Читать книгу Dinosaurios en otros planetas - Danielle McLaughlin - Страница 6
Todo sobre Alice
ОглавлениеAgosto estaba saturado de moscardones moribundos. Se juntaban en rebaños de azul aterciopelado en los vidrios de las ventanas y golpeaban las alas de gasa contra el cristal. Se arrastraban negros y lánguidos por los alféizares. Alice se reclinó en el sillón de la cocina observando el curioso ballet de su padre. La parte de abajo del pantalón, arremangado encima de los tobillos, se le bajaba más y más a cada jeté tambaleante. El diario trazaba círculos frenéticos en el aire mientras les pegaba a los moscardones.
—¡Soretes! —gritó—. ¡Trolos!
Enloquecidos, los moscardones serpentearon como cazas de guerra. Rebotaron en la pantalla de las lámparas y resonaron contra las vitrinas donde se encontraban las medallas de danza irlandesa de Alice. Uno vino a posarse, oscuro y brillante, sobre el televisor. ¡Zas! Un moscardón cayó al piso. Alice miró por la ventana mientras en la cocina crujían los moscardones contra el linóleo.
Afuera, en el jardín, el domingo había aquietado el techo de chapa de la ampliación del baño, llevándose el ruido de los camiones que pasaban y dejando en su lugar una capa de hojas tempranas esparcidas sobre la cumbrera. Una bolsa de nailon revoloteaba entre los arbustos del jardín. El padre de Alice se dejó caer en la silla, con la cara colorada y triunfante. Apartó un ala traslúcida de la tapa de la sección «Deportes» y pasó la página.
—¿Querés más té, papi?
Alice no se movió para alcanzar la tetera. Su padre nunca tomaba más té. Sobre la mesa detrás de él, tenía las pastillas alineadas en un tecnicolor fascinante. Alice miró el reloj. Eran las diez y media. A las cuatro su padre se tomaría el ómnibus a West Cork para pasar una semana de vacaciones con la prima Olive. Hacía tres días que su valija estaba lista en el hall. Alice también había estado pendiente del tiempo, contando los días, feliz por la perspectiva de tener la casa para ella sola. Tenía cuarenta y cinco años.
El lunes de mañana, como primer acto de delincuencia desde la partida de su padre, Alice colgó cinta atrapamoscas del techo. Su padre odiaba la cinta atrapamoscas. Enseguida había un moscardón muerto girando sobre la cabeza de Alice mientras tomaba té. Después del desayuno, puso los platos en la pileta y los dejó en remojo dentro de una sartén llena de agua sucia. En un estante sobre la pileta había una foto de una mujer con aspecto severo, de unos sesenta largos, con el pelo atado en un rodete tirante. Sus ojos, como los de Alice, eran grises moteados de verde. Una vez, un hombre le había dicho a Alice que sus ojos tenían el color de una tormenta en el mar, pero los ojos que la observaban desde la foto eran hundidos y pasivos. Pobre Mami.
Alice llevó una taza de té a la sala. Examinó su imagen en el espejo. Las líneas y sombras que habían aparecido durante el tiempo que estuvo lejos se acentuaban con cada año que pasaba. Se sentó en el sillón de estampado floral, descolorido por el polvo y el sol, y pensó qué hacer. La semana entera se extendía frente a ella: un lejano oeste de libertad que esperaba la embestida de la carreta de Alice. Entonces le vino un recuerdo, un fragmento de una mañana hacía muchos años: Barcelona con el sol a través de la abertura de una cortina blanca, las migas de una magdalena amarilla sobre el plato del desayuno. Y, después, la ciudad, vasta y gloriosa, resplandeciendo frente a ella.
Alice sintió que la esperanza le daba vueltas en la barriga, sintió que se expandía suavemente con el té. Quiso dejar su vida como un globo que sale volando de un parque de diversiones. Soltar la mano sudorosa de la vida e irse flotando. Miró el reloj de pulsera. Se imaginó a su padre caminando por la playa con Olive, pisando burbujas de algas negras y oyéndolas estallar. El tiempo pasaba. Se acercó a la ventana, miró la hilera de edificios grises a lo largo de la calle Main y se preguntó de nuevo qué hacer hoy, hasta que al final se le ocurrió algo. Hornearía una asadera de magdalenas para llevar a lo de Marian.
—No es todo romance, ¿sabés, Alice? Vos pensás: ahí está Marian con su casa perfecta y su marido perfecto y un Fiesta nuevo en la puerta. Bueno, te voy a ser sincera, Alice, ya que me preguntaste: no todo es color de rosa.
Alice estaba bastante segura de que no le había preguntado nada. Marian le había abierto la puerta con el recién nacido sobre un hombro y el otro hijo chiquito alrededor de los tobillos. Ahora se movía en un vals lento sobre las baldosas de la cocina, con un repasador bajo los pies para limpiar vómito de bebé. A cada giro, el bebé le goteaba más vómito sobre el hombro.
A través de las puertas de la terraza que daba al jardín, Alice pudo ver la luz del sol danzando en la cubierta plateada de la barbacoa y templando el deck de roble barnizado. El sol destacaba los elegantes tonos de beige y gris pardo de los muebles de jardín y se demoraba entre las flores del final del verano que se abrían en macetas de terracota. Desde que Marian se había casado con Eugene, todo era «barbacoas» y «cenas» y estufas de jardín de acero inoxidable. Alice se alisó el top de lentejuelas nuevo y esperó que Marian lo notara. Pero hoy Marian se olvidaba de las líneas, pifiaba. Estaba más preocupada que de costumbre por el flujo de demandas de los niños.
—Issy, sé buenito. ¿Issy? ¡Issy sisi! —Marian estaba inclinada sobre el bebé en el sillón, cambiándole el pañal—. De-de-ditos, de-de-ditos —dijo, y acercó los labios al pie regordete y rosado del bebé, como si fuera a comérselo.
El bebé se estremeció de alegría, balbuceó y Marian le mordió los dedos del pie y se rio con él. Alice calentó el agua y buscó un plato limpio para las magdalenas en el aparador. Empezó a ponerlas en círculos prolijos.
—¿Dónde tenés los sobrecitos de té?
Marian se sacó el pie del bebé de la boca y miró alrededor, desorientada. Era como si se hubiera olvidado de Alice del todo.
—Eugene no quiere que haya ninguno en casa —dijo—. Son cancerígenos.
—¿Los sobrecitos de té?
—Sí, hasta los que son orgánicos. ¿Podés creer?
Marian puso al bebé, que quedó retorciéndose boca arriba, en el corral, después abrazó al otro niño y lo dejó junto a su hermano. Preparó una tetera de té en hebras y se sentó frente a Alice.
—Gracias por los muffins. —Para Marian ahora eran muffins. Desde que estaba casada con Eugene, Marian ya no decía magdalenas.
—Papá no va a estar esta semana —dijo Alice.
—Me enteré.
—Creo que yo podría hacer algo también.
Marian agarró una caja de leche y le puso un chorrito al té.
—¿Algo como qué?
Alice levantó los hombros.
—No sé. Ver a alguien.
Marian suspiró, juntó las migas de la magdalena con el dedo y se las metió en la boca.
—¿Decís un hombre? —Alice asintió—. El problema con los hombres de la vuelta, Alice, es que todos te conocen.
—Pensé en ir a Dublín —respondió Alice.
Marian sacudió la cabeza:
—Es muy peligroso.
—¿Multicitas?
—Mucha gente perdiendo el tiempo.
Alice sintió que la esperanza de la mañana se le empezaba a agriar en el estómago. Hizo otro intento:
—Podría salir a bailar.
—¿Sola?
Marian hablaba con la boca llena.
—Esperan mucho de las mujeres ahora. —Miró a Alice con seriedad—. Cosas que ni te imaginás.
Marian, pensó Alice, hablaba como si fuera la única en el pueblo que había tenido sexo alguna vez. Hablaba como si supiera todo sobre Alice. Alice quería decirle a Marian que la noche anterior había hecho el amor en la parte de atrás del ayuntamiento con un ingeniero de sonido de algún lugar extranjero que tenía el cuerpo lleno de tatuajes. Eso no había pasado, por supuesto. La noche anterior, Alice se había quedado dormida en un sillón y se había despertado con frío e incómoda en plena madrugada, con una taza de té rancio en la mesa de al lado. En realidad, hacía cuatro años que Alice no se acostaba con nadie. Y Marian, como todo el mundo en el pueblo, sí que sabía todo sobre Alice.
Alice ya había alcanzado el fondo de la taza de té. Tenía miedo de mirar por si surgía una forma entre las hebras. Tenía miedo de tener el don para eso. Pobre Mami tenía el don y le había servido mucho. En vez de mirar el fondo, miró a Marian del otro lado de la mesa, los círculos oscuros bajo los ojos, el pelo grasiento, el vómito en el buzo. Con inesperada claridad, vio el páramo desolado que era la ruina de su amiga y, con la misma claridad, lo vio reflejar el suyo propio. Sintió que el sol se desvanecía, que la tarde y la cocina la acorralaban.
Se le había escapado un día entero.
—¿Eugene no tiene algún amigo?
Alice sintió que un pedazo de magdalena se le trancaba en la garganta ante la mención de Eugene, ese hombre beige, insípido. Los niños gemían ahora y Marian estaba de vuelta en el corral con un bebé lloroso sobre el hombro. El otro niño empezó a ahogarse y Marian se agachó para sacarle una vaca de plástico de la boca. Cuando volvió a pararse, dijo:
—Hay un par de tipos nuevos en el equipo de fútbol. Vienen mañana de noche a una barbacoa. Podés pasar y ver qué onda.
Se sentó frente a Alice otra vez con el bebé en la rodilla. Paró la vaca de plástico, que todavía brillaba de baba, arriba de la mesa, entre ellas.
—Son tipos jóvenes, de Limerick —continuó. Sus ojos se apartaron de la pelusa suave de la cabeza del bebé por un segundo y se fijaron en Alice—. No conocen a nadie acá.
Entonces miró a lo lejos, a través de las puertas de la terraza y hacia el jardín, donde la brisa movía las flores en las macetas de terracota.
—Lo único que te digo —retomó— es que juegues bien tus cartas. No tenés que decirles tu edad. No tenés que decirles nada.
Sin contar los bebés, había seis personas en la barbacoa de Marian. Eugene y ella estaban en el deck, discutiendo sobre salchichas crudas. Uno de los tipos del equipo de fútbol había traído a su novia, una flacucha de unos dieciocho años con un piercing en el labio. Alice se sentó en la mesa de la terraza con un hombre que se llamaba Jarlath y miraba cómo una avispa se ahogaba en un frasco de mermelada. Jarlath tenía unos veintipico, a lo sumo treinta. Su pelo iniciaba una retirada temprana de las sienes. No tenía un pasado oscuro; al menos nada que Alice pudiera detectar. Era poco probable, como diría Pobre Mami, que tuviera mucho arrastre. No era el hombre más lindo del mundo, tampoco el más elocuente. Pero tenía los hombros anchos, era alto y a Alice le gustó cómo se sonrojaba cuando se dirigía a ella.
—Entonces —dijo Jarlath—, Marian me contó que fuiste profesora de danza irlandesa.
Marian, pensó Alice, no tenía criterio. Podría parecer bastante inofensivo, pero Alice sabía por experiencia que era cuestión de un paso mínimo, de una mera combinación de palabras, para explicar por qué ya no era profesora de danza. Alice sabía que no había ninguna cerradura para trancar su pasado. El pasado era una puerta abierta y lo mejor que podía hacer era apurarse en el pasillo. Suspiró y arrimó la silla a la de Jarlath para que sus piernas se rozaran.
—Ya hablamos bastante de mí —le dijo.
Esa misma tarde, el padre de Alice la había llamado desde West Cork para recordarle sacar la basura y firmar como desempleada, aunque Alice hacía años que se reportaba como tal. Al final de la noche, Jarlath no le pidió el teléfono, pero Alice lo anotó en una servilleta y se lo dio igual.
Los dos días siguientes, Alice se sentó en la cocina, tomó té y esperó. Los cadáveres de moscardones se multiplicaron en la cinta atrapamoscas. Agarró una franela y limpió la foto de su madre. Pobre Mami. Se había venido abajo muy rápido mientras Alice estaba lejos; todos lo habían mencionado. Al regresar, Alice encontró a una mujer de paja. «Neumonía», decía la partida de defunción. Podría haber dicho «Alice».
El jueves de tarde sonó el teléfono. Era su padre, para decirle que le pidiera al carnicero un trozo de lomo de cerdo curado para el domingo, no demasiado grande ni demasiado gordo. Seguía sin saber nada de Jarlath. El jueves de noche, Alice se puso colorete, pintalabios y la blusa de lentejuelas más escotada que tenía, y esperó afuera de la cancha de fútbol. Cuando Jarlath la vio, se quedó paralizado. Por un momento atroz pareció que seguiría de largo, pero en realidad se acercó, se paró frente a ella y Alice hizo el resto.
En la penumbra del cuarto de Jarlath, Alice estaba acostada de espaldas. Vio una gran mancha con forma de ameba en el techo y, en la parte de arriba del ropero, un cono naranja de tránsito. En el piso de abajo, los dos jóvenes con los que Jarlath compartía la casa habían subido el volumen de la música. Jarlath estaba acostado al lado de ella, con el jean todavía enredado en los tobillos. La música se detuvo y por un momento reinó el silencio, a no ser por el ruido de un auto que pasó por la calle. A Alice la venció el maldito impulso de hablar.
—Estuve lejos un tiempo.
Los dedos de Jarlath pararon de bajar a lo largo de su cuerpo y quedaron suspendidos dando vueltas sobre el ombligo.
—¿De vacaciones?
Alice se puso de costado para quedar frente a él.
—Jarlath —le dijo—, ¿alguna vez hiciste algo de lo que te arrepentiste mucho?
Jarlath levantó los hombros y no dijo nada.
—Una vez —retomó Alice—, cuando yo todavía era profesora de danza, me enamoré del padre de uno de los alumnos. Vivía en una de esas casas grandes del otro lado del río. Su mujer sigue viviendo ahí.
Los ruidos apagados del verano tardío se filtraban entre las cortinas: el ladrido agudo de los perros chicos, el zumbido de las bordeadoras, los estridentes llamados de cortejo de los adolescentes.
—Yo pensé que era amor —continuó Alice. Se largó a reír, pero la risa rebotó en las paredes del cuarto y la abofeteó de vuelta—. Una vez me llevó a Barcelona un fin de semana. —Se apoyó en un codo y le preguntó—: ¿Fuiste a Barcelona alguna vez?
Jarlath sacudió la cabeza. Se había alejado de ella en la cama de forma casi imperceptible y ya se estaba subiendo el pantalón.
—Tenés que ir—prosiguió ella—. Es preciosa.
Observó a Jarlath, que se calzaba el jean y tanteaba el cierre. Un poco antes, mientras tenían sexo, ella lo había sorprendido con su vigor. Marian se habría impresionado.
—Cuando trató de dejarme —dijo—, entré en pánico. Le dije que le iba a contar a la mujer.
Se estaba haciendo tarde, el cuarto iba quedándose a oscuras. Jarlath se sentó en la cama para atarse las botas. Cada palabra que brotaba de la lengua de Alice parecía tragar un poco más la escasa luz, pero ella no podía parar.
—Obvio que yo nunca le iba a contar a su mujer. —Sus ojos siguieron a Jarlath cuando él se inclinó para levantar la camisa del piso—. Pero él creyó que yo le iba a contar. Me dio diez mil para que me callara.
Jarlath paró de abotonarse la camisa.
—¿Diez mil?
Alice asintió.
—Invité a mi madre a Londres para visitar a mi tío, cambié el auto y compré un linóleo nuevo para la cocina. Después le pedí más.
—¿Y él te pagó más?
—Estuvo dos años pagándome y después llamó a la policía.
Jarlath estaba parado al pie de la cama. En la pared detrás de él, había un póster de Radiohead con bordes desparejos y pintarrajeado con aerosol. Alice se dio cuenta de que acá en el cuarto, con la cara sonrosada y el pelo húmedo de transpiración, parecía mucho más joven que en la barbacoa.
—¿Y entonces qué pasó?
—Me mandaron a la cárcel —siguió Alice—. Salió en todos los diarios. A Pobre Mami le cayó muy mal; Pobre Mami creía que yo todavía era virgen.
Jarlath deslizó los pies por la alfombra y desvió la mirada. Alice sintió pena por él.
—Igual dejó a la mujer —agregó—. El primer verano que yo no estuve, desapareció con una portuguesa que vino a trabajar al hotel.
—¿Y a dónde se fueron?
Alice levantó los hombros.
—A algún lugar lejos.
Jarlath vino por el costado de la cama y se agachó para darle un abrazo. Fue un abrazo seguro y compasivo, del tipo de abrazo que su prima Olive le daría a su padre cuando lo dejara en el ómnibus de vuelta el domingo de mañana. Él le tocó el hombro desnudo.
—Cuidate —le dijo.
Alice miró a Jarlath, que se puso la campera, preparándose para salir de su propia casa. Sabía que había hablado demasiado, sabía que Marian pondría los ojos en blanco y que estaría furiosa, pero no había cómo parar. Se sentó en la cama, apretando las sábanas contra sus tetas.
—Tengo cuarenta y cinco —dijo.
La valija de su padre está de nuevo en el hall, lista para que la deshagan y la guarden bajo la escalera por un año más, o tal vez por varios años más. Alice sacó las cintas atrapamoscas.
—¿Querés té, papi? —Le sirve una taza y la pone sobre el platillo con un puñado de pastillas de colores. Pero su padre está parado; merodea la cocina con un diario enrollado.
—¡Trolos! —grita—, ¡soretes!
Hay un revuelo en los pliegues de las cortinas, un murmullo en el aire pegajoso de la cocina. Y todo a lo largo de los vidrios de las ventanas, los moscardones, negros y aterciopelados, se levantan en un último y frenético saludo a la vida y al verano. Y zumban y saltan y golpean las alas de gasa contra el vidrio.