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Capítulo Uno
Оглавление–¿Qué le ha pasado a la niñera, papá?
Blake Boudreaux creyó que su padre no contestaría, ya que había adoptado la actitud altiva que hacía juego con el traje hecho a medida, el cabello perfectamente peinado y los brillantes zapatos. Todo lo cual indicaba que no estaba obligado a dar explicaciones. Pero contestó con una calma mortal:
–Mi esposa, esa traidora, ha vaciado su cuenta corriente, en la que había una suma considerable. Tengo que recuperar la inversión.
–¿Despidiendo a la niñera de una niña enferma? ¿Te has vuelto loco?
–Tú nunca tuviste niñera y te fue bien.
Blake podría haberle dicho algunas cosas al respecto, pero no era el momento ni el lugar. Además, a su padre iba a darle igual.
Ya de por sí, haber vuelto a la plantación de los Boudreaux le había puesto nervioso. Aquel lugar le había dejado el corazón helado, a pesar de los años transcurridos.
–Yo no tenía epilepsia. Es una enfermedad grave. Hay que cuidar de Abigail.
–Es evidente que lo que le pasa es psicológico. Si no, su madre no se hubiera marchado a Europa dejándola aquí.
–¿Así que los médicos mienten?
–Están haciendo una montaña de un grano de arena. Deberían darle una pastilla para curarla. Seguro que no necesita nada más. Mientras se tome la medicación, estará bien. Y lo más importante, creerá que lo está.
Blake sabía que su padre era frío y autoritario y que despreciaba la vida de los demás. Pero era la primera vez que veía a Armand poner en peligro la vida de otra persona.
Abigail, su hermanastra, tenía siete años, y los síntomas habían sido tan graves que Marisa, su madre, la había llevado al especialista. En cuanto le dieron el diagnóstico de su hija, hizo las maletas y se fue a cambiar de aires.
–Los médicos no están locos. Podría ser peligroso –insistió Blake.
–No es tan malo como parece. Además, se diría que verdaderamente te preocupa –su padre hizo una mueca–. Teniendo en cuenta que es la primera vez que te veo desde que me dijiste, hace diecisiete años, que me metiera el dinero y los derechos paternos por donde me cupiesen, supongo que te debería tomar en serio.
La indirecta estaba justificada. Era la primera vez que pisaba la casa de su padre desde los dieciocho años. Si no lo hubiera hecho, no lo habría echado de menos. Podría haber seguido viviendo lujosamente en Europa, en vez de volver a aquella gélida casa, a pesar del calor agobiante del verano en Luisiana.
No habría conocido a la segunda esposa de su padre, Marisa, y a su hermanastra de, por aquel entonces, cinco años, si Marisa no hubiera estado de viaje en Alemania al mismo tiempo que él mantenía una relación con una princesa de un principado cercano.
Fue entonces cuando descubrió que a Marisa le gustaba conocer lugares exóticos y dejarse ver. Una niñera cuidaba de Abigail. Marisa se la había llevado con ella ante la negativa de Armand a que se quedara en casa. Marisa igualaba a su padre en narcisismo, aunque carecía de su espíritu vengativo.
En aquella época, Blake no creía que ningún niño llegara a importarle. Las mujeres que intentaban cambiarlo, y fracasaban, conocían su reputación de playboy. Los niños existían y eran graciosos, siempre que fueran de otros.
Sin embargo, al pasar una tarde con aquella niña de cabello rizado, grandes ojos castaños y una enorme curiosidad por todo lo que la rodeaba, se quedó enganchado. Por suerte, Marisa había facilitado que siguiera en contacto con su hermanastra hasta hacía unos meses.
Blake no se habría enterado de lo sucedido si la antigua niñera no lo hubiera llamado, dos días antes, para contárselo. Blake había alquilado un avión y había salido para Nueva Orleans inmediatamente.
Por suerte, la herencia de su madre le permitía llevar una vida despreocupada, sin pensar en el dinero ni en la opinión de su padre. Que hubiera complementado la herencia produciendo y distribuyendo arte era algo que solo él sabía.
–Claro que me importa Abigail. Alguien tiene que preocuparse de ella.
–Es débil. La vida la endurecerá.
Su padre le escudriñó de un modo que casi le hizo avergonzarse. Pero se contuvo, desde luego. Hacía mucho que no consentía que su padre controlara su comportamiento. El anciano consideraría una victoria cualquier signo de debilidad.
–Pero, puesto que estás aquí, puede que te dé el trabajo.
–¿Cómo dices?
–El trabajo de cuidar de ella, aunque no estás cualificado para cuidar a una niña, ¿verdad?
«Al menos, estoy dispuesto a intentarlo». Blake apretó los dientes y esperó. Si su padre quería cambiar de postura, tendría que pagar un precio.
–No sé –dijo el anciano jugueteando con los gemelos de diamante, como si lo estuviera sopesando–. Ni siquiera he decidido si voy a dejar que la veas.
Un gritito surgió de detrás de una silla, al otro extremo de la sala. Armand se volvió inmediatamente hacia allí.
–Te he dicho que te quedaras en tu habitación –gritó.
Una niña salió de detrás de la silla. A pesar de que estaba más alta, a Blake le pareció que no había cambiado en los dos años anteriores. Seguía teniendo los mismos rizos castaños y la misma mirada vulnerable. Ella vaciló antes de obedecer, mientras sus ojos parecían memorizar cada detalle de Blake, como si temiera no volver a verlo. Él, desde luego, la entendía. Su padre era tan imbécil que podría prohibirle que la viera si se daba cuenta de cuánto significaba para él.
Así que ocultó sus sentimientos, sonrió levemente a Abigail y le indicó con la mano que subiera a su habitación, antes de que siguiera oyendo decir a su padre los problemas que le causaba.
Blake había soportado toda su vida el maltrato verbal de su progenitor, y no quería que eso le sucediera a Abigail.
Ahora que no estaba su madre para protegerla de los crueles juicios de Armand, no había nadie que lo hiciera. Estaba Sherry, el ama de llaves, pero tenía que hacer su trabajo.
Blake recordó los largos e interminables días en que no veía a nadie salvo a la cocinera, que le preparaba la comida. Se había criado sano, pero muy solo. Cuando su padre se dirigía a él era para gritarle sin parar que era un niño horrible.
No iba a consentir que la pasara lo mismo a Abigail. Su situación le traía muchos malos recuerdos.
Volvió a mirar a su padre y continuó hablando como si no los hubieran interrumpido.
–¿Decías que podía ocuparme de Abigail?
–Claro, ya que te preocupas tanto por ella –afirmó Armand–. Saldré ganando si la cuidas.
–¿Es que no tienes suficiente dinero?
–No me refiero al dinero, sino a la libertad.
–No te sigo.
Su padre comenzó a recorrer la sala. A Blake se le hizo un nudo en el estómago. Era lo que Armand siempre hacía cuando tramaba algo. Aquello no pintaba bien.
Su padre se detuvo y se llevó el dedo al labio inferior.
–Creo que podría haber una solución que nos beneficiaría a ambos.
–Ya sé cómo va eso. Tus soluciones solo te benefician a ti.
–Depende de cómo lo mires –dijo su padre sonriendo con frialdad–. Esto beneficiará a Abigail. ¿No es eso lo que dices que quieres?
–No he dicho eso.
–Tus actos hablan por ti.
Y él que pensaba que se había mostrado muy contenido…
–Sí, creo que esto funcionará Llevo esperándolo mucho tiempo –Armand asintió, como si confirmara su pensamiento para sí mismo–. Y vas a darme precisamente lo que necesito.
Blake se dio la vuelta, aterrado ante la posibilidad de volver a ser el chico de dieciocho años incapaz de defenderse de su padre. Pero, justo cuando pensaba salir por la puerta y desaparecer, divisó la cabeza de rizos castaños al final de la escalera.
«¿Qué otra posibilidad me queda?».
Podía denunciar a su padre por abandono, pero Armand conocía a muchas personas poderosas, por lo que la acusación no llegaría muy lejos. No se llevarían a Abigail de aquella casa.
Podía llevársela con él, pero su padre lo acusaría de haberla secuestrado, por lo que la niña volvería a la casa.
Necesitaba más tiempo y recursos, pero no podía fallarle a Abigail, aunque ayudarla le volviera la vida del revés. ¿Quién hubiera dicho que aquel playboy tenía conciencia?
Se volvió hacia su padre.
–¿Qué quieres que haga?
Con una sonrisa que indicaba que se había salido con la suya, Armand se dirigió a su despacho y volvió con una carpeta en la mano. Blake no se atrevía a mirar hacia las escaleras para no delatar la presencia de Abigail, pero la notaba.
–Hay una mujer en la ciudad, Madison Landry, que tiene algo que me pertenece. Debes recuperarlo.
–¿No puede encargarse un abogado?
–No ha servido de nada. Ha llegado la hora de abordar el problema de otro modo.
–¿Así que quieres que convenza a una antigua… amante… de que te devuelva algo? –si la vía legal no había funcionado, era evidente que su padre no tenía legalmente derecho a ello.
Su padre sonrió.
–No –sacó una foto de la carpeta–. ¿Has oído hablar del diamante Belarus?
–No –las joyas no le interesaban.
–Es un diamante azul de dos quilates que un príncipe ruso regaló a nuestra familia antes de que se instalara en Luisiana, después de haberse marchado de Francia. Cuando era joven y alocado, hice con él un anillo de compromiso para una mujer que no se merecía nada tan especial.
Era la primera noticia que tenía Blake de aquel asunto. Estudió la fotografía de la joya.
–¿Estuviste prometido antes de casarte con mi madre?
–Con la hija de una importante familia de Luisiana, ya casi extinguida, Jacqueline Landry. El compromiso duró menos de un año.
–¿Te dejó plantado?
Si no hubiera sido así, Armand habría tomado medidas para recuperar lo que era suyo.
Su padre lo miró como si se sintiera ofendido por la pregunta.
–Ella tomó la estúpida decisión de marcharse y llevarse el anillo. Ese diamante pertenece a nuestra familia. Es mío.
No se trataba de una joya que Armand pudiera dejar en herencia a sus hijos, sino de otra cosa. ¿Dinero?, ¿orgullo? ¿Después de tantos años? Seguramente no.
–Pues no deberías habérselo regalado.
–Le mandé varias cartas exigiéndole que me lo devolviera, pero me las devolvieron sin abrir.
–A pesar de mi limitada experiencia en la ruptura de compromisos, ella estaba en su derecho.
–¡Maldita sea, no es momento de sarcasmos! Quiero ese anillo y lo tendré. Y me lo vas a conseguir.
–¿Cómo? Ni siquiera sabes si la hija de Jacqueline lo tiene.
–No hay registro de que se haya hallado ni vendido, lo que implica que sigue en posesión de la familia. Tienes que buscar a esa mujer y hacer que te lo devuelva.
–¿Esperas que la convenza para que me devuelva un diamante que era de su madre?
–Hallarás el modo de conseguirlo. Estoy seguro de que un hombre como tú, que ha seducido y abandonado a muchas mujeres a lo largo de los años, no tendrá problemas para cumplir esa misión. Podrás emplear las escasas habilidades que has cultivado en tu vida.
Blake tuvo que reconocer que esas palabras le dolían, a pesar de que procedieran de su padre, incapaz de decir nada bueno de él. Claro que las otras habilidades que había desarrollado las tenía ocultas bajo la fachada de su vida despreocupada.
–Esas mujeres sabían dónde se metían.
–Esta no lo sabrá. Y te prohíbo que se lo expliques… hasta después, claro. Si quieres contarle que le has robado un anillo para salvar a tu hermana es asunto tuyo.
Armand le entregó la carpeta con la seguridad de alguien que se saldría con la suya.
–Léelo y dime algo.
–No puedo hacerlo.
–Y hay otra condición –dijo su padre como si no lo hubiera oído–. Hasta que hayas acabado, solo podrás ver de vez en cuando a Abigail. Después será toda tuya. Firmaré lo que sea necesario para que ya no dependa de mí y podrás darle la educación que te parezca.
A Blake le subió la bilis a la garganta. No estaba seguro de lo que esperaba al volver a entrar en aquella casa, pero nada de lo dicho en aquella conversación estaba dentro de lo previsto. ¿Qué iba a hacer él, que se había pasado la vida evitando deliberadamente esa clase de responsabilidad, para educar a un niña epiléptica?
Como si le adivinara el pensamiento, su padre sonrió.
–¿Estás seguro de que un playboy como tú estará a la altura?
–¿Estás dormida?
Madison Landry se despertó sobresaltada. Le avergonzaba que su jefa en la Maison de Jardin la hubiera pillado durmiendo.
–Lo siento –tartamudeo–. Últimamente no duermo bien.
–No pasa nada –dijo Trinity Hyatt sonriendo–. Sobre todo porque es tu día libre. ¿Cómo es que estás aquí?
Madison trató de evadirse con una débil justificación.
–Siempre hay mucho que hacer.
Y era cierto.
La organización benéfica, que daba refugio y educación a mujeres y niños maltratados, era un caos controlado. Cuando no había que hacer la colada, había que rellenar solicitudes de trabajo, organizar una recaudación de fondos o cualquier otra cosa.
Madison no iba a reconocer que había ido allí para distraerse, no porque hubiera trabajo.
No quería hablar de sus noches en blanco. Recordaba los últimos y dolorosos días de su padre. Soñaba que lo oía intentando respirar, enfermo de neumonía. Sentía una enorme gratitud hacia el médico que había accedido a visitarlo en casa, después de su negativa a ir al hospital.
De todos modos, la expresión de comprensión de Trinity le indicó que probablemente ya lo sabía. Y su jefa no evitaba hablar claro.
–Siento que sufras insomnio. Me pasó lo mismo cuando mi madre murió. No conseguía que el cerebro se me desconectara.
–Es un problema. Además, es difícil volver a dormir bien después de tanto tiempo sin poder hacerlo.
–¿Cuántos años cuidaste a tu padre? –preguntó Trinity mientras recorría la habitación con la vista.
A fin de cuentas, había sido su despacho. Lo había dejado para ocuparse de Hyatt Heights, la empresa de su difunto esposo, quien, junto a sus padres, había fundado la Maison de Jardin en Nueva Orleans. Pero, al hacerse cargo de la empresa, Trinity ya no tenía tiempo para dirigir la organización benéfica, sobre todo después de que los familiares de su esposo la hubieran demandado para quedarse con su herencia.
Y Madison estaba en el lugar adecuado, en el momento justo. Conocía a Trinity desde que era adolescente, ya que iba a ayudarla siempre que podía. Por desgracia, la enfermedad de su padre se lo impedía a veces. Pero cuando Trinity dejó la Maison, confió a Madison la tarea de dirigirla, a pesar de su edad, porque sabía que tenía una gran experiencia de la vida.
Trinity volvió a mirar a Madison.
–Diez años. Pero solo tuvo problemas de sueño y movilidad los cinco últimos.
–Madison –dijo Trinity con una voz tan suave que la tranquilizó, a pesar de que odiaba hablar de aquello–, te das cuenta de que es totalmente normal que no estés bien, ¿verdad?
La esclerosis múltiple era una enfermedad terrible. Madison no se la deseaba a nadie, después de haberla vivido tan de cerca. Le entristecía pensar en lo que había padecido su padre. Había perdido su empresa cuando ella era muy joven y, después, le habían diagnosticado la esclerosis, antes de perder el amor de su vida.
Madison respondió en un susurro.
–Lo sé –se esforzó en apartar aquellos tristes pensamientos. Cuanto más hablaba de ello, más intensos se volvían. Lo mejor era seguir adelante–. Todo va bien, de verdad. Anoche estuve haciendo limpieza y leyendo los diarios de mi madre. –¿Qué otra cosa se podía hacer a las tres de la mañana?
–¿Estás segura de que estás lista para vender la casa? Al fin y al cabo, solo hace seis meses que murió tu padre.
Madison era consciente de que la vida debía seguir.
–Tengo que ponerla a la venta pronto. Pero como estoy yo sola para vaciarla… –se encogió de hombros como si fuera una conversación que hubiera tenido consigo misma un millón de veces.
Le dolía mucho tener que vender la única casa que había tenido en su vida. Todos sus recuerdos estaban asociados a ella, por lo que saber que debería abandonarla aumentaba su pesar de forma exponencial.
Pero ¿quién sabía cuánto tardaría en deshacerse de lo que había en ella y de revisar las posesiones de sus padres? Seguía descubriendo cosas nuevas. Dos meses antes había hallado unos diarios de su madre. Leyéndolos la recordaba con más viveza y le producían una especie de paz.
Tampoco sabía cómo iba a pagar las obras que había que hacer en la casa, antes de ponerla a la venta. Ganaba un sueldo mucho mayor que el que recibía realizando trabajos esporádicos, después de la muerte de su madre, para mantener a su padre y a sí misma, pero años de abandono habían dañado la hermosa y señorial mansión.
En su fuero interno, deseaba acabar de una vez: que la casa estuviera reformada y vendida.
«Solo hasta donde llegue», era su mantra diario. Madison siempre se había centrado en una única tarea, porque normalmente trabajaba sola y sin ayuda. Entrar a hacerlo en la Maison de Jardin le había permitido formar parte de un equipo.
–Lo siento, Madison.
–No lo sientas –contestó ella con una sonrisa temblorosa–. Trabajar aquí es lo mejor que me ha sucedido en la vida. Gracias, Trinity.
–Para mí eres imprescindible, sobre todo ahora. Sé que las mujeres están en buenas manos. Pero… ya vale de tanta emoción. Tengo una sorpresa para ti.
–¿Qué es? –Madison se alegro del cambio de tema y se relajó.
–¡Ha llegado el vestido!
Para la mayoría de las mujeres sería una noticia emocionante. A Madison le puso nerviosa. La semana siguiente irían a una fiesta para recaudar fondos. Para ella era la primera. Como nueva directora de la Maison, debía relacionarse con las más importantes personalidades de Nueva Orleans. Aunque el legado del difunto esposo de Trinity sostendría económicamente la Maison durante mucho tiempo, no venía mal recibir apoyos.
Así que Madison iba a presentarse en la alta sociedad.
Una generación antes habría pertenecido a ella. Sus padres procedían de familias fundadoras de la ciudad. Eran los últimos de su estirpe, por lo que su unión debería haber cimentado su poder.
Madison solo sabía al respecto lo poco que su madre le había contado. Era muy reservada sobre su matrimonio. Un escándalo se había producido en el momento de la boda, pero Madison desconocía lo sucedido.
Por eso leía todas las noches los diarios de su madre. Tal vez en ellos encontrara alguna pista sobre cómo se conocieron y se casaron sus padres.
Trinity la tomó de la mano y la condujo al gran dormitorio del piso de arriba, que había sido el suyo antes de casarse, solo dos meses antes, con Michael Hyatt. Su trágica muerte y la batalla legal que Trinity llevaba a cabo por su herencia le habían destrozado la vida. Como Madison vivía cerca, no había ocupado la habitación, ya que quería que Trinity supiera que seguía teniendo un hogar allí, si lo necesitaba.
Extendido sobre la colcha había un precioso vestido de color lavanda. Madison ahogó un grito y acarició la tela.
–No es un color habitual para una pelirroja –dijo Trinity–. Creo que será una elección muy acertada.
Eso esperaba Madison.
Con él se presentaría en sociedad. Se le hizo un nudo en el estómago, aunque los nervios la distrajeron de la pena anterior.
La primera impresión era fundamental. Aunque el apellido de su familia había sido muy famoso en el pasado, la historia había ido borrándolo. El Sur aún se vanagloriaba de su historia y de la historia de sus familias, pero el dinero importaba más. Madison lo sabía y no podía cambiarlo.
Con la enfermedad de su padre, la familia había vaciado las arcas hasta llegar a depender de los servicios sociales y de lo poco que ella ganaba en trabajos esporádicos. La enfermedad de su padre la impedía trabajar a tiempo completo.
Debía recordar que causar buena impresión ayudaría a la Maison. Saberlo no la tranquilizaba.
¿Debía ceder al miedo y decirle a Trinity que buscase a otra persona para desempeñar esa parte del trabajo?
–¡Pruébatelo! –exclamó Trinity.
Cuando volvió al dormitorio, después de haberse cambiado, Madison no se reconoció en el espejo. El cuerpo del vestido se sostenía con una solo tirante de flores de tela en el hombro izquierdo. Múltiples capas de chiffon componían la falda, que le llegaba por encima de la rodilla.
–Unas sandalias de tacón y estarás lista.
Madison rio.
–Esperemos que no me rompa una pierna.
–Solo necesitas un poco de práctica.
Madison se pasó las manos por la falda. No parecía ella. Era difícil asimilarlo.
–Podemos peinarte así –dijo Trinity mientras le subía el cabello pelirrojo hasta formar un moño–. Y ponerte unos pendientes.
–Me siento como si fuera Cenicienta –dijo Madison riendo.
–Pues tal vez encuentres al príncipe azul en el baile. ¿No sería divertido?
El concepto de diversión le era ajeno a una mujer práctica como Madison, pero la transformación que contemplaba en el espejo la incitaba. Además, ella nunca se echaba atrás cuando había que hacer algo.
–Me vendría bien algo de diversión.
Trinity la miró con los ojos como platos.
–De acuerdo. Necesito mucha diversión.
–Mientras no te ponga en peligro.
«Y no me exija pensar demasiado».
De hecho, en aquellos momentos, un príncipe azul sería algo muy complicado para ella. Su vida había estado llena de responsabilidades y obligaciones… y continuaba estándolo. Necesitaba distanciarse.
Se sonrió mirándose al espejo.
¿Quién sabía? Tal vez encontrara a un príncipe temporal para pasárselo bien. Una chica podía soñar, ¿no?