir pasiones similares, era evidente que cada quien tenía otros intereses más arraigados, por lo que Mauricio ingresó a la Facultad de Humanidades para estudiar Historia, y David, por su parte, se dispuso a comenzar la carrera de Ciencias de la Tecnología. Eran conscientes de que ya no sería posible verse con la misma frecuencia. Sin embargo, prometieron reunirse cada viernes de manera alternativa, una vez en casa de David y la siguiente en casa de Mauricio.

Los primeros tres semestres de sus estudios universitarios transcurrieron sin muchas novedades, cada uno concentrado en su área de conocimiento y haciendo nuevos amigos; sin embargo, cuando Mauricio iba a casa de David solían pasar tiempo en “el cuarto de los experimentos”, una estancia que así habían bautizado, ubicada al fondo de la planta baja de la casa, antes utilizada para almacenar viejos utensilios casi inservibles, y ahora guarida favorita de David para pasar las horas absorto en lecturas, proyectos y toda clase de experimentos. Las andanzas en ese improvisado taller habían comenzado con la reparación del viejo televisor analógico, que su madre recientemente había sustituido por una pantalla plana de treinta y dos pulgadas, y a esas alturas era ya costumbre que cada visita de Mauricio se desenvolviera en ese espacio, tan a tono con la curiosidad compartida y la despierta inteligencia de ambos.

Transcurridos cinco meses de una rutina sin muchas variaciones, uno de los viernes que tocaba visitar la casa de David, sorpresivamente éste anunció que esa tarde no la pasarían en el cuarto de los experimentos, so pretexto de que todo se encontraba en completo desorden. En su lugar, David propuso ir a dar un paseo por la Zona Rosa —hacía mucho tiempo que no iban por allá—, propuesta a la que Mauricio accedió sin hacer más preguntas, ni maliciar nada fuera de lo normal en el plan de su camarada, que en casi nada se diferenciaba de lo que hicieron el siguiente viernes cuando tocó reunión en casa del propio Mauricio: pasar buena parte de la tarde en plan de videojuegos, después de haber comido unos deliciosos sopes preparados por la madre del anfitrión, para luego ir a la Cineteca Nacional, dejarse llevar por la indecisión sobre cuál película ver, indecisión resuelta y ganada por David con el volado de una moneda, y entrar por fin a ver “Irreversible”.

— ¡Qué película tan cruda! —comentó Mauricio al término de la misma.

—Definitivamente que sí —contestó a su vez David.

Al salir decidieron ir a cenar tacos al pastor cerca del metro Coyoacán y se despidieron chocando los puños, tal y como lo habían hecho desde el primer día, cuando se conocieron.

Lo cierto es que a la siguiente semana, David anunciaría que a partir de ese viernes ya no podían entrar más al cuarto de los experimentos, porque su mamá había decidido que esa sería su oficina y ahí guardaría documentos confidenciales de su trabajo, a los que nadie más podía acceder. “Desde hoy me cae mal la señora Carmen”, fue lo primero que Mauricio pensó para sus adentros.

A pesar de ello conocía bastante bien a su amigo como para saber que algo le estaba ocultando y aquella explicación no era del todo cierta. Aun así fue cauteloso y decidió no indagar más allá de lo dicho.

Las visitas continuaron, pero no se necesitaba gran perspicacia para darse cuenta de que ya no era lo mismo, la conducta de David había cambiado considerablemente. Se había vuelto más hermético y en su cara ahora se reflejaba una especie de ansiedad, aunada al nerviosismo que mostraba mientras platicaba de cualquier cosa con su amigo. Éste tampoco se podía concentrar del todo, pues era tal el cambio de David que su mirada y curiosidad se iban tras la puerta café oscuro que ahora permanecía cerrada, lo que acrecentaba aún más su intriga en torno a tanto misterio y hermetismo.

Tan evidente era el cambio de David que las llamadas, los mensajes de texto, los paseos, las sesiones de intercambio de nuevos conocimientos y también las de ocio eran cada vez menos frecuentes, incluso las visitas semanales se tornaron visitas de una vez por mes de forma alternada; y cuando eran en casa de David, éste sólo se la pasaba mirando la hora, apenas ponía atención y casi no respondía a las preguntas de su interlocutor.

Un viernes en la noche, ambos se encontraban tomando whisky en las rocas mientras intercambiaban algunas anécdotas de sus tiempos de bachillerato. En eso estaban cuando fueron interrumpidos por el sonido repentino del móvil de David, quien luego de responder dijo a Mauricio que debía salir por diez minutos, pero que no se marchara. Al parecer, su breve ausencia tenía que ver con hacerle un favor a su vecina de al lado, quien tenía complicaciones con su computadora.

Mauricio se quedó sentado en aquel sofá negro de piel que tanto le gustaba. Al mirar casi instintivamente hacia la mesa de centro descubrió que David había dejado ahí sus llaves. Intentó con todas sus fuerzas no pensar en ello y enfocar su mente en otras cosas, pero le fue prácticamente imposible resistir la tentación: tomó el llavero, sabiendo perfectamente cuál era la llave del cuarto de los experimentos. Rápidamente dejó su vaso de whisky sobre la mesa y hacia allá se fue.

La mano le temblaba al abrir esa puerta que durante varios meses había estado prohibida. Ahora estaba a sólo unos segundos de volver a entrar y descubrir el misterio que por meses había envuelto a su mejor amigo.

Su sorpresa fue mayúscula al constatar que lo que ahí se encontraba estaba muy lejos de ser una oficina. Todo estaba igual, incluyendo los enseres que tan bien conocía, como el viejo teléfono de la abuela, y el televisor que David había reparado en tanto él se ocupaba de investigar toda su historia. Pero lo que realmente llamó su atención se encontraba unos metros más al fondo. Se trataba de un objeto gigante cubierto con una manta azul marino. Caminó sigilosamente hacia allá, sintiendo cómo un escalofrío recorría toda su espalda. Preso de una fuerte excitación lo descubrió y pudo ver algo parecido a una cabina telefónica inglesa, con sus cuatro lados de cristal templado. Dentro, en el lado inferior derecho, habían dos botones, uno rojo, y otro azul, además de una palanca negra, muy parecida a la de los vehículos. Pudo también percatarse de que en el artefacto apenas cabría una sola persona.

En la mesa de madera que se encontraba al lado del artefacto había un montón de hojas apiladas cuyo título era “Manual para el uso de la Máquina del Tiempo”. Apenas pudo ahogar una exclamación de asombro. Afortunadamente, el estupor le duró muy poco, ya que a lo lejos se escuchó la voz de David despidiéndose de su vecina.

Cubrió nuevamente la máquina a la velocidad de un rayo y salió corriendo, sin olvidarse de cerrar correctamente el cuarto de los experimentos.

Preso de una adrenalina que hasta el momento le era desconocida, caminó por el pasillo justamente cuando su camarada entraba en la sala y únicamente alcanzó a decir que había usado el cuarto de baño. Para parecer normal pidió otro vaso de whisky, y al dar la vuelta David para servirlo, se secó el sudor de la frente y cuidadosamente colocó las llaves justo donde su amigo las había dejado antes de salir.

Esa noche se despidieron, y cuando Mauricio llegó a su casa, su madre le ofreció de cenar, pero le fue imposible probar bocado alguno. Cuando se acostó no podía dormir, debido a la mezcla de sorpresa, pánico, pero sobre todo la inmensa curiosidad por descubrir si en realidad esa máquina funcionaba o sólo era el fruto del ingenio y las horas de ocio de su amigo.

Si funcionaba quería comprobarlo por sí mismo, ahora más que nunca comprendía las evasivas, las prolongadas ausencias, las llamadas no respondidas, las habilidades tecnológicas tan grandes que últimamente David había desarrollado y no parecían ser de esta época. También entendió por qué ya todo lo moderno de la actualidad a su “compa” le parecía tan obsoleto. Sintió una punzada de dolor en el pecho al comprender que su amigo no le había tenido la suficiente confianza como para compartir su proyecto con él, ni mucho menos pedirle que trabajara a su lado.

Por lo tanto, tenía que hallar la forma de apoderarse de la llave del cuarto de los experimentos, aunque no sabía cuándo ni cómo lo iba a hacer.

Cuando al fin logró conciliar el sueño esa noche, se durmió con esa decisión acuñada en su mente: armar un plan perfecto para apoderarse de esas llaves. ¡Lo lograría sin importar lo que le costara!

La bella década

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