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INTRODUCCIÓN
ОглавлениеLos metafísicos de Tlön no buscan la verdad, ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro.
Jorge Luis Borges, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”.
No hubo ningún plan para aislarme por el Covid-19 en Córdoba, mi terruño de origen, donde pasé muchos instantes de felicidad durante mi niñez y juventud. Soy cordobés, aunque ya mitad porteño. Simplemente fue casual que el quinto gran terremoto alrededor de esta etapa de la globalización me sorprendiera fuera de Buenos Aires, recuperándome de una parálisis facial. Aclaro por las dudas. No fue fortuita la alusión a esta versión de la globalización. No nos creamos tan originales. Muchos de nuestros próceres más emblemáticos del siglo XIX y principios del XX, Sarmiento, Rosas, Urquiza o Roca, desde distintos lugares y posiciones políticas, fueron testigos de un intenso intercambio de bienes y servicios, fuera originado por la explotación de recursos naturales, la construcción de ferrocarriles o los flujos de capitales, versus la versión actual, donde concurren poderosos inversores industriales internacionales, desconocidos para los usos y costumbres de aquella época.
Sin embargo, la génesis de este libro arranca mucho antes de esta pandemia. Puntualmente, en 2016, mientras recorría los estados del viejo cinturón oxidado de Estados Unidos sobre una moto, gloria de la mecánica estadounidense, como la Harley-Davidson, en vísperas de la elección que consagró presidente a Donald Trump. Muro con México, revisión del NAFTA, ruptura del Acuerdo Comercial Asia-Pacífico, retiro del Acuerdo de París, “América primero”, “Hacer América grande de nuevo”. Intuía que venía un gran terremoto internacional por delante y, tanto en calidad de analista político como apasionado de las dos ruedas, no me quería perder, por nada del mundo, la oportunidad de realizar una investigación de terreno. En especial, en una región que fue el epicentro industrial del mundo hasta mediados de los años setenta, pero que cedió protagonismo productivo a China, uno de los objetivos de las arremetidas tuiteras de Trump y, varios años más tarde, el país de procedencia de este virus que paralizó al mundo.
Las monumentales viejas acerías de Pensilvania y Ohio, los vestigios de plantas autopartistas de Detroit, el cementerio Lake View de Cleveland, toda una cantidad de hitos del antiguo esplendor arrasado por un profundo proceso de transformación económica, que reverdeció los textos de Joseph Schumpeter sobre los ciclos de destrucción creativa del capitalismo. En este caso, uno novedoso alrededor de una fase inédita de la globalización, signada por el traslado de plantas industriales a Oriente. China en particular, con el consecuente impacto social y político que, unos años más tarde, tanto capitalizó Donald Trump electoralmente, con su nostálgico mensaje dirigido a votantes blancos, sin estudios universitarios, que recuerdan ese mundo por sí mismos o por boca de sus padres. Para la Argentina no son desconocidas ese tipo de contradicciones, entre las sucesivas olas de transformación mundiales que fueron dejando a su paso cuantiosos clubes de ganadores y perdedores.
Por un lado, habrá nostálgicos de la modernización promovida por la Generación del 80, con huellas indelebles como los parques inspirados por paisajistas franceses, red de trenes administrada por compañías británicas o los bosques de Palermo y Retiro. Por otro, habrá críticos del endeudamiento a partir de bonos emitidos en Londres y el posterior default de 1890 o, unos años más tarde, el Pacto Roca-Runciman de 1933. Sin perjuicio de ello, ¿quién puede negar que fueron brotes de un proceso internacional al que nos integramos, con aciertos y desaciertos, con buena voluntad y con fines espurios, pero donde hubieran cabido infinidad de opciones políticas posibles, salvo quedarse al margen? Los ambientes mundiales de época son como los familiares: no se eligen, nos tocan. Por ello, mejor concentrarse en el análisis de la olas en boga a la luz de la imperiosa necesidad de mejorar nuestras capacidades científicas, empresariales y estatales. Sin ellas, el desarrollo de la Argentina es una quimera.
En este plano, tomo la caída del Muro de Berlín como el gran mojón de esta reflexión, elaborada a partir de varios meses de encierro forzados por un virus “Made in China”, que inmovilizó al planeta. En aquellos escombros, comienza a forjarse la dinámica de la globalización actual. Es el fin de la contienda ideológica entre Estados Unidos y la derrotada Unión Soviética. El kilómetro cero, rotulado por Francis Fukuyama como el “fin de la historia” fue en 1992, apenas tres años después del desplome del Muro de Berlín. Parecía el virtual cierre de toda disputa política e ideológica. Estados Unidos triunfante, la Unión Soviética por el suelo. “Partido finiquitado”, dirían en el ambiente deportivo. América Latina –y la Argentina en particular–, festejó así como padeció semejante fuerza arrolladora, bajo una serie de consignas económicas catalogadas como Consenso de Washington. Ellas marcaron a fuego el devenir de esta primera etapa de la globalización con fuerte sello e impronta económica.
Además, el liderazgo militar indiscutible de Estados Unidos sellaba aún más el candado de la historia. Poderío de fuego para asegurar mares y puertos abiertos, sistema económico sin rival alguno a la vista y, por si ello fuera poco, la usina cultural de Hollywood, distribuyendo imágenes del paladar de muchos consumidores, no solo de nuestro continente, sino también del resto del mundo. Un triplete perfecto, en comparación a un viejo contrincante que dejaba tras de sí una montaña de escombros en la ciudad que lo viera entrar triunfal en 1945, más una cantidad de hitos derruidos de un modelo colectivista derrotado, como la isla cubana. En retrospectiva cinematográfica, todo ese cúmulo de sensaciones que capta Good bye, Lenin!, la película de Wolfgang Becker que relata la historia de una disciplinada socialista que cae en coma en 1989, despierta tras la caída del muro y sus familiares le venden el diario de Yrigoyen. Una realidad a la carta, plagada de los viejos lugares conocidos, déjà vu.
A partir de ese primer gran terremoto global, fueron doce años de reinado indiscutible de Benjamin Franklin. En la Argentina, los vientos soplaron tan intensos que hasta anclamos nuestra débil moneda al dólar, con un inolvidable vínculo uno a uno que, para muchos argentinos, implicó viajar por todo el planeta al ritmo pegajoso del “deme dos”. Era un esquema monetario de tanta fortaleza, que se mantuvo vigente por una década. En un país marcado históricamente por los vaivenes económicos, un récord asombroso. No obstante, sería tan imposible explicar semejante resiliencia, abstrayéndose del primer terremoto de Berlín de 1989 y el consecuente mundo unipolar liderado por Estados Unidos, como clarificar su final en diciembre de 2001, prescindiendo del segundo gran sismo que enfrentó la globalización. El atentado a las Torres Gemelas en setiembre de ese año. Con un escaso presupuesto de US$400 000, un grupo de terroristas árabes le asestó al gran imperio moderno el primer mazazo en territorio local, uno que no había sufrido en ninguna guerra mundial ni regional.
Por esa vía, la primera fase de esta globalización con eje en la economía sufría un tremendo revés en el plano de la seguridad de la gran capital financiera mundial, nada más y nada menos. De esa forma tan brutal, mediante un ataque de relojería coordinado, así como pergeñado sobre el propio sistema de aviación civil de Estados Unidos, terminaba la marcha victoriosa, con cancha libre, de la gran superpotencia. “Una gran obra de arte” lo bautizó el compositor alemán Karlheinz Stockhausen, en un juicio cuestionable en su dimensión ética pero irrefutable en el plano de una simple evaluación costo-beneficio. Así terminaba la marcha a paso de vencedores, y la historia que se había precipitado a clausurar Fukuyama unos años antes volvía a inaugurarse salvajemente, pero no en Berlín, sino en Nueva York, a través de la acción de un enemigo fantasmagórico, apenas identificable por las cámaras de seguridad aeroportuarias.
Semejante traspié inducido por el terrorismo le terminó dando espacio a China, el gran actor internacional alternativo, que aprovechó para abandonar su antiguo papel de amortiguador asiático del poderío soviético, para ocupar un rol protagónico versus Estados Unidos en la competencia por la silla vacante de la extinta URSS. Al igual que los años 90, esta nueva realidad mundial tuvo enormes repercusiones en nuestro continente. Los años de crecimiento “a tasas chinas”, impactaron positivamente en el precio de los alimentos, la principal fuente de generación de recursos de la mayoría de las economías latinoamericanas. De tal forma, cobró cuerpo en la región la idea de países y líderes activos en las áreas sociales que, en cierta forma, encarnaban las antípodas del ciclo anterior. Hugo Chávez en Venezuela, Lula da Silva en Brasil y Néstor Kirchner en Argentina, en contraposición a los liderazgos promercado de la década anterior, como Rafael Caldera, Fernando Cardoso y Carlos Menem.
“La rebeldía paga” podría ser el eslogan emblemático de la época. Comenzaron a gestarse diferentes clubes de países emergentes. Uno de los más destacados, aquel formado por Brasil, Rusia, India y China, cuya sigla pasó a ser BRICS luego de que se sumara Sudáfrica. También se consolidó la Unión de Naciones Sudamericanas, UNASUR, conformada por casi todos los países del continente, la Argentina entre ellos, a través del Mercosur. En una palabra, prosperaron una cantidad de emprendimientos, endebles muchos de ellos, tendientes a balancear el tablero político internacional, mediante la conformación de polos de poder alternativos a Estados Unidos. Por cierto, las condiciones eran muy propicias. Una ráfaga de fanatismo de un minúsculo grupo de terroristas de Medio Oriente había dejado al desnudo las debilidades de seguridad de una gran potencia mundial, incapaz de garantizar la propia protección de sus aeropuertos, menos aún la del corazón del sistema financiero mundial, Wall Street.
De ese modo, emergió un viejo actor de la política internacional pero en las Torres Gemelas, con un fanatismo y una precisión inusitados. Pocas películas tratan con profundidad ese fenómeno como lo hace Kathryn Bigelow en Vivir al límite. ¿Cómo explicar semejante conducta humana que le agregó un nuevo capítulo sobre seguridad y métodos de guerra a la globalización pero, a su vez, también le mostró su capacidad de afectarla en el plano económico por vía del daño a uno de sus principales motores, Estados Unidos? A partir de allí, para la Roma moderna, las cosas nunca volverían a ser como antes. El alivio temporal llegaría por vía de reformas fiscales y financieras, que no solo tuvieron magros resultados, sino que terminarían pariendo el siguiente temblor de la globalización, con aparente centro en una burbuja inmobiliaria que, en realidad, era apenas la punta del iceberg de un desbocado sendero de desregulación y sofisticación financiera, abierto en tiempos de Ronald Reagan.
Dos enormes traspiés en el transcurso de siete años. Dolorosamente para Estados Unidos se acababa la marcha triunfal posterior a la Segunda Guerra Mundial, con su producto doméstico creciendo a un ritmo promedio de 4% anual por casi treinta años, entre 1945 y 1973. Expansión de la industria automotriz, boom inmobiliario, auge del gasto militar, formación de grandes corporaciones, infraestructura vial, esplendor de los medios de comunicación. La época del sueño americano como sinónimo de movilidad social ascendente. Los tiempos de la América grande, guardada en el arcón de los recuerdos, reflotada durante seis años por Ronald Reagan, entre 1983 y 1989, o reeditada por siete años por Bill Clinton, entre 1992 y 1999. Sin embargo, todo lo que vino después, a la par de los dos tremendos terremotos de 2001 y 2008, fueron vaivenes. El espasmo de 2004-2005 en tiempos de George W. Bush y, a partir de ahí, ningún año con un crecimiento mayor al 3%. Vale para Barack Obama, también para Donald Trump.
No obstante, el impacto del primer cachetazo a la seguridad nacional de 2001, US$3,3 billones o un tercio del producto doméstico estadounidense según New York Times, no tuvo las consecuencias locales, menos para el resto del mundo, de la mal llamada crisis de las hipotecas de 2008. De menor a mayor, este terremoto obligó a las principales financieras internacionales a depreciar el valor de sus préstamos por más de US$2 billones. Pero, en el aspecto sustancial, este shock produjo pérdidas globales por US$15 billones o un quinto del PBI mundial de 2008, según estimación del ex Standard & Poor’s, Mark Adelson. En tiempos modernos, 2009 fue el primer año donde la producción se contrajo en términos reales. Semejante descalabro abrió un sinnúmero de puertas para la creatividad y el análisis. Una de ellas, abordada por el policial islandés Trapped. Tras la crisis financiera, un pequeño pueblo helado de ese país se convierte, para los intereses chinos, en un atractivo nodo comercial de la ruta con Oriente.
Otras excelentes series como Ozark, relataron el auge del lavado de dinero y el narcotráfico. “Cuando los bienes raíces se hundieron, el dinero de las drogas era el único efectivo para apuntalar a los grandes bancos”, Jonah Byrde, textual. Ningún enfoque es excluyente del otro. Los efectos del crack financiero fueron tan persistentes que muchos expertos aseguran que los mercados financieros tardaron una década en normalizarse. Un momento bisagra, no solamente en el plano mundial, sino en el ámbito de la política estadounidense. En cierta medida, el clima pesimista abierto por semejante trauma inauguraba una nueva década marcada por el crecimiento débil, el estancamiento de la productividad —ergo, de los sueldos—, la caída del comercio internacional y, en el plano político, el malestar con la globalización, así como el ascenso de líderes populistas, tanto por izquierda como por derecha. Unos y otros, con un denominador en común: un discurso político binario. Amigo-enemigo. Nosotros-ellos. Polarización. Grieta.
Lo que pocos o casi nadie imaginaba es que este devenir, que volvía a encontrar suelo fértil en el seno de las democracias europeas, extendería su mano a una potencia occidental históricamente percibida como guardiana de los valores que hacen tanto a la esencia como al conflicto fundamental dentro de los sistemas democráticos. Igualdad versus libertad. Más aún, ¿quién podría negar que a lo largo del siglo XX, Estados Unidos había funcionado como última línea de defensa ante el embate de los totalitarismos occidentales y, a continuación, como barrera de contención contra la difusión del orden político soviético? En tal sentido, Norteamérica fue mucho más que un faro de atracción para vanguardistas, como Alexis de Tocqueville o Juan Bautista Alberdi. También fue el gran actor político que puso de rodillas a Japón con la bomba atómica, así como atajó a la vieja URSS en todos los teatros bélicos posibles. Corea, Vietnam, América Latina, Europa y continúan las firmas.
En definitiva, para el viejo continente, ¿cómo generaría pavor el ascenso de figuras menores como Nigel Farage, Marine Le Pen, Beppe Grillo o Alexander Gauland, tras haber experimentado a Adolf Hitler, Benito Mussolini, así como la destrucción masiva y el genocidio en dos guerras devastadoras? Ello no significa que la actual desazón europea con la democracia no sea alarmante. Según Pew Research Center, el descontento sobrepasa la mitad del electorado de Hungría, Francia, España, Italia y el Reino Unido. Sin embargo, ello no supone, ni de cerca, un clima propicio para la incubación de un totalitarismo, como aquel descripto por Ingmar Bergman en El huevo de la serpiente, para la Alemania ulterior al desplome de 1930. En todo caso, lo que dejó estupefacto al mundo en 2016, fue el desembarco de Donald Trump en la Casa Blanca. Si de algún lado tenían que soplar vientos populistas con tintes autoritarios, era de Europa. En todo caso, de Oriente. Nunca de Estados Unidos, baliza política histórica de Occidente.
En ese aspecto, el cuarto espasmo de la globalización moderna, representado por el triunfo del magnate inmobiliario, abrió un escenario mundial inédito. Tan inesperado, que sus socios del Tratado NAFTA se desayunaron con la amenaza de una revisión del acuerdo, así como la terminación del muro fronterizo con México. Los europeos, con la advertencia de revisión de la factura de la OTAN. Los países de la región Asia-Pacífico, con la ruptura del Acuerdo TPP. Los chinos, con la intimidación de una guerra comercial. El mundo, con la salida de Estados Unidos del protocolo ambiental de París. De esa forma, Donald Trump no dejaba casi ningún nido internacional sin patear. Era un tiempo de nuevos muros y una de sus primeras víctimas fue la administración Macri, que emprendía una política para insertar a la Argentina en un mundo en contracción. En particular, su Gobierno tomó la fatídica decisión de apoyarse en la entrada de capitales, en un contexto de reversión de los intercambios globales, cualesquiera fueran.
Así, la Argentina volvía al FMI en 2018, en vísperas de un año electoral donde las políticas de ajuste emprendidas no habían hecho más que devolver al poder a un peronismo que acarreaba sobre sus espaldas la reciente triple derrota en Nación, Provincia y Ciudad de Buenos Aires, al igual que tres debacles electorales de medio término: 2009, 2013 y 2017. Un verdadero intríngulis político, no resuelto aún. Encima, ahora, agravado por un sismo que hizo crujir a la tierra de nuevo. En este caso, un estallido no originado por la caída de un imperio, por la debilidad de seguridad interna explotada por el terrorismo, por la detonación de una burbuja financiera, ni por el triunfo electoral de ninguna figura exótica como Donald Trump. Nada de eso. El quinto terremoto de la globalización, que nos retrotrajo a los tiempos de la Segunda Guerra Mundial en términos de la redefinición del rol de los estados nacionales, emanó de una pandemia nacida y criada en China, que puso a dos tercios del planeta en cuarentena.
“Es demasiado temprano para valorarlo”, sugirió el expremier chino Zhou Enlai cuando le preguntaron en 1972 acerca de la convulsión generada cuatro años antes por el Mayo Francés. Lejos de este espíritu cauteloso, tradicional en la cultura oriental, el temblor mundial del Covid-19, está en pleno desarrollo como para aventurar el devenir de esta crisis, que se podría haber previsto, de no haber mediado el ocultamiento de información por parte del régimen chino. No obstante, el impacto y la magnitud de las primeras reacciones de los principales actores de la globalización exceden cualquier comparación con los sismos mencionados anteriormente. Empezando por China, primer afectado directo y foco de propagación del virus, que tendrá su primera expansión económica modesta desde 1976, año de fallecimiento de Mao. En especial, en sectores ligados a la producción de manufacturas y exportación de bienes de marcas emblemáticas como JCB, Nissan, Tesla y Geely, entre otras.
Por su parte, Estados Unidos aprobó un paquete inédito en tiempos modernos de US$2 billones, un 10% de su PBI, que abarca desde pagos tipo asignación universal hasta fondos para empresas pequeñas y grandes.
A los efectos de comparar la magnitud de los diferentes eventos, negro sobre blanco, basta con ponderar el impacto financiero generado en la industria del transporte aéreo. Mientras que los atentados terroristas ejecutados con aviones de bandera estadounidense en 2001 derivaron en la creación de un fondo de rescate por un valor de US$15 000 millones, la pandemia del Covid-19 está generando reclamos por un valor que supera el tripe del anterior: US$50 000 millones. Asimismo, también impacta la contraposición con la crisis financiera de 2008. Aún siendo el mayor colapso económico tras la depresión de los años treinta, engendró un paquete asistencial de US$860 000 millones, versus los US$2 billones actuales. En términos de seguro de desempleo, esta crisis arrancó con tres millones de solicitudes, frente a los quinientos mil de 2001 y los setecientos mil de 2008.
En resumen, un panorama catastrófico para la economía estadounidense, que no difiere del escenario ruinoso que prevén los países líderes de la Unión Europea, Alemania y Francia, al lanzar un plan de rescate por un valor equivalente al 22% y al 12% de su producto doméstico, respectivamente. El calibre de semejantes medidas económicas excepcionales marca el tiempo que viene por delante. En lo inmediato, estados nacionales más activos, redefinición de sus roles principales y, en paralelo, una esperable revisión del actual proceso de globalización guiado por fuerzas económicas, en detrimento de otras dimensiones visiblemente subestimadas, como la salud pública. En particular, la abrumadora evidencia a favor de algunos países orientales como Corea del Sur, China y Japón, explicada tanto en términos de culturas como de aplicación de recursos organizacionales y tecnológicos, deja sobre la mesa una serie de grandes interrogantes para muchos países occidentales, con excepción de Alemania, quizás.
“A la vista de la epidemia, quizá deberíamos redefinir incluso la soberanía. Es soberano quien dispone de datos. Cuando Europa cierra fronteras, sigue aferrada a viejos modelos de soberanía”, planteó el filósofo coreano-alemán, bestseller, Byung-Chul Han, en una reciente columna en El País, de Madrid. ¿Ocurrirá ello a instancia de esta crisis que convierte en realidad la catástrofe de ficción del film Contagio? Quizás una gran respuesta provenga pronto de Estados Unidos a instancias del proceso electoral en puerta, el mayor plebiscito de Occidente. En particular, está por verse si el modelo aislacionista y de ataque a todas las instancias de cooperación mundial promovido por Donald Trump deja espacio a enfoques superadores en lo organizacional, político y tecnológico. ¿Generará este nuevo terremoto un nuevo hito en la carrera por el liderazgo mundial entre estas dos súperpotencias, donde Estados Unidos, además de sus constatadas debilidades de seguridad y económicas, acuse ahora recibo de sus flaquezas sanitarias?
De verificarse tal tendencia, ello implicará un enorme giro en la evolución política más reciente. Sin ir más lejos, el magnate inmobiliario convirtió en pilar de su campaña 2016 la impugnación a la reforma de salud impulsada por Barack Obama en 2010, prometiendo sustituirla por otra que nunca llegó a ver la luz. En ese aspecto, el proceso electoral 2020 abrirá la oportunidad de una profunda revisión en esta materia y, eventualmente, su amplificación al terreno de la cooperación internacional, un área que, en términos generales, también sufrió un duro embate en la campaña política anterior. Al presente, la prédica trumpista abarcó desde una ruptura con diferentes acuerdos internacionales, hasta un duro cuestionamiento al rol de los organismos multilaterales creados en la posguerra. El último, a la Organización Mundial de la Salud. A la luz de la crisis en desarrollo, quedó a la vista que la salud pública corrió muy por detrás de una globalización económica liderada por grupos transnacionales con nombre y apellido.
Reverdecimiento del espíritu de cooperación inmediato posterior a la Segunda Guerra Mundial versus profundización de los rasgos de populismo nacionalista que marcaron el devenir político de la última década. Esta es la difícil encrucijada global presente tras este sismo originado en un área minimizada —y hasta casi olvidada— como la salud pública. En particular, un sector donde la Argentina, con luces y sombras, exhibe una cierta y verificada fortaleza, en comparación con el resto de América Latina. En nuestro país, resulta tan factible encontrar servicios sanitarios que funcionan bien, como otros que lo hacen mal. De ningún modo puede hablarse de un malestar generalizado. La Argentina es más bien una Torre de Babel, con evidente incomunicación entre quienes padecen los problemas y aquellos que administran las soluciones. En particular, hay un gran déficit de coordinación entre los tres principales actores del sistema, los hospitales públicos, las obras sociales y los servicios privados prepagos.
En tal aspecto, esta pandemia que aún está haciendo sentir sus primeras terribles e inéditas consecuencias, nos hará sentir su rigor económico, más que en la salud pública propiamente dicha. ¿Quién podría objetar que funcionamos con menos problemas en este último ámbito que en el plano material, cuando el ingreso per cápita no crece desde hace una década en el marco del flagelo estanflacionario, apenas interrumpido por algunas subidas efímeras en 2011 y 2017? Ni qué hablar del largo plazo, donde la Argentina decae en participación económica desde mediados de los años 70 ante cualquiera de los patrones de comparación razonables, para un país que tuvo y aspiró históricamente a cierta gravitación mundial. A raíz de ello, la “criogenia” obligada por el sars-CoV-2, causante del Covid-19, nos trajo una mezcla de ocasión y exigencia de articular y racionalizar el sistema de salud pero, en simultáneo y de forma urgente, de reorganizar las bases de un sistema económico maltrecho y marcado a fuego por el fracaso recurrente durante casi medio siglo.
Esta es la pregunta del millón. La que abordo en este hermoso recorrido de escritorio y moto. Cambiaron el contexto global y las fuerzas políticas, pero siempre chocamos contra la misma pared. Lo misterioso es que ello ocurrió en entornos opuestos, donde la plasticidad del peronismo para adaptar su guión ideológico a los vientos mundiales no alteró el final, frente a las tozudas caídas de las administraciones de De la Rúa y Macri, que ensayaron políticas sin anclaje de época. “Conmigo, un peso un dólar”, “en diciembre no hay más cepo”. Gloria de Menem 1991-1994, Tequila 1995, rebote 1996-1999, explosión 2001. Esplendor de Kirchner 2003-2007, crisis financiera 2008-2009, recuperación 2010-2011, estanflación 2012 en adelante. Éxtasis, susto, reanimación y caída. “Vos siempre cambiando, ya no cambias más”, El Cuarteto de Nos, dixit. Este es el desafío que me propuse en esta hibernación forzada, exorcizarme del maleficio argentino de seguir cambiando para no cambiar más y, a la par, soñar juntos con un final feliz inédito.