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A quienes combato no odio
ОглавлениеRanelagh un sábado de verano, veredas salpicadas de flores, el aire que latía con el tamborileo rítmico de las máquinas de cortar pasto. Kevin se paró junto a la ventana del living de los Miller y miró a unas diez niñas chicas posando para la foto en el jardín de adelante. Su propia hija estaba entre ellas. Tenía los rulos rubios tirantes y sujetos en una trenza, por lo que, al principio, en medio de tantas otras cabezas trenzadas, le costó reconocerla. Los Miller vivían en una casa victoriana de ladrillo cerca de la iglesia, y Fiona Miller había insistido en hacer la fiesta. No es ningún esfuerzo, decía si alguien trataba de echarse atrás. Sería algo lindo para las niñas, y tanto Bob como ella estaban felices de recibirlas, pues sabían que no todo el mundo era tan suertudo como ellos. Las niñas chillaron y rieron, alborotadas de azúcar y verano, y, después, más repuestas, se alisaron las faldas de los vestidos blancos y levantaron las manos pequeñas y cuidadosas para ajustarse los velos y las tiaras.
—Divinas, ¿no? —dijo Kevin al darse vuelta hacia la mujer que estaba en la mesa de las bebidas.
Ella puso mala cara. No era la moza, sino una amiga de Fiona Miller, o tal vez una de las hermanas, y eso la colocaba rigurosamente en las filas de gente que lo odiaba.
—Qué bueno que paró de llover —dijo, porque seguro que eso era algo que no le podía objetar, pero la mujer empezó a mover las botellas sobre la mesa como si fueran piezas de ajedrez. Las agarraba del cuello y las ponía en nuevas posiciones con inconfundible hostilidad.
El sol, inclinado, pasó a través de las persianas. Encendió el brillo de las tarjetas sobre la repisa de la chimenea y rebotó en las ametralladoras del modelo de avión preferido de Bob Miller —un Sopwith Camel de la primera guerra mundial—, expuesto en un soporte junto a la puerta. El bisabuelo de Bob había servido en los Rifles Irlandeses de Londres, y había perdido un brazo en Flers-Courcelette. Su uniforme y la gorra con la insignia del arpa y la corona estaban expuestos en una gran caja de vidrio al final del hall de los Miller. En la caja también había pertenencias de otros hombres muertos: balas, brazaletes y cartas que Bob había comprado por internet. A Bob le gustaba bromear con que había sido militar en otra vida, aunque en esta fuera el actuario sénior de una compañía de seguros. Kevin se dio vuelta hacia la ventana otra vez. Su mujer también estaba en el jardín, hablando, ahora lo notaba, con el hombre que una vez él había tenido de jefe. Más temprano, ese hombre y él habían intercambiado saludos ásperos en el pasillo. Le había preguntado a Kevin —y ¿por qué todos se sentían obligados a preguntarle?— si ya le había salido algo, y una vez agotado el tema, se había retirado a una distancia prudente. Kevin vio que el hombre apoyaba una mano de forma consoladora sobre el brazo de su esposa, mientras ella se secaba los ojos con un pañuelo. Necesitaba tomar algo. Hubiera querido que la mujer de las bebidas se fuera al jardín con los demás, pero seguía en su puesto, con los brazos cruzados sobre el pecho. Al salir de la habitación, Kevin tocó con un dedo las hélices del avioncito e hizo que las cuchillas giraran en un borrón de madera y metal.
Por las dudas, había traído una petaca de vodka escondida en el bolsillo interno de la campera. Pero apenas llegó, Aoife, la hija mayor de los Miller, se quedó con su campera.
—No te preocupes —le dijo—, me la voy a dejar puesta, hace un poco de frío. —Aunque estaban a fines de mayo, el día era cálido, el aire estaba cargado de polen y de los paracaídas sedosos de los panaderos que volaban en ráfagas blancas por la avenida.
Aoife —indignada por tener que ocuparse del servicio de guardarropa— igual le había sacado la campera de los hombros a los tirones, y ahora él sentía que le faltaba la petaca como si fuera un miembro fantasma. Cuando caminó rumbo a la cocina, se abrió la puerta principal y las niñas se abalanzaron por el hall. Una de ellas traía una sombrilla metida debajo del brazo como si fuera una bayoneta. Se hizo a un lado contra la pared para que pasara ese batallón de novias en miniatura, con sandalias blancas que retumbaron contra las baldosas. Un velo le rozó el brazo y el rasguño de la gasa le pareció demasiado áspero. Al final del hall de los Miller, antes de la caja de vidrio con el uniforme vacío, las niñas viraron a la izquierda rumbo a la sala de música, y de allí salieron al jardín para correr en círculos alrededor de la casa con gritos que subían y bajaban en efecto Doppler.
Fiona Miller estaba en la cocina exprimiendo naranjas. Era una morocha de piel bronceada, algunos años mayor que él.
—No tendrías que haber venido— le dijo. Usaba una juguera eléctrica: ponía naranjas gordas de un lado y cosechaba gotas lentas dentro de una jarra del otro.
—Vos me invitaste.
—Tuve que invitarte. Pero no tendrías que haber venido. ¿En qué estabas pensando, Kevin?
Ella siempre lo había hecho sentir pequeño; pequeño y ordinario y falto de etiqueta. ¿Te olvidaste de todo lo que cogimos?, le hubiera gustado decirle, ¿qué etiqueta había ahí? En cambio, dijo:
—¿Bob sabe? —a sabiendas de que Bob no sabía nada.
—No me hagas esto, Kevin —pidió ella—, porque si me hacés esto, en serio, te vas a arrepentir.
Agarró dos naranjas más y las tiró a la juguera. Tenía puesto un vestido negro escotado y él no pudo evitar pensar que sus tetas eran como dos naranjas chicas, y que los pezones contra la tela eran como dos semillas duras. Se acordó de sentirlas entre las manos, y cuando volvió a la cara de Fiona con los ojos, vio que ella notaba que la estaba observando, y entonces desvió la mirada hacia el hall, donde su esposa hablaba con otra de las madres. Sostenía varias sombrillas, ninguna de las cuales era de su hija; a su suegra, que había comprado el conjunto, las sombrillas le parecían terrajas. Su esposa lo miró. Una de las ventajas de estar con una persona por tanto tiempo era que podía darse cuenta enseguida, incluso a lo lejos, de que ella estaba enojada.
La juguera hizo un par de ruidos hasta detenerse.
—Me quedé sin naranjas —dijo Fiona.
—Voy a buscar —ofreció Kevin al entrever la oportunidad, porque había una licorería en el pueblo.
—No, Aoife se ocupa. Puede ir en bicicleta. Va y viene en un minuto.
Fiona golpeó la ventana de la cocina. Aoife estaba sentada en la hamaca del patio trasero, hablando por teléfono. Levantó la vista y le hizo una mueca a su madre, pero no se movió. Fiona volvió a golpear el vidrio. Aoife se bajó despacio de la hamaca, con insolencia, y empezó a caminar hacia la casa.
—¿Qué edad tiene ahora? —preguntó él—. ¿Dieciséis?
—Cumple dieciocho el mes que viene. O sea, vamos a tener que hacer toda esta mierda otra vez.
—Bueno, yo no voy a venir —dijo él—, así que no te preocupes.
—No estoy preocupada —respondió Fiona—. No estás invitado.
Aoife entró desde jardín y dio un portazo. Arrancó el billete de diez euros que su madre le entregaba.
—Naranjas —dijo Fiona—. Dos bolsas, y fijate que estén bien maduras. —Aoife puso los ojos en blanco y se fue.
Después oyeron el ruido de unos pies arrastrándose por el pasillo y un suspiro húmedo y jadeante. Era difícil que Bob Miller tomara a alguien por sorpresa.
—¿Una cerveza, Kev? —le ofreció al abrir la heladera, y enseguida, antes de que Kevin respondiera, corrigió—: Perdón, ¿una Coca?
—No, gracias.
Bob se destapó una lata.
—Un tiempazo sin verte —le dijo—. Justo hoy de mañana le pregunté a Fiona: ¿cuándo fue la última vez que vimos a Kevin? Y no pudimos acordarnos, ¿verdad Fiona?
Fiona golpeaba un trapo mojado —al azar, le parecía a Kevin— contra las superficies de la cocina. Luego escurría el trapo en la pileta, al tiempo que dejaba correr agua ruidosamente sobre una palangana.
—Entonces —dijo Bob—, ¿en qué andás?
—En nada.
—¿Conseguiste algo?
—No, todavía no.
—¿Pediste en la oficina de empleo?
Una niña llorosa y con la rodilla raspada entró a la cocina. La siguieron cuatro niñas más, que formaron un círculo mientras Fiona le ponía pomada —aunque sin mucha suavidad, observó Kevin— y una curita. Apenas despacharon a las niñas para afuera, volvió Aoife con los cachetes rosados por la bicicleteada e hilos de panaderos metidos en el pelo. Tiró una bolsa de plástico sobre la isla de la cocina.
—Trajiste mandarinas —le dijo Fiona mirando dentro de la bolsa, pero Aoife ya se había ido volando al jardín para volver a su lugar en la hamaca. Bob hizo una guiñada.
—Las delicias, ¿no Kev? —dijo, y se dejó caer en una silla en un rincón.
Fiona puso las naranjas, o mandarinas, en la pileta y empezó a refregarlas con un cepillo de alambre, como si hubieran rodado por el piso de un depósito de desechos nucleares. Las amontonó en un bol y después las fue soltando de a una en la juguera, y el goteo lento empezó otra vez.
—Perdonen —dijo Kevin, fingiendo que chequeaba el celular—. Tengo que atender una llamada.
Cuando salió al hall, fue a la puerta del living y miró hacia dentro. La mujer de la mesa de las bebidas seguía en su puesto. Estaba ocupada ahora; los encargados del catering habrían traído bandejas de ensaladas y carnes frías, y todo el mundo había entrado desde el jardín. Trató de pensar dónde habría puesto Aoife su campera. Había estado muchas veces en esa casa, casi siempre cuando no debería haber estado.
En el descanso de la escalera, se detuvo a mirar unas fotos. No se acordaba de haberlas registrado antes, pero bueno, seguro que antes su mente había estado en la curva de las caderas de Fiona mientras subía la escalera delante de él. No eran las instantáneas usuales a orillas del mar o de cumpleaños, sino fotos de guerra, en blanco y negro. Los biplanos se elevaban desde pistas achicharradas hacia cielos negros e infernales llenos de humo. Soldados de ojos hundidos con cascos Brodie de acero se encontraban boca abajo sobre el barro. Cómo envidiaba a Bob Miller. No es que le envidiara las fotos de cosas macabras, que ya le provocaban los primeros revoltijos de náuseas. Tampoco le envidiaba la mujer, o la casa, o el trabajo, aunque hubo una época en que le envidiaba todas esas cosas. No, lo que más le envidiaba era la falta de imaginación, una carencia que lo salvaba hasta cuando fallaba, que le permitía a Bob hacer de la guerra un hobby, mirar con complacencia el horror de los demás, contento de que no le pasara a él, seguro de que nunca le pasaría. Qué suerte, qué suerte tenía Bob, que conocía tan poco dolor que lo tenía que pedir empaquetado con cuidado en eBay, para colgarlo de su pared en marcos barnizados.
En el cuarto de visitas, los abrigos estaban sobre la cama, en una masa retorcida de mangas vacías. Muchos se habían caído de la pila a la alfombra. Primero revisó los de la cama; los fue levantando y poniendo a un lado hasta que, a mitad de camino, encontró su campera. Cuando la levantó, entendió su ligereza en un nivel subterráneo, animal, antes de que el pensamiento se le hubiera formado siquiera en el cerebro. La petaca no estaba. Buscó debajo del resto de los abrigos encima de la cama, y después siguió por la pila en el suelo.
—¿Todo bien, Kev?
Sostenía un blazer verde de mujer con las manos cuando giró y vio a Bob en la puerta.
—Todo bárbaro, Bob —le respondió—, estaba buscando las llaves del auto.
—Pero ¿vas a manejar, Kev?
—No, preciso una cosa del auto. —Titubeó al buscar, mentalmente, algo plausible—. El inhalador. De mi hija.
—Entonces —dijo Bob—, mejor que encontremos esas llaves. —Y se inclinó para levantar un saco de hombre azul marino del piso.
Kevin tuvo la súbita visión de Bob encontrando la petaca.
—Gracias, Bob —dijo—, justo las encontré. —Se tanteó el bolsillo del vaquero—. Estaban abajo del ruedo de la cama.
Bob se enderezó. Parecía confundido.
—Qué bueno —dijo.
Kevin se dio cuenta de que todavía sostenía el blazer y lo tiró de inmediato a la cama. Por un segundo, se quedaron parados en un silencio incómodo. Se miraron uno al otro, mientras que por la ventana abierta se oían las risas de las niñitas jugando a la mancha en la entrada del auto de los Miller.
—Vamos para abajo, ¿no? —dijo Bob.
—Claro.
—Vamos.
Bob le hizo un gesto a Kevin para que saliera primero del cuarto, y cuando ambos estuvieron fuera, cerró la puerta y sacó algo del bolsillo. Después vino el humillante sonido de la llave girando en la cerradura. Los hombres bajaron la escalera juntos, con cuidado de no mirarse, sin hablar. Cuando llegaron abajo, Kevin no se detuvo, sino que siguió caminando por el hall hasta la puerta principal y cruzó la entrada de adoquines, donde su esposa había estacionado el auto junto al cordón. Se recostó contra la pared del jardín y observó el auto. No tenía las llaves: las tenía su esposa. Últimamente, era ella la que se encargaba de guardarlas siempre. Sentía como si alguien lo estuviera mirando, y sabía que, si se giraba, encontraría a Bob, pero no se dio vuelta. Que me mire, pensó, porque en la calle había calma, el aire estaba limpio y tenía olor dulce; el único ruido que se oía era el ladrido de un perrito allá lejos, en la avenida. A la distancia, más allá del pueblo, más allá de la ciudad, vio campos y colinas, extensiones verdes despobladas y vírgenes.
Cuando volvió a la casa, en la terraza acristalada estaban cortando la torta. Era un postre gigante de tres pisos, rematado por una troupe de mini-niñas de glaseado blanco con vestidos de glaseado blanco. Las niñas de verdad estaban sentadas alrededor de la mesa de caballetes, con capas de plástico para protegerles la ropa. Su esposa se encontraba en una punta de la mesa, distribuyendo pedazos de torta y cubiertos de plástico, pero él no entró. En cambio, fue al living, donde, con una sensación embriagadora parecida a la alegría, encontró la mesa de bebidas desierta. Era un páramo de botellas vacías: vino, Pimms, prosecco; pero en medio de los escombros había una botella de vodka, casi entera.
En la cocina, se sirvió jugo de naranja en un vaso. Por la ventana, vio a Aoife en la hamaca, con sus largas piernas colgando y la punta de los Converse blancos raspando el piso. No tenía nada que ver con el padre; los genes de Bob habían perdido esa trifulca específica. Aoife era flaca y morocha y linda, como debía de haber sido Fiona a su edad. La observó un minuto, después sirvió un segundo vaso de jugo y salió al jardín con el vodka y los vasos. La expresión en la cara de la muchacha era casi la de una sonrisa burlona, pero se iluminó cuando vio la botella. El día seguía agradable, aunque había algo amenazador en la quietud de las nubes, como si hubieran dejado de moverse y pudieran caer de pronto a la tierra. Aoife se bajó de la hamaca.
—Por acá —dijo señalando un agujero en el cerco—, no les gusta que tome.
—Tampoco les gusta que yo tome —agregó él.
Cuando ella se rio, era la risa de su madre, grosera con un toque de desprecio, y sus piernas, cuando se acomodó a su lado en el pasto detrás del cerco, eran las de su madre: largas, bronceadas y de huesos finos. Soltó una risita mientras Kevin servía el vodka, y en el momento en que se dio vuelta para sonreírle, notó que tenía los ojos un poco vidriosos. Estaban sentados en un terreno de pasto alto y maleza, una franja estrecha de tierra de nadie entre los fondos de las casas y un parque público cercado. Las margaritas y las amapolas crecían salvajes y alborotadas, derramando pétalos y semillas por el suelo. Sintió el hueso de su cadera a medida que ella se le acercaba más, y cuando con el pelo largo le rozó el brazo, notó un olor a vainilla y a otra cosa, algo joven y femenino, como manzana o frutos del bosque. Tomó un poco de vodka y miró hacia el cielo. Las nubes parecían más grises y oscuras y ya no estaban quietas, sino que se movían de forma errática y sobresalían del marco del cielo. Era como si algo intentara abrirse paso desde atrás y las empujara hacia delante en una masa espesa y prominente, por lo que no se desplazaban como nubes, sino como humo. Al mirarlas, vio rápidos y repentinos destellos plateados en las profundidades. Tal vez fuera un intento final del sol, pero le hizo acordar a la luz que brillaba sobre las ametralladoras de metal del modelo Sopwith Camel de Bob Miller. Y cuando Kevin le tocó la cara con la mano, supo que el sonido que se oía a lo lejos no era el ronroneo de las máquinas de cortar pasto, sino el zumbido de una aeronave volando bajo.