Читать книгу La decadencia del relato K - Darío Lopérfido - Страница 11
Convivencia y fanatismo
ОглавлениеEn mayo de 2003, cuando el kirchnerismo llegó al poder, la sociedad argentina no tenía el nivel de conflictividad social que percibimos hoy en día. Si bien recién salíamos de un proceso muy duro, como había sido la caída del gobierno de Fernando de la Rúa (del cual formé parte y no tengo ningún prurito en asumirlo), los hechos de violencia y la consecuente seguidilla de presidentes en pocos días que finalizó con Eduardo Duhalde como primer mandatario, todos los argentinos entendimos entonces que al país se lo sacaba adelante trabajando, generando cambios en la política y en la economía que permitieran encarrilar el país en una senda de crecimiento sostenido. Pero luego vino Néstor Kirchner, que, por más que muchos lo extrañen, fue el ideólogo de la dinastía K. Para quien todavía lo dude, basta con mirar lo que sucede hoy en Santa Cruz, una provincia gobernada por los K desde 1991, que sin coparticipación y las ayudas económicas del Estado nacional no podría subsistir. El programa fue el mismo: pagarle a la militancia con cargos públicos, hacer crecer el Estado para obtener obediencia y, mientras tanto, volverse rico.
Para sostenerse en el poder, el kirchnerismo empezó con un relato. Pero, en la realidad, Néstor Kirchner se vio beneficiado por una soja a 600 dólares la tonelada y por la devaluación practicada por Remes Lenicov durante el gobierno de Duhalde, que luego sostuvo Roberto Lavagna. Este no es un detalle menor, ya que muchos consideran a Lavagna como uno de los mejores ministros de Economía de la democracia, pero la verdad es que solo continuó la tarea de Remes Lenicov y fue ministro en épocas de bonanza económica gracias a los precios de los commodities. Con este contexto favorable, el kirchnerismo inició su proyecto de colonización del Estado nacional. Néstor Kirchner no creía que fuera a llegar a presidente. De hecho, obtuvo poco más del 20 % de los votos y accedió a la presidencia cuando Carlos Saúl Menem se bajó del balotaje. Como era un presidente sin apoyo popular, pero con el apoyo del aparato peronista (Duhalde y los barones del conurbano), Kirchner tuvo que construir su propio poder. ¿Y qué mejor manera de hacerlo que desde el Estado, con recursos “infinitos”?
Así fue como traicionó a Duhalde y empezó a crear su propia militancia. Como para pagarle a la militancia necesitaba plata, y no es verdad que el Estado cuenta con recursos infinitos, impuso las retenciones al campo (sí, vienen desde su presidencia: en 2008 sencillamente el tema explotó porque intentaron abusar de ellas) y nació un enemigo, un chivo expiatorio. A su vez, en la búsqueda de aliados para construir poder, Kirchner decidió descolgar los cuadros de los dictadores de los 70. Con eso se compró a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y a una gran parte de la sociedad que vive estancada en el pasado. De a poco, fue sembrando la semilla del odio. Fue haciendo amigos en los medios, fue comprando voluntades a través de contratos con el Estado, pauta publicitaria, obras públicas y financiamiento de proyectos que nunca fueron terminados.
Hasta 2008, quienes se jubilaban tenían la oportunidad de elegir entre un sistema de capitalización (jubilaciones privadas, por medio de las AFJP) y un sistema de reparto (jubilaciones estatales, por medio de ANSES). Pero aquel año el gobierno se dio cuenta de que populismo sin plata no funciona y entonces estatizaron las AFJP con el argumento de que eran un resabio del “neoliberalismo” de los 90 y “jugaban a la timba financiera con la plata de la gente”. También decidieron subir las retenciones a la exportación de cereales (con una alícuota elevadísima para la soja) por decreto. El nivel confiscatorio de este impuesto provocó un escándalo de tal magnitud que se decidió enviar un proyecto de ley al Congreso: esto acabó con el famoso voto “no positivo” del vicepresidente Julio César Cleto Cobos. Allí comenzó la grieta total, que aún hoy marca la agenda política. Si uno busca videos en internet, podrá encontrar que “el campo” se movilizaba con cortes de ruta en todo el país y en la Ciudad de Buenos Aires, mientras el kirchnerismo movilizaba todo su aparato de organizaciones sociales al Congreso de la Nación. El país estuvo en vilo toda una noche por la resolución de las retenciones. El resultado agrietó todavía más al país y alimentó como nunca el fanatismo y el odio.
Fuera del Congreso, militantes kirchneristas celebraban con fuegos artificiales, anticipando un triunfo. “El pueblo ya ganó”, decían. Cuando llegó la hora del voto de Cobos, gritaban: “¿Qué te ofrecieron, hijo de puta?”; “Definite, la c… de tu madre”. Vitoreaban: “Nunca más, nunca más, un aliado radical”. Una vez emitido su voto, lo tildaron de “traidor”, “vendepatria”, y empezaron los disturbios contra las vallas que rodeaban el Congreso. En avenida Sarmiento, la movilización de las organizaciones rurales festejaba. Como bien declaró Mario Massaccesi aquella noche al ser entrevistado por un medio: “Cortes y manifestaciones similares y, en el medio, quince cuadras donde parece que se dividiera un país”. A partir de ahí, la construcción de los enemigos del kirchnerismo se exacerbó. Los productores rurales pasaron a ser “oligarcas”, “burgueses” y “cipayos”, y la horda de fanáticos pasó a ser “el pueblo”.
Se instaló definitivamente el odio como forma de relacionarse con el otro. O estabas con “el pueblo”, o eras “oligarca”. Así surgieron los D’Elía irrumpiendo en marchas contra el kirchnerismo y afirmando: “No tengo problema en matar a toda la oligarquía”; así Clarín dejó de ser un aliado y pasó a ser un nuevo enemigo; así hubo convocatorias a escupir, tirar piedras y pegarles a las imágenes de Mirtha Legrand, Héctor Magnetto y otros; y así todo el que no opinara como el relato oficial quería pasaba a ser un enemigo de la patria, del pueblo. Y quienes defendemos la república pasamos a ser odiados.
Enrique Krauze, un gran pensador mexicano y padre del “decálogo del populismo”, afirma que una de las principales características de todo líder populista es la de buscar chivos expiatorios (y, si no existen, crearlos) para fustigarlos, denostarlos y echarles la culpa de todos los males que le suceden a una nación. Algo que Néstor y Cristina Kirchner hicieron cada vez que les tocó gobernar. Pero el problema, recordemos, no era social. El problema era político. Al kirchnerismo se le había terminado la caja, y para hacer política, en el modelo peronista, se necesita caja. Y esa caja sale del bolsillo de todos los argentinos mediante el pago de impuestos. A la juventud había que bancarla, a Milagro Sala había que bancarla, a los nuevos amigos del poder había que ofrecerles contratos, a los nuevos medios adictos había que garantizarles pauta publicitaria, a los constructores de carreteras que terminan en la nada había que pagarles. Y todo tiene un retorno.
En el medio, la sociedad argentina quedó entrampada en una espiral de violencia verbal y física. Porque D’Elía no solo expresaba su deseo de matar a la oligarquía, sino que irrumpía en marchas opositoras al gobierno agrediendo físicamente a la gente. Y lo peor de todo es que este personaje nefasto tenía un cargo público. Entre 2003 y 2006, fue subsecretario de Tierras para el Hábitat Social de la Nación, cargo creado con el único objetivo de pagarle por los trabajos sucios que hacía para la corona. Y no solo él recibió beneficios económicos, sino toda su familia y hasta su mano derecha. Alcanza con buscar en Google un poco: la esposa y los hijos de D’Elía tenían cargos de subsecretarios o directores nacionales.
Todos los defensores del kirchnerismo tuvieron o tienen algún cargo en el Estado, o contratos con el Estado. Si bien defender un gobierno por plata está mal, lo peor del kirchnerismo fue la generación de una masa de fanáticos que compraron dócilmente el relato. Mucha gente creyó de verdad que los problemas de Argentina pasaban porque “el campo no es solidario”, o porque Clarín ya no decía lo que Néstor Kirchner quería. Cada día se inventaba un relato nuevo para sostener la debacle y los errores del gobierno. Si el dólar pegaba un salto brusco, la culpa era de Shell por comprar dos millones de dólares. Si las jubilaciones eran bajas, la culpa la tenían las AFJP y el “neoliberalismo de los 90”. Si subía el precio del combustible, era culpa de las petroleras y había que estatizar YPF. Si teníamos una deuda externa difícil de pagar, era culpa de los “fondos buitre” (deuda enteramente negociada por Néstor Kirchner y Lavagna). Y, cuando comenzó la pelea con Clarín, los medios pasaron a ser los causantes de todos los males de Argentina.
La justificación básica a todas estas intervenciones estatales era, como en todo populismo, tener “más y mejor democracia”. Pero con estas acciones, lo que ha demostrado el kirchnerismo es su voluntad de lastimar la democracia, erosionarla.
Con estos hechos, y la institucionalización de la violencia como forma de relacionarse con el otro, la convivencia pacífica, principal característica de la democracia, dejó de existir. Se incentivó el fanatismo desde el Estado. Se instauró la idea de que la política es la guerra. Se utilizó a todos los grupos sociales posibles para defender ideas que el mundo ya no debate. Si un abuelo quería regalarle diez dólares a su nieto para que ahorrara, la presidenta lo tildaba de “amarrete”, cuando la verdadera noticia era que no hubiese podido comprar dólares porque en Argentina había cepo. Un jefe de Estado, como Cristina Fernández, no debe burlarse de un ciudadano. Un jefe de Estado debe ser un modelo. Si desde el máximo lugar de poder se recurre al patoterismo, la burla, el lenguaje chabacano, ¿qué queda para los “ciudadanos de a pie”?
Los militantes kirchneristas, financiados con la plata de todos, se convirtieron en una manada de fanáticos que defienden lo indefendible. Defienden a Cristina Kirchner porque Cristina paga la lealtad con dinero. Los trabajadores honestos del país se vieron cada vez más perjudicados, cada vez más odiados. La política pasó a atravesar nuestra vida diaria y aún hoy nos tiene estancados en un odio visceral que será difícil de erradicar. Se separaron familias, se separaron parejas, se separaron amistades. Antes de los Kirchner, los argentinos no nos odiábamos. Comprendíamos que todos juntos debíamos luchar por un país mejor.
El kirchnerismo cometió un gravísimo pecado: creó una legión de fanáticos que no razona. Consideran al otro un enemigo y quieren eliminarlo. Eso demuestra una precariedad intelectual sin parangón. El kirchnerismo convirtió en fanática a mucha gente, o alimentó el fanatismo previo; como me gusta llamarlo, el montonerismo tardío. Lo peor del fanatismo es que genera una espiral de violencia de la cual es muy difícil salir. Recordemos a Perón, que desde el exilio incentivó a los grupos armados como Montoneros, ERP y otros, y al volver a gobernar estos grupos le exigieron que la “revolución” sea llevada adelante desde el Estado. Como Perón hizo caso omiso, se terminó con la Triple A y, finalmente, con una dictadura.
Afortunadamente, en la actualidad no hemos vuelto a esos niveles de violencia. Pero el kirchnerismo ha generado un monstruo difícil de controlar. En la actualidad, para una organización social cortar una calle y hacer un piquete es tan fácil como para cualquiera de nosotros cambiarse las medias. Las organizaciones sociales están tomando tierras, usurpando la propiedad privada. De tanto defender las minorías, de tanto dinero derivado hacia ellos para ganarlos como adeptos, hoy esos adeptos se convirtieron en vecinos incómodos (por decirlo diplomáticamente). Milagro Sala usó el dinero para enriquecerse, comprarse Mini Coopers y Smarts, construir casas y otorgarlas a cambio de obediencia (que implica, directamente, trabajar para ella). Si no se hacía lo que ella mandaba, se perdía la casa. Dejamos que crecieran los “pueblos originarios” en el sur y hoy toman tierras, vandalizan iglesias y queman casas. Dejamos que creciera un Juan Grabois, y hoy lo tenemos usurpando terrenos y campos para hacer la supuesta “revolución agraria”.
La forma de hacer política del kirchnerismo, usando a todas las minorías para su proyecto de poder mafioso, ha dividido y enfrentado a la sociedad, y ha hecho que nuestra civilización se convierta en barbarie. Y ahí vemos la decadencia del relato K. Ellos incentivaron el odio y hoy no lo pueden controlar. Se les fue de las manos. Plantearon que el Estado resolvería los problemas de las minorías y no ha hecho más que exacerbarlos. Hoy, Argentina es tierra de nadie. Todo puede pasar.
Lo sorprendente de la situación es que hay vastos sectores que se debaten entre absurdas apelaciones al “fin de la grieta”, sin explicar cómo se termina la grieta con gente que quiere terminar con la república.