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El principio del fin
Hacia la derecha, hacia la izquierda,
hacia delante o atrás,
montaña arriba o montaña abajo
hay que continuar
sin querer saber
qué tenemos delante o dejamos atrás.
Debe permanecer oculto:
pudisteis, tuvisteis que olvidarlo
para cumplir vuestra tarea.
arnold schönberg,
die jakobsleiter, 19173
El sol se ha puesto ya tras el paisaje belga el 7 de noviembre de 1918 cuando una columna de cinco coches oficiales de color negro salen del cuartel general alemán en Spa. En el último se encuentra Matthias Erzberger, veinticuatro años, corpulento, gafas de alambre y bigote cuidadosamente recortado, cabello peinado meticulosamente con la raya en medio. El Gobierno del Reich alemán ha enviado a su secretario de Estado al país enemigo con una delegación de tres personas. Su objetivo es poner fin con una firma a la guerra que dura ya más de cuatro años y que abarca prácticamente todo el planeta.
A las nueve y veinte, bajo una lluvia ligera, la columna atraviesa el frente alemán cerca del pueblecito de Trélon, en el norte de Francia. Detrás de la última línea de trincheras alemanas, desde donde hasta hace poco se disparaba a matar a las tropas francesas, empieza la tierra de nadie. La columna avanza al paso, a tientas en la oscuridad, hacia las líneas enemigas. Sobre el primer automóvil ondea una bandera blanca. Una trompeta emite señales breves con regularidad. El alto al fuego acordado se mantiene, no suena un solo disparo mientras los emisarios avanzan por la tierra disputada hasta las primeras trincheras francesas, a ciento cincuenta metros escasos de las alemanas. A Erzberger la acogida del otro lado le parece fría pero respetuosa; se renuncia a vendar los ojos a los negociadores como sería esperable en esta situación. Dos oficiales guían los coches hasta La Chapelle, donde a su llegada soldados y civiles acuden en masa y reciben a los enviados enemigos con aplausos y una pregunta a gritos: “Finie la guerre?” (¿Se acabó la guerra?).
El viaje de Erzberger continúa, ahora en automóviles franceses. Cuando la luna asoma entre las nubes, ilumina con su pálido resplandor un paisaje apocalíptico. Picardía, tras cuatro años de guerra, se ha transformado en el reino de los muertos. En las cunetas se oxidan cañones y vehículos militares destruidos junto a cadáveres de animales en descomposición. Los campos están rodeados de alambre de espino. El suelo está levantado por miles de explosiones, acribillado por toneladas de munición, contaminado por el olor de los incontables muertos, por el gas. El agua de la lluvia encharca las trincheras y los cráteres de las granadas. De los bosques no quedan más que tocones chamuscados, cuyas siluetas se dibujan contra el firmamento nocturno. La columna atraviesa pueblos y ciudades arrasados por las tropas alemanas en su retirada. En Chauny, cuenta Erzberger, “no quedaba una sola casa en pie; una ruina detrás de otra. La luna iluminaba los restos fantasmales, no se veía un solo ser vivo”.
La ruta trazada por el mando francés para el emisario alemán atravesaba las zonas del norte de Francia que más habían sufrido bajo la guerra y que parecían asoladas por un meteorito. Su intención era que la espeluznante visión de estas franjas de tierra, que más adelante aparecerían en los mapas como “zona roja”, preparase a Erzberger para las negociaciones del armisticio. Estas áreas que, según el parecer de los expertos de entonces, nunca más se podrían dedicar a la agricultura, debían recordarle lo que los alemanes les habían hecho a los franceses. Erzberger, como civil, probablemente ya habría visto en fotografías, periódicos, postales y noticiarios semanales los desiertos que la guerra había generado en el norte de Francia, ya que constituían un elemento central de la propaganda de guerra francesa. Puesto que era un hombre ilustrado y curioso seguramente habría leído la novela El fuego de Henri Barbusse, que describe con insistencia los “campos estériles”. Quizá incluso conociera alguna de las numerosas pinturas de su época dedicadas a una forma completamente nueva de paisajismo, como las del británico Paul Nash, que transformó su experiencia de guerra en una obra icónica. En ella vemos un sol mortecino ponerse tras un bosque completamente destruido. Estamos haciendo un nuevo mundo es el título del cuadro, que oscila entre el sarcasmo y el sentimiento de esperanza. Aun así, contemplar con los propios ojos los desiertos devastados, el desastroso legado de la guerra, es algo muy distinto: “Aquel viaje –cuenta Erzberger en sus memorias– fue para mí todavía más terrible que el que tres semanas antes me había llevado al lecho de muerte de mi único hijo”.
Hace tiempo que el oficial Harry S. Truman se ha acostumbrado a estos paisajes de guerra. Así se los describe a su amiga Bess Wallace en una carta: “Árboles que antes eran un hermoso bosque ahora no son más que tocones con ramas desnudas que los hacen parecer fantasmas. El suelo ya no es más que cráteres de granada. […] Esta tierra baldía debió de ser alguna vez tan hermosa y cuidada como el resto de Francia, pero ahora mismo, el Sáhara o el desierto de Arizona parecerían el jardín del edén a su lado. Cuando la luna se muestra por entre los árboles que te acabo de describir, podría imaginarse uno que los fantasmas de medio millón de franceses masacrados en el lugar desfilan en una triste procesión entre las ruinas”.
Truman, granjero en Misuri y oficial de artillería en la guerra, se encuentra a ciento cincuenta kilómetros al este de la ciudad destruida de Chauny, que Matthias Erzberger atraviesa esa noche del 7 de noviembre de 1918. En los bosques de Argonne, donde Truman lleva destinado desde finales de septiembre de 1918, se producen los últimos combates entre el Reich alemán y los aliados. El comandante en jefe francés, el mariscal Foch, ha escogido como escenario de la ofensiva definitiva las colinas boscosas del triángulo entre Francia, Alemania y Bélgica. La Línea Sigfrido, que los aliados llaman Línea Hindenburg, la última posición defensiva del ejército alemán, cayó en los primeros días de la ofensiva, a finales de septiembre de 1918. Pero el ejército francés y las Fuerzas Expedicionarias Estadounidenses, el mayor despliegue de tropas jamás enviadas por Estados Unidos hasta entonces a un conflicto fuera de sus fronteras, avanzaban inexorablemente hacia el este, en dirección al Rin. Desde su refugio en los alrededores de Verdún, Truman escribe: “La perspectiva es desoladora. Tengo franceses enterrados en el jardín de delante de la casa y hunos en el de atrás, y allá donde alcanza la mirada, muertos de ambas nacionalidades desperdigados por todas partes. Cada vez que cae una granada alemana en el campo que tenemos al oeste, desentierra un pedazo de cadáver. Menos mal que no creo en los fantasmas”.
A diferencia del káiser, el heredero al trono del Reich alemán, Guillermo de Prusia, no llevaba barba. Como para distanciarse de la imponente figura paterna, bajo su nariz, allí donde el káiser lucía un bigote en forma de águila imperial volando en picado, solo se veía la piel desnuda y afeitada. En comparación con la figura imponente de Guillermo II, el príncipe siempre pareció, incluso en su edad adulta, un poco juvenil, poco solemne. No obstante, esta carencia le evitó al primogénito de los Hohenzollern prusianos tener que afeitarse cuando la introducción del gas venenoso y la máscara de gas en la guerra convirtieron el vello facial en un peligro mortal. En 1918, a los treinta y seis años, Guillermo de Prusia dirigía el Grupo de Ejércitos del Príncipe Heredero, que en aquel momento todavía estaba compuesto por cuatro ejércitos. No obstante, que lo dirigiera no quiere decir que lo comandase. Su padre, que desde pequeño le había impedido participar en el Gobierno más que de lejos, había insistido severamente en que dejase todas las decisiones en manos del jefe de Estado Mayor, el conde Friedrich von der Schulenburg. Por esta razón el príncipe se refería a él, con cierta ambigüedad, como “mi jefe”. Desde el verano de 1918, después del fracaso de la última ofensiva alemana, el Grupo de Ejércitos del Príncipe Heredero se hallaba en continua retirada.
En septiembre de 1918 el príncipe empieza por primera vez a albergar serias dudas acerca de la victoria alemana ante el ímpetu imparable de los ataques aliados: “Teníamos la impresión de estar en el centro de la ofensiva enemiga y […] de resistir a duras penas y a costa de todas nuestras fuerzas. […] Pero ¿por cuánto tiempo más?”. Poco después, en una visita a la Primera División de Guardias comandada por su hermano Eitel Federico, se ve obligado a reconocer por fin que no hay esperanza para los alemanes en su lucha contra las fuerzas aliadas. Eitel Fritz, habitualmente optimista, le recibe pálido y abrumado por el dolor. De su división no quedan más que quinientos hombres, a los que apenas puede alimentar. Los cañones no dan más de sí y no quedan repuestos. Las ametralladoras alemanas todavía consiguen contrarrestar disparando en barrido a la infantería americana, que ataca en columnas que a Guillermo le parecen “poco acordes con las costumbres de la guerra”. Pero los tanques, última innovación tecnológica de los aliados, dan muchos problemas. Las brigadas de tanques estadounidenses pasan por encima de las trincheras alemanas, guarnecidas con un solo hombre cada veinte metros, y las toman desde atrás a punta de pistola. Además, los americanos parecen tener, a diferencia de los alemanes, reservas inagotables de artillería pesada y de hombres. Cada uno de sus ataques se ve precedido por un fuego tan intenso como no se había visto ni en Verdún ni en el Somme. Los príncipes habían crecido escuchando historias de heroicidad soldadesca, de campos de gloria en los que se decidía el ascenso y la caída de imperios enteros, de comandantes que dirigían sus tropas a caballo sable en ristre y se encontraban ahora rodeados de fría logística y cadáveres ensangrentados.
La superioridad del enemigo genera en Guillermo una enorme impotencia. Los pocos soldados que le quedan, aquellos que no prefirieron morir a la posibilidad de ser hechos prisioneros, plantan cara al envite enemigo agotados, mal pertrechados y cada vez con menos munición. Cada nuevo ataque enemigo acentúa la sensación de que no hay nada que Guillermo pueda hacer. “El aire vibraba con las detonaciones, golpes, gritos sordos que nunca cesaban”. A finales de septiembre, el príncipe heredero tiene claro que no pueden seguir así: “Las mentes de aquellos hombres que habían arriesgado con valentía mil veces la vida por su patria estaban ahora confundidas por el hambre, el sufrimiento y las privaciones. ¿Dónde quedaba entonces la línea entre el querer y el poder?”.
A Alvin C. York su entrada en la infantería estadounidense le había supuesto un enorme conflicto moral. Aquel muchacho pelirrojo, alto y ancho de hombros era de un pueblo llamado Pall Mall, en las montañas de Tennessee, y profesaba la fe metodista. Creía en la Biblia muy literalmente y el quinto mandamiento –“No matarás”– era para él un argumento sagrado contra el servicio armado. La orden de alistamiento causó en York un profundo desgarro interior entre su deber como cristiano y su deber como ciudadano estadounidense. Leía y releía las Escrituras en busca de algún pasaje que pudiera servirle de referencia. Tras mucho rezar y debatir con su pastor, decidió solicitar que se le eximiese de su obligación de ir a la guerra. Su argumentación escrita era escueta: “No quiero combatir”. Pero su solicitud fue rechazada y a York no le quedó más remedio que resignarse ante lo inevitable con la esperanza de no tener que entrar en combate. Recibió instrucción en Camp Gordon, Georgia, para viajar después vía Nueva York a Boston, donde embarcó el 1 de mayo de 1918 a las cuatro de la madrugada. York nunca había salido de las montañas de su tierra cuando surcó el océano camino de una guerra en la lejana Europa. La nostalgia, el mareo y el miedo a ser alcanzado por el torpedo de algún submarino alemán convirtieron la travesía en una experiencia angustiosa: “Había demasiada agua para mí”.
Tras una escala en Inglaterra, York llegaba el 21 de mayo de 1918 al puerto francés de El Havre, en el canal de la Mancha. Allí se les distribuyeron armas y máscaras de gas: “De repente la guerra parecía estar mucho más cerca”, recordaría después. A partir de julio de 1918 su unidad estuvo al servicio del Alto Mando francés, sirviendo al principio en las partes más tranquilas del frente para ir adquiriendo experiencia. York vivió su primera batalla en los días que siguieron al 12 de septiembre, en el avance de Saint-Mihiel. La batalla acabó con una victoria americana y numerosas bajas y tuvo una gran importancia histórica: era la primera vez que el ejército de expedición de Estados Unidos actuaba de forma independiente, bajo el mando del general americano John Pershing. Desde la entrada de Estados Unidos en el conflicto, sus tropas habían estado siempre subordinadas al mando francés. De esta manera, Saint-Mihiel daba lugar a una nueva autopercepción americana e incluso podría decirse que fue en aquella pequeña localidad del norte de Francia donde Estados Unidos empezó a desempeñar un papel en el escenario mundial.
A principios de octubre su unidad es destinada a Argonne, diez días después del comienzo de la ofensiva final. También él contempla los desolados paisajes de la guerra, por donde le parece “que hubiese pasado un terrible huracán”. La vida de York pende de un hilo incluso desde el avance hacia el frente; los alemanes bombardean los caminos y las ametralladoras de sus aviones apuntan a las tropas en movimiento. York pasa el 7 de octubre defendiendo un cráter de granada en el arcén de la carretera cerca de Chatel-Chéhéry. Junto a él, una lluvia de proyectiles acaba con sus compañeros. Entre gritos, los sanitarios desalojan a los heridos en camillas. Los muertos permanecen en el arcén sin que nadie les preste atención, con la boca abierta y la mirada fija. Todo ello bajo una lluvia incesante que empieza a inundar la cavidad que le sirve de refugio.
El 8 de octubre, a las tres de la mañana, llega la orden que llevará a York a su misión más peligrosa. A las seis de la mañana deben tomar una línea de tranvía que los alemanes usan para el avituallamiento desde la cercana “colina 223”. York se pone en movimiento con su grupo, los rostros cubiertos por máscaras de gas, entre la lluvia y el barro. A las seis y diez, con un leve retraso, comienza el ataque. Un mortero de trinchera debería mantener a raya a los alemanes. Pero el valle en el que los americanos entran a paso ligero se convierte en una trampa mortal; está defendido con fuego de ametralladora desde una posición desconocida. La primera oleada de atacantes cae “como hierba ante una guadaña”. Los supervivientes se agazapan como pueden detrás de cualquier obstáculo, de cada ondulación del terreno, detrás incluso de sus compañeros muertos, para quedar a cubierto. La lluvia de balas no les permite siquiera levantar la cabeza. Cuando queda claro que un ataque frontal no tiene ninguna posibilidad ante el fuego enemigo, el oficial al mando idea un nuevo plan. Ordena a los supervivientes de tres de sus grupos que retrocedan. Diecisiete hombres, entre ellos York, se arrastran y después avanzan lateralmente a través de la espesa maleza en dirección a las ametralladoras. A un tiro de piedra de su objetivo, los soldados estadounidenses llegan de repente a un claro del bosque en el que una docena de soldados alemanes se encuentran en pleno desayuno. Los alemanes han dejado armas y cascos a un lado. Ambas partes se miran estupefactas ante el inesperado encuentro y permanecen inmóviles, como fulminadas por un rayo. Pero los estadounidenses tienen sus armas en ristre, mientras que los alemanes están en mangas de camisa y masticando. Además, los soldados del Reich creen que lo que ven es la avanzadilla de una unidad mayor, así que levantan los brazos y se rinden.
Sin embargo, los artilleros alemanes se han dado cuenta rápidamente de lo que sucede y dirigen las mortíferas ametralladoras en dirección a la escena. York ve morir a seis de sus compañeros entre las balas. “El cabo Savage […] debe de haber recibido al menos cien balas en su cuerpo. Su ropa estaba completamente hecha jirones”. Alemanes y estadounidenses se arrojan al suelo, los atacantes buscan refugio entre los cuerpos de los atacados. York se encuentra a escasos veinte metros del nido de ametralladoras. En medio de la ráfaga de balas, este cazador de las montañas de Tennessee se confía a su buen ojo y a su pulso. Cada vez que un alemán asoma la cabeza, York le dispara una bala certera. Algo parecido a las competiciones de “tiro al pavo” de su tierra, pero con blancos más grandes.
Finalmente, un oficial y cinco soldados alemanes salen de la trinchera. El pelotón de asalto se abalanza hacia York con sus bayonetas caladas y este abate uno tras otro a los seis hombres con su pistola en los pocos metros que los separan de su posición. Dispara en primer lugar al más rezagado para que los que van delante no se den cuenta de que son atacados y sigan sin apartarse de su línea de tiro, como hacía en su tierra cuando salía a cazar pavos salvajes.
York ha matado a más de veinte soldados alemanes y grita a los demás que se rindan. Un mayor alemán se ofrece a convencer a sus compañeros de que desistan. Hace sonar un silbato y los alemanes salen, uno detrás de otro, de sus trincheras, arrojan las armas y alzan los brazos. York los hace colocarse en dos filas y ordena a los hombres que le quedan que los vigilen. Comienza la retirada, que los expone a un doble peligro: por una parte, hay más posiciones alemanas en las inmediaciones y, por otra, los estadounidenses podrían tomar la larga fila de soldados por un contrataque alemán y atacarles a su vez. Aun así, York consigue conducir a estos prisioneros –y a otros que captura por el camino– hasta el cuartel. Allí se hace un recuento: ciento treinta y dos hombres capturados casi sin ayuda por el expacifista York.
En paralelo a estas últimas ofensivas en el frente occidental que costarán la libertad, la vida o la salud a más de un millón de soldados, las ruedas de la diplomacia internacional giran desde hace tiempo en torno a la posibilidad de terminar la guerra. El 4 de octubre el Gobierno alemán envía un telegrama a Woodrow Wilson, presidente de Estados Unidos, en el que solicita que se emprendan negociaciones para un armisticio. Se trata de una maniobra táctica con el objetivo de dar al conciliador jefe de Estado estadounidense un papel importante en el proceso de paz, con el fin de conseguir un contrapeso ante las potencias europeas occidentales, especialmente Francia, que no veía la hora de castigar a su archienemigo con dureza por su agresión.
Wilson, por su parte, había presentado en un discurso ante el Congreso catorce puntos que resumían los objetivos de Estados Unidos y las bases para un orden pacífico en el futuro: conversaciones de paz abiertas, libertad de los mares, libertad de comercio, limitación del armamento y una regulación concluyente de las ambiciones coloniales. Las fronteras de Europa y Oriente Próximo, desdibujadas por la guerra, debían estabilizarse con la retirada de las tropas alemanas y el establecimiento de un nuevo orden territorial. Debía fundarse una liga de naciones que garantizase la independencia y la soberanía de sus Estados miembro. Más adelante, Wilson añadiría también la exigencia de que Alemania adoptase un sistema político parlamentario y, desde su punto de vista, esto pasaba por la abdicación del káiser. Esta iniciativa, que le valdría al presidente estadounidense el Premio Nobel de la Paz en 1919, no había sido previamente acordada con los aliados europeos. Estados Unidos había pagado su precio en la guerra y se sentía con derecho no solo a pertenecer al círculo de potencias mundiales, sino directamente a ir por delante.
Wilson dejó los detalles técnicos del armisticio en manos de los líderes militares aliados. El mariscal francés Ferdinand Foch, comandante en jefe de las tropas aliadas, expuso en París el 1 de noviembre de 1918 su idea del armisticio a los representantes gubernamentales del principal rival de Alemania en París. Según Foch, el armisticio tenía que ser equivalente a una capitulación. Esta era la única manera de ganar la guerra evitando la última y sangrienta batalla final que él llevaba mucho tiempo esperando en su fuero interno. Ante todo, era imprescindible que durante las negociaciones los aliados insistieran en ocupar la orilla derecha del Rin. De lo contrario, al amparo del río, los alemanes podrían utilizar el alto al fuego para reorganizar sus tropas y llevar a cabo un nuevo ataque, o al menos ejercer una considerable presión sobre las negociaciones planeadas. Los paisajes de la guerra también tenían un papel importante para Foch, aunque él no pensaba en bosques fantasmales como los que la guerra había dejado tras de sí, sino en el “paisaje ordenado” sobre el que escribe Kurt Lewin en 1918. Este psicólogo social berlinés teorizó en su obra que las estrategias de los conflictos militares imponían en la naturaleza fronteras y direcciones, zonas y corredores, un “delante” y un “detrás”. Esta era exactamente la idea de paisaje que tenía Ferdinand Foch. En su cuartel general, más parecido a la sede de una gran empresa o a la oficina de un ingeniero que al despacho de un militar, el mariscal de Francia administraba el territorio y asignaba recursos humanos y materiales a las diferentes áreas. Su mentalidad de logista militar instaba a Foch a cruzar el Rin con el ejército aliado. Para él era cuestión de números y probabilidad. ¿Sería posible poner fin a una guerra que había sido estratégica y táctica, una guerra moderna, con una paz logística y también moderna? Su respuesta: de no hacerlo, peligraría el futuro que esperaban forjar tras la esforzada victoria.
Las condiciones de los aliados, que se corresponden en gran medida con la idea de Foch, se acuerdan el 4 de noviembre. Se envían de inmediato a Washington. Ese mismo día llega la petición de la comisión alemana para el armisticio solicitando entablar negociaciones en París. Foch da instrucciones para recibir a los emisarios alemanes. Unos días después, durante la noche del 6 al 7 de noviembre, le llega un radiotelegrama en el que se especifican los nombres de los apoderados alemanes.
El 129.º Regimiento de Artillería, comandado por Harry S. Truman, tiene la tarea de proteger de los disparos alemanes el avance de las tropas aliadas. A principios de noviembre, Truman escribe a su querida Bess que ha disparado mil ochocientas granadas contra los hunos en tan solo cinco horas. Durante el inicio de la ofensiva su unidad debía estar muy atenta; en el momento en que empezaban a disparar, el enemigo podía detectarlos y quedaban expuestos a las explosiones y al gas. La suya era una guerra extraña, definida por la técnica, la táctica, la estrategia, la balística y la logística, una guerra en la que apenas se encontraban cara a cara con el enemigo. A partir de finales de octubre, la defensa alemana empieza a flaquear. Los alemanes “parecían sin fuerzas para devolver los disparos. […] Uno de sus pilotos se estrelló ayer directamente detrás de mi batería y se torció el tobillo, su avión quedó hecho chatarra y los franceses y los americanos que estaban por allí lo saquearon completamente. Querían quitarle hasta la chaqueta. […] Uno de nuestros oficiales, y me da vergüenza hasta escribirlo, se quedó con las botas del piloto que se había torcido el tobillo”. El piloto había gritado “La guerre finie” para intentar salvar al menos su vida.
La ofensiva exige muchísimo a las tropas. Constantemente deben moverse para seguir al frente, que avanza a gran velocidad. En su avance tienen que arrastrar penosamente los cañones por el terreno cenagoso, en parte con caballos y en parte empujando ellos mismos. Las marchas nocturnas destrozan a la tropa. “Prácticamente todos hemos tenido algún colapso nervioso y hemos perdido peso hasta el punto de parecer espantapájaros”.
Cuanto más tangible resulta la derrota alemana, cuanto más tiempo pasa el regimiento de Truman avanzando frente al enemigo invisible sin sufrir pérdidas decisivas, más le parece que la guerra en la que Estados Unidos había entrado en 1917 es una “terrific experience”. Los diferentes refugios en los que pasa la noche como oficial –equipados con horno, teléfono y una cocina portátil– se convierten con el tiempo en su hogar. Comenta irónicamente que está tan acostumbrado a dormir bajo tierra que cuando vuelva a casa se acostará en el sótano. En las últimas semanas de la guerra, en las que la victoria parece al alcance de la mano, el tono de las cartas de Truman se anima visiblemente. Se permite pensar en su hogar cada vez más a menudo: si regresa a casa, se alegrará de poder pasar el resto de su vida caminando detrás de un burro por un campo de maíz. Incluso encuentra el tiempo de enviar dos flores como recuerdo a su querida Bess, acompañadas de alguna galantería.
Leyendo sus cartas del final de la guerra le viene a uno a la mente la película ¡Armas al hombro! de Charlie Chaplin, estrenada el 20 de octubre de 1918 en Broadway y cuya recaudación se destinó al esfuerzo de guerra. En el filme, el hombrecillo del bigote mínimo se dedica a hacer de las suyas precisamente en las mismas trincheras del norte de Francia en las que Truman pasa las últimas semanas del conflicto. Al final, el héroe consigue rescatar a una bella joven prisionera de los alemanes. En el proceso se encuentra con el káiser en persona, lo captura y se lo lleva a punta de pistola. El vagabundo pone fin a la guerra, “a terrific experience”.
A última hora de la tarde del 7 de noviembre, el comandante en jefe Ferdinand Foch se sube a un tren especial en Senlis, al noreste de París. Le acompaña el jefe de su Estado Mayor, Maxime Weygand, tres oficiales del Estado Mayor y varios representantes de la flota británica bajo el mando del almirante Wemyss. El trayecto es corto. Después de Compiègne, en un claro del bosque cerca de Rethondes, el tren se detiene. Sigue una larga noche de espera. A las siete de la mañana del día siguiente, el tren en el que el emisario alemán, Erzberger, y sus acompañantes se habían embarcado en las ruinas de la estación de Tergnier llega por fin a su destino.
Dos horas más tarde, el 8 de noviembre de 1918 a las nueve de la mañana, tiene lugar el primer encuentro en un vagón del tren de Foch, transformado en sala de reuniones. La atmósfera es gélida. La delegación alemana es la primera en llegar. Ocupan los lugares que se les han asignado en la mesa de negociaciones. Entonces llega la delegación francesa, dirigida por el mariscal Foch, al que Matthias Erzberger describe como “un hombre pequeño con rasgos duros y enérgicos que a primera vista delatan su hábito de mandar”. En lugar de un apretón de manos, tan solo un saludo militar o una breve inclinación en el caso de los civiles. Las delegaciones se presentan. Erzberger, Alfred Von Oberndorff , Detlof von Winterfeldt y Ernst Vanselow muestran sus credenciales.
Foch comienza la negociación haciéndose el tonto: “¿Qué les trae por aquí? ¿Qué puedo hacer por ustedes?”. Matthias Erzberger responde que su delegación está allí para conocer las propuestas de los aliados para un armisticio. Foch aclara con sequedad que no tiene ninguna propuesta que hacer. Von Oberndorff le pregunta entonces cómo prefiere llamar a lo que sea que tengan que proponer, añadiendo que la parte alemana no tiene una estrategia y que solo desea conocer las condiciones de los aliados para el armisticio. Foch explica con determinación que no tiene condiciones que plantear. Erzberger le lee la última nota del presidente Wilson, en la que se dice explícitamente que el mariscal Foch está autorizado a dar a conocer las condiciones para el armisticio. Solo entonces muestra Foch sus cartas: no está autorizado a comunicarles las condiciones a menos que la parte alemana solicite un armisticio. No quiere de ninguna manera ahorrarles esa humillación a los alemanes.
Erzberger y Oberndorff declaran entonces con toda formalidad que solicitan un armisticio en nombre del Gobierno del Reich alemán. Entonces el general Weygand comienza a leer las principales cláusulas de la decisión de los aliados del 4 de noviembre. “El mariscal Foch estaba allí sentado con una calma imperturbable”, escribiría más tarde Erzberger. El representante británico, el almirante Rosslyn Wemyss, trata de mostrar la misma indiferencia, pero el jugueteo nervioso con su monóculo y con sus gafas de concha delata su nerviosismo.
Los emisarios alemanes escuchaban, recordaría después Weygand, la lectura de las condiciones con semblante pálido e impertérrito. El joven capitán de Marina Ernst Vanselow al parecer incluso derramó alguna lágrima. El tratado no solo exigía la retirada inmediata de las tropas alemanas de todos los territorios ocupados en Bélgica, Francia, Luxemburgo y Alsacia-Lorena, además de los territorios a la izquierda del Rin y las zonas neutrales en torno a las cabezas de puente Maguncia, Coblenza y Colonia. También ordenaba la entrega de armas, aviones, flota de guerra y ferrocarriles, y la anulación de la paz que el Reich había firmado en 1917 con Rusia.
“Fue un momento desgarrador”, recuerda Weygand. El general Von Winterfeldt hace todavía un intento de aligerar las condiciones cuando Weygand termina de leer: se podría al menos prolongar el plazo para la firma a fin de permitirle consultar al Gobierno y, mientras la parte alemana estudia las condiciones, deberían cesar las hostilidades. Pero Foch rechaza ambas cosas; la fecha límite para aceptar la oferta es el 11 de noviembre de 1918 a las once de la mañana, hora francesa. Las hostilidades no cesarán hasta la firma. Ese mismo día, el mariscal da orden a los comandantes de no cejar de ninguna manera en los ataques. Es importante conseguir “resultados decisivos” incluso mientras duran las negociaciones del armisticio. No hay nada que negociar, recalca frente a Erzberger. Los alemanes pueden aceptar la oferta tal y como se presenta o rechazarla. Pese a todo, admite que podrían celebrarse “conversaciones privadas” entre los miembros de menor rango de ambas delegaciones. Erzberger espera conseguir alguna concesión, al menos en cuanto a los plazos y las cantidades a entregar, y usa como argumento la necesidad de evitar una hambruna y el colapso completo del orden en Alemania.
Después de la primera reunión, el capitán Von Helldorff regresa al cuartel general alemán en Spa con una lista de las condiciones de los aliados. Las “conversaciones privadas” comienzan por la tarde y duran dos días, mientras el plazo del ultimátum se agota inexorablemente. Sobre las nueve de la noche del 10 de noviembre, catorce horas antes de que expire el plazo, llegan instrucciones del canciller del Reich por vía telegráfica autorizando a Erzberger a aceptar todas las condiciones del armisticio. A pesar de la misiva, la delegación alemana, que a todas luces ha llevado a cabo un cierto trabajo de persuasión, consigue una última ronda de negociaciones. En la madrugada del 11 de noviembre, entre las dos y las cinco de la mañana, apenas seis horas antes de la expiración del plazo, todavía se introducen algunas modificaciones en el texto final que, si bien no hacen menos duro el documento, van más allá de la simple cosmética: en lugar de 2.000 aviones y 30.000 ametralladoras, se entregarán 1.700 y 25.000. Erzberger afirma que Alemania necesita estos efectivos para mantener a raya a las fuerzas rebeldes, un argumento que provoca la indignación del mariscal francés. En lugar de cuarenta kilómetros, la zona neutral de la orilla derecha del Rin será de diez. El ejército alemán dispondrá de treinta y un días en lugar de veinticinco para abandonar dicha zona neutral. Ante el peligro de hambruna en Alemania, los aliados garantizan que proveerán a sus adversarios de alimentos durante los treinta y seis días que acuerdan que durará el armisticio.
El 11 de noviembre de 1918 a las cinco y veinte, antes del mortecino amanecer otoñal, se firma la última página del documento del armisticio. Entretanto se finaliza la versión final del tratado con los últimos cambios acordados. Después de tapar su pluma, Erzberger explica que algunos de los arreglos que acaban de firmarse no son aplicables en la práctica. Termina su declaración con una frase llena de pathos: “Un pueblo de setenta millones de personas sufre, pero no muere”. Foch responde con un seco “Très bien!”. Las delegaciones se separan, una vez más sin apretones de mano.
Contado de esta manera, el final de la Primera Guerra Mundial parece una pieza de teatro de cámara y podría dar la impresión de que en aquel otoño de 1918 la historia mundial se redujo a tamaño de bolsillo, concentrada en un puñado de personas y lugares en un triángulo entre París, la pequeña ciudad balnearia de Spa y Estrasburgo, que en aquel momento todavía era alemán. Pero la guerra no cabe en un vagón de tren.
El conflicto, que empezó como un pulso europeo entre las potencias de la Entente –Francia, Reino Unido y Rusia– y la Triple Alianza formada por el Reich alemán, el Imperio austrohúngaro e Italia, se había convertido entre 1914 y 1918 en una confrontación mundial. No solo se desarrolló en Europa, sino también en Oriente Próximo, África, Asia oriental y en los océanos de todo el planeta. Setenta millones de soldados combatieron en ella. Entre los dieciséis millones de soldados cuyas vidas se cobró no solo había europeos: 800.000 turcos, 116.000 estadounidenses, 74.000 indios, 65.000 canadienses, 62.000 australianos, 26.000 argelinos, 20.000 africanos de la colonia del África Oriental Alemana (Tanzania), 18.000 neozelandeses, 12.000 indochinos, 10.000 africanos del África del Sudoeste Alemana (Namibia), 9.000 sudafricanos y 415 japoneses perdieron la vida.
Desde la perspectiva de los actores que han tomado la palabra hasta el momento, la cesura de noviembre de 1918 parecía un paso claro de la guerra a la paz. No obstante, la maquinaria engrasada de la guerra mundial no se dejaba frenar por una simple firma garabateada en un tratado. En Compiègne se ratificó tan solo uno de los cuatro tratados de armisticio que firmaron las diferentes partes. No constituyó más que el primer paso de las verdaderas negociaciones de paz. El último de la serie de tratados que concluyeron la guerra no se firmó hasta 1923 y las acciones militares y combates continuaron hasta entonces: en el frente occidental las tropas aliadas avanzaron hasta el Rin y ocuparon su orilla derecha tras la firma del armisticio. El enfrentamiento entre Hungría y Rumanía causaba estragos en los Balcanes. En el Báltico, Letonia luchaba por independizarse de la Unión Soviética. Por si esto fuera poco, la epidemia de gripe española que asoló el mundo entero se cobró más vidas que todas las batallas de la guerra juntas.
Poco después, los conflictos entre Irlanda e Inglaterra, Polonia y Lituania, Turquía y la República de Armenia, así como entre Turquía y Grecia, suscitarían nuevos ardores bélicos. Al mismo tiempo, en el este de Europa y en el continente asiático la Revolución rusa de 1917 había desencadenado una sangrienta guerra civil entre partidarios y enemigos de los bolcheviques que duraría hasta 1922.
Marina Yurlova venía de una familia de cosacos. Creció en una aldea del Cáucaso. Como quería combatir junto a su padre en el ejército zarista, se cortó el pelo y se vistió de hombre. La noticia de que el zar, por quien había arriesgado su vida, había perdido el trono le llegó mientras estaba en cama en un hospital de Bakú. Antes de eso, el camión militar que conducía había sido alcanzado por varias granadas y no conservaba en su memoria más que recuerdos deslavazados de detonaciones, metralla y gritos. Pasó muchos meses seminconsciente, de un hospital a otro. Sus heridas físicas se curaron pronto, pero las secuelas psicológicas de la explosión no desaparecían. Marina, que por aquel entonces tenía diecisiete años, temblaba sin parar, su cabeza se agitaba sin control de un lado a otro y cuando abría la boca no salía de ella más que un tartamudeo ininteligible. Una y otra vez regresaban a su cabeza las imágenes del momento que hubiera podido ser el último de su vida, cuando pasó de guerrera a víctima de la guerra.
La Revolución de Octubre de 1917 trajo consigo tiempos nuevos, como Marina pudo observar con sus propios ojos en los siguientes meses. Desde una ambulancia vio cómo una turba de soldados rebeldes linchaba a un general del antiguo ejército ruso entrado en años. Un hombre uniformado tras otro hundía su bayoneta en el vientre del general, aunque era obvio que este había muerto tras la primera estocada. En más de tres años de guerra, Marina había contemplado muerte y violencia, pero “nada […] era comparable con un asesinato semejante”. Más tarde, desde la ventana de un hospital moscovita, observó una asamblea de soldados revolucionarios que pronunciaban discursos airados contra el zar y se apoderó de ella la impresión de que ya no existía ningún tipo de orden. “Tenía una vaga sensación de que había llegado el fin del mundo, allí en Bakú. Mi vieja niñera siempre me había hablado de una profecía que decía que el mundo se acabaría dos mil años después del nacimiento de Cristo”. A todas luces, la anciana había acertado, pensaba Marina, y aquel pensamiento la tranquilizaba extrañamente.
Como herida de guerra, Marina Yurlova no tuvo que posicionarse en la batalla por el futuro que empezó en 1917. Pero para ella, cuya familia había servido a los zares durante generaciones, en el fondo no cabía duda. Al menos eso estaba claro en su cabeza, aunque esta no dejara de moverse de un lado a otro. La terapia de electrochoque que se le aplicó en Moscú le produjo una cierta mejora. Aparte de tres electrochoques diarios, no se prestaba ningún otro tipo de atención a esta inválida de la guerra contra el Reich; guerra que, entretanto, había finalizado con la firma del Tratado de paz de Brest-Litovsk el 3 de marzo de 1918. Con indiferencia, se acostumbró a que las sábanas de su cama estuvieran cada vez más grises por el polvo y el humo de los cigarrillos. A través de las ventanas llenas de mugre veía de manera difusa cómo se formaba un nuevo régimen en Moscú. Sintió indignación cuando supo de la ejecución del zar Nicolás II y su familia. ¿Le contaría alguien en su lecho de enferma que en noviembre de 1918 los bolcheviques inauguraron un monumento al revolucionario francés Robespierre en el Jardín de Alejandro y que pocos días después la estatua se resquebrajó porque estaba hecha de cemento de muy mala calidad?
Justo en aquel momento, Thomas E. Lawrence abandonaba Damasco. Su entrada bajo las imponentes puertas de la ciudad el 1 de octubre había recordado a un triunfo romano. La atravesó cerca de las nueve de la mañana bajo un sol deslumbrante, vistiendo el atuendo blanco de un príncipe de La Meca. Ante su caballo danzaban derviches, detrás de él cabalgaban guerreros de las tribus de Arabia que lanzaban agudos gritos y disparaban al aire. Toda la ciudad se puso de pie para ver al hombre que encarnaba el triunfo de la Revuelta árabe contra el Imperio otomano: Lawrence de Arabia. Se sellaba así la derrota de las tropas turcas y de sus aliados alemanes en Oriente Medio.
No obstante, el oficial británico Thomas E. Lawrence no percibe la conquista de Damasco como una victoria. Está infinitamente fatigado tras haber realizado esfuerzos sobrehumanos y presenciado horribles masacres en los días y semanas anteriores. Pero hay algo que pesa más en su ánimo que esas sangrientas imágenes: sabe que la libertad por la que ha luchado junto a sus amigos árabes hace mucho que se convirtió en una quimera, puesto que los estadistas, militares y diplomáticos europeos han firmado ya una serie de acuerdos para repartirse Oriente Medio tras la caída del Imperio otomano. Acuerdos en los que los pueblos árabes no tienen más que un papel muy secundario.
En los últimos días de la guerra también Rudolf Höß se encuentra en Damasco, o al menos eso sostiene en su autobiografía. El soldado alemán, que por aquel entonces apenas había cumplido dieciocho años, provenía de Mannheim, en Baden. Su padre, muy católico, tenía planeada para él una carrera en el sacerdocio, pero Herr Höß había muerto en el segundo año de la guerra. Después de eso el joven perdió el juicio y también el interés en la escuela, así que decidió alistarse voluntariamente en el Ejército para escapar de casa. La guerra llevó al joven católico a la tierra prometida. Desde las ciudades santas de Palestina, que conocía por la Biblia, vivió la despiadada guerra que el Reich alemán en alianza con Turquía conducía contra el Imperio británico y sus aliados árabes.
Höß recibió su bautismo de fuego en las arenas del desierto, cuando su unidad se encontró con tropas enemigas en las que combatían ingleses, árabes, indios y neozelandeses. En ese momento experimentó por primera vez la sensación de poder que proporciona el decidir con un arma en la mano sobre la vida o la muerte de un hombre. No se atrevió a mirar a la cara a su primer muerto. Se sentía cómodo en la rígida jerarquía de la tropa y disfrutaba de los vínculos que se formaban entre soldados en la lucha. “Es curioso, profesaba una enorme confianza y respeto a mi oficial de caballería, mi padre militar. La nuestra era una relación mucho más íntima de la que jamás tuve con mi verdadero padre”.
Además del poder y la camaradería, más tarde Höß recordaría una experiencia que hizo tambalear sus principios religiosos. En el valle del Jordán, los soldados alemanes se cruzaron patrullando con una larga hilera de carros cargados de musgo. Los registraron concienzudamente para asegurarse de que no escondían nada para los ingleses. A través de un intérprete, Höß preguntó para qué servía el musgo y descubrió que lo llevaban a Jerusalén. Allí las plantas grisáceas cubiertas de puntos de color rojo vivo se vendían como “musgo del Gólgota” a los peregrinos cristianos, que las llevaban de vuelta a sus hogares pensando que estaban cubiertas de gotas de sangre de Jesucristo. A Höß este mercantilismo le produjo un enorme rechazo y supuso el principio de su alejamiento de la Iglesia católica.
Para cuando trasladan a Marina Yurlova a Kazán, la lejana capital de Tartaristán, muy al este de Moscú, la dinastía Romanov ha caído y la Gran Guerra ha dado paso a un nuevo conflicto que lo invade todo: la guerra civil entre los revolucionarios rusos y sus rivales. En una estación de Moscú los heridos presencian un tiroteo entre el Ejército Rojo de los bolcheviques y los blancos, las tropas leales al zar. Los guardias rojos que defienden la estación ante un ataque de los partidarios del zar están tan famélicos y sus uniformes son tan andrajosos que no parecen de ninguna manera un ejército. Pero en su rabiosa determinación de vencer o morir, aquellos “fantasmas amarillos” se convierten para Marina en la encarnación de la revolución y no puede menos que sentir respeto por ellos.
El tren que lleva a Marina a Kazán en noviembre de 1918 avanza con gran lentitud. Al final del trayecto le espera otro hospital más, otra sala con catres duros y sábanas raídas. En la cama vecina se encuentra un joven apuesto, de no más de veinte años. Tiene el rostro sonrosado y unos ojos grises brillan bajo sus rizos morenos. Marina tarda un momento en reparar en qué es lo que lo hace extraño: no se mueve. No tiene brazos ni piernas. Solo puede mover la cabeza y sus ojos siguen a Marina con una mezcla de dolor y orgullo por ese último vestigio de capacidad.
La revolución tampoco se detiene en Kazán. Los bolcheviques están decididos a emplear todas sus fuerzas en la guerra contra los partidarios del zar. Marina se sorprende cuando descubre su nombre en una lista de pacientes que deben incorporarse al Ejército Rojo. ¿Tiene que volver a la guerra, pese a su cabeza que no para de agitarse, pese a sus nervios que la traicionan? En su decreto, el Ejército Rojo los convoca a todos en la Universidad de Kazán.
La revolución impone entonces su lógica a Marina. Según los principios de los bolcheviques, la invalidez no exime a nadie de la lucha entre ideologías. O bien se es un ardiente defensor de la nueva Rusia o bien un enemigo al que hay que erradicar. Así lo ve también el flamante soldado del Ejército Rojo que los examina. La neutralidad es un “comportamiento inexcusable”, explica. Tampoco le convence el argumento de que los soldados no deberían meterse en política. “¿A favor de quién estáis? ¿En qué gobierno creéis?”, grita ante el grupo de heridos. Después se dirige directamente a Marina: “¿En qué crees tú?”. Antes de darle ocasión de responder, contesta él mismo la pregunta: “¡Una cosaca! […] ¡Los cosacos aterrorizaban a los campesinos y trabajadores en nombre del zar!”. Marina empieza un encendido discurso: “¡Hermanos!”, grita, estirando el brazo en un gesto dramático. Pero antes de poder empezar su alegato a favor de la lucha conjunta en nombre de la patria, la traicionan sus nervios, que todavía no se han recuperado. Marina pierde el conocimiento. Cuando despierta solo ve paredes grises a su alrededor.
3 “Ob rechts, ob links / vorwärts oder rückwärts, / bergauf oder bergab – / man hat weiterzugehen, / ohne zu fragen, / was vor oder hinter einem liegt. / Es soll verborgen sein: / ihr durftet, musstet es vergessen, / um die Aufgabe zu erfüllen”.