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Prevalencia de la inteligencia emocional en el ámbito laboral

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El taylorismo de comienzos del siglo XX dio lugar a una escuela de racionalización del trabajo que, inspirada en el funcionamiento de las máquinas, analizaba los movimientos mecánicos más eficaces para maximizar el rendimiento de los trabajadores. Con esta corriente de pensamiento vino aparejada la idea de que la excelencia humana, aquello que hacía que unas personas se destacaran más que otras en la vida y en el trabajo, había que buscarla en las capacidades de su mente. Y de ahí surgieron los tests de coeficiente intelectual, con los que empresas, universidades y otras instituciones comenzaron a seleccionar y evaluar a sus miembros.

Sin embargo, según diversos estudios, como los que Robert Sternberg menciona en su libro Inteligencia exitosa, la correlación entre el coeficiente intelectual y el nivel de eficacia de las personas en el desempeño de su trabajo no suele superar el 10% y, en ocasiones, es incluso inferior al 4%. En otras palabras, la medida del coeficiente intelectual se equivocará entre un 90% y un 95% de los casos cuando intente predecir el éxito laboral de una persona.

En 1973, David McClelland, profesor de la Universidad de Harvard, publicó un artículo titulado “Pruebas para la competencia antes que para la inteligencia” que significó una ruptura radical con el planteamiento tradicional. Según McClelland, los rasgos que diferencian a los trabajadores sobresalientes no había que buscarlos en las aptitudes académicas tradicionales, sino en ciertos rasgos personales o en un conjunto de hábitos que permiten un desempeño laboral más eficaz, como por ejemplo la empatía, la autodisciplina y la iniciativa. Esta revolucionaria propuesta está en el origen de los abundantes estudios realizados con cientos de miles de trabajadores durante el último cuarto de siglo: con ellos se ha constatado que la inteligencia emocional es el factor común a todas aquellas aptitudes que sustentan el éxito.

Lo anterior no significa que haya que desestimar por completo la importancia de las habilidades intelectuales, pues éstas constituyen una competencia umbral, en la medida en que suelen ser condición necesaria para acceder a ciertos campos académicos o profesionales. Lo que no se debe dar por hecho es que sean la condición suficiente para el éxito, pues una vez que se ha ingresado en una determinada área (y más si se trata de una disciplina muy exigente en términos cognitivos) se va a competir con el selecto y reducido círculo que ha logrado sortear todos los exámenes, pruebas y requisitos para estar allí.

Por tanto, lo que diferenciará a unos y a otros y definirá a los trabajadores “estrella” no será un par de puntos en el coeficiente intelectual, sino el desarrollo de sus inteligencias emocionales. Generalmente estas habilidades no se habrán evaluado y es posible que entre unos y otros haya unas diferencias abismales, que serán las que expliquen desempeños tan disímiles. Al fin y al cabo, hasta las personas más inteligentes se vuelven estúpidas ante la presencia de emociones descontroladas.

Con la experiencia y con la pericia sucede algo semejante que con las capacidades del intelecto: aunque para el éxito en un trabajo se requiere una adecuada combinación de sentido común más conocimientos y habilidades para completar las tareas que lo componen, la presencia de estos factores no garantiza que una persona destaque sobre los demás. En síntesis, pues, los trabajadores “estrella” tienen unos niveles notables de capacidad intelectual, destreza técnica y experiencia más o menos elevados en función del tipo de trabajo que desempeñen, pero estos elementos no explican por sí solos sus excelentes desempeños.

Un análisis realizado sobre 181 modelos utilizados por empresas y organizaciones de todo el mundo para evaluar la excelencia de sus profesionales permitió establecer que el 67% de las habilidades que se asumen como esenciales para el desempeño eficaz en el trabajo son de índole emocional, con independencia de la naturaleza u orientación de las empresas. Además, esta proporción es mayor cuando se asciende en el escalafón profesional, tal como sugieren los estudios realizados por una organización de más de dos millones de empleados y que dispone de una estimación detallada de las competencias que requiere cada trabajo: el gobierno de los Estados Unidos. Cuanto más alto es el nivel del trabajo que realizar, menor la importancia de la habilidades técnicas o intelectuales y mayor la incidencia de competencias emocionales asociadas al liderazgo.

Las repercusiones económicas de todo esto son latentes, como puso de manifiesto un estudio liderado por John Hunter en el que se comparaba el rendimiento de los trabajadores estrella (el 1% superior de la lista) con los trabajadores que ocupan cargos medios. Cuando se trata de profesiones complejas, como agentes de seguros, jefes de contabilidad, médicos y abogados, el valor añadido de los “estrella” es del 127%. Un directivo estrella puede multiplicar por millones los beneficios de una gran empresa, con la misma facilidad con que un directivo mediocre la puede conducir al fracaso.

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