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I. El neoliberalismo y el nuevo malestar de la modernidad latinoamericana
ОглавлениеSin embargo, sigilosa y progresivamente, aunque no de manera invisible, la adhesión fue menguando. El funcionamiento del sistema de partidos políticos durante los años de la Concertación (1990-2010) dificultó detectarlo o lo ocultó, pero la desafección ya estaba en marcha. Las críticas al modelo fueron ganando audiencia a medida que los correctivos introducidos no lograron revertir las insatisfacciones. Todo esto pudo ser manejado en la medida en que el crecimiento económico y las expectativas de mejora individual seguían soportando el modelo, pero desde el 2010 se hizo cada vez más patente que el escenario cambiaba.
Argentina fue a inicios del siglo XX el teatro de un importante conjunto de debates acerca de lo que puede denominarse el primer malestar de la modernidad, sus promesas y desilusiones. Desde fines del siglo XX y durante las primeras décadas del siglo XXI, Chile fue el escenario de un nuevo ciclo de discusiones sobre lo que puede caracterizarse como un segundo malestar de la modernidad –debates en los que, aunque el término alienación se emplee muy escasamente, lo que se discute son sobre todo las consecuencias que los cambios en el periodo neoliberal han inducido a nivel de las subjetividades11.
Como fue el caso en el primer debate, la controversia gira en torno a las razones por las que el bienestar material genera malestares subjetivos. Sin embargo, las diferencias son significativas. En Chile, el motor del malestar no se vincula principalmente, como fue el caso en Argentina, con la presencia inmigrante o el gigantismo urbano de Buenos Aires –la primera ciudad moderna y cosmopolita de la región (Rubén Darío que vivió en ella entre 1893 y 1898, la bautizó sin más como «Cosmópolis»)–. En el caso chileno, el malestar se asocia más bien con el aumento de las expectativas y las presiones de movilidad social, de consumo, de competencia interpersonal. Además, signo de los tiempos, el punto álgido del malestar subjetivo no se diagnostica a nivel de la miseria espiritual, como se lo hizo desde consideraciones aristocráticas, sino sobre todo desde el impulso moral y antimaterialista que afirmó José Enrique Rodó en Ariel (1900) y que tuvo una profunda repercusión continental. A finales del siglo XX, en Chile, la sensibilidad cultural crítica fue distinta y se asentó más en torno a un conjunto plural de frustraciones sociales y económicas que en amputaciones espirituales.
El fatalismo de clase que en América Latina había estructurado una adecuación entre las expectativas subjetivas y las oportunidades objetivas dio paso, desde las últimas décadas del siglo pasado, gracias al crecimiento, a un fuerte aumento de las ambiciones. Para unos, el malestar resulta de la alienación y de la irrupción consumista de las masas; para otros es una variante de la frustración relativa; entre los conservadores, el malestar refleja el triunfo de los valores del mercado sobre los valores de la familia.
Aunque las perspectivas son distintas, las fuentes del malestar, en sus grandes líneas, son relativamente comunes. Bajo la influencia de una tradición crítica alemana, el malestar se construyó como una paradoja de la modernización: el conflicto entre la civilización material y la cultura subjetiva, entre las condiciones y las expectativas.
Es este diagnóstico el que, con el paso del tiempo, varió. La interpretación del malestar en tanto que tensión inducida por el propio éxito de la modernización económica se volvió cada vez menos pertinente. Las frustraciones ciudadanas cambiaron de humor. Ya no fueron solamente malestares: fueron tomando la forma de un conjunto plural de cuestionamientos a medida que creció la toma de conciencia de que el modelo no daba (y para muchos, no podía dar) lo que había prometido. El gran boom del bienestar vivido desigualmente por los chilenos durante lustros empezó a dar signos de fatiga. Se fue haciendo cada vez más evidente para grupos crecientes de la población que el acceso a la educación no era una garantía de un acceso a empleos bien remunerados. La exigüidad de las pensiones otorgadas por las AFP –una realidad que se hizo patente en casi todos los estratos sociales y que por razones demográficas concernió a un número cada vez más importante de afiliados– amargó a muchos e hizo pensar a varios otros que el «sistema» estaba viciado en su base. Si el consumo siguió siendo plebiscitado, el vertiginoso aumento de los sobreendeudamientos (menos por un afán consumista desbocado que por la modestia de los ingresos) limitó sus dichas.
Por vías plurales se fue desarrollando una nueva actitud ante el modelo. Ya no era solamente una cuestión de tener paciencia y de esperar el «goteo». Progresivamente se fue resignificando el malestar. Los humores electorales lo reflejaron con claridad. En el 2014 se quiso creer en la posibilidad de una enérgica corrección institucional. En el 2018 se quiso creer en la posibilidad de un enérgico retorno del crecimiento. La oscilación, más allá de los vaivenes electorales, indicaba la metamorfosis del malestar en mal-estar (en un estar mal). No fue más una sensación indefinible o vaga (un malestar), sino un conjunto de agobios con clara raíz posicional.
El epicentro de la mutación de humores del malestar al mal-estar posicional está en la estructura social y retrotrae por eso a la cuestión de la expansión de las clases medias durante este periodo. El tema fue –y es– muy controvertido, tanto en lo que respecta a su talla efectiva como a su durabilidad futura, pero es innegable que el horizonte clasemediero permitió durante décadas mantener viva la seducción del modelo. Por supuesto, su expansión es irreductible al neoliberalismo (la expansión de las clases medias –nuevas, emergentes, vulnerables– se dio en casi todos los países sudamericanos) y las orientaciones políticas de sus miembros siempre fueron heterogéneas. Sin embargo, dada la continuidad del modelo, más activa en Chile que en los otros países de la región, la expansión de las clases medias se volvió uno de los grandes indicadores, por sesgado que fuera, del triunfo del neoliberalismo.
Leer el estallido social en clave latinoamericana invita a problematizar su lazo con el neoliberalismo e interpretar desde la estratificación social la naturaleza del mal-estar. Por doquier en América Latina, siempre por vías específicas, el fin del súper ciclo de las commodities desde 2015 produce una erosión del imaginario de las nuevas clases medias. La exigüidad de los ingresos de las denominadas clases medias emergentes, y sobre todo vulnerables, estalla a la vista de todos. En este contexto, los indicadores de desigualdad –amplia y curiosamente promocionados por los mismos organismos internacionales que hasta hace apenas unos años elogiaban las bondades del crecimiento– son percibidos de otra manera. La crispación colectiva se acentúa. Muchos individuos toman conciencia de que todo será mucho más lento que lo previsto, más desigual que lo anunciado, infinitamente más duro.