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Introducción

La comunidad evangélica peruana, como ocurre en otros países de América Latina, no es uniforme ni en su liturgia y organización interna, ni en su conducta social y política, sino heterogénea y bastante atomizada. Aunque tiene una plataforma de principios de fe común a todas las denominaciones o iglesias independientes que la conforman, lo que le da identidad y la diferencia de otras confesiones religiosas, no tiene un centro de peregrinación común ni un lugar central desde el cual se controle la vida y misión de todos sus ministros y miembros.

Una característica que la identifica, cualquiera sea el contexto histórico en la que se encuentre, es su pasión misionera, la cual se expresa en el acto de compartir su fe con todos los públicos humanos. Sin embargo, hasta hace poco tiempo, buena parte de sus pastores y líderes todavía tenía reparos para insertarse en los asuntos públicos por considerar que estos no formaban parte de su agenda misionera. Sólo en los últimos años, paulatinamente, un número creciente de pastores y líderes evangélicos han ido pasando de un abstencionismo político a un creciente proceso de inserción en los asuntos públicos, comprendiendo que la incidencia ciudadana no se contradice con sus postulados de fe3.

Este cambio de mentalidad se puede explicar por los cambios significativos que se han dado en la última década en el mapa social, político y religioso latinoamericano, una región en la que emergieron nuevos actores colectivos y se fueron articulando nuevas formas de participación en el escenario público, desde la experiencia particular de los sectores organizados de la sociedad civil. Este nuevo panorama explica por qué actualmente los diversos componentes de la comunidad política están reconociendo que la sociedad civil, y dentro de ella las iglesias evangélicas, tiene un papel clave en los procesos de consolidación de la democracia4; particularmente si se tiene en cuenta que en determinadas coyunturas políticas, como ocurrió en el Perú durante los años de violencia política y reconstrucción de la legalidad democrática, sectores significativos de las iglesias evangélicas tuvieron un papel destacado en la defensa de la democracia5, aunque hubo también pastores y líderes de las iglesias evangélicas que con su silencio, pasividad, indiferencia y conformismo, coadyuvaron en el desmantelamiento del régimen democrático6.

La nueva situación en la que se encuentran las iglesias evangélicas, como un sector organizado de la sociedad civil con un peso político específico y con voz propia en el escenario público, plantea serios desafíos pastorales y éticos a los responsables de su conducción espiritual. Estos desafíos exigen respuestas claras desde un marco bíblico-teológico, así como un diálogo permanente con los otros actores colectivos; especialmente, porque las comunidades evangélicas, más que meros sujetos religiosos, son actores sociales y políticos que están insertados en la dinámica de la sociedad civil organizada. En tal sentido, las comunidades evangélicas no pueden desconocer que se encuentran situadas visiblemente en un escenario público concreto, como tampoco pueden eludir su compromiso con la defensa del sistema democrático en el que cumplen su misión.

Pero ¿están conscientes de esa realidad? Lo que necesitan, así parece indicarlo la historia de los últimos años, es comprender que la política no es un asunto para los aficionados, los improvisados, los aventureros, los ingenuos, los despistados o los tontos útiles, tampoco para los arribistas, los caudillos y los ambiciosos, ya que la política debe ser vista esencialmente como un compromiso ético. Los evangélicos necesitan comprender, además, que la política es una tarea para personas que mucho antes de embarcarse en una aventura individual o colectiva, tienen que conocer lo que se hace en ese espacio público y saben cómo manejarse en ese mundo complejo en el cual no son suficientes ni las buenas intenciones ni las convicciones religiosas. Particularmente, cuando estas se separan de la ética en la gestión pública, y cuando la eficacia deja a un lado el valor imponderable de la vida humana. Necesitan entender también que la práctica de un buen gobierno demanda transparencia en la gestión pública, rendición de cuentas de los funcionarios, acceso a la información y vigilancia ciudadana.

Dentro de una realidad en la que se generan espacios de participación ciudadana, y en la cual las iglesias evangélicas tienen la necesidad de involucrarse en los asuntos públicos, habría que preguntarse si ellas, cuando irrumpen en el escenario público, coadyuvan al fortalecimiento de la democracia, de la plena ciudadanía y del desarrollo. Aquí habría que tener en cuenta las dos formas de ver la participación política y la incidencia ciudadana que están presentes actualmente al interior de las iglesias evangélicas.

Para un sector de los evangélicos, se trata simplemente de la defensa de los intereses de una minoría. Este sector quiere insertarse en los espacios de poder y capturarlos para defender sus intereses particulares, partiendo del presupuesto de que Dios los ha llamado para ser “cabeza y no cola”7 en los asuntos públicos. Ellos afirman también que Dios los ha escogido como sus instrumentos para refundar moralmente a la nación8. Este sector no tiene en cuenta que la política es una opción personal en la cual no se debe utilizar a la comunidad religiosa con fines partidarios, y olvida que la política se relaciona con el buen gobierno, con compartir el poder y con educación para la incursión en el espacio público.

Otro sector de los evangélicos considera que la participación política y la incidencia pública, más allá de intereses religiosos particulares, se relacionan con la defensa de los intereses de la sociedad civil y de una afirmación de su ciudadanía. Intervienen en los asuntos públicos porque consideran que allí se construye ciudadanía y porque es un espacio en que se incide, se negocia y se formula agenda para el bien común. Ellos consideran que se debe estar presente en los espacios de poder porque son los lugares en los que se debate, analiza y articulan propuestas para el fortalecimiento de la democracia y la defensa de todos los sectores sociales. Este sector de las iglesias evangélicas entiende que la política, más allá de sus evidentes limitaciones como toda empresa humana, constituye una legítima frontera de misión para las iglesias evangélicas.

Para el caso de los ciudadanos evangélicos, sean estos pastores o miembros de las iglesias, debería estar suficientemente claro que todos aquellos que pretendan incursionar en ese espacio público tienen que ser creyentes teológicamente articulados y coherentes, técnicamente capaces y eficientes, políticamente competentes y éticamente responsables. En otras palabras, aquellos evangélicos que pretenden tener un llamado divino para transitar en la frontera misionera de la cosa pública, necesitan entender que se requiere una sólida formación bíblica, una experiencia concreta de servicio al prójimo, una cultura política mínima, y coherencia entre lo que se predica y lo que se hace cada día en el espacio social en el que está insertado como discípulo de Jesús de Nazaret Encarnado, Crucificado y Resucitado, especialmente para que no se repita nuevamente, como ocurrió en el contexto peruano, la lamentable experiencia de la última década que Daniel Levine ha subrayado con bastante precisión:

Para que las nuevas comunidades evangélicas puedan reclamar un rol en la vida política de sus países, y para cumplir este rol con eficacia y honestidad, no basta que sus líderes o representantes sean (o crean ser) personas honestas y morales. Bien podrían serlo y, sin embargo, caer bajo la influencia de la corrupción y el abuso del poder en la política [...]. La política tiene sus propias reglas de juego, y quienes las ignoren resultan ser fácil blanco de manipulación. Lamentablemente, tal ha sido el caso de muchos de los representantes evangélicos que entraron en la política del Perú con el surgimiento de la figura del Ing. Alberto Fujimori, y que luego se comprometieron con su régimen durante la década en que se mantuvo en el poder. Resultaron tan ineficaces y tan corruptos como cualquier otro grupo de políticos (Levine 2004:12).

Más aún, teniendo en cuenta la experiencia política reciente de los evangélicos que estuvieron en la gestión pública en los años en los que gobernó Alberto Fumijori (1990–2000), Levine señala que una de las lecciones que ha dejado esta experiencia es «[...] no dejarse seducir por el poder, ni por las dádivas clientelistas que proporciona el régimen de turno. Los favores, privilegios y beneficios materiales que se obtienen de un gobierno autoritario, traen su propio veneno y corrompen profundamente» (Levine 2004:13). Casi lo mismo puntualiza Samuel Escobar cuando afirma que durante el régimen de Fujimori:

Los congresistas evangélicos no mantuvieron en su vida pública ninguna de las características típicas de la ética social protestante. A falta de convicciones políticas básicas y de claridad ética estos políticos elegidos con los votos evangélicos se dejaron guiar solamente por la conveniencia personal y el oportunismo, como cualquier otro político sin convicciones lo haría (Escobar 2004a:14).

Existen suficientes razones por las que los evangélicos ya deberían tener experiencias de eficiencia y eficacia en la gestión pública, antes que prácticas nocivas y bochornosas como el clientelismo o el nepotismo, y, lo que es peor, formar parte de los círculos de corrupción. Los evangélicos ya no son un “don nadie” ni unos “andrajosos” sociales. Actualmente representan entre un 12 a 15% de la población peruana, un porcentaje que le da un peso social y político electoral preciso. Por eso mismo, ya no tendrían que ser unos despistados en los asuntos públicos, ni unos “tontos útiles” para el régimen de turno.

La inestabilidad y fragilidad democrática de nuestros países, asolados por el virus de una corrupción sistémica y el descrédito creciente de buena parte de los políticos profesionales y del sistema de partidos, demanda que los sectores organizados de la sociedad civil —y entre ellos los evangélicos— participen activamente en los espacios en los que se diseñan las políticas de Estado y en tareas impostergables como la vigilancia ciudadana, la defensa de la dignidad humana, la lucha contra el flagelo de la pobreza y la reconciliación nacional.

Tiene que ser así porque la política no está restringida al ámbito parlamentario o a los gobiernos locales, tampoco al papel de la sociedad civil organizada, sino que es un asunto público que compete a todos los ciudadanos y tiene un efecto directo en todas las relaciones humanas. La política es más que la participación en elecciones periódicas y el acto ciudadano de otorgarle el voto a cierto candidato o partido político en cada proceso electoral. La política es una tarea para todos y exige que todos los ciudadanos estén interesados en asuntos clave para la democracia como la vigilancia ciudadana, la rendición de cuentas, la transparencia en la gestión, el buen uso de los fondos públicos y la igualdad de oportunidades.

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3 La irrupción de los evangélicos en el escenario público no es un fenómeno aislado del proceso de cambios sociales, políticos y culturales que se ha venido dando en el Perú en las últimas décadas, ya que se trata de una irrupción que forma parte del proceso de transformaciones que un autor denominó en la década del ochenta como un desborde popular. José Matos Mar define este desborde popular como una dinámica que procede de «[...] la movilización espontánea de los sectores populares que, cuestionando la autoridad del Estado y recurriendo a múltiples estrategias y mecanismos paralelos, están alterando las reglas de juego establecidas y cambiando el rostro del Perú. El desborde en marcha altera la sociedad, la cultura y la política del país creando incesante y sutilmente nuevas pautas de conducta, valores, actitudes, normas, creencias y estilos de vida, que se traducen en múltiples y varias formas de organización —social, económica y educativa— lo cual significa uno de los mayores cambios de toda nuestra historia» (Matos Mar 1988:17).

4 Aunque llama la atención que en un informe publicado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud), titulado La democracia en América Latina: Hacia una democracia de ciudadanas y ciudadanos, la referencia al papel de las iglesias sea bastante pobre. En este documento en el que se considera a las iglesias como uno de los poderes fácticos, teniendo como única fuente de información la opinión de un líder de la sociedad civil no identificado, se afirma lo siguiente sobre el papel de las iglesias evangélicas: «[...] los que más avanzaron son algunos grupos pentecostales, evangélicos que hoy tienen gran influencia, porque controlan medios de comunicación [...] tienen un discurso que atrae a las personas como solución a sus problemas y que es extremadamente alienante desde el punto de vista de la conciencia democrática [...]. La gente no necesita participar para construir la democracia, tiene que ir allá a rezar y Dios sabe lo que hace. Además, esas iglesias se están transformando en un poder económico extraordinario» (pnud 2004:166). Quizás, para ciertos casos, tenga cierta dosis de verdad esta afirmación. Sin embargo, no refleja necesariamente todo lo que está pasando en América Latina con respecto al despertar de la conciencia social y política de un considerable porcentaje de las iglesias pentecostales, iglesias que en situaciones políticas límites ha puesto en tela de juicio todos los estereotipos que sobre ellas se tejieron en las últimas décadas (Ver, para más información sobre este tema, López 2000:16–29; López 2004:77–100). En tal sentido, ya no se puede afirmar, como se hizo en años anteriores, que todos los miembros de estas iglesias son partidarios de una “huelga social”, o que en estas iglesias se secuestra ideológicamente a los fieles quitándoles toda conciencia colectiva.

5 Para el contexto peruano, el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (cvr) explica claramente cuál fue el aporte específico de sectores representativos de las iglesias evangélicas y católica romana en la lucha por la defensa del régimen democrático en los años de violencia política 1980–2000 (cvr 2003c:379–477; cvr 2003a:379). Más específicamente, la tesis doctoral de Darío López, A Critical Evaluation of the Theology of Misión of the Nacional Evangelical Council of Peru (conep) from 1980 to 1992, with Special Reference to its Understanding and Practice of Human Rights, examina críticamente la contribución de las iglesias evangélicas vinculadas al Concilio Nacional Evangélico del Perú (conep), para el fortalecimiento de la legalidad democrática en un contexto de violencia subversiva y represión indiscriminada (López 1997).

6 Así, por ejemplo, durante los años de predominio del fujimorismo (1992–2000), hubo un sector de líderes y pastores de las iglesias evangélicas que apoyaron notoriamente las acciones antidemocráticas del régimen (López 2004).

7 La afirmación de que los evangélicos han sido llamados para ser “cabeza y no cola” en la gestión pública, basada en una extraña exégesis de Deuteronomio 28.13, está conectada con la teología política norteamericana conocida como reconstruccionismo, una corriente que emergió en los Estados Unidos en la década del ochenta. De acuerdo con Paul Freston el reconstruccionismo: «[...] reemplaza el pesimismo premilenialista respecto al mundo con un postmilenialismo optimista. El destino de los cristianos es gobernar las naciones mediante la mixtura de una economía neoliberal extrema y las leyes teocráticas del Antiguo Testamento» (Freston 2001:270).

8 Así, se presenta en el contexto peruano, por ejemplo, un grupo de líderes de las iglesias evangélicas y las iglesias carismáticas que en la coyuntura electoral del 2001 formaron el Movimiento de Restauración Nacional (mrn) y que actualmente se denomina Restauración Nacional (rn). Una agrupación política que se presenta a sí misma como el primer partido de “inspiración” evangélica que solicitó formalmente su inscripción ante el Jurado Nacional de Elecciones y que tiene como sus principales voceros a destacados personajes del ambiente carismático como el pastor Humberto Lay Sun (Mendoza 2004:11; Sánchez 2004:8). Aunque su presidente Humberto Lay Sun, aseguraba que Restauración Nacional no representaba a la iglesia evangélica, sino a un grupo de ciudadanos cristianos, en sus declaraciones públicas, hablaba en nombre de toda la comunidad evangélica (Sánchez 2004:8).

Tejiendo un nuevo rostro público

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