Читать книгу La construcción del enano fascista - Daniel Feierstein - Страница 8
ОглавлениеPreguntarse por el riesgo de una avanzada fascista en la Argentina requiere, antes que nada, clarificar de qué se habla cuando se menciona el término “fascismo” y qué sentido tendría utilizarlo hoy.
Los trabajos sobre el fascismo son innumerables y las perspectivas son de lo más diversas. También los modos actuales de utilización del término. Vale entonces iniciar este libro ingresando en la complejidad de los distintos usos del concepto para tomar una postura clara y explicitar en qué sentido se hablará aquí de fascismo, en qué sentido no, y cuál podría ser la ventaja de recurrir a dicho término para analizar la compleja realidad política contemporánea en nuestra región y, especialmente, en nuestro país.
Para comenzar a despejar el panorama, es bueno distinguir inicialmente tres usos muy empobrecedores del término que conviene evitar.
El primero es un modo falto de especificidad y simplificador, que califica como “fascista” cualquier rasgo autoritario o cualquier régimen con el que se disiente. Es así que, por ejemplo, Elisa Carrió califica a Cristina Fernández de Kirchner de “fascista de izquierda” (1), apelando a un término (fascismo de izquierda) ya de por sí cuestionable, aunque sin embargo utilizado por algunos autores, como Jürgen Habermas, Seymour Lipset o Irving Louis Horowitz. Aunque el propio término “fascismo de izquierda” es, a mi modo de ver, muy problemático, y no suele ser compartido, estos autores lo utilizan para experiencias políticas en modo alguno comparables a las lógicas del kirchnerismo, con lo cual la descalificación de su uso por parte de figuras políticas como Carrió sería doble. En el mismo tono, en su reciente libro El fascismo argentino (2), Ignacio Montes de Oca ubica en “el peronismo” (así, a secas) la matriz “autoritaria” del “fascismo argentino”, una concepción con mayor pregnancia histórica que las afirmaciones de Carrió y con acompañamientos varios en el plano político e intelectual, pero no con mayores méritos en cuanto al sentido teórico del término “fascismo” y su remisión a conductas de sujetos o a analogías sin mucho fundamento y de impacto más bien mediático, en lugar de intentar dar cuenta de prácticas sociales. Ya un autor clásico europeo como Ernst Mandel había planteado una referencia al caso argentino en sus propios libros, al considerar como “grave error” la concepción del peronismo como fascismo, fundamentalmente porque el fascismo se propuso históricamente destruir la organización sindical de los trabajadores y recortar sus derechos, en tanto que el peronismo logró exactamente lo contrario, algo que resulta absurdo que deba señalarnos un autor alemán a los argentinos cuando resulta tan evidente. (3)
Asimismo, también desde la izquierda política o incluso desde el peronismo se ha utilizado muchas veces el término fascismo como insulto, como adjetivación descalificadora o como remisión a la represión o al autoritarismo. Es así que se incluye en la calificación de “fascistas” los golpes militares de 1955, 1966 o 1976, o a todo movimiento político autoritario, a los “gorilas”, a cualquier conato represivo ante una manifestación de masas, al accionar policial regular contra el crimen o incluso a regímenes conservadores, liberales o neoliberales.
Una de las mejores críticas a esta banalización —por derecha o por izquierda— del concepto de fascismo puede encontrarse en un trabajo clásico de la izquierda marxista a propósito del surgimiento de dicha experiencia política en la Italia de los años ’20: la crítica de Palmiro Togliatti (contemporáneo de Gramsci y cercano a él) a esta generalización del uso del término en la izquierda. Decía Togliatti:
“Ante todo quiero examinar el error de generalización que se comete ordinariamente al hacer uso del término ‘fascismo’. Se ha convertido ya en costumbre el designar con esta palabra toda forma de reacción. Cuando es detenido un compañero, cuando es brutalmente disuelta por la policía una manifestación obrera (...) en toda ocasión, en suma, en que son atacadas o violadas las llamadas libertades democráticas consagradas por las constituciones burguesas, se oye gritar: ‘¡Esto es el fascismo! ¡Estamos en pleno fascismo!’ Es preciso dejar las cosas bien claras: no se trata de una simple cuestión de terminología. Si se considera justo el aplicar la etiqueta de fascismo a toda forma de reacción, conforme. Mas no comprendo qué ventajas ello puede reportarnos, salvo, quizás, en lo que hace referencia a la agitación. Pero la realidad es otra cosa. El fascismo es una forma particular, específica de la reacción; y es necesario comprender perfectamente en qué consiste esa su particularidad.” (4)
La segunda utilización problemática que vale la pena descartar es aquella que hace equivaler el concepto de fascismo con el ambiguo y confuso término de “totalitarismo”. Fascismo sería entonces una modalidad de ejercicio de este totalitarismo, que podría encontrarse tanto en regímenes de derecha como de izquierda y que cubriría desde las experiencias italiana o alemana hasta las de la Unión Soviética bajo Stalin, e incluso la de China con Mao (algunos hasta lo expanden hacia cualquier régimen de partido único, incluyendo el caso cubano y, ahora que se encuentra en el eje de la atención mediática, también la Venezuela de Maduro, aunque no tenga partido único). Pese al interés que poseen algunos de los análisis de Arendt en su clásica obra Los orígenes del totalitarismo (5), el término, en manos de autores como Carl Friedrich, Dwight Macdonald, Arthur Koestler o Zbigniew Brzezinski, entre otros, se transformó en lo que Slavoj Žižek ha llamado, simpáticamente, un “antioxidante ideológico”. (6) El concepto de totalitarismo, y el uso de “fascismo” como su equivalente, cobra su fuerza real (y, por tanto, su trampa conceptual) cuando se entronca en la lógica de la Guerra Fría como modalidad de igualación de nazismo y stalinismo, de autoritarismo de derecha y de izquierda y, por tanto, de rescate y glorificación de la democracia liberal “antitotalitaria” que se opondría a “ambos extremos” de la violencia. (7) Igualación banalizadora que cobra sus diversos sentidos en las “teorías de los dos demonios”. (8)
Es interesante observar cómo la homologación de nazismo y stalinismo resulta funcional tanto a esta perspectiva liberal (basada en el concepto de “totalitarismo”) como al revisionismo nacionalista de Ernst Nolte. Nolte plantea el nazismo como una “respuesta” al bolchevismo, que habría implementado una “violencia simétrica”, explicada en espejo por la violencia bolchevique, prefigurando las lógicas de “dos demonios” que tanta pregnancia han tenido unos años después para analizar el caso argentino. (9)
Lo significativo es que este revisionismo no se presenta como tal sino que se ha construido a sí mismo como voz hegemónica con respecto a la evaluación de la experiencia nazi-fascista, y ello ha permitido una formidable operación negacionista de los orígenes y fundamentos del fascismo en su igualación con las experiencias revolucionarias bajo la fórmula de “totalitarismo”.
El concepto de totalitarismo es el mejor ejemplo de cómo la elaboración de los procesos sociales se salda en su “realización simbólica”, en aquello que los discursos hegemónicos logran que la experiencia pueda significar, para ser apresada de una u otra forma. (10) La tesis del totalitarismo fue un tabique más sólido que los ladrillos del muro de Berlín para impedir que la caída del nazismo permitiera un reflujo de la autodeterminación de los pueblos, homologando al tirano con las formas políticas que permitieron derrotarlo.
Por último, existe otra fuerte corriente dentro del campo académico que, como contrapartida de la ampliación extrema de las dos miradas previas, busca restringir la utilización del término “fascismo” para la experiencia italiana de la primera mitad del siglo XX, considerando que cuenta con una especificidad incomparable a cualquier otro proceso histórico. (11) Cada vez más extendidas en el campo de la historia e incluso avanzando en el conjunto de las ciencias sociales, este tipo de miradas se niegan a cualquier posibilidad de comparación y restringen el conocimiento de los hechos a una mera descripción densa de cada caso histórico, sin poder comprender procesos de mayor nivel de generalidad y elementos comunes presentes en casos diferentes. Estas lógicas “literalistas” terminan derivando en análisis estériles que constituyen un fuerte obstáculo para las posibles utilizaciones del pasado en las disputas políticas del presente, eje fundamental del sentido del propio proceso de conocimiento, que no puede ser apenas una abstracción interesada en especificidades únicas y excluyentes que podrían encontrarse en cada caso. Esto es: que cada caso resulte único en muchas variables no elimina en modo alguno la legitimidad y utilidad del trabajo comparativo para la creación de conceptos que den cuenta de similitudes estructurales entre estos casos históricos específicos. El concepto de fascismo es un ejemplo privilegiado de la utilidad política de este conjunto de reflexiones, siempre que se comprenda lo que implica un procedimiento de abstracción, que en modo alguno significa postular la equivalencia absoluta de aquellas experiencias que se abstraen en el concepto común.
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Es así que, más allá de encontrarse en polos enfrentados, las tres posturas descriptas previamente resultan empobrecedoras en un sentido teórico y político. Si todo régimen autoritario es fascista, si el fascismo iguala la consolidación de los sectores dominantes o su cuestionamiento (como en el caso del concepto de totalitarismo o de la díada “fascismo de derecha-fascismo de izquierda”), o si el caso italiano es tan único que no puede ser comparado con ninguna otra experiencia histórica, el análisis conceptual queda obturado. El desafío entonces radica en definir qué características estructurales darían cuenta de definiciones más útiles de fascismo para distinguir distintos proyectos, analizar sus consecuencias y evaluar, a partir de allí, en qué sentido existe un riesgo fascista en la Argentina contemporánea y en qué sentido dicho riesgo no es tal o no se deja comprender por las experiencias europeas que hemos conocido. Pregunta crucial para el presente y para todo movimiento que se proponga intervenir en la coyuntura política contemporánea.
Tres definiciones estructurales del fascismo
En un sentido más útil y comparativo, y en tanto abstracción que da cuenta de características estructurales de procesos históricos distintos, el término fascismo ha tenido tres tipos de definición:
1) en tanto ideología: la que se caracteriza por el monopolio de la representación por parte de un partido único de masas, la utilización de proyectos mesiánicos, el culto personalista del jefe, la verticalización autoritaria de la sociedad, la exaltación de la comunidad nacional y la estigmatización de quienes no pertenecerían a ella o resultarían en un peligro para su conservación, el desprecio del individualismo liberal articulado con un profundo y violento anticomunismo, la postulación de orígenes míticos de la identidad nacional y su vinculación con objetivos de expansión imperialista, la construcción de un aparato de propaganda centralizado y basado en la restricción o eliminación de los medios opositores, entre otros elementos;
2) en tanto régimen de gobierno: de carácter corporativo y vinculado al cuestionamiento de la democracia representativa liberal desde un modelo de conciliación y articulación de clases a través de las “fuerzas vivas” de la sociedad: empresarios, sindicalistas afines al régimen o creados desde el aparato estatal, estructuras militares o religiosas. Régimen tendiente, a su vez, a un dirigismo estatal de la economía; y
3) en tanto conjunto de prácticas sociales: que dan cuenta de un tipo específico de utilización de la demonización de los grupos minoritarios, de la exacerbación y proyección de los odios de los sectores medios, proletarizados o excluidos y la movilización política activa de los mismos, en tanto estrategia de los sectores concentrados del capital para destruir la organización popular —y muy en particular su expresión sindical— en contextos en los que la democracia liberal no logra resolver las contradicciones o encuentra problemas en la construcción de su hegemonía política.
A su vez, también es importante tomar en cuenta las condiciones de surgimiento de las experiencias fascistas europeas en la primera mitad del siglo XX, a saber: el rol de las crisis interimperialistas y la disputa por el control de los territorios coloniales en África y Asia, el surgimiento de burguesías nacionales en Alemania y en Italia con intenciones de disputar la hegemonía global anglofrancesa, las transformaciones generadas por la Revolución Soviética en toda Europa y la reacción de los sectores dominantes frente al cuestionamiento de los sectores populares en cada uno de los Estados europeos, el reagrupamiento de las derechas alrededor de una alternativa que permitiera reconfigurar el mapa político a partir de la derrota de las asonadas revolucionarias en Alemania, Hungría y España, entre otros numerosos elementos.
Vale la pena detenerse brevemente en cada una de las tres lógicas estructurales (el fascismo como ideología, como régimen de gobierno y como conjunto de prácticas sociales) para describir sus elementos fundamentales y evaluar su vigencia a la luz del contexto político contemporáneo argentino. Esto es, no solo para comprender en qué sentido puede ser pertinente el concepto de fascismo sino también para aclarar en qué sentidos no lo sería. Ello también tiene una profunda utilidad teórico-política.
El fascismo como ideología
Concebir el fascismo en tanto construcción ideológica puede tener su sentido, ya que permite observar prácticas históricas con características diferentes en aquellos puntos que tienen en común, por ejemplo, el fascismo italiano, el nazismo alemán o el falangismo español, o incluso las distintas experiencias de nacionalismos periféricos en Europa del Este, América Latina o Asia. Muchos de los trabajos teóricos sobre el fascismo tienden a priorizar este tipo de mirada estructural, la cual tiene utilidad, sobre todo en el campo de la teoría y la filosofía políticas. El riesgo, en algunos casos, es que se piense la ideología como reificada de las propias prácticas sociales en las que se inscribe y, por tanto, se termine concibiendo el fascismo más como “un modo de pensar” que como un constructo que articula modos de hacer y modos de representarse la realidad. Pero, de todas maneras, no deja de ser relevante analizar el fascismo en función del marco ideológico que estructura, en particular cuando se lo entiende como parte de las propias lógicas de la praxis.
Si tomamos la definición de fascismo presentada en el Diccionario de Política de Norberto Bobbio (12), por ejemplo, ocho de las trece características necesarias para considerar un régimen como fascista se vinculan con elementos de corte más o menos ideológico, a saber: monopolio de la representación política por parte de un partido único y de masas organizado jerárquicamente, ideología fundada en el culto del jefe, exaltación de la colectividad nacional, desprecio de los valores del individualismo liberal, colaboración entre clases, anticomunismo, objetivos de expansión imperialista y un aparato de propaganda fundado en el control de la información y de los medios de comunicación de masas.
En la mirada que prioriza este componente “ideológico”, el fascismo se caracteriza como un modo por el que los sectores dominantes buscan hegemonizar una visión del mundo en la cual se dan cita una concepción conspirativa, un nacionalismo de corte expansionista que construye como enemigos a las naciones o estados limítrofes y que busca establecer una cohesión interclasista desde la remisión a valores míticos o tradicionales. Ello se suele vincular con algunos elementos que, incluso, podrían remitir a un régimen de gobierno, como la conformación de un partido de masas, el rol de la dominación carismática y la identificación con un líder fuerte, la prohibición de los partidos de oposición y, sin dudas, la crítica a la modernidad (o incluso a la posmodernidad) desde la defensa de los valores de familia, tradición o patria. Uno de los riesgos de una mirada que se base demasiado en la perspectiva ideológica es el de perder de vista la articulación pragmática de estos núcleos ideológicos con las necesidades del capital, articulaciones que se buscará desarrollar con más detalle en el próximo capítulo.
Más allá de la caída de los fascismos en la segunda posguerra, siempre existieron, desde aquel momento, movimientos que podrían ser caracterizados ideológicamente como fascistas en distintos puntos del globo, aunque su fuerza real tendió a ser más bien limitada, ya que no se volvió a dar una articulación con las necesidades de los grupos dominantes. Así ocurrió también en el caso argentino, en el que, sin negar la existencia de agrupaciones identificadas ideológicamente con el fascismo tanto en el campo del antiperonismo como en el campo del peronismo, estas nunca lograron la conducción del proceso político en democracia ni en ninguna de las numerosas dictaduras militares. Los sectores fascistas fueron siempre minoritarios incluso dentro de las propias fuerzas armadas argentinas y, vinculados con cierto nacionalismo difuso y por lo general xenófobo, antiinmigrante y antisemita, tendieron a ser conducidos, derrotados o hegemonizados por las corrientes más liberales. En el campo de los partidos políticos, nunca llegaron a contar con una estructura propia y constituyeron más bien pequeños núcleos dentro de los partidos existentes sin capacidad de incidencia política significativa o sectas marginadas del escenario político, como los grupos conducidos desde hace años por Alejandro Biondini.
Si bien en estos últimos años han aparecido nuevas figuras que reivindican algunos de los lineamientos ideológicos del fascismo —de las cuales quizás la más notoria podría ser la del diputado salteño Alfredo Horacio Olmedo o la de Juan José Gómez Centurión, así como en algún momento lo fueron las agrupaciones neonazis que, a diferencia de Olmedo, nunca accedieron a representación parlamentaria—, no pareciera ser en este plano propiamente ideológico en donde radicaría el mayor riesgo de fascismo en la Argentina de hoy, en tanto que muchos de los motivos ideológicos clásicos del fascismo —partido único de masas, nacionalismo expansionista, culto personalista del jefe— no parecen tener vigencia ni capacidad de interpelación en las grandes mayorías de la sociedad argentina.
Sí puede observarse —muy en especial dentro de la alianza Cambiemos y, sobre todo, a partir de los cambios realizados para las elecciones de 2019 en la nueva configuración Juntos por el Cambio, aunque no solamente allí sino también en sectores del peronismo, en el nuevo partido Nos y en algunos partidos provinciales— un fuerte crecimiento, estos últimos años, de un novedoso anticomunismo macartista, reconfigurado como ofensiva ante las luchas feministas o por la igualdad de género, contra los colectivos LGBT, contra inmigrantes o pueblos originarios y de la mano de un ataque a las conquistas de la modernidad, pero ya no necesariamente centrado en la crítica al individualismo liberal. Quizás uno de los casos más actuales y chocantes fue la acusación del candidato a vicepresidente de Juntos por el Cambio, Miguel Ángel Pichetto, buscando descalificar a Axel Kicillof —candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires— acusándolo de “comunista”. Esta novedad se vincula a que este neo o protofascismo ideológico del siglo XXI convive con muchas de las conquistas ideológicas del neoliberalismo, en tanto estrategia centrada en la reivindicación del consumo, la meritocracia o la preocupación individualista por el propio bienestar. En este nivel sería entonces de utilidad poder comprender los elementos estructurales presentes en ambas experiencias, así como sus importantes diferencias, aun pensando exclusivamente en los motivos argumentales que configuran cada marco de representación de la realidad.
El fascismo como régimen de gobierno
Comprender el fascismo como régimen de gobierno implica centrarse en el cuestionamiento a la organización republicana y representativa a partir de una propuesta de corte corporativo. Fue una de las características fundamentales de las experiencias europeas de la primera mitad del siglo XX pero claramente la menos actual, la menos pertinente para ser analogada a los desafíos del presente.
Entendido en este sentido, podría decirse que el riesgo de fascismo, tanto en la región como en Argentina, es casi nulo. Latinoamérica ha oscilado entre regímenes democráticos más o menos respetuosos de la institucionalidad (incluyendo aquellos que han implementado guerras de contrainsurgencia sin eliminar el funcionamiento republicano, como México o Colombia) y dictaduras militares con fuerte vinculación con los intereses norteamericanos (en todo el Cono Sur y en América Central, con características bastante distintas en cada una de estas dos subregiones, con una presencia mucho mayor del patrimonialismo en América Central). Sin embargo, si bien estas dictaduras podrían asemejarse a los bonapartismos o a las dictaduras autoritarias analizadas por autores como Gramsci o Poulantzas, son precisamente los elementos fascistas los que se encontraron ausentes en la enorme mayoría de las experiencias de la región. Pese a algún que otro conato en los años ’60 o ’70, el fascismo en tanto régimen de gobierno no tuvo nunca chances reales de avanzar, producto entre otras cosas de la falta de autonomía de las burguesías nacionales y de la fuerte dependencia de las fuerzas armadas con respecto a los proyectos e iniciativas continentales, coordinadas por los EE. UU.
Tampoco en el presente aparecen ni las condiciones ni las propuestas para reemplazar la institucionalidad parlamentaria por un gobierno corporativo que articule el empresariado, los sindicatos, las fuerzas armadas y la Iglesia católica en un conglomerado político de dicho tenor. La degradación de los sistemas democráticos en la región —más que notoria— no se debe a que sean minados por propuestas de corte corporativo sino más bien a la construcción sistemática de la apatía política, a la espectacularización y banalización mediática de las disputas electorales, al rol asignado a las denuncias por corrupción, a la incontrolada utilización del big data y la manipulación de la subjetividad de los votantes y, como producto de ello, al intento de construir la sinonimia entre los conceptos de corrupción y de política, y a la dependencia del marketing en las campañas electorales, todo lo cual será analizado con mayor profundidad en el capítulo 3. Por lo tanto, se trata de un vaciamiento que tiende a disminuir la identificación del campo de la política como una construcción colectiva o como una herramienta para la transformación. Si bien esa apatía y ajenización pueden llegar a coincidir con numerosas prácticas sociales fascistas, no es en la propuesta corporativa en donde pareciera tomar forma dicho cuestionamiento, siendo que la salida corporativa parece efectivamente haber sido clausurada como una experiencia histórica del siglo XX.
Si bien válida y relevante como construcción de una caracterización estructural del fascismo, aquella que lo observa como régimen de gobierno tiene poco que aportar a la discusión del presente en nuestro país y en nuestra región, en tanto no parece que dicha forma de fascismo (el régimen corporativo) tenga viso alguno de prosperar como propuesta política viable.
El fascismo en tanto práctica social
Esta tercera mirada resulta hoy la más productiva, la de mayor potencial para analizar críticamente el presente y, de algún modo, sintetiza elementos de las dos miradas previas, pero reconfiguradas en su capacidad adaptativa. (13) Pero, al mismo tiempo, resulta necesario observar las similitudes y diferencias de los contextos históricos, en tanto que procesos que ocurren de modo bastante análogo pueden, sin embargo, asumir lógicas distintas articuladas en complejos muy diferentes de alianzas sociales y necesidades históricas.
Esto es, que prácticas sociales estructuralmente similares pueden resultar herramientas potentes para resolver problemas de distinto orden en las necesidades de los sectores dominantes en momentos históricos significativamente diferentes. Ello requiere que el proceso de analogía que permite poner ambas experiencias en diálogo sea capaz de comprender aquello que las prácticas tienen en común, al tiempo que pueda distinguir los objetivos a los que sirven cuando las necesidades históricas y el contexto no son los mismos. Allí radica el aporte que pueden realizar las ciencias sociales: identificar similitudes en contextos diferentes para contribuir a pensar —este ha sido siempre el sentido último del conocimiento— las lógicas de la acción política y los desafíos en el presente.
Entendido en tanto práctica social, el fascismo implica la posibilidad de movilización activa de grandes colectivos y su participación —también activa— en la estigmatización, hostigamiento y persecución de grupos de la población (identificados a partir de su origen nacional, su diversidad étnica, lingüística, cultural, socioeconómica, política, religiosa, de género o identidad sexual, etc.).
Este conjunto de prácticas sociales se suelen articular en el contexto de frustraciones socioeconómicas que se derivan de las recurrentes crisis del capitalismo y de una brutal redistribución regresiva del ingreso, mucho más pronunciadas en las zonas periféricas, y en especial allí donde había existido cierta integración social a través de la creación de sectores medios significativos. El fascismo busca saldar estas frustraciones y descontentos en modalidades de proyección hacia estos grupos (migrantes, beneficiarios de planes sociales, miembros de distintas minorías culturales o de identidad sexual, pueblos originarios), sea que ya estuvieran negativizados previamente o que se encuentren en proceso de serlo. Precisamente porque resulta más sencillo y fácil agredir a determinadas minorías —por lo general con escasa capacidad de confrontar con estas políticas de hostigamiento— que a los verdaderos responsables de la situación, quienes cuentan con el apoyo de la maquinaria militar estatal y también de crecientes ejércitos de mercenarios estructurados como agencias de “seguridad privada”.
Estos modos de estigmatización y hostigamiento suelen ir de la mano, también, con un cuestionamiento a las formas más igualitarias de democracia desde un comunitarismo excluyente y la denuncia de la corrupción de las instituciones como expresión de la decadencia del espíritu nacional. La “tierra y la sangre” tienden a reemplazar en los imaginarios colectivos a los “universos de derechos” conquistados durante el siglo XX. Al concebir las identidades desde esta remisión a sentimientos organizados en torno al origen, la tierra y la nacionalidad, las diferencias económicas producto de la dominación de clase se reconfiguran en diferencias esenciales derivadas de la cultura, del lugar de nacimiento, de la religión o de este conjunto de elementos entreverados. (14)
Una de las cuestiones centrales en esta tercera concepción estructural del fascismo —como práctica social— no pasa tanto por los objetivos declamados explícitamente (esto es, por el carácter de la ideología que moviliza a la población) sino por el sentido de la implementación de estas lógicas sociales y, muy especialmente, por el carácter de las prácticas en juego, vinculadas a modos específicos de utilización de la violencia, y a formas particulares de movilización social y de búsqueda de involucramiento de grandes contingentes de población en las acciones represivas, algo en lo que difiere claramente de las dictaduras autoritarias vividas en nuestro país en 1955, 1966 o 1976, que buscaban más bien la parálisis de la sociedad y desincentivaban cualquier modo de participación colectiva.
La Alemania nazi o la Italia de Mussolini serían así claras expresiones del fascismo entendido en tanto práctica social, a la vez que las dictaduras latinoamericanas bajo la Doctrina de Seguridad Nacional no podrían ser caracterizadas de dicho modo. Ello producto de que el poder de estas últimas se basó en la parálisis social y en la organización de fuerzas de choque de carácter estatal, a lo sumo con apoyo aristocrático o con una limitada incorporación de sectores excluidos como mano de obra de las fuerzas institucionales. Por el contrario, una característica fundamental del fascismo entendido en tanto práctica social se vincula con la búsqueda de un involucramiento activo de los sectores populares, y muy en especial de sectores medios en proceso de pauperización. Este involucramiento activo se estructura en la implementación de prácticas de hostigamiento, persecución, ataque o aislamiento de grandes grupos de población, sean estas más o menos espontáneas (por lo general no lo son) o instigadas por los distintos aparatos de poder, por los partidos afines o por el aparato de propaganda desplegado en el contexto de este desarrollo fascista.
Argentina no experimentó durante sus dos siglos de existencia el fascismo como una práctica social hegemónica, más allá de haber atravesado dos procesos genocidas (uno constituyente, a fines del siglo XIX y dirigido a los pueblos originarios, afrodescendientes y caudillismos excluidos del pacto fundacional; otro reorganizador, a fines del XX, que atravesó toda la estructura nacional) y de haber contado con grupos ideológicos identificados con el fascismo, pero que nunca lograron anclaje real en las fuerzas populares. La pregunta, entonces, es si algo podría ser distinto en este siglo XXI.
Diferencias entre la parálisis social de dictaduras autoritarias y la movilización social del fascismo
Esta cuestión resulta de importancia fundamental para distinguir, en el caso argentino, experiencias políticas previas de lo que podría constituir una verdadera novedad en este siglo XXI. La movilización masiva con un sentido reaccionario no ha sido parte de la historia política argentina, con excepciones muy menores que nunca llegaron a arraigar, como las manifestaciones y acciones clericales antiperonistas de 1954 y 1955. Los movimientos políticos que lograron movilizar a sectores medios o a grandes conjuntos de trabajadores (el radicalismo primero, el peronismo después) constituyeron en su momento iniciativas progresistas que buscaron ampliar el horizonte de derechos, bien que en ambos casos con modalidades más reformistas que revolucionarias. Aun cuando implementaron acciones represivas (ante las rebeliones obreras en la Ciudad de Buenos Aires o en la Patagonia bajo el radicalismo, con la represión a los sindicatos no dispuestos a alinearse con el régimen bajo el primer peronismo, con el surgimiento de agrupaciones nacionalistas peronistas en los años ’60 e incluso con los escuadrones de la muerte creados en el Ministerio de Bienestar Social por López Rega a partir de 1974), lo hicieron desde la estructura del aparato estatal y no se proponían involucrar la movilización de grandes contingentes ni autorizar la dispersión o autonomización del ejercicio del terror.
Es por ello que, entendido en el sentido de práctica social (aunque también vale para su comprensión como ideología), ni los movimientos populares argentinos ni las dictaduras instauradas para combatirlos pueden ser homologadas a las experiencias fascistas europeas. Cabría quizás la excepción, en relación con la comprensión del fascismo como régimen de gobierno, de una tibia deriva corporativa expresada en el inicio del gobierno de Juan Carlos Onganía —a partir del golpe de Estado de 1966— en el que se buscó ubicar a los militares como garantes de un acuerdo entre los grupos empresariales y un importante sector sindical que se proponía construir cierta autonomía de Perón, identificado con la conducción de Augusto Timoteo Vandor. Pero estas lógicas no prosperaron y la dictadura se inclinó nuevamente por una visión liberal, terminó bastante aislada, la movilización opositora fue creciendo —a la vez que algunas de las organizaciones del campo popular se inclinaron por la posibilidad de asumir la lucha armada contra el régimen estatal, en contextos donde las salidas democráticas aparecían definitivamente clausuradas— y, finalmente, Lanusse debió negociar con el propio Perón una salida electoral y el fin de la proscripción del peronismo, en lo que se dio en llamar el Gran Acuerdo Nacional, que terminó conduciendo a las elecciones nacionales de 1973.
Las iniciativas reaccionarias en la Argentina del siglo XX, por lo tanto, pese a haber implementado un genocidio, un sistema de campos de concentración y no haber ahorrado sangre del campo popular, no se caracterizaron por la posibilidad ni la intención de movilizar en su apoyo a grandes contingentes sociales sino que confiaron su ejercicio de la dominación a la paralización generada por el terror o a distintos modos de negociación o cooptación de los movimientos populares.
El macrismo, en este sentido, constituye una novedad: se trata de la primera vez en todo un siglo en la que la expresión política directa de los sectores dominantes puede acceder al gobierno a través de una compulsa electoral no fraudulenta y sin la mediación de un movimiento de masas que no fuera propio (como había ocurrido en el caso del menemismo, que sí contaba con la fuerza del peronismo, pese a haber implementado la política exactamente opuesta a la que históricamente había defendido dicha fuerza política). El ejercicio del gobierno por parte del macrismo durante ya casi cuatro años, con una rápida y brutal distribución regresiva de los ingresos sin la malla de contención de un movimiento popular como la que tuvo el menemismo, y sin la paralización generada por un terror dictatorial, transforma las prácticas sociales fascistas en una de las escasas posibilidades para la regeneración de esta derecha en decadencia, para la búsqueda de un nuevo horizonte de apoyo en un contexto de fuerte malestar social.
Apenas a modo de ejemplo de una posible deriva y desarrollo de la situación, cabe resaltar el protagonismo asumido durante 2018 por la ministra de seguridad, Patricia Bullrich, y por las temáticas de su cartera (tenencia de armas por parte de ciudadanos comunes, la estructuración de un discurso xenófobo contra los inmigrantes de países limítrofes y la remisión a los mismos como explicación de la inseguridad, la legitimación de una represión letal en casos como los de Santiago Maldonado o Rafael Nahuel y las campañas contra la familia Maldonado, entre otros) o la elección del peronista Miguel Ángel Pichetto como candidato a la vicepresidencia para las elecciones de 2019, expresando un corrimiento de cierta derecha moderna y liberal hacia posiciones más xenófobas y discriminatorias.
El ministro de economía, Nicolás Dujovne, expresó la complejidad de la situación económica presente con absoluta contundencia, sea por ingenuidad o por cinismo al declarar que “nunca se hizo un ajuste de esta magnitud sin que caiga el Gobierno” (15), reconociendo precisamente la novedad del ajuste macrista en relación con las experiencias históricas previas (llevadas a cabo bajo dictaduras militares o en condiciones que implicaron el final precipitado y abrupto del gobierno que las encarara, desde el “Rodrigazo” de 1975, la hiperinflación de 1989 o la corrida bancaria y el “corralito” del fin de la Convertibilidad en 2001).
La construcción del enemigo inmigrante limítrofe en tanto “invasor” o “ladrón de derechos” (salud, educación, seguridad), la disputa con la “ideología de género”, la estigmatización del adversario político (la Kukaracha kirchnerista, el anarco-trosco-kirchnerismo, el “comunismo” del candidato peronista a la gobernación bonaerense Axel Kicillof o su origen judío), todos motivos clásicos de procesos genocidas, desde la Alemania nazi hasta la Ruanda de los años ’90 o, ahora también, el “eje del mal”, que incluye las supuestas conspiraciones (Venezuela-Cuba-Irán), los grupos indígenas e incluso campesinos (muy en especial en el caso mapuche en el sur y las especulaciones acerca de la existencia de una organización como la RAM, pero también con fuerza e importante presencia en provincias como Salta, Jujuy, Tucumán, Santiago del Estero, Chaco o Formosa), y todo aquello que constituye posibilidades de movilización de los sectores sufrientes, propuestas para proyectar sus frustraciones en otros grupos de población, como estrategia para desviar la atención de las consecuencias del brutal aumento de la desigualdad.
¿Prácticas sociales fascistas en el presente argentino?
Entendido entonces en este tercer sentido de práctica social, la pregunta es si por primera vez podríamos estar experimentando el riesgo de que algunas de estas prácticas encuentren apoyo y consenso en la sociedad argentina contemporánea. No es fácil aún dar una respuesta, pero lo que se observa en estos últimos tiempos es, cuanto menos, preocupante.
Entre las declaraciones punitivistas o xenófobas de los últimos dos o tres años podemos encontrar un arco político demasiado amplio, que en modo alguno se reduce apenas a sus expresiones más extremas, como las del diputado salteño Alfredo Olmedo o el ex carapintada Juan José Gómez Centurión, que parecen querer adelantarse a su tiempo y forzar permanentemente los límites de lo construido como “políticamente correcto”, con una atención mediática, un interés y una retransmisión que jamás habían recibido figuras como Alejandro Biondini.
Dirigentes de peso político mucho mayor han comenzado a participar de esta recomposición del mapa político de lo pensable y lo decible, que va corriendo muy notoriamente el límite de lo enunciable. Si bien se llevará a cabo un relevamiento más sistemático en el capítulo 3, vale la pena enumerar, entre las voces más importantes, a la ministra de seguridad de la Nación, Patricia Bullrich; el ex secretario de seguridad del gobierno anterior, Sergio Berni; el ex presidente del Senado de la Nación y actual senador nacional por el peronismo federal, Miguel Ángel Pichetto (finalmente elegido como candidato a la vicepresidencia por el macrismo); el ex ministro de Educación y actual senador nacional por la Alianza Cambiemos, Esteban Bullrich. Figuras relevantes del gobierno y, en algunos casos, también de los partidos de oposición están dispuestas a utilizar expresiones xenófobas, discriminatorias o punitivistas y alentar reacciones sociales que puedan dirigir el odio social y las frustraciones económicas hacia los inmigrantes de países limítrofes, los miembros de organizaciones de izquierda, de organismos de derechos humanos, los sindicalistas, los desocupados, los receptores de planes sociales o los pueblos originarios, entre otros grupos estigmatizados.
Y, como a partir del nazismo los fascismos posteriores no prescindieron nunca del arma del antisemitismo, también en este caso los ataques se dirigen contra los judíos, como se desprende de las manifestaciones en Tucumán contra el secretario de Derechos Humanos y contra la implementación de la Ley de Educación Sexual Integral (ESI), en donde con explícita gráfica antisemita se acusa al “judío Avruj” de “rechazar el derecho de opinión de los cristianos”, incluyéndolo en una larga lista junto a Wilhelm Reich, Erich Fromm, Walter Benjamin, Judith Butler, George Soros u Horacio Verbitsky, lo cual habrá sorprendido sobremanera al propio Avruj, quien hasta aquel momento había coqueteado con algunos de estos grupos invitándolos en algunos casos a reunirse en la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación.
Afirmaciones de tenor similar pueden encontrarse también en las declaraciones de periodistas como Gustavo Cúneo o ex funcionarios de gobierno como Guillermo Moreno, en donde los ataques tanto al gobierno como a la oposición de izquierda pasan por su “extranjería”, su judaísmo o el “no asistir a misa”. Y, por supuesto, en los ataques cibernéticos de los trolls macristas o nacionalistas, donde sorprende el crecimiento y radicalización de la imaginería antisemita.
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Para identificar un conjunto de prácticas sociales fascistas no alcanza, sin embargo, con la persistencia o profusión de declaraciones, sino que se requiere que el carácter simbólico de las expresiones asuma materialidad a partir de agresiones concretas, instigaciones a la delación, hostigamiento de grupos organizados o violencia paraestatal. Cabe incluir en una primera lista que será desarrollada en profundidad en el próximo capítulo:
1) Las campañas de delación, entre las que se destaca la apertura de una línea telefónica (un 0800) para denunciar a docentes que se propusieran plantear en sus clases la preocupación por la desaparición de Santiago Maldonado en el sur del país, en el año 2017. Esta campaña mediática de delación se estructuró con la consigna “con mis hijos NO”, cuestionando una supuesta “politización” de la educación, tendencia que se importó de las campañas contra la educación sexual en el Perú;
2) la intervención patoteril de “organizaciones” de padres o vecinos en establecimientos educativos de distintos puntos del país para impedir la implementación de clases de Educación Sexual Integral a partir de lo que se plantea como “oposición activa a las políticas de género”;
3) el crecimiento de ataques de distinta envergadura a los movimientos sociales (tanto de fuerzas estatales como paraestatales, patotas civiles o mercenarios a sueldo de los terratenientes), incluyendo las comunidades originarias o campesinas en Neuquén, Río Negro, Santiago del Estero, Salta, Chaco o Formosa, la organización Tupac Amaru en Jujuy, comedores populares, docentes, sindicalistas, miembros de organizaciones con presencia en barrios populares como la Garganta Poderosa o la CTEP, vandalización de monumentos conmemorativos a las víctimas del genocidio argentino, entre muchos otros;
4) limitaciones al ejercicio del periodismo, a partir de ataques físicos a periodistas durante manifestaciones de protesta o persecución judicial a medios no afines al gobierno nacional;
5) la instigación al ejercicio de “microviolencias” en la vida cotidiana, tanto a través de los medios concentrados como de declaraciones de funcionarios oficiales o representantes de la oposición avalando el gatillo fácil, la justicia por mano propia, los linchamientos públicos, los escraches a adversarios políticos, entre otras formas de ejercicio de una violencia cada vez más descontrolada que comienza a permear el espacio público;
6) diversas modalidades de hostigamiento y persecución a la oposición política, sindicalistas combativos, periodistas o incluso científicos que se enfrentan a políticas de gobierno o que confrontan con la creciente aceptación de la profusión de estas microviolencias; y
7) el acrecentamiento del antisemitismo, como proyección clásica de las lógicas fascistas hacia un enemigo “externo”, expresado no solo en numerosas declaraciones sino en ataques a sinagogas, cementerios o incluso a personas judías en la vía pública, en casos ocurridos en centros urbanos relevantes como el AMBA o Rosario.
Estas prácticas serán analizadas con mayor desarrollo en el próximo capítulo como “avanzadas” de prácticas sociales fascistas, como una “liberación de los microdespotismos” (16) que buscan involucrar al conjunto de la población en el ejercicio de la persecución a los más vulnerables, en tanto intento de “descompresión” del malestar generado por las brutales transferencias de ingresos producidas durante el gobierno de Cambiemos, muy en especial a partir del sideral aumento de las tarifas de servicios públicos y el impacto de dichas subas y de una inflación cada vez más descontrolada en el poder adquisitivo de la mayoría de la población.
¿Por qué apelar al concepto de fascismo hoy?
El fascismo surgió como una respuesta del capital concentrado ante la amenaza revolucionaria europea y cayó en descrédito a partir de la derrota del nazismo en la Segunda Guerra Mundial y la reconfiguración ideológica del mundo en el contexto de la Guerra Fría.
Las transformaciones de los equilibrios de poder internacionales, la aparición de nuevas confrontaciones coloniales por la apropiación de recursos o zonas geopolíticas en África, en el Golfo de Bengala (17), en el Medio Oriente, en las ex repúblicas soviéticas, la transformación de las lógicas migratorias, la tercerización de la violencia vía el narcotráfico y/o el fundamentalismo, el surgimiento de nuevos comunitarismos, han comenzado a generar condiciones muy distintas. La aparición de lo que Enzo Traverso ha llamado “las nuevas derechas” (18) requiere poner en cuestión las viejas certezas.
Atilio Borón, quien se ha destacado entre otras cuestiones por distinguir las dictaduras argentinas —incluso la última, con su faz genocida— de las experiencias fascistas, por motivos equivalentes a los aquí desarrollados, intenta alertar sobre el riesgo de observar estas iniciativas como “fascistas”, proponiendo prescindir de dicho término. (19) Enfrentado con aquellas visiones que comprenden el fascismo desgajado de sus condiciones históricas y como una “tendencia de personalidad” (Borón discute aquí claramente con los trabajos de Theodor Adorno sobre la “personalidad autoritaria” (20)), busca comprender las condiciones históricas de posibilidad de los regímenes fascistas para descartar que exista algo equivalente en el surgimiento de movimientos como el de Jair Bolsonaro en Brasil o Donald Trump en los Estados Unidos. Distingue para ello cuatro condiciones de emergencia del fascismo en su expresión emblemática en el siglo XX: 1) estrategia de resolución burguesa de una crisis de hegemonía, 2) intervencionismo estatal, 3) organización y movilización de masas, en especial de las capas medias, y 4) rabioso nacionalismo.
Compartiendo las preocupaciones y los ejes del análisis de Borón, cuesta sin embargo acordar en este caso con sus conclusiones, a la vista de la realidad política regional. La reemergencia fascista contemporánea podría constituir un modo —por muy distinto que fuere de las experiencias del siglo XX, que de hecho lo es— de reconfigurar una hegemonía que se vuelve compleja para el liberalismo contemporáneo en lo que hace a la posibilidad de sostener apoyos políticos masivos dentro de un régimen representativo y sin apelar al fraude. Reorganización que podría buscar —a diferencia de las dictaduras implementadas bajo la Doctrina de Seguridad Nacional— una movilización de masas, precisamente centrada en las capas medias y como confrontación con la movilización popular que resulta de la destrucción deliberada y sostenida de las condiciones de vida de las grandes mayorías de la población.
Es cierto que esta nueva reconfiguración y resolución de una crisis de hegemonía vendría de la mano de un neoliberalismo feroz y no de un intervencionismo estatal, y en ello radicaría una importante diferencia con las experiencias del siglo XX, pero queda la duda de si dicha diferencia resulta suficiente para eliminar la posibilidad de caracterizar estos regímenes como fascistas o neofascistas, precisamente porque aquello que tienen en común con las experiencias del siglo XX pareciera resultar mucho más importante que sus diferencias, muy en especial en torno a reflexionar sobre los modos necesarios para confrontarlos políticamente. También porque ese “estatismo” del fascismo alemán o italiano no se encontraba en modo alguno escindido de las necesidades y proyectos de los capitales concentrados transnacionales, incluso de los capitales británicos o estadounidenses, que fueron parte central del financiamiento y apoyo de los regímenes fascistas, en casos como la General Motors, Ford, IBM o el conjunto de las empresas petroleras o los grupos financieros.
En este sentido, el supuesto nacionalismo “rabioso” o incluso “antiimperialista” de las experiencias italiana o alemana convivía tan bien con las necesidades del capital trasnacional de principios y mediados del siglo XX como puede hacerlo el nuevo nacionalismo xenófobo argentino o brasileño con las necesidades del capital concentrado trasnacional en este siglo XXI. Esto es, el carácter meramente instrumental del nacionalismo no sería una novedad de las experiencias actuales sino más bien un punto en común entre las experiencias europeas del siglo pasado y sus contrapartes contemporáneas: un nacionalismo exacerbado en lo retórico y en lo ideológico que no necesariamente se condice con las políticas concretas implementadas por las fuerzas que conducen dicho proceso, para quienes el bienestar de su población no fue prioritario en ninguna de las experiencias históricas y siempre quedó sumergido bajo las necesidades y desafíos del gran capital.
El fascismo ha tenido a lo largo de la historia distintas condiciones de emergencia que serán analizadas en el próximo capítulo, precisamente para comprender las similitudes y diferencias entre el contexto del surgimiento de los fascismos europeos y las realidades actuales de nuestra región. Sin embargo, es innegable que algunas de las condiciones de emergencia del fascismo original se dan cita nuevamente en el contexto actual, aunque también lo hicieron en otras circunstancias históricas sin que el fascismo pudiera levantar cabeza: la crisis económica, la inestabilidad de la moneda, el aumento de los niveles objetivos y subjetivos de inseguridad en la vida cotidiana y la afectación de todo ello en amplios sectores medios y medio-bajos, en condiciones de pauperización, proletarización, pérdida de poder adquisitivo, de derechos y de status.
Pero hoy existe un elemento más que no se encontraba presente en situaciones previas de la historia argentina en las que el fascismo no logró emerger: un notorio empobrecimiento del modo en que el progresismo (entendido en sentido amplio) intenta pensar (o más bien no pensar) algunos de los ejes que estructuran la respuesta fascista contemporánea. Creo que valdrá la pena detenerse en tres de estos ejes, como fundamentales para comprender las preocupantes diferencias del contexto actual:
1) la corrupción (y su deriva antipolítica);
2) el aumento y transformación de las formas de la criminalidad y sus efectos en la cotidianeidad de los sectores populares y medios;
3) el rol del narcotráfico en el quiebre de lazos sociales y la especificidad de sus consecuencias en la vida cotidiana de los barrios populares y en la transformación de las fuerzas de seguridad, la vinculación con los intereses geopolíticos y la reconfiguración, a partir de ello, de los modos de circulación del capital y de los intereses de las clases dominantes.
¿Fascismo, neofascismo o “nuevas derechas”?
En qué sentido el fascismo tiene actualidad como categoría de análisis y en qué sentido no la tiene
El gran desafío de esta propuesta, entonces, es reflexionar acerca de cuál sería la utilidad teórica y política de remitir las transformaciones políticas del presente a la noción de fascismo y si, para el caso, catalogarlo como “neofascismo” podría servir para distinguir sus novedades. O si, como sugieren Borón o Traverso, sería más aconsejable prescindir del término fascismo para no homologar las realidades presentes con experiencias demasiado diferentes y meramente denominarlas como “nuevas derechas”.
Para comenzar a despejar elementos, vale aclarar que, si se piensa el fascismo como un régimen corporativo de gobierno, ninguna experiencia actual en la región parece conducir a dicho resultado y, por tanto, no sería apropiada la homologación y más bien convendría dejar el término para dar cuenta de una experiencia del pasado.
Si se busca concebir el fascismo en tanto ideología, encontramos que algunos de sus motivos argumentales están claramente presentes en los movimientos políticos latinoamericanos contemporáneos (exaltación de la colectividad nacional frente a los grupos inmigrantes o minoritarios, propuesta de colaboración entre clases, reemergencia del anticomunismo y el macartismo traducidos también como “antipopulismo”, utilización de un aparato de propaganda fundado en el control de la información y de los medios de comunicación de masas), mientras que otros aparecen como más lejanos o totalmente ausentes (monopolio de la representación política por parte de un partido único y de masas organizado jerárquicamente, ideología fundada en el culto del jefe, objetivos de expansión imperialista, desprecio del individualismo liberal). En este segundo nivel, entonces, podríamos encontrarnos con una nueva forma de fascismo (a la cual quizás sería pertinente bautizar como “neofascismo”), que aprovecha muchas de las construcciones ideológicas del fascismo rearticulándolas en función de las necesidades contemporáneas y prescindiendo de algunos de sus componentes clásicos (muy en especial de la construcción de un partido único y de la concepción expansionista, ligada a fuertes burguesías nacionales que no constituyen hoy un actor significativo por su aún mayor dependencia y subordinación a los capitales concentrados transnacionales y a la hegemonía norteamericana en la región).
Pero, como hemos adelantado, lo que resulta más potente y productivo es observar el fascismo en su tercera concepción: en tanto práctica social. Lo que cabe preguntarse aquí es si las condiciones de emergencia y necesidad de una resolución fascista se encuentran planteadas en la realidad global, regional y nacional contemporáneas, y si las prácticas que se comienzan a observar tienen suficientes puntos en común con la experiencia fascista como para que pueda resultar útil y pertinente la remisión a dicho término.
Y, tan o más importante que ello, si las formas de confrontación con estas iniciativas pueden alimentarse de las luchas antifascistas del siglo XX. El sentido de los conceptos, de la utilización del pasado, solo cobra su fuerza en tanto herramientas para la acción. La calificación de fascismo o neofascismo para las lógicas políticas contemporáneas no puede ser concebida como insulto descalificatorio ni como mero ejercicio abstracto de literalidad académica.
Caracterizar como fascistas las realidades contemporáneas solo puede tener sentido si es que las experiencias fascistas previas —y la lucha política para contrarrestarlas— puede tener algo para enseñarnos en el presente. En la convicción de que dicha respuesta es positiva es que se ofrecen las reflexiones del presente libro.
1- La Nación, 9 de enero de 2019, “Voy a trabajar por la reelección de Macri, no hay posibilidad de que pierda”, https://www.lanacion.com.ar/2209501-carrio
2- Ignacio Montes de Oca, El fascismo argentino: La matriz autoritaria del peronismo. Buenos Aires: Sudamericana, 2018.
3- Ernst Mandel, El fascismo, Madrid: Akal, 1987.
4- Palmiro Togliatti, La vía italiana al socialismo, México: Roca, 1972. La referencia fue observada por primera vez en el agudo trabajo de Atilio Borón, “El fascismo como categoría histórica: en torno al problema de las dictaduras en América Latina” en Atilio Borón, Estado, capitalismo y democracia en América Latina, Buenos Aires: CLACSO, 2003.