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La selva

A mitad del camino de la vida,

en una selva oscura me encontraba

porque mi ruta había extraviado.

¡Cuán dura cosa es decir cuál era

esta salvaje selva, áspera y fuerte

que me vuelve el temor al pensamiento!

Disculpad si comienzo el libro con un error, porque debería haberlo escrito en prosa, pero lo he empezado con rimas. Veréis que me pasa de vez en cuando: a veces, se deberá a mi pasión por la poesía; otras, a una especie de enfermedad que se podría denominar «distracción poética», y es que, como tantos otros poetas, suelo distraerme a menudo.

De todas formas, como habréis inferido por esos breves versos, resulta que me había perdido en una selva oscura y vagaba por allí con la remota esperanza de encontrar una salida. ¿Cómo había podido desviarme tanto del camino correcto? Quizá me ensimismé demasiado en mis pensamientos, pues no dejaba de reflexionar sobre los últimos acontecimientos que habían alterado mi vida, pero el caso es que había acabado allí, en un lugar donde los árboles eran tan altos y sus ramas tan oscuras que impedían que los rayos del sol se abrieran paso por la maleza hasta el punto de que parecía noche cerrada. Estaba aterrorizado: me sobresaltaba con cualquier ruido inexplicable, y un sudor frío me recorría la espalda al ver aparecer aquellas sombras gigantescas que danzaban por todas partes. ¡Me daba la impresión de que, en cualquier momento, aparecería un monstruo terrible con los ojos inyectados en sangre para devorarme! ¡Un dragón, por lo menos!

¡Qué mal lo pasé! ¡Solo de recordarlo me echo a temblar!

No es que me faltaran las fuerzas: aún era joven, tenía treinta y cinco años. Pero la energía no lo es todo y, cuanto más me asustaba, más me enredaba entre los arbustos, me enganchaba en sus espinas y se me hundían los pies en el barro, así que había acabado con la túnica rasgada y lleno de arañazos por todo el cuerpo. Además, escuchaba los latidos de mi corazón desbocado perfectamente en aquel silencio aterrador.

Al final, tras luchar en vano durante horas, me rendí. No podía soportarlo más. Asumí que me moriría allí, así que me recosté sobre el tronco nudoso de un árbol y traté, al menos, de recuperar el aliento. Pero entonces, de repente, vislumbré un atisbo de luz que se filtraba con dificultad por entre las hojas oscuras. Sentí una leve esperanza a la que me aferré para sacar fuerzas y proseguir el camino. Con un último esfuerzo, me abrí paso entre los árboles espinosos, siempre caminando hacia la luz, que parecía aumentar a medida que me acercaba.

Entonces lo vi: ¿un claro? ¿Qué pintaba un claro allí? Con la túnica hecha jirones y la carne aún lacerada, dejé atrás las espinas y salí al aire libre. ¡Aire, por fin! Allí terminaba la selva oscura que tanto me había aterrorizado. Frente a mí se alzaba una hermosa colina iluminada por la luz del sol. ¡Era mi salvación! El miedo comenzó a remitir, volví a respirar con normalidad y se me estabilizaron los latidos del corazón. Me di la vuelta y contemplé la selva que había dejado atrás: me entraban escalofríos de pensar en lo mal que lo había pasado. No volvería allí en la vida. Sentí la necesidad inmediata de alejarme de aquel horror, así que descansé unos minutos y me encaminé hacia la colina.

Pero mis problemas no habían hecho más que empezar. No había dado ni unos pasos cuando vi algo que me heló la sangre: a mi izquierda había una fiera de piel moteada que me contemplaba con mirada impasible. Quizá fuera un jaguar o un leopardo, no sabría decirlo con exactitud, pero me daba la impresión de que me destrozaría de un momento a otro. Mi primer instinto fue huir, salir corriendo y volver por donde había venido, ¿pero adónde iría? ¡A mis espaldas solo me aguardaba aquella selva terrible!

«¡Relájate!», me dije. «¡Tranquilízate, piensa! Al menos estás a plena luz del día. Aquí brilla el sol y, por tanto, hay esperanza. Delante tienes una colina verde y luminosa; detrás te espera la triste oscuridad de la selva, la muerte. No me queda otra salida: ¡debo encontrar la forma de deshacerme de esta bestia!».

Justo cuando buscaba alguna herramienta para enfrentarme al animal (un palo, un garrote o una simple piedra), me percaté de que, a mi derecha, había aparecido nada más y nada menos que un león, que rugía con furia con la cabeza bien alta, como si fuera a saltar sobre mí en cualquier momento.

«Pero bueno, ¿qué estoy, en el zoológico?».

Yo soy así: me gusta hacer bromas de vez en cuando, sobre todo en las situaciones de mayor tensión, para intentar armarme de valor, pero en este caso no sirvió de nada: el león seguía allí, no dejaba de rugir y me mostraba los dientes. Sabía que, si seguía avanzando, acabaría directamente en sus fauces. ¡Hasta el aire parecía tenerle miedo! De nuevo, mi instinto fue darme la vuelta, pero el recuerdo de la selva me lo impidió.

«¿Y si todo esto no es más que un sueño?».

¡Pues menudo sueñecito! A mi izquierda tenía al felino de piel moteada; a mi derecha, al león, así que solo me quedaba una opción: ofrecerme como almuerzo.

Menos mal que soy muy testarudo y no me rindo fácilmente.

«¡Relájate!», me repetí. «¡Tranquilízate, piensa! Si sigo recto y no voy a la izquierda ni a la derecha, saldré directo a la colina. Probaré a pasar por entre las dos fieras muy despacito, como si nada...».

Y así lo hice: me puse incluso a silbar una cancioncilla con aire distraído. Pero entonces, justo en el centro, entre las dos fieras, apareció una loba. Ahora sí que estaba perdido. Estaba tan delgada que se le veían las costillas, y por cómo me miraba, no había lugar a dudas: ¡tenía un hambre de loba!

«¡Relájate!», pensé por tercera vez. «¡Tranquilízate, piensa!».

Al final, me di cuenta de que mantener la calma no me serviría de nada y que era mejor dejar para otra ocasión lo de razonar y centrarme en actuar rápido. No tenía forma de escapar, ¡como me quedara allí, la loba me desgarraría! ¡De hecho, ya venía a mi encuentro! Vamos, que en cualquier momento pasaría a la historia y comenzaría mi viaje hacia el otro mundo. Uno que habría pospuesto encantado.

Me pregunté si no me convendría más regresar a la selva, a la oscuridad, al terror, a la muerte segura, antes que acabar directamente en las fauces de la fiera. Sabía que ya no tenía posibilidades de salvarme, pero al menos retrasaría un poco mi final. Me invadió la desesperanza: ¡todos mis esfuerzos serían inútiles!

Me encaminé hacia la selva muy despacio, cabizbajo y resignado. ¿Y si la loba me seguía y me devoraba de todos modos? Paciencia, ¡mi sufrimiento terminaría pronto!

Mientras divagaba, vislumbré lo que me pareció una figura humana, aunque tenía los ojos empañados por las lágrimas y la veía muy borrosa, casi como una sombra... Di un respingo y entorné los ojos: efectivamente, había aparecido un hombre ante mí completamente de la nada, como si fuera un fantasma. Además, iba vestido de una forma muy extraña: con una sencilla túnica blanca que le cubría el cuerpo entero, descalzo y con una corona de hojas de laurel en la cabeza, como las que llevaban los grandes poetas.

«Seguro que es un fantasma», pensé. Pero, tras el sobresalto inicial, adquirí conciencia de que aquel hombre me resultaba agradable. En condiciones normales los fantasmas dan miedo, pero en aquella situación, hasta la sombra de un hombre me aportaba un ligero consuelo.

—¿Qué haces? —me preguntó—. ¿Por qué regresas a esta selva tan terrible, repleta de peligros, y no te diriges hacia la colina donde, sin duda, hallarás la salvación?

Reconozco que uno de mis defectos es que me cambia el humor muy rápido. Paso de un estado de ánimo a otro con facilidad, y si alguien me saca de mis casillas, me pongo hasta a gritar. Ahora, tras el inmenso placer del encuentro, sentí que me invadía un arrebato de furia y lo miré de soslayo. ¿Cómo que «por qué regresas a esta selva tan terrible y no te diriges hacia la colina»? ¡Qué fácil era decirlo! ¡Ya me gustaría verlo en mi situación! ¿Por qué no lo intentaba él, a ver qué tal le iba? ¡Las fieras seguían allí, dispuestas a hacerme pedacitos!

Se las señalé con un gesto y él asintió con la cabeza. Lo comprendió.

—¿Qué eres, sombra u hombre de verdad? —le pregunté un poco brusco, intentando contener la rabia. Dadas mis circunstancias, en el fondo podría necesitar su ayuda.

—Ya no soy hombre, pero lo fui hace miles de años. ¡Nací en la época de Julio César y viví cuando Augusto era emperador de Roma!

¡Hala! ¡Ahora me soltaba que había vivido hacía miles de años y se quedaba tan pancho! Entonces era un fantasma, sin duda. ¡Menudo personaje! Hablaba de la época de Julio César como quien comenta la cena entre amigos de la noche anterior.

—Mis padres eran lombardos, procedían de Mantua. Yo no fui cristiano porque, en mi época, todavía adorábamos a los dioses paganos. En cuanto a mi profesión, cultivaba la poesía —continuó.

Mientras hablaba, yo me preguntaba: «¿Por qué me plantea esta especie de acertijo en vez de decirme directamente cómo se llama?». La verdad es que no me parecía el momento adecuado para andarnos con tonterías.

—¿Quién crees que soy? —me preguntó. A ver: un poeta, nacido en la época de Julio César, de Mantua...

Intenté recordar mis conocimientos de la escuela, aunque los tenía un poco oxidados. ¡Qué bien me vendría en aquel momento acordarme de todo lo que había estudiado! Entonces, de repente, algo hizo clic en mi cabeza. ¿¡Él!? ¡Imposible! ¿De verdad se trataba de mi poeta preferido? Me quedé contemplándolo en silencio antes de atreverme a pronunciar siquiera un nombre tan célebre. ¡Si hasta colgué en la pared una figurilla recortable de él!

—Quiero ayudarte, pero debes responderme correctamente —añadió con cierta condescendencia, como si estuviera preguntándole la lección a un alumno que ha estudiado poco—. En mis obras narro la destrucción de Troya y el viaje de Eneas al Lacio...

¡Ahora todo me cuadraba! ¡Me había dado la pista definitiva! No me cabía ninguna duda, pero aquella sombra no podía tratarse de él, de uno de los artistas más grandes de la humanidad, del poeta latino que había escrito La Eneida, entre otras tantas obras. Yo, en cierto modo, lo consideraba mi maestro, y así se lo confesé al decir su nombre. Él asintió con la cabeza y añadió:

—He venido para ayudarte.

—¡Oh, maestro! ¡Oh, gran Virgilio! —exclamé, e incliné la cabeza en señal de reconocimiento y respeto.

Se hizo un silencio incómodo. Estaba pasando vergüenza, la verdad, pero intenté salir del paso como pude. Además, ¿qué culpa tengo yo? ¡Uno no se encuentra a su poeta preferido todos los días!

—¡Tienes problemas, querido Dante!

—Qué me vas a contar...

—Esta selva es muy peligrosa...

—Ya me he dado cuenta —respondí, por decir algo. Como Virgilio siguiera dándome tantos ánimos, al final me daba la vuelta yo solo.

—¡Pero he venido a ayudarte!

—¡Ah, menos mal!

—¡Si así lo deseas, esquivaremos los peligros juntos!

—¡Pues claro que lo deseo! ¡Haré todo lo que me pidas! —contesté.

Y Virgilio añadió:

Por lo que, por tu bien, pienso y decido

que vengas tras de mí, y seré tu guía,

y he de llevarte por lugar eterno,

donde oirás el aullar desesperado,

verás, dolientes, las antiguas sombras,

gritando todas la segunda muerte.

Me quedé mirándolo, perplejo. Luego, me armé de valor y le pregunté:

—Maestro, ¿por qué hablas en rima?

Ahora fue él quien bajó la cabeza, casi avergonzado.

—Pues llevas razón, me pasa de vez en cuando; sobre todo, cuando me distraigo. Es que soy muy despistado, ¿sabes? Además, he pasado toda mi vida componiendo versos y de vez en cuando se me escapan las rimas sin darme cuenta.

—¡Anda, como a mí! —exclamé, feliz.

«Él también sufre de distracciones poéticas», pensé. Y, solo porque se pareciera tanto a mí, ya me cayó bien. De repente, me pareció mucho más accesible, más simpático y humano.

Pero a mí me seguían preocupando dos cosas. La primera, que entre que me distraje yo y luego él, al final, allí seguíamos. No habíamos logrado escapar. Él, por su parte, ya estaba muerto, así que no le iba a afectar nada de lo que sucedería porque no se puede morir dos veces. Lo mío, en cambio, era otro cantar.

Y luego estaban las palabras que Virgilio había pronunciado en verso. ¿Qué querían decir? Me había pedido que lo siguiera, luego había mencionado un lugar eterno, repleto de espíritus y no se qué gritos sobre una segunda muerte. ¿Adónde quería llegar a parar? ¡Tal y como lo pintó, aquel lugar parecía el Infierno!

—No quiero entretenerte más de la cuenta —dije con toda la amabilidad del mundo—. Con que me ayudes a salir de esta selva, me basta. Necesito encontrar el camino exacto para volver a mi hogar, en Florencia.

—Para eso he venido, ya te lo he dicho. Eso sí: ¡me temo que solo se puede salir por un sitio!

—¿Por qué dices «me temo»?

—Porque es muy largo...

—Bueno, tampoco pasa nada. No me importa un kilómetro más o uno menos.

—Creo que no me he explicado bien. Como no puedes subir la colina porque la loba se interpone en tu camino, solo te queda atravesar el mundo de los muertos.

Estuve a punto de decir que tampoco me daban miedo los cementerios, pero menos mal que no abrí la boca, porque Virgilio, que me había leído el pensamiento, añadió:

—¡Y no me refiero al cementerio, sino al Infierno, al Purgatorio y al Paraíso! De momento, vayamos a lo primero.

—Disculpa, maestro, pero... ¿¡adónde!?

—Al Infierno. No te apures, no queda lejos.

Entonces se volvió y empezó a caminar a paso tranquilo, como si me acabara de invitar a su casa para charlar un rato. Vamos, que me había salvado de las fieras, pero no me libraba de un encuentro con Satanás.

La Comedia de Dante

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