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PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN*

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Corregir también es crear. Hice esta nueva versión no porque me estoy recriminando errores o por estar bajo efectos del arrepentimiento, sino porque quería mejorar algo que fue hecho sin la pausa que se merecía la particular atmósfera de donde surgieron los poemas que componen este libro. No cambié el ritmo ni atenté contra su espíritu enrejado, solo me di un tiempo reflexivo más, que allá adentro no tenía ni por accidente. En la cárcel no hay vacío, todo lo llena la ansiedad. El estereotipo dicta: «hay que respetar lo que uno sentía en ese momento»; adhiero al vaticinio. Desde lo emocional el libro es el mismo; los temas se mantienen intactos. Pero la niebla del encierro, reciclada en literatura, exigía un parsimonioso trabajo de corrección que la primera edición no tuvo. Me taladraba el cráneo saber que había miles de ejemplares dando vueltas con algunas fallas, a mi entender más que evitables. Pero la adrenalina de ese momento no me dejó frenar. Por lo tanto, si uno está vivo puede volver sobre sus pasos. Al fin de cuentas, toda literatura es decir lo mismo de otra forma.

Estos poemas fueron escritos entre los pocos paréntesis que la desesperación carcelaria permitía. La única expectativa mientras los plasmaba era justamente escribirlos. Me costaba vislumbrar que más allá de los paredones podía haber una continuidad de la existencia: el mundo finalizaba en la parte superior del muro. Escribir allí adentro no era una metáfora de la libertad. Era moverme sin salir de la celda. No experimenté ningún poder de la imaginación; las ideas no abrían los candados, mis ilusiones literarias no hacían que la requisa nos dejara de pegar. Escribir en ese entonces, fusionado con la claustrofobia hasta hacernos uno, conviviendo apretado con otros colegas, prisioneros también de la industria del delito, me sirvió como trampolín hacia los misterios más lejanos de una interioridad que se conecta con lo más tangible de lo que hay afuera del cuerpo. Era materializar el veneno espiritual que me carcomía por dentro. Escribía y seguía adentro de una celda, las rejas seguían igual de duras. No fui libre por la literatura, todo lo contrario, mientras más leía más consciente era del juego perverso de este sistema asesino; más leía, más pesaba el aire, más confinado me sentía, más ganas de gritar. Escribía y así encontraba que esas rejas omnipresentes estaban en toda fase de la vida y de la sociedad. Que la cárcel era un resumen del mundo. Tenía visiones y alucinaba, pero sin necesidad de ninguna sustancia. Viajaba pero sin irme a ningún lado, gritaba y bailaba, obligado a estar quieto y callado.

Si el formato elegido fue la poesía se debe a que en su brevedad hallé un modelo acorde donde poder comunicar mis pensamientos y nuevas emociones de un modo coherente con la permanente cuenta regresiva hacia la muerte que se vive en prisión. Otro formato literario exigía otro grado de relación con el tiempo, una constancia casi de deportista que el ecosistema del encierro y sus pautas de convivencia no toleraban y al que a mi deseo tampoco le seducía. Había que ser breve y certero ya que nada garantizaba arribar al ocaso (que las paredes tapaban) con vida. Cada línea podía ser la última con el privilegio de respirar.

Jamás escribí para desmentir mi pasado ni para exhibir una pasteurización moral de mi conducta. Desafié a los profesionales de la psicología, del trabajo social y el derecho penal que intentaban corregirnos con sermones que nada tenían de ciencia, ya que jamás nos mencionaban el saldo de las cuentas del mundo. Reducían toda nuestra historia y los motivos por los cuales terminamos haciendo lo que hicimos, a supuestas decisiones individuales que nada podían ni debían reprocharle al entorno socio-económico en el que vivíamos antes de arribar a rejalandia. El daño que cometimos a los demás es irreparable, pero a diferencia de otros, nosotros pagamos y con exorbitantes intereses ese daño cometido. Los amos de las finanzas, los herederos, la clase dominante, cierto periodismo y hasta parte de la educación ejercen todo tipos de violencias sobre los demás, pero nunca pagan por las muertes a gran escala que provocan. En cambio, si un pobre comete un error lo espera un infinito camino de calvarios. Fui castigado y torturado por presentar queja ante ese dispositivo moderno de la culpa eclesiástica, ejercida por mecánicos de la meritocracia que, paradójicamente, se declaraban iluministas y agnósticos y que rivalizaban furiosos con los sacerdotes católicos y pastores evangelistas. Constatar tanta hipocresía ejercida por personas que votan progresismo pero se comportan como reaccionarios, fue triste, pero a la vez un soplo divino para mis intenciones literarias. Así fue que a través de la lectura y posterior verificación de lo leído, pude comprobar que había un sistema que exigía que existamos, que «el delito produce riqueza» como dijo Marx. Que muchos de quienes en teoría estaban para ayudarnos, reproducían con discursos moralizantes el mismo orden que organizó nuestro desamparo: ¡a pesar de que ellos habían leído los mismos libros que estaba leyendo yo! Los mismos autores, las mismas teorías, pero su comportamiento era absolutamente inverso a lo que pregonaban los conceptos que los formaron.

Lectura y escritura fueron la terapia que allá adentro no tuve. Fueron mi psicoanálisis plebeyo y comunista. Los libros fueron el terapeuta que no le echaba toda la culpa al sujeto, fue una técnica para dialogar desde el afecto y no desde la amonestación. Los mismos psicólogos, afuera de la cárcel, a sus clientes siempre le están hurgando entre los secretos de su infancia para explicar hechos del presente. En cambio, a los presos se nos prohibía citar algún hecho de la infancia porque supuestamente eso era victimizarnos. Aclaro que así como me crucé con un ejército de chantas también conocí muchos profesionales y talleristas de un amor que rozaba lo incomprensible; eran quienes me suministraban los libros, con un poco de desconfianza, pero arriesgándose a poner unas fichas en mi disparate. Muchas de esas personas tienen que lidiar con la limitación intrínseca del aparato institucional penitenciario, que si llevan una propuesta diferente a la meritocracia y a la culpa, son rápidamente despedidos o perseguidos.

Mi primer cómplice fue Patricio, un mago proveniente de la clase-media, aquel que arribó a la cárcel como uno más de esos talleristas, a transmitirnos la técnica de la magia, pero también a presentarnos los secretos que la institución carcelaria con sus esbirros ocultaba sin delicadeza. Patricio fue inmediatamente leal a mi propuesta delirante de ser poeta en el infierno y para el infierno. Jamás aprendí un truco, pero conversábamos largos ratos de igual a igual, eso que a priori no parece nada extraordinario, en mi vida fue todo un acontecimiento. Nunca un burgués me había hecho sentir una persona normal. Yo encarnaba el peligro, sus miradas me decían eso. De todos los talleristas, es el único que se animó a ser mi amigo, y esa amistad continuó, una vez afuera, en esta otra cárcel, y perdura acorazada hasta el día de hoy.

La rabia me empujó a reclamar el derecho a la creatividad artística que se niega a la clase de donde provengo. La sociedad me había convencido que era un monstruo (malo) y un ser inferior, incapaz de la poesía. La lectura me obligó a reírme de esa predeterminación. La ecuación que hice fue simple: si hay tantos escritores que pueden aprovechar la experiencia vivida para producir sus obras, inspirándose en sus biografías y donde quizás la ausencia vivida, en muchos casos, es en términos sentimentales, ¿cómo no hacerlo quienes tuvieron todas las ausencias juntas, materiales e inmateriales, afectivas y alimentarias, decretadas por la sociedad antes de la concepción misma? Ausencias impuestas, no elegidas. Si una experiencia de leve adversidad motiva a tantos burgueses a dedicarse al arte, ¿cómo es, entonces, que aquellas personas que tuvieron una vida donde la adversidad es la norma, no se atreven no solo a dedicarse al arte sino siquiera a levantar la mirada? No pretendo decir que esto sea una verdad irreprochable, pero no puedo negar que en esa desigualdad del derecho a ejercer tareas relacionadas a las artes, encontré una inspiración fulminante. Está naturalizado que un burgués puede hablar, criticar, analizar, interpretar, juzgar, recomendar, tutelar, adoptar, predicar, salvar, recuperar, reinsertar, regenerar, representar, defender, sancionar, enseñar, permitir y escuchar a los pobres, pero nunca de los nunca es al revés.

Es digno de un tratado analizar las razones por las cuales el mundo de la marginalidad y en particular el de la cárcel produce tanta fascinación entre los burgueses. Les fascina ver cómo los pobres se aniquilan entre ellos, piden que la sangre de esos pobres inunde la pantalla, protestan si ven un acto de cariño entre esos seres caricaturizados hasta la infamia.

A la tierra nos arrojaron para construir el infierno y entre las celdas más ardientes andan cuerpos sin mañana pero con el alma despierta. Los presos saltan y juegan sin llorar por el encierro. La cárcel es un chiste macabro de quienes tienen el corazón sin rojo. Se organiza una pelea eterna entre los mismos presos para que millones de espectadores disfruten desde el palco la orgía del castigo.

Mis compañeros de encierro, al comienzo, un poco se burlaban, otro poco sentían lástima; me consideraban, y con razón, un chiflado. Pero mi constancia los fue convenciendo y mi locura terminó siendo un beneficio para todos. Sabían que contaban con alguien que podía redactar con prolijidad y astucia desde hábeas corpus hasta pedidos de audiencias y apelaciones. Pero no solo eso: escribí también muchas cartas para novias de presos, logré reconciliaciones, perdones y suspiros. Bajo ese mecanismo conocí mi primera remuneración por la escritura; mis compañeros me pagaban con atados de cigarrillos, tarjetas telefónicas o mercadería. Hoy, a una década de distancia y con la manipulación inevitable de los recuerdos («que siempre mienten un poco» como diría el cacique Solari) siento mi experiencia en la cárcel como haber vivido la poesía. No escribir, no cantar, no memorizar, lo de allí adentro fue ser la carne del poema.

Solo en mi barrio son muchos los amigos que han quedado en el camino; mi generación fue aniquilada a puro plomo. Muchos de los amigos que hice allá adentro también fueron muriendo. El que llegó a los treinta vivo o sin un balazo es una rareza. El espejo me perturba, porque al mirarlo siempre veo a alguno de ellos. Me sonríen, me respaldan, y algunos me recuerdan que no sea caprichoso y prenda una vela a la potencia del azar, eso que hizo que a pesar de ser baleado esté acá. A algunos les respondo que no fue solo el azar, sino también la poca distancia que había entre el lugar donde fui acribillado y el Hospital Posadas. Meras razones geográficas; si dicho hospital público no hubiese estado tan cerca de los hechos, estoy convencido de que no hubiera sobrevivido. Pero el hospital es solo un edificio inerte; lo concreto fueron las manos de esos médicos, de esos cirujanos, de esas enfermeras y enfermeros, que a pesar de ser en ese momento un negrito pibe chorro, que la sociedad normal seguramente hubiese dejado morir, decidieron no abandonarme, reanimarme luego de dos paros cardíacos, unirme la arteria ilíaca cortada por las balas, acomodarme los huesos del fémur destruido, pelearse hasta con la misma policía que exigía que no hagan nada, que no valía la pena salvar a un «delincuente». Esos son los verdaderos poetas, el resto es pura abstracción. A ellos dedico este libro.

César González

* La primera edición del presente libro se publicó en el año 2010 bajo el seudónimo de Camilo Blajaquis, en esta misma editorial.

La venganza del cordero atado

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