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ОглавлениеCAPÍTULO 2
Argumentos principales de la teoría de los dos demonios original y de su versión recargada
La novedad principal que trae la versión recargada de los dos demonios no radica tanto en esgrimir nuevos argumentos. En general, utiliza las mismas lógicas de la teoría de los dos demonios original. Sin embargo, no se trata de una simple repetición: aquellos viejos argumentos son usados en una nueva constelación de sentidos, que tiene intenciones distintas y genera otras consecuencias. Ese es el objetivo principal de este capítulo: identificar qué hay de distinto en las aparentes continuidades y qué de novedoso en aquello que parece siempre igual.
Los usos de la dualidad
Uno de los argumentos centrales de la teoría de los dos demonios es la exclusión de la sociedad del conflicto, que requiere para ello equiparar en tanto “violentas” a las prácticas de los actores del conflicto, opuestos a la “gente común”.
La versión original instalaba una dualidad (el terror de izquierda y el terror de derecha), pero buscando hacer un énfasis en la violencia estatal. La operación tenía como objetivo legitimar el juzgamiento de “ambas violencias”, exculpando a la “gente común”.
En la versión recargada, el objetivo de la dualidad es hacer visibles a las “víctimas negadas”, que serían aquellas que sufrieron la violencia insurgente, calificada errónea pero intencionalmente como “terrorista”. Esto es, el énfasis es inverso: no se centra en la violencia estatal, sino en la violencia insurgente.
Pese a que postulaba cierta equivalencia de responsabilidades, la versión original presentaba fundamentalmente los testimonios de sobrevivientes de la dictadura genocida o de familiares de desaparecidos, destacando la gravedad de los secuestros clandestinos, los campos de concentración, los vuelos de la muerte y las apropiaciones de menores. Aun cuando invisibilizara la identidad de las víctimas despolitizándolas y recurriera una y otra vez a la equiparación con la “otra violencia”, la carga afectiva y el espacio de escucha se direccionaba hacia quienes habían sufrido la violencia estatal.
Por el contrario, la versión recargada facilitó que se abriera la escucha empática y pública a los familiares de los militares condenados por violaciones sistemáticas de derechos humanos, a las víctimas colaterales o contingentes de acciones armadas, como un niño que recibió una bala perdida en un intento de asalto a un banco, una menor víctima de una bomba que buscaba ajusticiar a un torturador o un soldado abatido en un intento de toma de cuartel. En estos casos, la equiparación de víctimas busca redirigir la carga afectiva y la escucha a los sectores exactamente opuestos que en la versión original. Pero, además, poniendo de relieve a estas “otras víctimas”, se comienza a instalar cierta sospecha o desconfianza hacia las víctimas de la dictadura genocida, esas víctimas “primeras”: ¿serían realmente “víctimas”? ¿O son los responsables de la violencia que produjo estas “otras víctimas”, las “víctimas negadas”?
Esta diferencia no es menor y, aunque los argumentos parezcan los mismos que en los 80, el contexto y la intencionalidad son muy otros.
En los 80, la violencia insurgente estaba deslegitimada en el sentido común. En cambio, la violencia represiva estatal todavía no era un conocimiento socialmente aceptado y su condena no era explícita. Algunos sectores de la sociedad seguían pensando que la represión estatal había sido una herramienta legítima en la “lucha contra la subversión”. En ese contexto, la versión original de los dos demonios fomentaba la equiparación para iluminar y condenar la violencia represiva. De algún modo, esa equiparación hacía mucho menos costoso asumir una posición de condena a la violencia estatal.
Esto no quiere decir que hubiera engaño ni manipulación. Efectivamente Raúl Alfonsín, Ernesto Sabato y muchos de los cuadros políticos e intelectuales que diseñaron estas lógicas de explicación, así como algunos familiares de desaparecidos, Graciela Fernández Meijide entre ellos, habían condenado siempre la violencia insurgente, y al hacer esta equiparación, no traicionaban sus convicciones, no mentían ni engañaban. Pero es importante comprender que, más allá de esas posiciones personales, el objetivo central de la equiparación no era condenar a las organizaciones insurgentes, sino condenar la violencia estatal.
En los 90 se pudo avanzar en una crítica a los argumentos principales de la teoría de los dos demonios: la explicación de las acciones represivas como producto de una reacción excesiva, desmesurada y criminal ante la existencia de organizaciones armadas de izquierda y la equiparación que hacía entre dos usos profundamente diferentes de violencias. La violencia insurgente era una herramienta para transformar la realidad en un sentido de mayor igualdad, equidad o justicia, mientras que la violencia represiva se usaba para hacer más desigual e injusta la sociedad. También eran distintas las formas en que se ejercía dicha “violencia”. En su uso contrahegemónico o popular, la violencia insurgente era acotada y esporádica, mientras que en su uso hegemónico, el ejercicio de la violencia represiva era concentrado, vertical, autoritario y sistemático. Esta violencia represiva se articuló con una violencia genocida implementada a través de un sistema de campos de concentración y un proceso de aniquilamiento de masas de población. Estas transformaciones de sentido fueron conquistas fundamentales en la disputa por el sentido común y, sin dejar totalmente de lado la lógica de los dos demonios, pudieron correr los consensos hacia miradas más complejas y matizadas de los usos de la violencia y las implicaciones de distintos sectores sociales.
En la primera década del siglo xxi, momento de surgimiento de la versión recargada de los dos demonios, el sentido común ya había asumido la ilegitimidad de la violencia represiva. Esto no significaba, de ningún modo, unanimidad en la forma de entender el pasado. En ese repudio podían convivir versiones más o menos modificadas de la teoría de los dos demonios, que entendían la represión en términos de excesos, con visiones que interpretaban lo sucedido como un proyecto de quiebre de lazos sociales, conceptualizado como genocidio o como terrorismo de Estado.
La versión recargada apunta, precisamente, contra ese acuerdo básico que constituía un cierto límite social. Lo que busca es minimizar o relativizar la condena a la violencia represiva, intención que no existió en la versión original de los dos demonios. Para eso, apela a un rodeo: muestra y expone a las “otras víctimas” para señalar que entre las “supuestas víctimas del genocidio” anidan asesinos y que, entonces, no todo el accionar represivo estuvo mal.
Poner otra vez la violencia insurgente sobre la mesa no apunta a una discusión sobre estrategias o tácticas políticas en el presente (de hecho ninguna organización argentina ha planteado el uso de la violencia insurgente en el contexto de las dos primeras décadas del siglo xxi), sino tan solo a utilizar la dualidad para relegitimar la violencia represiva del pasado y, sobre todo, proyectar esa legitimidad al presente. Esto es que el objetivo estratégico del debate se vincula al intento de recomponer la legitimidad de la violencia represiva en un contexto actual en donde se la observa como necesaria, para enfrentar las posibles reacciones a un proyecto económico de fuerte redistribución regresiva del ingreso.
La dualidad es uno de los elementos fundamentales de toda teoría de los dos demonios. La binarización, el hecho de que se trate de dos. Dos que se ponen en correlación causal. Esta dualidad no tiene el mismo sentido en ambas versiones, aun cuando algunas de sus consecuencias sean equivalentes. La dualidad comparte en ambos casos la trampa de remitir una violencia a la otra, de esconder los sentidos estratégicos de la violencia represiva, así como sus diferencias cualitativas con cualquier otra modalidad. Y de esconder, en ambos casos, la violencia estructural, que explica ambas de un modo más preciso.
Hasta aquí, las dos versiones coinciden. Pero el contexto y la intencionalidad son diferentes. En el caso de la versión original, la equiparación era el costo a pagar para lograr la legitimidad del juzgamiento de los genocidas y la exculpación del “resto de la sociedad”. Por el contrario, en la versión recargada, la equiparación busca el juzgamiento de los sobrevivientes del genocidio y una relegitimación, por lo general implícita pero siempre asomando, de los propios represores. La equivalencia busca llevarse al plano de las responsabilidades: si unos son juzgados, también los otros deben serlo. Por lo tanto, si no aceptamos extender las responsabilidades a los autores de la violencia insurgente, tendríamos que renunciar a aplicarla a aquellos que implementaron la violencia represiva. La equiparación aquí está claramente al servicio de la minimización y relativización del genocidio y suele venir de la mano de propuestas de “reconciliación”.
La diferencia de contexto y objetivos produce entonces dos órdenes de sentido. La versión original de la teoría de los dos demonios era un paso limitado y problemático en el intento de iluminar algunas de las características de la violencia represiva y legitimar su juzgamiento, aunque fuera parcial, limitado y se justificara en la condena dual. Su versión recargada constituye parte de una estrategia negacionista.
Igualar ambas versiones y tratarlas con el mismo concepto indiferenciado (teoría de los dos demonios) no nos permite observar sus distintos objetivos ni confrontar con inteligencia los modos en los que inciden en las disputas por el sentido común.
La discusión sobre las “cifras”
Un segundo elemento a distinguir en la versión recargada de los dos demonios se basa en el cuestionamiento de las cifras estimadas de víctimas del genocidio, buscando de este modo minimizar o relativizar la condena social a los responsables de las acciones represivas.
Entre el ataque a los elementos simbólicos construidos en más de treinta años de lucha contra la impunidad, destaca este cuestionamiento al número de víctimas estimadas hacia finales de la dictadura por algunos organismos de derechos humanos: 30 000.
Este presunto “debate” sobre el número no busca una precisión abstracta ni se basa en razones inocentes. Su objetivo es minar muchas de las conquistas en la lucha por la construcción de la memoria colectiva, ya que se pretende sugerir que muchas víctimas no merecen ser tratadas como tales, que se “inventaron” casos, que la represión no tuvo la dimensión que se cree, y por lo tanto tampoco la gravedad. De lo que se deduce muchas veces, sin articulación argumental con lo previo, que “no hubo plan sistemático”. Y también implica plantear que hubo “otras víctimas”, que no contaron con la misma atención social. Por último, con este planteo también se busca deslegitimar el fuerte reconocimiento social de los organismos de derechos humanos, al sugerir que estarían distorsionando o manipulando la información, y que por tanto no serían organizaciones creíbles, que su prestigio debiera ser puesto en cuestión. Muy en especial en lo que hace a sus denuncias presentes, como en los casos de la desaparición de Santiago Maldonado y el asesinato de Rafael Nahuel, entre otros. Estos diversos temas se articulan, de modos más o menos fundamentados, en el cuestionamiento a las cifras estimadas de desaparecidos.
Algunas de las expresiones más difundidas en los últimos años han sido la publicación en 2015 del libro Mentirás tus muertos (de José D’Angelo, quien se presenta a sí mismo en la solapa como “militar y periodista, carapintada y participante de la represión al intento de toma del cuartel de La Tablada”1) o las ya mencionadas declaraciones en 2016 y 2017 del ex secretario de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, Darío Lopérfido y del titular de la Aduana, Juan José Gómez Centurión. Ya desde antes, la propia Graciela Fernández Meijide venía realizando estos planteos, que volvieron a cobrar fuerza con el contexto propicio para ello. Pero ellos no han sido los únicos y la cuestión comienza, cada vez más, a ocupar los medios de comunicación masivos en el prime time, donde aparecen familiares de las “víctimas del terrorismo” o miembros de organizaciones de “asistencia a las víctimas” como el celtyv, y denuncias de “desaparecidos que no son tales”.
El planteo es simple pero efectivo: se busca “cerrar” y acotar (por minimización) el número de víctimas de la dictadura genocida, utilizando para ello las conclusiones y los errores de los listados elaborados en 1984 por la conadep. Es importante aclarar que resulta imposible que dichos listados no contuvieran errores, dado el terror de la época y la falta de información estatal. También era imposible que fuera un listado exhaustivo por los mismos motivos. Por lo tanto, que alguna de las personas a las que se creía desaparecidas y asesinadas hubiese podido exiliarse y jamás se hubiera enterado de la denuncia es, aunque difícil, plausible en un número pequeño de casos.
Pero a su vez, estos nuevos “cálculos a la baja” eliminan de las cifras estimadas a los asesinados o a quienes sobrevivieron a la persecución, planteando que las víctimas “no serían más que siete u ocho mil” (véase las declaraciones mencionadas de Lopérfido, Gómez Centurión o Fernández Meijide).
Vale la pena de todos modos preguntarse de qué tipos de victimización da cuenta la estimación de “los 30 000”, cómo y bajo qué supuestos fue construida, y analizar la curva de denuncias del ejercicio de la violencia estatal desde el fin de la dictadura al presente, para tener una imagen más global de la complejidad de la discusión, de qué diferentes cuestiones involucra y cómo se las banaliza a la ligera cuando se pretende que las realidades históricas puedan saldarse con un “número final de víctimas”.2
¿De qué se habla cuando se habla de 30 000?
En la discusión sobre las cifras hay una pregunta que parece obvia, pero no lo es: ¿a quiénes incluye el total de víctimas del genocidio argentino? ¿A quienes sufrieron la desaparición forzada y nunca más aparecieron?, ¿a quienes fueron asesinados?, ¿a quienes sufrieron desaparición forzada y sobrevivieron? No tener claridad sobre los criterios con los que se construyen los listados y las estimaciones produce una serie de confusiones que son aprovechadas por el revisionismo de la versión recargada de los dos demonios.
El genocidio argentino contó con cuatro categorías distintas de afectados directos, más allá de que sus consecuencias se esparcieron por el conjunto de la población argentina, generando efectos (distintos pero persistentes) en cada miembro de la sociedad e incluso en las generaciones siguientes. Estas cuatro categorías cuentan, además, con algunos solapamientos y superposiciones entre ellas.
Pero, intentando simplificar y no tomando en cuenta los casos de cesanteados, exiliados, insiliados o familiares de las víctimas, esto es, incluyendo solo a los afectados de modo físico directo en sus cuerpos por la violencia estatal o paraestatal, se podría dividir a esta población en los siguientes grupos:
1) aquellos que fueron asesinados (esto es, sus cuerpos fueron entregados a sus familias o abandonados en el lugar del hecho o en lugares donde fueron descubiertos con rapidez),
2) aquellos que fueron desaparecidos (esto es, secuestrados y mantenidos en centros clandestinos de detención, sin otorgar información sobre su paradero o asesinados, pero sus cuerpos fueron ocultados o destruidos en condiciones de clandestinidad, sin jamás brindar información sobre ello),
3) los presos políticos, esto es, aquellos que fueron detenidos legalmente y puestos a disposición del poder ejecutivo o de la justicia,
4) aquellos niños que fueron secuestrados de sus familias y apropiados por familias cercanas a los perpetradores o entregados ilegalmente en adopción, siendo que algunos pudieron ser identificados y la mayoría continúan viviendo con sus identidades adulteradas y sin conocer su origen ni tampoco permitir a sus familias conocer su paradero.
Dentro del grupo de las personas secuestradas y desaparecidas, existe un gran número que fue liberado (con el fin de generar terror en la sociedad, según la hipótesis más consistente para los propios sobrevivientes y para los investigadores) y otros que continúan desaparecidos hasta el día de hoy.
El prestigioso Equipo Argentino de Antropología Forense (eaaf) y otros equipos de trabajo similares han realizado un importante aporte en todos estos años al permitir el reconocimiento de algunos de los cuerpos enterrados clandestinamente o arrojados a ríos y mares y aparecidos en las costas y han logrado recuperar las identidades de un número importante de estos desaparecidos, que a partir de ello pueden ser contabilizados como asesinados.
A su vez, muchos de los desaparecidos que fueron liberados fueron reconocidos posteriormente como presos políticos, esto es, atravesaron dos de las categorías, algo bastante común.
Por último, y en gran parte debido al loable y persistente trabajo de las Abuelas de Plaza de Mayo y a la creación del Banco Nacional de Datos Genéticos, más de un centenar de niños que fueron apropiados han logrado conocer sus identidades y reunirse con sus familias. Es un proceso que continúa hasta el día de hoy y gracias al cual se siguen encontrando niños apropiados, hoy adultos.
Todo esto resulta más claro ahora, en 2018, luego de décadas de investigación. Durante la misma dictadura, cuando se llevaban a cabo las estimaciones de víctimas, muchos de los liberados continuaban desaparecidos y muchísimos casos no tenían denuncias (de hecho, veremos que sigue habiendo nuevas denuncias cada día, aún en 2018).
La estimación de 30 000 víctimas, por lo tanto, fue realizada a partir de suponer el número de casos aún no denunciados con base en el universo de denuncias con el que se contaba hacia fines de la década de los 70, tomando en cuenta el testimonio de algunos liberados de los campos de concentración, declaraciones de represores tanto públicas como en los propios centros de detención y otras fuentes documentales o testimoniales a las que se tuvo acceso en aquel momento, en las difíciles condiciones del exilio o la persecución interna.
La segunda aclaración que resulta relevante puntualizar es que ningún genocidio puede contar con un número definitivo de víctimas, ya que el subregistro y la subdenuncia son endémicos, tanto por la imposibilidad de lidiar con el trauma que implica el proceso de destrucción, el arrasamiento de familias completas que impidió que existiera quien pudiera dar cuenta de los hechos, el terror de los familiares, amigos o vecinos a que la denuncia reactualice la persecución, o cuando menos la estigmatización de la familia afectada (muy en especial en pueblos pequeños), las disputas dentro de los propios núcleos de origen a partir de la vergüenza que generaba en familias conservadoras la existencia de una desaparición o el involucramiento con organizaciones políticas insurgentes, la falta de confianza en el aparato estatal, entre otros motivos. Es así que no existe una lista de 6 000 000 de judíos asesinados en la Shoá, ni de 1 500 000 a 2 000 000 de armenios víctimas del ittihadismo turco, ni de los 3 000 000 de bengalíes que se estima asesinados en el genocidio implementado por Pakistán durante las luchas por la liberación en 1971, ni de los 2 000 000 de camboyanos aniquilados por el régimen del Khmer Rouge, ni de los 250 000 guatemaltecos asesinados entre 1954 y 1996 como parte de la Doctrina de Seguridad Nacional en aquel país, y así podríamos continuar con cualquier otro caso histórico. También que todas estas cifras suelen ser discutidas, aunque nunca nadie logró estimaciones más confiables que justificaran transformar esas primeras construcciones simbólicas.
Esto es, en los procesos genocidas solo se puede contar con estimaciones, que se construyen a partir de los números constatados de víctimas y los cálculos que se hacen sobre el porcentaje que este número constatado puede implicar en relación con el número total, que es siempre un número indeterminable.
En el caso argentino, la estimación de los 30 000 incluía a todos aquellos que habían pasado por el proceso de secuestro y desaparición (sin que pudiera saberse en esos años quiénes serían liberados o no), a los niños apropiados y también a quienes fueron directamente asesinados. No así a los presos políticos que, a menos que hubiesen pasado por un proceso previo de desaparición forzada (que fue bastante común), no eran incluidos en los cálculos. Ni tampoco, por supuesto, a los exiliados, insiliados o a los cesanteados.
A partir de esta aclaración, podemos concluir que la estimación de 30 000, realizada en las difíciles condiciones de la lucha contra la dictadura genocida y con pocos elementos, sigue pareciendo correcta al día de hoy como confiable y precisa en relación con aquello de lo que se quería dar cuenta: el conjunto de desaparecidos, asesinados, sobrevivientes y menores apropiados. Si se analizan las curvas de denuncias desde la dictadura hasta el presente y el posible agregado de los casos que continúan sin denuncia o que nunca serán conocidos, es posible que el número sea bastante cercano.
O, cuando menos y para decirlo con otras palabras, que con la información que se tiene en 2018 tanto a nivel oficial como por parte de los investigadores del tema no existen elementos que sugieran modificar ni cuestionar dicha cifra ni reemplazarla por otra que pueda aparecer como más confiable.
Vale demostrarlo con un ejemplo de estudio de caso, apelando a la información disponible y no a las especulaciones, distorsiones e infamias construidas por la versión recargada de la teoría de los dos demonios.
Un estudio de caso
Uno de los equipos de investigación que dirijo se encuentra trabajando a fondo sobre los procesos de denuncia en la provincia de Tucumán.3 En lo que hace a dicha provincia, el informe de la conadep del año 1984 tenía registradas 609 denuncias. A fines de 2016, el Área de Investigación de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación contaba con un total de 1005 denuncias con información verificada y completa (esto no incluye los casos incompletos o actualmente en proceso de trabajo y ha excluido todos los errores del listado original). Los casos registrados por nuestros equipos de investigación (que incluyen las denuncias investigadas en sede judicial) suman un total de 1202, que también refieren solo a aquellos verificados y completos, con lo cual siguen siendo cifras parciales en tanto hay otros centenares en proceso de verificación, tanto por parte de la Secretaría de Derechos Humanos como en nuestro propio proyecto.4 Esto es: a comienzos de 2017 se contaba con el doble de casos que en 1984 (siempre refiriendo a casos verificados, esto es, excluyendo todos los errores de listados previos). Esto contrasta con las estimaciones de los “críticos de los 30 000”, que se basan en los datos de 1984.5
Resulta enriquecedor observar también las características de los casos en función de los períodos de denuncia, porque de ellos pueden extraerse conclusiones sugerentes, en especial en relación con la última década.
Las nuevas denuncias tienen un pico de crecimiento muy fuerte a partir de la reapertura de las causas judiciales y la existencia de nuevas sentencias en el año 2006, siendo que durante el período 1985-2005 se detectan 117 nuevos casos en Tucumán, en tanto que a partir del año 2006 hasta el presente se contabilizan 440 nuevos casos. Para más, las denuncias no bajan año a año, sino que siguen un patrón complejo y se podrían formular distintas hipótesis para explicar las variaciones observadas en las curvas. Por ejemplo, el año con mayor número de nuevas denuncias en Tucumán desde 1984 ha sido 2014 con 76 nuevos casos, seguido del año 2008 con 63 casos (en 2016 solo se han denunciado 6 nuevos casos, pero en 2015 hubo 43 nuevas denuncias). Pareciera que tienen fuerza las condiciones políticas nacionales y provinciales y muy en especial la existencia de condenas a los responsables o la apertura de nuevos tramos de las causas judiciales como elemento para permitir enfrentar el miedo y las consecuencias traumáticas de la desaparición en la familia o en el barrio. También, en muchos casos, depende de la voluntad de investigación de las fiscalías o querellas la posibilidad de detectar nuevos casos no denunciados hasta el momento como actuación estatal y no solo “esperando” la denuncia.
Como elemento fundamental, debe destacarse la propia percepción de la desaparición en sectores rurales u obreros en Tucumán como una práctica que puede y debe denunciarse, lo cual no fue en absoluto común en dichas regiones durante gran parte del período de institucionalidad democrática. Ello es transferible a otras provincias del país como Corrientes, Misiones, Chaco o Santiago del Estero, entre otras. Un fenómeno subregistrado ha sido la represión a las Ligas Agrarias en el noreste argentino, así como otro ámbito de subregistro se vincula a la represión en las villas de emergencia en los cinturones de los grandes centros urbanos (Buenos Aires, La Plata, Córdoba, Rosario, Mendoza).
Una cuestión llamativa en los nuevos casos es la proporción de sobrevivientes. En las denuncias producidas ante la conadep, este número era muy bajo: la mayoría de las víctimas correspondía a quienes continuaban desaparecidos o habían sido asesinados. A medida que pasa el tiempo, la mayor parte de las nuevas denuncias corresponden a quienes fueron detenidos desaparecidos (por lo general, por períodos breves) y fueron liberados. En el informe de la conadep, los casos de Tucumán dan cuenta de 379 desaparecidos y asesinados frente a 139 liberados (27 % de liberados). Entre 1985 y 2006 se agregaron 63 casos de nuevos desaparecidos y asesinados frente a 54 liberados (46 %). En la última década encontramos 20 nuevas denuncias de desaparecidos y asesinados frente a 419 nuevas denuncias de quienes fueron liberados (95 %).
Esto lleva a concluir varias cuestiones del estudio de caso en Tucumán: de una parte, que el objeto del terror, como en muchos otros procesos genocidas, fue atravesar al conjunto de la población con el sistema concentracionario, siendo que mucha más gente de la que se cree transitó por dicho sistema y fue devuelta a la sociedad para diseminar el terror, tal como nos intentan explicar hace años los sobrevivientes sin que podamos escucharlos con la suficiente atención. Por otra parte, estas situaciones han sido las que resultaron más difíciles de denunciar, siendo que recién veinte a treinta años después de los hechos comienzan a emerger. Esto tiene mucho sentido: quien fue secuestrado por períodos breves tuvo mucho menos que explicar a sus seres queridos, resultando más fácil la negación o la represión psíquica de lo vivido. Por otra parte, quienes fueron detenidos y torturados por pocas horas en comisarías sin que se registrara su ingreso a estas no necesariamente identificaron su situación como “desaparición”, lo cual muestra también los efectos de las sentencias en la construcción de las percepciones colectivas sobre el pasado. Hoy se denuncian más casos porque se logra percibirlos como tales.6
La continuidad de la aparición de casos (tanto de asesinatos como de quienes continúan desaparecidos u otros que fueron luego liberados) deja claro que en modo alguno ha concluido la investigación de los sucesos ocurridos en el genocidio argentino y que cualquier cifra a la que se arribe (como la que nuestro equipo de investigación ha construido para los casos en Tucumán) no son más que aproximaciones parciales.
Es necesario puntualizar que el surgimiento de nuevos casos no se restringe a las áreas más alejadas de los centros urbanos o solo a la provincia de Tucumán. Apenas como ejemplo, vale la pena señalar que en plena ciudad de Buenos Aires y en el campo de concentración más emblemático del genocidio argentino y con mayor tratamiento mediático (aquel que cuenta también con mayor número de denuncias y de sobrevivientes, la esma) también es posible encontrar nuevas denuncias. Después de sucesivos procesos judiciales en los que se trataron aproximadamente 900 casos y que se desarrollaron durante toda la última década, en abril de 2018 se abre un nuevo tramo del proceso de juzgamiento que involucra 26 casos nuevos (no incluidos en las denuncias previas) y aproximadamente otros 140 casos están todavía siendo investigados en este momento por el juez Sergio Torres, a cargo de la instrucción de la causa. Muchos de ellos no surgieron de nuevas denuncias, sino del entrecruzamiento de información que permitió el propio proceso de juzgamiento y la riqueza de las declaraciones testimoniales en este.