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PRÓLOGO*

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La primera parte de esta historia ocurrió hace once años y monedas, cuando escuché hablar de César González por primera vez –e imaginé, de inmediato, que no volvería a saber de él. La balanza se inclinaba para ese lado, y del modo más ominoso: se trataba de un adolescente internado en el Instituto Agote, con su cuerpo de tallo verde ya cosido por balas, que se desplazaba balanceando el vientre vendado sobre un par de muletas. Venía de La Carlos Gardel, lidiaba con adicciones y purgaba condenas por delitos de esos que causan escalofríos entre los fariseos. Todo indicaba que se lo iba a devorar el dragón del sistema. ¿Qué posibilidades tenía de escapar de sus fauces? Estaba marcado de acá a la China. Solo era cuestión de tiempo. (Esta primera parte de la historia, aviso, tiene una segunda parte que retomaré al final.)

Años después me hablaron de un poeta joven que se hacía llamar Camilo Blajaquis. El nombre llamaba la atención. Camilo podía prestarse a equívocos, pero el Blajaquis era un índice de neón que apuntaba hacia ese Sócrates porteño que fue Domingo Blajaquis: el militante de la Acción Revolucionaria Peronista (ARP) que cayó baleado en la confitería Real durante 1966 y a quien Rodolfo Walsh convirtió en un personaje inolvidable de ¿Quién mató a Rosendo? Apenas rasqué un poquito la corteza, entendí que el «Camilo» también era deliberado y homenajeaba a Cienfuegos, aquel que se atrevió a vivir la Revolución Cubana a carcajadas, como un sueño desaforado del que no quería despertar. Entonces leí uno de los poemas del joven del nom de plume incendiario –«Villas», se llamaba–, y me asombré. Era bueno de verdad. Pero más me asombré cuando, al poco tiempo, la tele le dedicó unos minutos a la película con que el poeta Blajaquis debutaba como director de un largo (Diagnóstico esperanza, 2013) y mi compañera, al verlo en la pantalla por encima de mi hombro, me dijo, enfática:

—Es César... ¡Camilo Blajaquis es César!

Y se le llenaron los ojos de lágrimas. Lo cual me sacó de la pantalla del asombro pasándome a aquella de la alarma. En el combo afectivo de nuestra pareja, el que llora cada dos por tres soy yo. Mi compañera puede ver morir a E.T. mientras mira el reloj de reojo y se pregunta cuánto falta para que termine esta pavada. Pero esa vez se había emocionado. Y tardó unos segundos en ayudarme al recordar al César a quien había conocido en el Agote entre 2007 y 2008, cuando fungió de asistente de una psicóloga mientras se aprestaba a recibirse de ídem. Me había hablado incansablemente de ese chico, el flaco baleado, vendado y en muletas que –este había sido su descubrimiento– era capaz de hablar durante horas de Cortázar y de Foucault; del Loïc Wacquant que había escrito maravillas como Parias urbanos y Las cárceles de la miseria.

Camilo era César, nomás. Y el gusto de entenderlo al fin –de conectar a aquel pibe condenado que conmovió a mi compañera con el poeta libre que se había anotado en la senda de Cienfuegos y Blajaquis– fue mío, todo mío.

Lobo atado

En 2012 murió Leonardo Favio, el más grande de nuestros cineastas, y quise dedicarle un texto largo. Empecé a investigar, con la mira puesta en un libro. En eso estaba todavía a fines de 2014 cuando recibí un mail de parte del Indio Solari convocándome a darle una mano en su autobiografía. Postergué a Favio entonces –pienso retomar el proyecto, ahora que salió el libro del Indio– sin mayor dolor, porque respondía a la misma necesidad: contar la historia de los grandes artistas populares de este país, que surgieron de la clase laburante y no de la academia y aun así construyeron una obra exquisita.

Sentado en el sofá de Luzbulo –el playground de Solari–, encontré La venganza del cordero atado (2010), primera compilación de poemas de Camilo Blajaquis, dedicada de puño y letra al inspirador de su título. (Para los que no tienen por qué saberlo: el sexto LP doble de Los Redonditos de Ricota data de 1993 y se llama Lobo suelto / Cordero atado.) El círculo se cerraba: además de Cienfuegos y de Blajaquis y de émulo de Favio –el negrito que se había animado a dialogar de igual a igual con Fellini y Kurosawa–, César era ricotero.

A partir de entonces presté atención a cada aparición pública suya que caía en mis manos o titilaba ante mis ojos. El efecto alucinado era siempre el mismo: aun a pesar de la mediación que opera la traducción periodística –y que casi nunca está a la altura de la persona real–, me parecía estar escuchando al César a quien mi compañera había pintado tan vívidamente. Que no solo había sorteado la infinidad de trampas que el destino le había echado a los pies, con los pies ágiles de un Fred Astaire (diría Verbitsky) o de un Indiana Jones (diría yo): ante todo, las sorteó gracias a la lucidez deslumbrante a que había arribado respecto de la esencia de esas trampas y del sistema que las había puesto allí.

César cayó a un «Reformatorio» a los 16, con seis balas policiales, clavos en las piernas y pesando 50 kilos, pero se las arregló igual, porque ya era quien era: el de sangre toba (¡otro indio!), el hijo de un padre alcohólico y violento, el mayor de seis hermanos, aquel que se colgaba del cable para ver pelis con su madre. En el Agote** le tocó –por carátula y por ascendiente– el sector de los más bravos. Al tiempo conoció a Patricio «Merok» Montesano, a quien definió como «un loco que daba talleres de magia dentro de la cárcel». (Si César fuese oriundo de Baltimore o de Macondo, el escritor local que contase su historia realzaría la figura del extraño que llega a traer luz, sucumbiendo a la tentación de convertirlo en mago de verdad. Pero nosotros somos cabeza, y nos parece más lindo que un pibe al que le gusta practicar nudos y hacer pases de manos sea capaz de crear magia verdadera en la vida de alguien.)

«Nos trataba bien –recordó César durante un reportaje–, no venía desde un lugar de profesor, al estilo ‘a ustedes, negritos, les voy a enseñar cómo es la vida’, que es muchas veces la postura de los talleristas en la cárcel. Daba su taller en el pabellón, derribando muchos prejuicios. Nos enseñaba un truco de magia mientras nos hablaba de Walsh, de Cooke, del Che, de lo que pasó en los ’70. Nos hablaba de arte, de poesía... Al principio no le di importancia, ‘este salame, qué importa lo que dice, si total me quedan un montón de años acá adentro’. Y comenzaron las preguntas: por qué nací en una villa, por qué tuve que ser pobre, por qué me tocó crecer en un contexto tan de mierda, por qué tuve que ver cuerpos acribillados a los 7, 8 años... Todo lo que sos es consecuencia de mamá y papá, te dicen. ¿Y alrededor de mamá y papá no pasa nada?, ¿en qué contextos se criaron ellos? Yo soy consecuencia de dos presidencias de Menem, del año 2001; no es poco lo que hicieron tantas basuras en este país. Yo era un niño pero me acuerdo del hambre que había en el barrio. ¿Cómo el psicólogo puede saltearse eso que es tan obvio?»

Los libros fueron cruciales, pero no lo fueron todo. «Hay gente que lee sin parar y hasta habla en latín y cree que un pobre es alguien que no llega a la categoría de individuo», contó otra vez. «Entonces un libro no garantiza nada, lo importante es lo que se siente en el corazón: si amor u odio, si sentís amor por la humanidad y te reflejás en el otro y te ponés en el lugar del otro y encima leés es una cosa; pero si sentís odio y leés, podés usar lo que leíste para justificar tu odio y desprecio por los demás... El arte fue siempre un privilegio aristócrata, determinado por lo material, por la clase en que naciste. En mi caso sirvió para darme una antorcha en la caverna y ayudarme a salir a la luz y transformarme como sujeto, para sentirme creador y no un número más de la matrix

La venganza del cordero atado

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