Читать книгу La construcción del enano fascista - Daniel Feierstein - Страница 6
ОглавлениеIntroducción
“Los argentinos tienen un enano fascista adentro”, reza el mito que se inauguró en los últimos años de la dictadura militar y se repitió sin cesar de allí en más. La frase se suele adjudicar a la periodista italiana Oriana Fallaci, aunque no resulta fácil encontrar la fuente documental que dé cuenta de la misma. Quizás no fue exactamente así, ya que las versiones accesibles en la web de aquella entrevista con Bernardo Neustadt que se suele mencionar como origen del término no incluyen esta expresión ni ninguna similar. Como suele ocurrir con los mitos, poco importa quién fue el autor original, sino el impacto que cobra como parte de una narración. En este caso, un relato que surgió en los años finales de la dictadura y fue retomado con fuerza durante el período de gobierno de Raúl Alfonsín. Los argentinos teníamos un “enano fascista adentro” y el nuevo consenso “democrático” de los años ’80 venía a conjurarlo. El Nunca Más también quería referir, entre muchos otros sentidos, a ese “enano fascista” al que los argentinos no dejaríamos volver a emerger y al que domesticaríamos con la democracia.
Este libro no busca referenciarse en ese mito sino, por el contrario, ponerlo en cuestión. No somos los argentinos, como podría creer una periodista italiana eurocéntrica, los raros ejemplares que contamos con un “enano fascista adentro” ni fue la dictadura militar el momento de su emergencia, por mucho que haya sido genocida.
¿Y entonces por qué mantener al “enano fascista” en el título de este libro? La propuesta es aprovechar el mito para revisar el sentido que ha cobrado el término “fascismo” a lo largo del tiempo, qué vinculaciones puede tener con la realidad argentina del pasado reciente y, sobre todo, con los desafíos contemporáneos.
Recurrir a la imagen mítica del “enano fascista” puede resultar útil para comprender que el objetivo fundamental del fascismo, en tanto práctica social, es habilitar y producir comportamientos que pueden efectivamente ser parte de nosotros (como argentinos, pero también de cualquier otro ser humano), así como portamos también la posibilidad de ser solidarios o de luchar por la justicia. Las distintas alternativas de nuestra relación con los otros se encuentran siempre presentes en todo ejemplar de la especie, y las luchas por la hegemonía son modos de lograr que determinadas conductas tiendan a primar sobre otras, habilitar y consolidar las mejores o peores posibilidades que tenemos en tanto seres humanos o grupos sociales en nuestros modos de vincularnos con la comunidad en la que vivimos.
El concepto de “enano fascista” será reformulado aquí como la potencialidad de ser hablados y actuados por el odio, de habilitar formas de violencia específicas que logran redirigir nuestras frustraciones hacia determinadas fracciones sociales —inmigrantes de países limítrofes o de países africanos, jóvenes de los barrios populares, miembros de agrupaciones políticas contestatarias, sindicalistas, piqueteros, árabes, judíos, gitanos— que son construidos como los “responsables” de lo que nos pasa, generando su persecución, hostigamiento, maltrato, discriminación, todo ello ejercido de forma directa o a través de las fuerzas de seguridad, y/o descargando sobre ellos el odio que proviene, por lo general, de las consecuencias que produce en nuestras vidas un sistema opresor cuyos verdaderos responsables (el poder económico concentrado, grupos transnacionales, el sistema bancario y sus “fondos de inversión”, el extractivismo minero, petrolero o sojero) resultan cada vez más invisibles e inasibles.
Pero para no quedarnos en el mito o la banalización, habrá que revisar los usos del concepto de fascismo, sus variables experiencias históricas y también su posible pertinencia o riqueza para entender la realidad argentina y regional contemporánea.
A ello se suma la convicción y necesidad de comprender que el “enano fascista” se construye, no anida dentro nuestro siempre igual. Ello requiere cuestionar su naturalización, observar que nuestras prácticas son producto de procesos sociohistóricos que tienden a habilitar, facilitar o bloquear distintos modos de relación social. El “enano fascista” es una construcción, pero ello no le quita fuerza ni realidad. Que sea una construcción no implica que no pueda instalarse con fuerza como práctica hegemónica, procesar y determinar los modos por los que definimos nuestra identidad y la identidad de aquellos que nos rodean. Frente a la emergencia de dicho riesgo es que se publica este libro.
Una periodista italiana antifascista en la Argentina del fin de la dictadura
Oriana Fallaci nació en la Italia fascista, en 1929, y fue no solo hija de un partisano sino que, como adolescente, se sumó a la resistencia contra la ocupación alemana de Italia, hacia el final de la guerra. Periodista polémica e incisiva, fue corresponsal de guerra en Vietnam y entrevistó a la mayor parte de las figuras políticas más relevantes de las décadas del ’70 y del ’80. A medida que pasaron los años, su liberalismo de cuño europeísta la fue ubicando, paradójicamente, más y más cerca de una nueva derecha eurocéntrica y antiinmigrante que se consolidó con el fin de la Guerra Fría, hasta terminar sus últimos años desarrollando una llamativa y virulenta islamofobia con llamativos puntos de contacto con aquel fascismo al que enfrentara durante tanto tiempo, pero que ahora comenzaba a surgir en una nueva modalidad, más cool y descontracturada y, si se quiere, menos nacionalista.
Sin embargo, y más allá de la decepción de sus años finales, para los argentinos que crecimos en el terror desplegado por la última dictadura, la visita de Oriana Fallaci en aquellos tempranos años ’80 constituyó un claro incentivo para legitimar y consolidar la naciente militancia política de una generación que hacía sus primeros pasos en el contexto del terror impuesto en los campos de concentración por los que había circulado la generación de nuestros padres, e incluso la de nuestros hermanos mayores.
Que una mujer pudiera decirle en la cara a Galtieri “dictador” y “torturador” en una entrevista pública en junio de 1982, que pudiera cruzar a los periodistas argentinos un año después diciéndoles: “Ustedes tuvieron aquí un genocidio, algo tan atroz no es posible sin una prensa cómplice”, que tratara de colaboracionista al mismísimo Bernardo Neustadt al aire, en su programa Tiempo Nuevo, por Canal 13, nos hacía sentir que la militancia —aún clandestina en aquellos años, pero en un contexto de nuevos aires y con la mayoría de los campos de concentración ya desmantelados o en proceso de que ello ocurriera— podía forzar la retirada de los militares.
Cuenta el mito que fue justamente en una de aquellas visitas de Fallaci al país, en aquel cruce con Bernardo Neustadt en 1983, que creó la ingeniosa frase que se haría emblema en la Argentina de los años ’80. El primero candidato y luego electo presidente Raúl Alfonsín la transformó en un caballito de batalla de su verba discursiva para enfrentar lo que denunciaba primero como el corazón de los acuerdos de la derecha en un “pacto sindical-militar” y luego como una tendencia más general de todos sus detractores, a los que veía atravesados por este autoritarismo. El mal argentino de los golpes militares reiterados, el bombardeo de la Plaza de Mayo, las luchas políticas de los años ’60 y ’70, y la propia dictadura genocida se explicaban porque “los argentinos tenemos un enano fascista adentro”. Alfonsín se sentía llamado a exorcizar a nuestro enano de la mano de la democracia, con la que “se come, se cura y se educa”. Y exorcizar al enano fascista era uno de los modos en los que el naciente alfonsinismo pensaba la “educación” de un pueblo al que se lo caracterizaba como “envuelto en la violencia”, un modo prototípico y problemático de construir una narración sobre los orígenes y consecuencias del genocidio vivido en la década del ’70 que ha vuelto a tomar fuerza en la última década, de la mano de numerosos periodistas, historiadores o cientistas sociales que parecen haber retrocedido en el tiempo hacia aquella coyuntura de los años ochenta.
Se desplegará en este trabajo que la última dictadura argentina fue genocida pero no fue fascista, en tanto no logró movilizar a amplios sectores de la población para sumarlos al despliegue directo de la violencia; se planteará que aquella dictadura fue más bien efectiva en el objetivo de paralizarnos, de sumergir a la mayoría de los argentinos en su cotidianeidad, encerrarlos en el interior de sus casas o de sus oficinas, desconfiando de parientes, vecinos o compañeros de trabajo, y cerrando sus ojos y oídos para evitar enterarse de la magnitud de la destrucción. Este trabajo no comparte el mantra de que la argentina fue una sociedad “violenta”, en el sentido igualador de la violencia que las lógicas de los “dos demonios” han intentado construir como narración exculpatoria del genocidio.
Sin embargo, hay algo de aquella frase poco feliz que desnuda una verdad no solo válida para los argentinos o para los años de la dictadura: que la crueldad, el sadismo, el odio, no constituyen solo conductas observables en otros, sino que se encuentran, como potencialidad, como latencia, en cada ser humano y en cada relación social. Que es una posibilidad innegable en cada uno de nosotros.
La dictadura militar, con su horror y sus campos de concentración, se propuso paralizar a la población y activar no tanto el odio y la violencia sino más bien la desconfianza y el individualismo, buscó habilitar el “sálvese quien pueda” y el “a mí no me ha pasado nada”, que tan bien describiera uno de los mejores politólogos de los años ’80, Guillermo O´Donnell, lamentablemente bastante olvidado por los cultores de aquellos años en el presente. La dictadura no nos transformó en fascistas sino en aquellos monitos que denunciara tempranamente la revista Humor, tapando sus ojos y oídos para no ver lo que ocurría.
Las estrategias de la derecha argentina, en esta última década, comienzan a proponernos algo paradójicamente peor que lo que buscó instalar aquella dictadura: estas nuevas derechas se han propuesto incentivar nuestros odios, transformar nuestras frustraciones ya no en parálisis sino en agresión frente al familiar, frente al par, frente al vecino. Ahora sí se nos propone desatar la violencia contenida contra el inmigrante, el desocupado, el piquetero, el negro, el vendedor ambulante, el ratero, el manifestante urbano, la abortera, el árabe, el gitano o el judío. Insultarlos, molerlos a palos, atacarlos en banda, lincharlos, atropellarlos, acuchillarlos. Exactamente de eso se trata el fascismo en tanto práctica social, no de una violencia política direccionada y contenida como fue la de los años setenta. No fue cierta la “violencia social” colectivizada que postulan los defensores de los “dos demonios” para la época del genocidio pero, paradójicamente, sí quieren llevarnos hoy a una violencia social colectivizada, como parte de una estrategia de opresión. Algo que nuestra generación no ha conocido en la Argentina, ni siquiera durante la última dictadura militar.
Oriana Fallaci denunció la parálisis y la complicidad de numerosos sectores de la sociedad argentina con la dictadura. Y muy en especial la de la prensa, que no solo callaba sino que ofrecía sus páginas para las operaciones de los servicios de Inteligencia.
Pero hoy muchos de esos periodistas —o sus herederos, porque en la mayoría de los casos los periodistas de hoy eran niños o adolescentes durante la dictadura, o incluso nacieron después de su finalización— no solo prestan otra vez sus medios y su voz para las operaciones de los servicios de Inteligencia sino que, muchos de ellos, ahora llaman a la población a indignarse, a ejercer una violencia en banda, cobarde, la de los muchos moliendo a patadas a una persona en el suelo, la de quienes se envalentonan quemando a quienes se ven obligados a dormir en la calle, la de quienes atacan a golpes a alguien porque es negro, porque parece boliviano o paraguayo o porque usa una kipá, intentando al mismo tiempo convencernos de que una vida vale mucho menos que un celular o una bicicleta, que el “cumplimiento de la ley” (aunque sea la ley de circular sin inconvenientes de casa al trabajo) justifica la más dura represión, el encarcelamiento e incluso el asesinato de aquellos que osen ocupar el espacio público con la protesta.
Ya no nos quieren encerrados en nuestras casas y haciendo oídos sordos al terror, como aquellos monitos que ilustraba Humor. Quieren que seamos nosotros quienes salgamos a insultar, a golpear, a agredir, a escupir. Incluso a matar. Nos incitan a ello desde los medios de comunicación e incluso desde algunos cargos públicos. Nos reiteran una y otra vez que “los argentinos hemos sido muy dóciles”. Pero parece que insubordinarnos y dejar de ser dóciles no sería enfrentarnos al poder concentrado, a la injusticia sino, como buenos cobardes, desquitarnos con aquellos que sufren más que nosotros, con los que reclaman dignidad cortando una calle o una ruta, organizando una huelga o reclamando por sus derechos.
Ahora sí buscan construir, despertar y habilitar al “enano fascista” para obligarnos a encontrar un enemigo sobre el cual descargar la violencia contenida como consecuencia de un nuevo orden que nos expulsa de la posibilidad de ganarnos el sustento con nuestro trabajo, de acceder a un sistema de salud, de contar con una educación pública de calidad o con una vivienda propia. Parece que no merecemos nada de esto y que la culpa es del que tiene menos que nosotros, del “planero”, de las mujeres embarazadas de los barrios populares (“que tienen hijos para cobrar un plan”), de los miserables que con la misérrima ayuda que reciben del Estado se estarían robando nuestro bienestar.
Al tiempo que con la lucha popular lográbamos derrotar la impunidad de los genocidas, allí a comienzos del siglo XXI se iba gestando el huevo de la serpiente fascista en los subsuelos de la sociedad argentina, de la mano de la versión recargada de los “dos demonios”, del discurso sobre la inseguridad, de la estigmatización del piquetero, del huelguista o del maestro, y de la mano también de un nuevo periodismo soez y descalificatorio y una nueva política que han hecho del insulto, la burla, la chicana, la denigración y las operaciones de Inteligencia o los “carpetazos” sus herramientas más efectivas.
Este libro busca desplegar algunas de estas preguntas, aportando una reflexión sobre cómo es posible pensar el fascismo en tanto práctica social, cuáles de dichos elementos comienzan a darse cita en el contexto argentino, qué similitudes y diferencias pueden encontrarse con las formas más clásicas y canónicas de las experiencias fascistas (los casos español, italiano y alemán en la Europa de la primera mitad del siglo XX) y, sobre todo, el sentido que puede tener pensar la necesidad de conformación de un frente antifascista, como modo de articular los muy distintos y variados espacios de militancia que, teniendo fuertes diferencias en sus caracterizaciones y posicionamientos políticos, podrían confluir en la lucha por impedir este nuevo posible giro de las derechas argentinas.
La preocupación que inspira este libro es la percepción de que hay quienes comienzan a pensar seriamente en desplegar la posibilidad de una salida fascista contra las consecuencias de una profunda crisis económica, sociopolítica e incluso generacional que pone en jaque las funciones masculinas y femeninas, paternas y maternas, y que solo una detección temprana, la comprensión de sus lógicas (viejas y nuevas) y la creación de un frente antifascista sólido y plural para contenerla podrá conjurar dicho peligro.