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CAPÍTULO 1

De los dos demonios a su versión “recargada”

Mucho se habla de la “teoría de los dos demonios”. Casi siempre se la utiliza como un insulto o una forma de descalificación: “No, callate, eso que decís es la teoría de los dos demonios”, se afirma. Y del otro lado muchas veces se responde: “No es que quiera caer en la teoría de los dos demonios, pero...”, y entonces se formula algo más o menos parecido a la teoría de los dos demonios, pero que no quiere asumir dicha filiación porque, y en esto algo se ha aprendido en estos años, una de las construcciones de la memoria colectiva argentina es que la “teoría de los dos demonios” no es algo a lo que esté bien adherir. Y, por lo tanto, nadie asume su defensa explícita.

Más allá de las descalificaciones o el intento de escapar de ellas, no está claro de qué se trata esta teoría de los dos demonios. No hay casi materiales académicos ni de divulgación que se hayan propuesto explicar, discutir, confrontar con estas ideas. Y entonces el término ha sido más bien un mantra descalificador que un concepto que permita comprender cómo funcionaron y funcionan determinadas visiones sobre el pasado.

Resulta significativo constatar que hace ya unos años que la expresión “teoría de los dos demonios” tiene su propia entrada en Wikipedia. Sin una definición precisa y sin mencionar ningún libro que se dedique al tema en profundidad, las referencias se limitan a textos sobre la memoria colectiva argentina y, por supuesto, a la remanida cita al prólogo que se supone escrito por Ernesto Sabato1 para presentar el informe Nunca más de la conadep, y al que se considera algo así como el máximo apotegma de la teoría. Incluye también citas del nuevo prólogo, escrito por Eduardo Luis Duhalde y Rodolfo Mattarollo en 2006, precisamente para “refutar” a la teoría de los dos demonios.

Dada la falta de reflexión sobre el tema, se intentará en este libro un análisis de los fundamentos principales que constituyen esta “teoría”, intentando comprender no solo sus planteos, sino situar históricamente sus orígenes y a qué necesidades históricas respondía, así como también qué logros obtuvo y qué dificultades generó para la construcción de una memoria colectiva del pasado represivo en la Argentina. Pero también se buscará, simultáneamente, poner esta teoría en diálogo y contraste con su reaparición y transformación en la última década, en aquello que se llamará su “versión recargada”. Esto es, la utilización de las lógicas implícitas en la teoría de los “dos demonios” en un contexto distinto y con otra intencionalidad, mucho más grave que la de su versión original.

De los 70 al “Prólogo” del Nunca más: los argumentos principales de la teoría de los dos demonios

Es difícil situar cuándo comienzan a utilizarse las lógicas que luego serían bautizadas como “teoría de los dos demonios”, pero ya en los tempranos 70 había quienes planteaban los fundamentos de la idea, en la referencia abstracta a “la violencia” como una figura que tendía a homologar las diversas acciones de la insurgencia armada, las tomas de fábricas, las movilizaciones masivas o las “luchas de calles” con los secuestros y asesinatos realizados por organizaciones paraestatales o los fusilamientos e incipientes desapariciones cometidas por las fuerzas armadas y las fuerzas de seguridad.2

Pero sea como sea su genealogía, el eje del planteo es la construcción de un observador “neutral”. El argumento principal de la teoría de los dos demonios no está en los “demonios”. Tampoco en su equiparación. El elemento más importante está en la posición de quien señala, enuncia y denuncia a los dos demonios: una sociedad ajena a ellos, que se percibe y se construye como víctima. Esto vuelve más o menos inútiles o extemporáneas algunas de las críticas, que postulan que no existió una equiparación en la versión original de los dos demonios o que se destaca más a uno o al otro.3 El procedimiento político fundamental es este escamoteo del conflicto a partir de construir una “neutralidad” social: la de la “gente común” victimizada por los “demonios”.

Es precisamente esta necesidad de “exculpación colectiva” la que otorgó su alto nivel de aceptación a la teoría de los dos demonios y la que sigue primando en muchos sectores de la sociedad, aun cuando necesiten aclarar que “no están adhiriendo” a dicha teoría, al tiempo que sostienen sus líneas principales, muy en particular la ajenización de la sociedad con respecto al conflicto social y la homologación de “los violentos”.

Lo que resultaba una reacción natural de muchos argentinos, primero aterrados por la represión estatal y luego conmocionados por las revelaciones sobre lo ocurrido en los campos de concentración, fue capturado como parte del sentido común por los discursos del candidato presidencial Raúl Alfonsín (luego electo como primer presidente postdictatorial). En la misma línea, el escritor Ernesto Sabato, electo para presidir la “Comisión de Notables” encargada de la investigación sobre el período (la conadep, Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), podía representar en sus declaraciones a sectores importantes de la población porque había seguido su propio derrotero: primero cierta simpatía lejana por los reclamos populares, luego el alineamiento con el orden militar, por último, el asco, la condena y la “sorpresa” ante el conocimiento de las dimensiones del proceso represivo.

Ponerse “por afuera” del conflicto político de toda la década permitía ubicarse como “gente común” y quedar de este modo exculpados simultáneamente de la simpatía que pudieran haber sentido por muchas de las acciones y reclamos de las fuerzas contestatarias en los años 60 como del silencio, complicidad pasiva e incluso de ciertos niveles de participación en la propaganda del régimen dictatorial una década después. Demonizando a unos y a otros, muchos sectores de la población se podían ubicar en el cómodo rol de víctimas de “la violencia” y hasta condenarla con un dejo de “imparcialidad” por haberse sentido “engañados” por un régimen militar que había utilizado la clandestinidad para ejercer la represión.

La frase con la que abre el prólogo al informe Nunca más se transformó en la mejor síntesis de lo que luego se denominaría teoría de los dos demonios: “Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda”. Poner al terror en “los extremos” implicaba ajenizar al conjunto de la sociedad, conjurar los demonios que asomaban al haberse sabido parte (aunque fuera marginal, meros simpatizantes) no solo de una de las fuerzas, sino en algunos casos de ambas. Sectores que, desde 1955 en adelante, apoyaron primero la lucha de distintas organizaciones peronistas o de izquierda contra las dictaduras y los ajustes económicos que implementaban y, pocos años después, con la misma tibieza, apoyaron la represión a dichos movimientos de protesta, a los que ya veían como exageradamente radicalizados, en particular a partir del comienzo de acciones armadas de mayor envergadura como tomas de cuarteles o ajusticiamiento de miembros de las fuerzas armadas y de seguridad.

Sigue el prólogo planteando que “a los delirios de los terroristas, las fuerzas armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido”. Esta es la frase que equipara responsabilidades, no desde una igualación tonta, sino a través de una concatenación causal: los “terroristas”4 son responsables de la violencia por haberla iniciado y desencadenado con ello la respuesta de las fuerzas armadas (que, en tanto respuesta, sería menos grave que la responsabilidad por iniciar el conflicto). Pero que resultó “infinitamente peor” porque “contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto”.

En otras palabras, la equivalencia no pasa por plantear que actuaban del mismo modo ni que eran iguales, sino por equiparar sus responsabilidades como dos caras de “la misma violencia”: los dos “extremismos”, los unos desataron el horror, los otros lo llevaron a cotas demenciales.

Es interesante señalar que la documentación existente sobre el período no ratifica esta concatenación causal, por mucho que haya sido aceptada por vastos sectores de la población e incluso en la mayoría de los trabajos académicos y periodísticos sobre la época. La decisión de establecer un sistema de campos de concentración en la Argentina y de desatar un aniquilamiento de porciones significativas de la población no tenía como principal objetivo ni como detonante “derrotar a la guerrilla”, sino que fue decidido con anterioridad a la existencia de organizaciones armadas insurgentes. En los propios documentos y planes de acción de las fuerzas armadas argentinas, sus objetivos eran mucho más vastos y su “blanco” (en términos militares) era el conjunto de la población, con el propósito de transformar sus valores ético-morales y restablecer aquello que identificaban como la “occidentalidad cristiana”.5

Guillermo O’Donnell calificó, con precisión e intuición poética, a estos procedimientos como un sistema de “liberación de los microdespotismos”:6 la posibilidad de que cada figura de poder (en el trabajo, en la familia, en la calle, en la escuela) se viera autorizada para desplegar su disciplina, su arbitrio, incluso su capricho o su sadismo ante quienes se encontraban bajo su autoridad. Padres, gerentes, policías, maestros, directores fueron no solo autorizados, sino también instigados a participar en la recomposición de un principio de autoridad tiránico, que había sido puesto en cuestión en la sociedad argentina por la rebelión plebeya en los valores sociales que implicó el peronismo y que condensaba décadas de luchas conducidas por decenas de organizaciones previas (anarquistas, comunistas, socialistas), que incluso planteaban cuestionamientos mucho más radicales al orden que los del propio peronismo.

Rodolfo Walsh había detectado, a su vez, el carácter estructural de estos mecanismos de la represión en su Carta abierta a la Junta Militar, cuando sostenía en marzo de 1977 que “en la política económica de ese gobierno debe buscarse no solo la explicación de sus crímenes, sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”. El trabajo de Aspiazu, Basualdo y Khavisse, ya a esta altura un clásico,7 demostraría años después las transformaciones estructurales de la economía argentina que nada tenían que ver con la existencia o inexistencia de organizaciones armadas insurgentes y que constituyeron las determinaciones centrales del aniquilamiento: la transformación estructural de la sociedad argentina en un sentido productivo, lo cual requería reorganizaciones sociopolíticas previas a través del terror. En términos jurídicos modernos, podría caracterizarse como una “destrucción parcial del propio grupo nacional argentino”, un modo de descripción que el jurista judeopolaco Raphael Lemkin caracterizó como genocidio en el año 1943: “la destrucción del patrón nacional del grupo oprimido [... y] la imposición del patrón identitario del grupo opresor”.8

Por lo tanto, la lógica principal de narración del pasado operante en “los dos demonios” es que existió una violencia insurgente que desató una violencia infinitamente peor (porque fue implementada desde el Estado) y que la sociedad resultó víctima de ambas violencias (“fue convulsionada”). Siendo que lo que le cabe en el retorno democrático es “abjurar” de “la violencia” (concepto que iguala a los extremismos) y recuperar la paz, el diálogo y la convivencia, castigando a los responsables (tanto a los que desataron la violencia como a los que la combatieron utilizando métodos aún peores).

Alfonsín o Sabato buscaron representar a la sociedad “agredida” por los extremismos violentos y, de este modo, volvían inútil la pregunta (fundamental para cualquier proceso de elaboración de experiencias traumáticas) sobre el propio rol de cada uno de ellos o cada uno de nosotros en el conflicto social.

La teoría de los dos demonios se impuso en la década de los ochenta (y mucho más allá) no por su apego a la verdad, sino porque permitía a muchos clausurar la pregunta sobre su propia responsabilidad e involucramiento en los hechos, proyectándola tan solo hacia “los extremismos”, que pasaron a ser “demonios” y fueron arrancados tajantemente de la definición del “nosotros” argentino.

La “gente común” se sintió entonces con derecho para juzgar a quienes se comprometieron políticamente en la defensa de sus ideales, apostrofándolos desde la condena genérica a “la violencia”.9 A su vez, quedaban igualados aquellos que enfrentaban la injusticia con los que defendían el orden, en tanto ambos apelaron a “la violencia” para lograr sus objetivos. Y quedaban inmediatamente deslegitimados los dos, pese a que “la violencia” podía implicar hechos tan distintos como la toma de una fábrica o una universidad, la participación en una huelga, la confrontación masiva en las calles con las fuerzas de seguridad, la toma militar de un cuartel, el asalto a un banco, el ajusticiamiento de torturadores o disidentes políticos, la desaparición de personas en un sistema concentracionario, la violación, la apropiación de menores, la tortura, el lanzamiento de cuerpos al océano desde aviones militares. Todo pasa a ser capturado por el significante “la violencia” y es esta una de las equiparaciones más perversas y perdurables de la teoría de los dos demonios.

Pese a ello, esta versión original de la teoría de los dos demonios intentaba “rescatar” a muchas de las víctimas de la violencia represiva, aunque al precio de su vaciamiento identitario y su angelización. Dice el prólogo: “En el delirio semántico encabezado por calificaciones como ‘marxismo-leninismo’, ‘apátridas’, ‘materialistas y ateos’, ‘enemigos de los valores occidentales y cristianos’, todo era posible: desde gente que propiciaba una revolución social hasta adolescentes sensibles que iban a villas miseria para ayudar a sus moradores. Todos caían en la redada: dirigentes sindicales que luchaban por una simple mejora de salarios, muchachos que habían sido miembros de un centro estudiantil, periodistas que no eran adictos a la dictadura, psicólogos y sociólogos por pertenecer a profesiones sospechosas, jóvenes pacifistas, monjas y sacerdotes que habían llevado las enseñanzas de Cristo a barriadas miserables. Y amigos de cualquiera de ellos, y amigos de sus amigos, gente que había sido denunciada por venganza personal y por secuestrados bajo tortura. Todos, en su mayoría, inocentes de terrorismo o siquiera de pertenecer a los cuadros combatientes de la guerrilla, porque estos presentaban batalla y morían en el enfrentamiento o se suicidaban antes de entregarse, y pocos llegaban vivos a manos de los represores”.10

La operatoria es brillante y muy efectiva, fracturando al universo de víctimas entre una minoría terrorista, delirante, demoníaca, mesiánica, que constituía un extremismo violento, y una mayoría de “personas” sin vínculos con los violentos y caracterizada con adjetivos mucho más benévolos y empáticos: “adolescentes sensibles”, personas que “luchaban por una simple mejora de salarios”, “muchachos del centro estudiantil”, “profesiones sospechosas”.11

Las fuerzas represivas, por lo tanto, se habrían equivocado de dos modos articulados: primero, al no haber perseguido a los “terroristas” dentro de la ley y haber implementado métodos ilegales. Segundo, al no haber distinguido entre esos extremistas y las víctimas “en su mayoría inocentes de terrorismo”.

Esta construcción que divide a culpables de inocentes se refuerza con otro argumento falso: mientras los detenidos desaparecidos eran secuestrados en situación de indefensión, los guerrilleros “presentaban batalla y morían en el enfrentamiento o se suicidaban antes de entregarse”.

Pues no. Ninguno de los cuadros de análisis publicados por el propio informe de la conadep ni las investigaciones posteriores ratifican esta afirmación. La enorme mayoría de las víctimas que pertenecían a organizaciones armadas de izquierda fueron secuestradas sin haber tenido posibilidad alguna de librar combate, en estado de indefensión (por la noche en sus domicilios, en sus lugares de trabajo, en la vía pública) y las situaciones de suicidio fueron muy escasas, en la mayoría de los casos porque, aun cuando algunos militantes contaban con pastillas de cianuro, el suicidio era impedido por los propios represores. Ni siquiera es cierto que los asesinatos (esto es, cuando la víctima no era desaparecida, sino que su cuerpo era presentado públicamente) se dirigían fundamentalmente contra los miembros de organizaciones armadas, sino que en muchos casos se ejecutaron contra abogados, periodistas, artistas, entre otros, muy en especial en el período 1973-197612 y por parte de fuerzas paraestatales que, a diferencia de lo que ocurriría luego con las fuerzas armadas organizadas que seguían las directivas secretas, dejaban por lo general los cuerpos de los asesinados en el lugar en el que se cometían las acciones o se deshacían de ellos en terrenos baldíos o lugares abandonados.

O sea que la distinción entre que las víctimas de desaparición eran los “inocentes de terrorismo” en tanto que los “culpables” fueron asesinados, no solo crea una acusación de “terrorismo” que no justifica ni puede sostener, no solo divide a las víctimas en las categorías de “culpables” e “inocentes”, sino que tampoco logra probar la ecuación que sostiene en el prólogo entre “terroristas asesinados” frente a “jóvenes sensibles desaparecidos”.

Porque tal división es uno de los argumentos principales de la teoría de los dos demonios, que solo puede rescatar a las víctimas al precio de integrarlas al conjunto de la “gente común” y quebrar los vínculos complejos, contradictorios, múltiples entre las organizaciones sociales y las formas armadas que algunas de ellas asumieron en un contexto dictatorial (1966-1973, como punto de llegada de las dictaduras sucesivas iniciadas con la proscripción del peronismo en 1955) en el que no estaban dadas las condiciones para la disputa democrática. Otro debate será el devenir de dichas organizaciones después de 1973.

El precio de la empatía con las víctimas de la represión en la teoría de los dos demonios es la despolitización de estas y la alienación y demonización de los miembros de organizaciones armadas de izquierda, pero, sobre todo, la invisibilización de los vínculos entre ambos conjuntos.13

Pagado ese precio, la mayoría de la sociedad puede sentirse “gente común”, olvidar sus simpatías cambiantes, ubicarse en el cómodo rol de víctimas de “la violencia” y salir a condenar todo conflicto que no se salde a través del diálogo, en un modo “pacificado” que será lo suficientemente vacuo como para no despertar a los fantasmas dictatoriales y permitir la subsistencia de la “democracia ganada”. Pero, mucho más grave aún, esta ecuación parece enseñarle al conjunto de la sociedad que todo intento de desafiar el orden instituido puede concluir en un baño de sangre y que, por lo tanto, hay que aceptar los límites establecidos por el poder.

Fue esta funcionalidad, y no ninguna conspiración o control del aparato mediático, la que explica el éxito relativo de esta visión por más de una década y su persistencia en el presente.14 Las memorias colectivas no se construyen tan solo como confrontaciones por el sentido, sino que, en dichas confrontaciones, también intervienen defensas psíquicas que buscan evitar el conflicto o restablecer equilibrios, creando un sistema de compensaciones que permite enfrentar el presente sin ser interpelados por el pasado.15

La irrupción de una nueva generación una década después, con otros conflictos, otras preguntas y otras necesidades, activará nuevas preocupaciones y sentidos y jugará su papel en la posibilidad de poner en cuestión la hegemonía de la teoría de los dos demonios, rescatando voces que se encontraban más escondidas, marginales pero persistentes. La participación política de la segunda generación implicó la posibilidad de hacer otras preguntas y cuestionar los supuestos que se habían aceptado acríticamente por parte de aquellos que se sentían parte de la “gente común”.

Los 90 y las disputas por la hegemonía

Es hacia mediados de la década de los 90 cuando comienza a fisurarse la profunda hegemonía de la teoría de los dos demonios, con la irrupción de esta segunda generación (que ya había tenido una década larga para madurar, entre 1983 y alrededor de 1995 o 1996) y que tuvo su expresión más visible con la conformación de la agrupación hijos (Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio). En un nivel inmediato, la emergencia de hijos significó la posibilidad de comenzar a elaborar las consecuencias concretas sufridas por los hijos de los desaparecidos y los modos de pensar las identidades propias y las de sus padres. Pero esa emergencia también expresó, de un modo menos lineal, a un conjunto generacional que iba mucho más allá de quien estuviera directamente afectado en su estructura familiar. En definitiva, se trataba de un conjunto al cual la teoría de los dos demonios no le resultaba funcional.

Ya desde muy temprano −fines de la dictadura, primeros años de transición democrática−, organizaciones como los Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas16 o las propias Madres de Plaza de Mayo (muy en especial en los discursos de Hebe de Bonafini en sus actos públicos a partir de 1984) o la Asociación de ex Detenidos Desaparecidos, buscaron siempre quebrar los procesos de angelización y despolitización de las víctimas y recuperar la identidad política de los desaparecidos, a diferencia de los organismos más “profesionales” que centraban el eje en la denuncia de los “ilegalismos” estatales, cuyo caso emblemático podría ser el del cels (Centro de Estudios Legales y Sociales). Pero este proceso de rescate identitario cobró otra fuerza a partir de la irrupción de la segunda generación, que tuvo su bautismo político en la organización de los “escraches” a los genocidas impunes y que apareció movilizada públicamente en la conmemoración del vigésimo aniversario del golpe militar, el 24 de marzo de 1996.

Para esta segunda generación argentina (la primera de la postdictadura), la necesidad de exculpación colectiva no era necesaria: no habían participado vivencialmente ni de los conflictos de la década de los 60 y 70 ni de la dictadura (durante la cual eran muy pequeños). De este modo, no tenía sentido una narrativa que buscara “ponerlos por fuera” del conflicto social. Por el contrario, la alienación que se hacía de la identidad de las víctimas creaba un relato con demasiados agujeros, que desterraba la causalidad a la locura o maldad de los militares y no permitía comprender el sentido del pasado trágico.

La recuperación de la identidad de sus padres llevaba a estos hijos no solo a rescatar elementos cotidianos (fotos, recuerdos familiares, apodos, gustos), sino también su propio involucramiento político en las luchas, intentando conectarse con aquellos miembros de la generación previa que continuaban reivindicando esa identidad, cuyo núcleo más homogéneo se encontraba precisamente entre los sobrevivientes.

Esta necesidad e interés por el pasado de sus padres jugó también su rol en la posibilidad de corroer lentamente los principios fundamentales de la teoría de los dos demonios y a replantear las preguntas sobre las estrategias de lucha contra la injusticia, más aún en un contexto de impunidad con respecto a los crímenes cometidos y de profundo ajuste económico, con sus consecuencias en los rápidos incrementos de los niveles de pobreza e indigencia y en la destrucción del conjunto de indicadores sociales. Consecuencia de ello fue la implementación de las acciones directas contra la impunidad de los genocidas, bajo la consigna “si no hay justicia, hay escrache”.

Esta irrupción generacional se concatenó con toda otra serie de factores que fueron generando obstáculos para la continuidad de la versión original de los dos demonios, habilitando la emergencia y visibilidad de todos aquellos miembros de la primera generación para quienes la condena abstracta a la violencia, el olvido de las luchas e identidades de las décadas de los 60 y 70 y la angelización de los desaparecidos resultaba indigerible. Entre ellos destacaban la mayoría de los sobrevivientes, pero también muchos cuadros políticos e intelectuales de la época (exiliados, insiliados, presos políticos), que encontraron el espacio para expresar su mirada crítica.

Si bien en ningún momento se logró abrir explícitamente la discusión sobre la lucha armada contra las dictaduras previas (muy en especial frente a la extensión en el tiempo de la llamada “Revolución Argentina”, comandada por el ejército bajo la figura de Juan Carlos Onganía), comenzó a disolverse la idea dominante de que los desaparecidos eran “quienes figuraban en una agenda” o “jóvenes sensibles” y a recomponerse la identidad militante de las víctimas en procesos que atravesaron a los espacios gremiales, universitarios, barriales, con iniciativas como la construcción de baldosas de conmemoración, de secretarías de derechos humanos en sindicatos o centros de estudiantes, de eventos en cada vez más lugares del país donde la población intentaba recuperar esa memoria colectiva de lucha y conectarla con un presente de ajuste, resistencia y piquetes y, muy en especial, articular todo ello en la lucha común contra la impunidad de los genocidas.

La teoría de los dos demonios comenzaba a erosionarse, en un proceso lento y paulatino, aunque nunca dejó de resultar un elemento importante en la conformación de los relatos colectivos sobre el pasado.

El kirchnerismo y la asunción estatal del cuestionamiento a “los dos demonios”

El triunfo electoral de Néstor Kirchner condensó este proceso, que tuvo a diciembre de 2001 como uno de sus puntos más emblemáticos. El nuevo gobierno encontró en la lucha por los derechos humanos un puntal para la construcción de una legitimidad imprescindible, al asumir el poder en un contexto de una profunda crisis social, política y económica y con apenas el 22 % de los votos, ya que no contó ni siquiera con la oportunidad de resultar triunfante en el ballotage frente a Carlos Menem, quien decidió retirarse de la contienda.

Los primeros gestos del gobierno de Kirchner fueron más que claros en este sentido y le valieron el apoyo de muchas organizaciones y sectores de la sociedad que no lo habían acompañado electoralmente. La modificación y democratización de la Corte Suprema, la anulación de las leyes de impunidad previamente derogadas y la reapertura de los juicios a los genocidas, la recuperación de la esma y el ingreso al predio acompañado por los sobrevivientes, el desalojo de los marinos y el difundido “descuelgue” de los cuadros de Videla y Bignone del Colegio Militar fueron hechos de enorme contundencia alrededor de los cuales comenzará a tejerse una narrativa que expresaba, desde el poder político, el cuestionamiento que había ido erosionando los argumentos principales de la teoría de los dos demonios.

De algún modo, el nuevo prólogo escrito en 2006 vino a cumplir dicho objetivo. Tal como Sabato expresaba a la sociedad de su momento y a su presidente Alfonsín, ahora Duhalde y Mattarollo (secretario y subsecretario de Derechos Humanos de la Nación y abogados de detenidos políticos en los años 70, sindicados como autores del nuevo prólogo) resultaban la representación de una militancia no necesariamente vinculada de modo directo con las organizaciones armadas, pero con fuertes lazos de solidaridad y simpatía hacia ellas, en la cual buscaban referenciarse Néstor y Cristina Kirchner y, con ellos, muchos de los funcionarios políticos que los acompañaban.17

La decisión de escribir un “nuevo prólogo” al informe Nunca más en 2006 (trigésimo aniversario del golpe militar) buscó expresar este cambio de paradigma, precisamente cuestionando en el texto no tanto ni solamente al prólogo de la edición de 1984 como, mucho más profundamente, a las lógicas que se desprendían de la teoría de los dos demonios. Allí se plantea, en su párrafo más explícito que “Es preciso dejar claramente establecido −porque lo requiere la construcción del futuro sobre bases firmes− que es inaceptable pretender justificar el terrorismo de Estado como un juego de violencias contrapuestas, como si fuera posible buscar una simetría justificatoria en la acción de particulares frente al apartamiento de los fines propios de la Nación y del Estado que son irrenunciables”.18

Asimismo, se busca plantear otra causalidad para el régimen dictatorial, que no lo explica como “respuesta al desafío insurgente”. Siguiendo las intuiciones certeras de Rodolfo Walsh, sostiene: “La dictadura se propuso imponer un sistema económico de tipo neoliberal y arrasar con las conquistas sociales de muchas décadas, que la resistencia social impedía fueran conculcadas”.19

Si el discurso del primer prólogo planteaba una sociedad ajena al conflicto social y agredida por dos violencias simétricas, el segundo prólogo centra su análisis en el accionar estatal y ubica a la sociedad como su víctima, eludiendo cualquier posicionamiento sobre las características de la lucha insurgente.

Tal como ocurriera con el prólogo de Sabato en relación con el sentido común reinante en 1984, el prólogo de Duhalde y Mattarollo condensa el estado de ánimo predominante en 2006, veintidós años después. En 1984, la generación que había vivido el conflicto social y la represión en los años 60 y 70 elegía ponerse por fuera de todo ello, como espectadores y víctimas de una confrontación que no asumían como propia. La “gente común” había sido agredida por “la violencia”. Más de veinte años después, la segunda generación encontraba en los organismos de derechos humanos (y en los propios Duhalde y Mattarollo) una versión que se articulaba mucho mejor con sus propios deseos, intereses y necesidades: los militares eran los responsables de desmembrar una lucha legítima que se parecía mucho más a la propia (la de los años 90) que a la que efectivamente se había librado y que por lo tanto debía eludir un solo tema: el de la lucha armada y su proyecto revolucionario.

Pero es en el espacio que deja este silencio elusivo donde comenzarán a anidar las nuevas disputas por el sentido. Alrededor de este silencio se nuclearán las fracciones más inteligentes de los perpetradores del genocidio y sus cómplices para resistir los avances logrados en los procesos de memoria colectiva. No les llevaría mucho tiempo comenzar a permear el sentido común, tanto en la primera generación (aún procesada por las funcionalidades de la teoría de los dos demonios) como, cada vez más, en la segunda y particularmente la tercera generación (ya no hijos, sino nietos de quienes vivieron los hechos y, por tanto, más posiblemente reactivos y críticos a los sentidos construidos por sus padres, aquellos que libraron las luchas de los 80 y primeros 90).

Los dos demonios (recargados)

Uno de los primeros en observar este desafío a los sentidos predominantes en el primer kirchnerismo fue el periodista Germán Ferrari en Símbolos y fantasmas, un libro publicado en 2009.20 Ferrari identificó muy tempranamente estas iniciativas, que constituían un giro fundamental del discurso de los cómplices y beneficiarios del genocidio. Ya no se trata de una defensa cerrada de las acciones represivas que busca la impunidad. Hay ahora un “reaggiornamiento”21 de la teoría de los dos demonios que operará mediante un rodeo. La construcción e igualación de dos demonios ya no es enunciativa; no alcanza con afirmar que la Argentina fue convulsionada por dos terrores. Esa equiparación será el resultado, el corolario de una operación previa: la igualación de las víctimas. Si el asesinado o desaparecido por el Estado está tan muerto como Rucci o Villar, un militar es tan asesino como un guerrillero, y si se juzga a uno, debe juzgarse al otro. La potencia de esta nueva versión radica en lo difícil que es desnudar la operación que anida en esa premisa inicial, aparentemente inapelable por evidente: ambos son asesinados.

El trabajo de Ferrari analiza cuatro casos de “víctimas” de la guerrilla (Aramburu, Larrabure, Genta y Rucci) y su utilización como estrategia de visibilización, precisamente, de lo que había sido eludido en la nueva construcción de memoria colectiva: la lucha armada. Con ello, este discurso “reaggiornado” busca una nueva equiparación en clave de “dos demonios”, pero ahora centrada en la condena de su faz “negada”: la violencia guerrillera (a la que erróneamente, pero sin ingenuidad, estas teorías califican como “terrorista”). Con consignas como “memoria completa”, buscan deslegitimar las conquistas en el sentido común producidas desde la reconfiguración de los años 90, trayendo a la discusión aquello que había sido eludido.

El primer paso lógico de esta operación, la igualación de las “víctimas”, va a copiar el mecanismo utilizado por la teoría de los dos demonios original: la despolitización y angelización como modo de construcción de empatía. Para ello, existen figuras más propicias que otras. Por eso, con el correr del tiempo, los nuevos discursos fueron dejando de lado a las figuras que tenían mayor condena pública, como los casos de Pedro Eugenio Aramburu (responsable del golpe de 1955, de los fusilamientos de 1956, figura emblemática de la represión para el pueblo peronista)22 o de Jordán Bruno Genta (intelectual señero del nacionalismo antisemita, antidemocrático y fascista).

Mucho más efectivos para la operatoria de construcción de empatía resultaban, por el contrario, personajes como Argentino del Valle Larrabure (subdirector de una fábrica militar, no vinculado explícitamente a tareas represivas) o José Ignacio Rucci (secretario general de la cgt en el momento de su asesinato). Estas figuras fueron rodeadas por otras claramente “angelizables” como María Cristina Viola (hija de tres años del capitán Humberto Viola, asesinada en la acción del erp [Ejército Revolucionario del Pueblo] contra su padre en diciembre de 1974), la de niños o mujeres que murieron en tiroteos en intentos de tomas de bancos u otros operativos insurgentes, la de conscriptos que cayeron en la defensa de cuarteles, entre otros casos de muertes sin vinculación directa con el aparato represivo.

Esa estrategia de equiparación incluyó la creación de organizaciones para nuclear a familiares de “víctimas del terrorismo”, asistidos ahora por profesionales jurídicos. Quizás la más emblemática resultará poco a poco el celtyv (Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas, cuyas siglas de algún modo emulan a las del cels, Centro de Estudios Legales y Sociales, uno de los organismos más profesionalizados de defensa de los derechos humanos, surgido durante la propia dictadura y uno de los más emblemáticos en esta visión “aséptica” de la defensa de los derechos humanos). El celtyv, con la conducción profesional de su presidente, Victoria Villarruel, comenzó a contar con mucha mayor visibilidad a partir de 2015, en particular en el prime time de la mayoría de los medios televisivos y radiales.

En el próximo capítulo, se analizará en detalle cómo esta versión recargada de la teoría de los dos demonios utiliza los argumentos principales de la versión original en un contexto nuevo y con objetivos e intencionalidades muy diferentes, así como se señalará el conjunto de diferencias entre ambas visiones y la complejidad y peligrosidad mucho mayor de esta versión recargada.

La llegada de Cambiemos y la disputa por las memorias colectivas

Esa disputa por los sentidos que se había iniciado alrededor de 2007 o 2008, una década después de la rebelión generacional de los años 90, necesitaría otra década más para salir de la relativa marginalidad en la que libraba la batalla hacia la conquista del sentido común. No será menor la influencia de la reversión de las lógicas continentales para posibilitar estas transformaciones, con los golpes institucionales (como en los casos de Paraguay, Honduras o Brasil), derrotas electorales (Argentina y Chile) o crisis políticas (Venezuela y Ecuador). La asunción del gobierno de Mauricio Macri (y, en especial, la derrota del kirchnerismo como representación del sentido común dominante en la primera década del siglo xxi) constituirá el punto de quiebre que posibilitará la emergencia masiva de muchos de los planteos que se habían ido incubando y haciéndose más elaborados y sutiles a lo largo de toda una década.

El diario La Nación constituyó la primera tribuna abierta de estas miradas. En sus hojas ya se habían publicado decenas de columnas editoriales desde el inicio del proceso de juzgamiento a los genocidas en 2005. Pero el mismo día en que se conocían los datos de las elecciones nacionales, el lunes 23 de noviembre de 2015, y sin que el gobierno de Cambiemos se hubiera pronunciado aún sobre el tema, el diario redobló la apuesta y publicó un editorial bajo el título “No más venganza”. Amparándose en declaraciones de la senadora nacional por Córdoba Norma Morandini, quien tiene dos hermanos desaparecidos en la esma, el diario afirmaba que “la causa de los derechos humanos no se puede sostener con mentiras [...] ni con nuevas violaciones a los derechos humanos”. “Ha llegado la hora de poner las cosas en su lugar” y ello implica terminar con el “padecimiento” de “condenados, procesados e incluso sospechosos de la comisión de delitos durante la represión subversiva” y terminar también con la “persecución de magistrados judiciales en actividad o retiro”, mencionando como ejemplo el caso de Pedro Hooft, absuelto ese mismo año. Citando al papa Francisco, el editorialista sin firma remarca la necesidad de avanzar con la “verdad completa”.

Esta idea de verdad o memoria “completa” será uno de los argumentos fundamentales de la teoría de los dos demonios recargada, de esta nueva ofensiva por la conquista del sentido común sobre los hechos ocurridos en los años 70 y sus consecuencias sobre el presente.

A partir de esta nota inaugural, La Nación se convertirá en tribuna fundamental de esta ofensiva, tanto desde sus editoriales sin firma como en notas firmadas por muchos de sus columnistas, entre los que destaca Joaquín Morales Solá, pero también por parte de otros intelectuales con historias no necesariamente homologables a las de las plumas clásicas del diario, como el historiador Luis Alberto Romero o el sociólogo Marcos Novaro, provenientes de tradiciones políticas más asociadas al “progresismo” y sobre los cuales se trabajará más en detalle en el capítulo 3.

Pero la ofensiva no se limitó a La Nación, sino que se extendió al conjunto de los medios de comunicación masivos (televisión, radio), muy en especial en las emisiones de la señal América, el diario Infobae o en aquellos programas que cuentan con periodistas con vínculos estrechos con los servicios de inteligencia en los que, durante 2016 y notoriamente durante todo 2017 y 2018, la revisión de lo ocurrido en los años 70 se volvió tema fundamental en programas de rating masivo como los casos de Intratables o Animales Sueltos. Además se organizaron debates públicos y se publicaron numerosos libros sobre la temática en los dos grandes grupos editoriales con presencia en Argentina (Random House y Planeta) y se logró difundir la discusión en gran parte del espectro radial.

En todos estos casos, el protagonismo le fue otorgado a las nuevas “organizaciones de víctimas” (particularmente al celtyv), a figuras patéticas de la política argentina como los carapintadas Aldo Rico o Juan José Gómez Centurión (responsables de los alzamientos militares contra el gobierno de Raúl Alfonsín, que inauguraron el primer proceso de impunidad y desde aquel momento ilegitimados éticamente para opinar sobre los modos de zanjar cuestiones en democracia), a autores como Ceferino Reato (quien entrevistó a Videla poco antes de su muerte y autor de varios libros que reivindican el concepto de “memoria completa”) o a una madre de desaparecidos como Graciela Fernández Meijide que, pese a su historia en el movimiento de derechos humanos, utilizó el espacio mediático para condenar los sentidos construidos desde los años 90, criticar impiadosamente las políticas de derechos humanos de la década kirchnerista, poner en duda las estimaciones del número de desaparecidos y asesinados y criticar la “violencia terrorista” de las organizaciones insurgentes.

El gobierno de Cambiemos, sin embargo, no asumió acríticamente las recomendaciones mediáticas como políticas de Estado. De un modo inteligente e independientemente de su nivel de acuerdo con dichas recomendaciones, buscó ubicarse en el rol de “mediador”, de “árbitro” entre los distintos conjuntos de “organismos de víctimas”, cuando menos en su primer año de gobierno. Por eso, casi en simultáneo a convocar a los organismos de derechos humanos a un primer encuentro ríspido con el nuevo gobierno, el secretario de Derechos Humanos de la Nación, Claudio Avruj, recibió también a los “otros organismos”, entre los que destacaba el celtyv. Apelando a expresiones como la necesidad de “deskirchnerizar” la esma, se refería en verdad a algo mucho más cuestionable y que no tenía vinculación alguna con el kirchnerismo: la equiparación de los “universos de víctimas”, en donde a los afectados por el accionar estatal se les oponen aquellos que sufrieron el “terrorismo” en una equivalencia que fue comenzando a calar cada vez más hondo como estrategia de reconstrucción de sentido y de disputa por la memoria colectiva. Los dos demonios iban mutando hacia su faz recargada.

En lo que hace a las decisiones gubernamentales, en primer lugar, se retiró el apoyo financiero a las oficinas de investigación del accionar represivo creadas dentro de la propia estructura del Estado, desmembrando áreas completas (por ejemplo la que investigaba los delitos en el Banco Central y la Comisión de Valores) o vaciando presupuestariamente a otras en los Ministerios de Justicia, Defensa o en la Secretaría de Derechos Humanos y también reduciendo el apoyo económico a fiscalías en todo el país, bajo la excusa del recorte presupuestario o de la “militancia kirchnerista” de algunos de sus trabajadores.23

En segundo lugar, aquellos jueces reacios a llevar a cabo los procesos de juzgamiento y condena de los genocidas recibieron un guiño implícito del gobierno para avanzar en el otorgamiento de prisiones domiciliarias, hacer caer prisiones preventivas, aumentar el número de absoluciones o “cajonear” procesos. Es cierto que no existieron instrucciones concretas del poder ejecutivo en esta dirección. Pero el aumento significativo de los porcentajes de absoluciones y prisiones domiciliarias otorgadas durante los años 2016 y 2017 indica que los jueces parecen haberse guiado por este nuevo “clima de época”.

En tercer lugar, se intentó avanzar en una nueva doctrina de aplicación de la cláusula del 2 x 1 en un fallo dividido de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. La masiva movilización del mes de mayo de 2017 en contra de este fallo hizo retroceder parcialmente esa resolución y llevó a los funcionarios principales del gobierno y al propio Presidente de la Nación a declarar su desacuerdo con el fallo de la mayoría de la Corte, a la sanción de una ley para limitar su aplicación en casos de lesa humanidad y a su relativa reversión por parte de los tribunales inferiores. Una nueva resolución dictada por la Corte a comienzos de 2018 (si bien aplicada a un único caso) parece haber revertido la doctrina que desatara el repudio, con el cambio del voto del juez supremo Horacio Rosatti, aun cuando todavía no remitía al fondo de la cuestión, que continúa abierto.

En cuarto lugar, se alentaron declaraciones de funcionarios de segunda línea, como Darío Lopérfido o Juan José Gómez Centurión, pero también del secretario de Derechos Humanos Avruj, cuestionando las estimaciones aceptadas del número de víctimas del genocidio argentino e instando a la necesidad de “recuperar la memoria completa” y “reconocer” el “número real de víctimas”. Estas declaraciones, que serán analizadas a fondo en el próximo capítulo, muestran cómo se comienza a asumir el discurso revisionista desde el propio aparato estatal. Ante las reacciones sociales y políticas para enfrentar al negacionismo, los cuadros de conducción del gobierno se cuidaron muy bien de aclarar una y otra vez que se trataba de expresiones personales de dichos funcionarios y, en el caso de Lopérfido, el escándalo culminó con su renuncia a la Secretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires y su posterior renuncia también a la dirección del Teatro Colón (aunque con su transferencia a un cargo diplomático en la embajada argentina en Alemania del que fue relevado recién a comienzos de 2018).

En quinto lugar, se buscó avanzar en el juicio político de algunos jueces que se habían destacado por sus fallos en casos de violaciones sistemáticas de derechos humanos, entre los que cabe mencionar a Carlos Rozanski y Daniel Rafecas, más allá de que las causales de su cuestionamiento no se vincularan explícitamente a la actuación en esas causas, sino en otras. Esta persecución ha culminado hasta el momento con la renuncia de Rozanski y con una sanción a Rafecas.

Se podrían listar algunas otras decisiones gubernamentales. Pero lo que queda claro es que la línea oficial no asumió una política abierta de amnistía o impunidad, sino un posicionamiento más sutil que abrió un terreno fértil para los nuevos sentidos recargados de la teoría de los dos demonios buscando ubicar a los funcionarios principales de gobierno (el Presidente, el jefe de gabinete, no tanto el secretario de Derechos Humanos) como “neutrales” ante los reclamos (los producidos por los dos grupos de “organismos”) y “actuando” una mediación ante ellos en un rol arbitral, que propone garantizar una memoria, una verdad y unas actuaciones judiciales “completas”, como formula el reclamo de la versión recargada de los dos demonios.

Pese a ello y con el correr de los meses, las propias acciones comienzan a atentar contra la credibilidad de la propuesta de “neutralidad”, así como nuevas declaraciones de funcionarios de gobierno (a los que se sumó Nicolás Massot en 2018, con una historia familiar cómplice de los propios represores) que abonan discursos más propiamente negacionistas o llamados a la “reconciliación”, que buscan eludir, obstaculizar o anular el funcionamiento de la justicia.

Esta estrategia, sin embargo, resultó relativamente exitosa en la lenta pero persistente disputa por el sentido común. Este éxito no se explica solo por la inteligencia del planteo. Hay, además, una respuesta inadecuada de muchos sectores políticos y sociales que no encuentran ni el tono ni los argumentos para confrontar con esta versión recargada (y novedosa) de la teoría de los dos demonios. Acostumbrados a la disputa contra la impunidad de las leyes del alfonsinismo o contra las amnistías del menemismo, habituados a responder a quienes reivindican abiertamente el accionar represivo y genocida como fue el caso de famus (Familiares y Amigos de Muertos por la Subversión), no alcanzan a encontrar argumentos contra un discurso que se presenta a sí mismo como evidente (una vida es una vida, un asesinato es un asesinato), despolitizado y desideologizado.

Estas iniciativas recargadas de los dos demonios van tendiendo a calar por lo tanto en distintos sectores sociales (y muy en especial en jóvenes nacidos ya en el siglo xxi o en los últimos años del siglo xx) sin encontrar grandes resistencias. Quienes buscan confrontar este discurso, quienes podrían esgrimir otros argumentos, han perdido la iniciativa. Ya no discuten con los planteos de sus adversarios, sino que parecen hablarse a sí mismos, encerrados en un discurso con pocas fisuras, en una burbuja que no está abierta a la escucha. Los argumentos que fueron efectivos en el contexto histórico de los 90 no necesariamente lo son ahora. Deben ser, cuando menos, repensados a la luz de las transformaciones y planteos de dos décadas después.

La disputa por el sentido común no se gana solo con argumentos. Pero no se gana sin ellos. “Callar con la ley” a los “negacionistas” o clausurar el debate esgrimiendo que se trata de “cosa juzgada” no va a resolver la dificultad cierta que encuentran muchas personas en comprender la diferencia entre la violencia genocida y la violencia insurgente.

La versión recargada de los dos demonios avanza y pareciera que los instrumentos que tenemos no son los más adecuados para enfrentarla.

Este libro se propone como un intento por desmenuzar críticamente los argumentos principales de esta versión recargada de los dos demonios para permitir librar una disputa con cada uno de ellos y demostrar sus intencionalidades, sus lógicas, sus objetivos, a la vez que sus puntos débiles, sus falacias, sus distorsiones, sus manipulaciones, sus mentiras.

Pero esta tarea requiere, necesariamente, hacer un balance de los problemas conceptuales en las disputas por el sentido común libradas en los últimos veinte años. En parte esos problemas fueron los que dejaron un terreno fértil para que emergieran algunos de los sentidos fundamentales de la versión recargada de los dos demonios.

Hubo, también, errores políticos que se sumaron a los problemas conceptuales y le abrieron la puerta a cierto “clima de época revisionista”. Errores de evaluación, encierro en disputas mezquinas o en el “narcisismo de las pequeñas diferencias” que llevaron cada vez más al kirchnerismo y a la izquierda antikirch- nerista a hablarse solo a sí mismos, a desvincularse crecientemente del sentido común, a transformar un discurso que interpelaba multitudes en un club cerrado que requería demasiados supuestos a quien quisiera ser su miembro, a abandonar los espacios políticamente significativos (por caso, las audiencias de los juicios a los genocidas) priorizando otras luchas que se consideraban más importantes, a vaciar ciertas consignas al partidizarlas de modo sectario y perder así la potencia que les otorgaba su carácter múltiple y plural.

Es necesario aclarar, sin embargo, que este libro no se escribe desde la soberbia aleccionadora, sino desde la preocupación. He caído posiblemente en muchos de estos problemas y de allí el uso de la primera persona del plural en distintos momentos de este texto. He sido parte de una comunidad que comenzó a hablar un lenguaje cada vez más cerrado, que asumió supuestos que no aceptaban ser discutidos, que utilizó algunos términos sin pensar demasiado en sus consecuencias teóricas (por ejemplo, el de terrorismo de Estado, que se analizará en el capítulo 4), que no advirtió a tiempo (como sí lo hizo Germán Ferrari) la emergencia de nuevos sentidos, allí a fines de la primera década del siglo xxi. Que en muchos casos utilizó conceptos sin pensar demasiado en los sentidos que habilitaba. Que en otros equivocó las discusiones de fondo con las tangenciales y quedó entrampada en discusiones para pocos y en obsesiones mezquinas, que hizo de la chicana un hábito. Y que va perdiendo, pero por suerte nada es definitivo, la capacidad de hablarle al conjunto de la sociedad, de interpelar a las nuevas generaciones, de modificar las preguntas y las respuestas a la luz de los cambios históricos.

Si se pretende confrontar con algún éxito con esta versión recargada de los dos demonios, si se busca salir a dar la disputa por lo que será el sentido común en la tercera década de este siglo (que irá naciendo pronto), se requiere revisar con cuidado cada una de nuestras asunciones, cada una de nuestras acciones, cada uno de nuestros postulados. Ese es el primer paso para reconstruir la posibilidad de dejar de hablarnos solo entre los miembros de un club para volver a hablar con todos, para incluir a todos y a cada uno de los argentinos en este necesario e interminable proceso de elaboración de las consecuencias que dejó el genocidio en nuestra sociedad.

1 Siempre se consideró que el primer prólogo al Nunca más fue escrito por Ernesto Sabato y así se suele referir a este, pese a que el prólogo no está firmado y es parte de un texto colectivo que se encuentra avalado por todos los miembros de la conadep, Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, de la cual Sabato fue presidente.

2 Para una genealogía de este proceso, puede consultarse Marina Franco: Un enemigo para la nación. Orden interno, violencia y “subversión”, Buenos Aires, FCE, 2012.

3 Estas críticas son, por ejemplo, las que realiza Elizabeth Jelin en trabajos como “Militantes y combatientes en la historia de las memorias. Silencios, denuncias y reivindicaciones”, publicado en Lucha armada en la Argentina. Anuario 2010, año 5, Buenos Aires, Ejercitar La Memoria, 2010.

4 Ya veremos en los capítulos siguientes que no es evidente dicha calificación y que más bien resulta incorrecta y fuera de lugar como modo de caracterizar a las acciones insurgentes de la guerrilla, que pudo haber sido muchas cosas, pero si hay algo que NO fue es “terrorista”.

5 Véase, por ejemplo, el Reglamento de Operaciones Sicológicas del Ejército Argentino, aprobado en noviembre de 1968 (RC5-I) o los Planes de Acción del Ministerio de Planificación sancionados en 1977 y 1978, o los documentos RC 9-I o RC 9-II del Ejército Argentino, entre muchos otros materiales, tanto públicos como, fundamentalmente, reservados y secretos, pero hoy recuperados.

6 Véase, muy en especial, Guillermo O’Donnell: “¿Y a mí, qué mierda me importa? Notas sobre sociabilidad y política en Argentina y Brasil”, publicado en Contrapuntos. Ensayos escogidos sobre autoritarismo y democratización, Buenos Aires, Paidós, 1997, aunque también valen la pena algunos otros de los ensayos de dicho volumen, que apuntan en la misma dirección.

7 Daniel Aspiazu, Eduardo Basualdo y Miguel Khavisse: El nuevo poder económico en la Argentina de los años 80, Buenos Aires, Legasa, 1986 (reeditado luego por Siglo XXI a partir del año 2004).

8 Véase Raphael Lemkin: El dominio del Eje en la Europa ocupada, Buenos Aires, eduntref-Prometeo, 2008, p. 154.

9 Resulta sugerente y preocupante a la vez que en el siglo xxi comiencen a aparecer trabajos de historiadores y sociólogos que asumen esta categoría de “gente común” como si fuera un constructo válido y desde allí pretenden armar una historización del período que asume como legítima una caracterización que no busca ratificar ni hacer un rastreo crítico de sus propios supuestos, esto es, que existió “gente común” que no tenía vínculo alguno con el conflicto social de su época, “gente común” a la que se define como “los sectores medios que no se involucraron en política ni formaban parte de grupos de poder”, sin revisar de qué da cuenta semejante caracterización. Véase, muy especialmente y como ilustrativo de otros textos menos explícitos, el trabajo de Sebastián Carassai: Los años setenta de la gente común. La naturalización de la violencia, Buenos Aires, Siglo XXI, 2013. Para una perspectiva más matizada, que revisa y contrasta distintas visiones de historiadores y cientistas sociales sobre la cuestión, véase Gabriela Águila: “Violencia política, represión y actitudes sociales en la historia argentina reciente”, publicado en Pilar Folguera, Juan Carlos Pereira Castañares (coords.) y otros: Pensar con la historia desde el siglo xxi. XII Congreso de la Asociación de Historia Contemporánea, Universidad Autónoma de Madrid, 2015, pp. 5569-5588.

10 Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (conadep): “Prólogo” (en adelante, Prólogo al Nunca más), Nunca más, Buenos Aires, Eudeba, edición del año 2006 (primera edición aparecida también en Eudeba en 1984), p. 13.

11 Otro de los textos clásicos en la configuración de estos motivos centrales de la teoría de los dos demonios fue el de Pablo Giussani: Montoneros. La soberbia armada, Buenos Aires, Sudamericana-Planeta, 1984. Una estigmatización llena de adjetivaciones descalificadoras de la experiencia de la organización Montoneros y la permanente equiparación entre su “fascinación por la violencia” y la “violencia” implementada por las fuerzas represivas, donde se sugiere este argumento central de que una violencia habría “llamado” o producido a la otra.

12 Para un relevamiento de estos hechos, véase Juan Carlos Marín: Los hechos armados. Argentina, 1973-1976. La acumulación primitiva del genocidio, Buenos Aires, pi.ca.so.-La Rosa Blindada, 1996.

13 Quizás sea un modo de entender un poco mejor por qué a los militares les parecía tan subversiva la teoría matemática de conjuntos, al punto de prohibir su enseñanza en la educación pública.

14 Algunas de estas operaciones políticas realizadas en el prólogo del Nunca más fueron señaladas con inteligencia por Emilio Crenzel en La historia política del Nunca más. La memoria de las desapariciones en la Argentina, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008.

15 Pensar las disputas por la memoria solo en términos de “emprendedores” y luchas por el sentido −al modo en que por ejemplo lo realiza Elizabeth Jelin en Los trabajos de la memoria, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002−, si bien puede dar cuenta de un fragmento de las construcciones de sentidos del pasado en el presente, impide observar estos elementos no explícitos ni racionales pero fundamentales para comprender los motivos de las hegemonías: las analogías en las que pueden ingresar distintos relatos colectivizados o sedimentados, las defensas psíquicas que se articulan con cada uno de ellos, pero también otros sistemas de identificaciones no necesariamente conscientes pero que juegan su rol y hasta pueden ser explotados por los actores en disputa, a partir de los procesos de toma de conciencia. Los trabajos de la memoria involucran muchas más dimensiones que las de la lucha política, aunque se saldan (claro) en el rol que asumen para lidiar con el presente. Son disputas políticas, sin duda, pero que se encuentran determinadas por muchos otros elementos que requieren una toma de conciencia para poder ser incorporados explícita y conscientemente a la lucha.

16 El caso de la organización Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas es emblemático, ya que en su propia conformación y nombre aparece explícita la cuestión política y quizás fue por ello que tuvieron en los años 80 mucha menos visibilidad, en tanto que ponían sobre la mesa el elemento eludido en las visiones más asépticas del accionar represivo.

17 Eduardo Luis Duhalde había pertenecido en los años 70 al Peronismo de Base y había dirigido revistas como Militancia Peronista para la Liberación. Se había destacado, junto a Rodolfo Ortega Peña, como abogado defensor de los detenidos políticos procedentes de diversas organizaciones (tanto peronistas como marxistas). Luego del fin de la dictadura se desempeñó como juez de Cámara en los Tribunales de la Ciudad de Buenos Aires y como consultor de la onu. Rodolfo Mattarollo también se había desempeñado como abogado de presos políticos en la década del 70 (más cercano al prt, Partido Revolucionario de los Trabajadores) y, ya en el exilio, había sido junto a Duhalde parte de los fundadores de la cadhu (Comisión Argentina por los Derechos Humanos) y tuvo una extensa trayectoria internacional en la onu y otros organismos regionales, nacionales e internacionales, en la defensa y protección de los derechos humanos.

18 Prólogo al Nunca más, Edición del Treinta Aniversario del Golpe de Estado, 2006, p. 8.

19 Ib.

20 Germán Ferrari: Símbolos y fantasmas. Las víctimas de la guerrilla. De la amnistía a la “justicia para todos”, Buenos Aires, Sudamericana, 2009.

21 Ferrari identifica con claridad que este uso de los dos demonios no es equivalente a su versión original y por ello lo conceptualiza como “teoría de los dos demonios reaggiornada” para destacar sus diferencias. Si bien el término es preciso, he preferido (reconociendo la intuición y análisis de Ferrari) bautizarla como “recargada”, ya que más allá de la referencia cinematográfica a la película Matrix, el concepto de recarga permite comprender que no se trata meramente de un “aggiornamiento” al nuevo contexto y necesidades, sino también de que no son los mismos los actores ni las intencionalidades. Los argumentos de los dos demonios se “recargan” para ser utilizados por otras fracciones sociopolíticas y con otros objetivos. Esto será analizado en más detalle en los próximos capítulos, muy en especial en el capítulo 2.

22 Vale agregar que mientras se escribía este libro se incluyeron objetos personales precisamente de Aramburu y otros presidentes de facto en el Museo de la Casa Rosada. Véase “En nombre de Videla, Galtieri y Aramburu”, Página/12 (22.01.2018). Disponible en pagina12.com.ar.

23 Véase, para un detalle de estas políticas, el artículo de Adriana Taboada, “Macrismo y derechos humanos. Hacia la impunidad y el negacionismo” en Tela de Juicio, publicación del Equipo de Asistencia Sociológica a Querellas, Buenos Aires, La Minga, núm. 2 (2017), pp. 19-34.

Los dos demonios (recargados)

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