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La puerta del Infierno

El sol se estaba poniendo y las sombras del atardecer me hicieron sentir de todo menos seguro. ¡Virgilio había dicho que nos dirigíamos hacia el Infierno! Y seguro que luego querrá que hagamos una visita al Purgatorio y otra al Paraíso, lo veo venir. Claro, como para él pasar de un mundo a otro era como darse un paseo fuera de las murallas de la ciudad para respirar un poco de aire puro... ¡Nada, nada! Tenía que creerle. A estas alturas, ya se había acostumbrado al mundo de los muertos.

Sin embargo, yo no dejaba de darle vueltas a una pregunta: si al Infierno, al Purgatorio y al Paraíso se llega cuando uno muere y nadie puede entrar antes, ¿por qué a mí se me permitía visitar los reinos de ultratumba en vida? ¿Por qué se me reservaban tantos honores?

—No puedo responderte a esa pregunta —me dijo Virgilio.

Me quedé mirándolo, perplejo.

—¿A cuál?

—A la que no deja de rondarte la mente, la de por qué se te ha reservado el honor de entrar en los reinos de ultratumba antes de tiempo.

Negué con la cabeza. No entendía nada.

—Maestro, ¡yo no te he preguntado nada!

—¡Pero lo has pensado!

—¿Cómo lo sabes?

—¡Porque puedo leerte el pensamiento!

Me entraron escalofríos. O sea, que iba a descender a los reinos de ultratumba acompañado de un espíritu que me leía el pensamiento. Si a eso le añadimos que Virgilio tampoco podía desvelarme el objetivo de mi viaje, os podréis imaginar el panorama.

—Disculpa mi atrevimiento, pero... ¿de verdad no puedes decirme la razón de este viaje tan extraño? ¿A qué viene tanto secreto?

Virgilio negó con la cabeza.

—Lo siento, pero no. Aunque prometo que te lo revelaré más adelante. Ahora tenemos que irnos, que se nos hace tarde.

Se puso en marcha y yo le seguí, pero muy poco convencido.

***

Llegados a este punto, creo que ha llegado el momento de que os hable un poco sobre mí. Me perdí en la selva oscura la noche del jueves 7 de abril del año 1300, y me encontré a Virgilio el viernes por la mañana. Dos días más tarde sería el domingo de Pascua.

Yo no pasaba por mi mejor momento. De hecho, si os digo la verdad, estaba pasando por una crisis bastante grande. No lograba pegar ojo por las noches, las pasaba en vela y se me hacían eternas. ¿Que qué me atormentaba? Pues muchas cosas...

Hasta aquel momento, mi vida había sido un completo desastre. Me había enamorado de Beatriz, que solo tenía nueve años, e intenté volver a verla de todas las formas posibles, pero solo lo conseguí nueve años después y en una iglesia, lo que intensificó aún más mi amor por ella, y estoy seguro de que me correspondía...

Pero nuestro amor atrajo todas las miradas, porque en mis tiempos, una muchacha joven no podía verse con un chico, ni tampoco uno se podía casar con quien amara. De hecho, Beatriz ya estaba casada; su familia la obligó a casarse con un tal Simone dei Bardi, y ella murió pocos años después. Yo, por mi parte, me había casado con Gemma Donati por expreso deseo de mi padre, y ella también había muerto.

Tras el estrepitoso fracaso de mi vida sentimental, me metí en política, un campo que siempre me había apasionado. No se me dio nada mal y ocupé altos cargos de gobierno en el municipio de mi ciudad, Florencia. Llegué a prior, una especie de ministro, para que nos entendamos. Mi partido, el de los güelfos, había ganado al de los gibelinos, pero no mediante unas elecciones populares, ¡no, señor!, sino mediante guerras, traiciones y terribles desencuentros. Y tanto esfuerzo para nada, porque los güelfos, pese a ser los patrones de la ciudad, comenzaron a disentir entre ellos y se dividieron en dos facciones: la blanca y la negra.

Sé que es normal que un partido se divida (ocurrió en el pasado y, probablemente, también ocurra en los siglos venideros), pero, en este caso, resurgieron las luchas, las guerras y los tumultos. En resumen: un caos. Yo formaba parte de la facción blanca, que me había designado como encargado de gobierno, pero la facción negra no dejaba de presionar desde la oposición y la verdad es que nadie sabía cómo acabaría aquello.

Corrían tiempos difíciles, para qué nos vamos a engañar. Además, a cierta edad, uno hace balance de su propia vida, y cuando pienso en la mía, siento que he fracasado en todos los aspectos, tanto en mi carrera política como en mi vida personal. Solo me quedaba la poesía.

La verdad es que, como poeta, destacaba bastante. Mis maestros y mis amigos decían que me desenvolvía muy bien con los versos. Sin embargo, en aquel momento me sentía tan decaído que hasta me costaba escribir.

Y ahora, de repente, se me aparecía Virgilio y me decía que nos íbamos al Infierno. No me soltaba de la mano, como para infundirme valor. Pensé que, si podía leerme el pensamiento, también notaría que estaba muerto de miedo, y no me gustaba nada la idea.

Atravesamos la selva y salimos a un claro donde había una puerta con una inscripción en el dintel. Las letras eran de color oscuro, como si las hubieran grabado a fuego. Comencé a leerlas:

Por mí se va hasta la ciudad doliente,

por mí se va al eterno sufrimiento,

por mí se va a la gente condenada.

Pues vaya cómo lo pintaban, ¡empezábamos bien! Aquella era la puerta que daba al Infierno, sin duda alguna. Pero la inscripción no terminaba ahí, sino que continuaba con una explicación muy complicada, donde se indicaba que aquel lugar había sido creado por Dios en un primer momento, al igual que todo lo que existe.

La justicia movió a mi Alto Arquitecto.

Hízome la Divina Potestad,

el saber sumo y el amor primero.

Antes de mí no fue cosa creada

sino lo eterno y duro eternamente.

«Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza».

¡Ese final no me dejaba muy tranquilo, qué queréis que os diga! Con lo educado que habría quedado un simple «Bienvenidos», ¡como pone sobre las puertas de todas las ciudades civilizadas! Un lugar precioso, vaya. No invitaba mucho a entrar que digamos.

Virgilio, para animarme, añadió:

Debes aquí dejar todo recelo;

debes dar muerte aquí a tu cobardía.

Hemos llegado al sitio que te he dicho

en que verás las gentes doloridas,

que perdieron el bien del intelecto.

—Maestro... —lo interrumpí, tirándole de la túnica. Quería recordarle que dejara de hablar en verso, y, además, prefería que cambiara de tema.

Funcionó. Virgilio se dio un golpecito en la frente, como diciendo: «¡Qué despistado soy!», y se quedó en silencio.

—¿De verdad que no hay otro camino para salir de la selva? —murmuré—. ¿Por qué hemos de pasar por aquí sí o sí? Lo pregunto más que nada porque, si por casualidad hubiera algún atajo más... normalito, pues mejor darse la vuelta, ¿no?

Virgilio me tiró del brazo como si yo no hubiera comentado nada, o más bien como si le hubiera dicho: «¡Qué contento estoy de entrar en el Infierno!». No quería resistirme mucho ni oponerme a los deseos de mi maestro, pero dadas las circunstancias, tampoco me apetecía mucho obedecer, así que, en vez de seguirlo, me dejé arrastrar.

Mientras tanto, pensaba en lo que me dijo antes Virgilio, lo de que, para salir de la selva, debía atravesar el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. ¡Menuda exageración! ¿No podía limitarse a acompañarme hasta encontrar el camino que había perdido de vista? ¡Cómo no se me ocurrió preguntarle antes! ¡Si me hacía ese favor, seguro que sabría regresar a casa solo!

—Maestro —comencé, tanteando un poco el terreno—. ¿No podrías contarme el secretillo y explicarme por qué se me ha concedido, eh..., el honor de entrar aquí? Porque verás, si uno se para a pensarlo, yo lo que quiero es encontrar una salida, no una entrada...

Virgilio me soltó el brazo. ¡Menos mal, porque se me estaba quedando dormido!

—Está bien —aceptó, y se resignó con un suspiro—. Verás: tu viaje es voluntad del Cielo. La Virgen María, que se compadece de los cristianos que se hallan en dificultades, te vio en la selva y se apiadó de ti. Entonces habló con santa Lucía para que te concediera la gracia de iluminarte, y ella, a su vez, apeló a Beatriz, que acudió a mí y me pidió que te ayudara a salir de allí. Yo te acompañaré solo un tramo; después, la propia Beatriz se encargará de ti. Ella te guiará en tu viaje...

A ver si lo había entendido bien: primero se había preocupado por mí la Virgen; luego, santa Lucía; luego, Beatriz y, finalmente, Virgilio. Entonces en el otro mundo se seguía una jerarquía, como en la vida militar o en las administraciones públicas. Cualquiera, en mi lugar, se habría sentido en la gloria con tantos honores, pero mira por dónde: ¡me hallaba a las puertas del Infierno!

—Bueno, vale —respondí, poco convencido—. ¿Pero por qué tengo que atravesar el reino de ultratumba? Algún objetivo tendrá este viaje...

—¡Pues claro!

—¿Cuál?

Virgilio suspiró, como si quisiera contarme algo que no podía decir.

—Ya te he contado lo que pasa y por qué estamos aquí. La razón de tu viaje es un misterio aún mayor, y de verdad que no puedo contártelo. ¡Lo sabrás a su debido tiempo!

Comprendí que era inútil insistir. Eso sí, me quedé con un aspecto concreto de la historia: ¡volvería a ver a Beatriz! ¡Dios mío, cuánto me alegraba saberlo! ¡Casi me habían entrado ganas de emprender el viaje y todo! Me cambió el humor de repente.

—¡Vamos! —apremié a Virgilio.

Le tiré de la manga para que se apresurara. Un instante después, nos adentrábamos en el Infierno.

La Comedia de Dante

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