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QUÉ HONOR
APENAS INICIADA LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL, Robert Campbell, capitán del ejército británico, está al mando del Primer Regimiento East Surrey en una posición cercana al Canal de Mons-Condé, al sur de Bélgica. Su unidad es atacada y derrotada por el ejército alemán; Campbell, veintinueve años, resulta gravemente herido, es capturado y trasladado a un hospital militar en Colonia. De allí pasa, tras restablecerse, al campo de prisioneros de guerra de Magdeburgo.
En octubre de 1916, cuando ya lleva dos años recluido, recibe una carta en la que se le informa de que Louise, su madre, padece un cáncer terminal. No cuesta adivinar la angustia, la frustración y la tristeza que embargan al joven capitán, alejado de quien le dio la vida y ahora inicia la breve cuenta atrás de sus días. Tras horas de reflexiones sombrías, Campbell decide que escribirá al káiser Guillermo para pedirle permiso para visitar a su madre, bajo la promesa de retornar después de pasar una semana con ella. Semejante proposición, en su momento ya estrafalaria, nos parecería hoy inconcebible, un burdo ardid al que el enemigo jamás se prestaría. Sin embargo, el káiser accede y permite a Campbell viajar al hogar familiar en Gravesend (Kent), con la única condición de que le dé su palabra de caballero y oficial del ejército británico de que al cabo del periodo acordado regresará al campo de prisioneros.
De algún modo que nos es desconocido, aunque, esto es seguro, sorteando grandes peligros al atravesar líneas amigas y enemigas, Campbell consigue desplazarse hasta Holanda, cruzar el canal de la Mancha y llegar a Kent para pasar esos últimos momentos con su madre. En ese tiempo puede cuidarla y hacerle saber cuánto la quiere. Al séptimo día, se despide de ella y vuelve a Magdeburgo tan misteriosamente como ha llegado y tal y como había prometido. Louise muere tres meses más tarde. Durante el resto de su cautiverio, siguiendo el principio militar que dicta que los prisioneros de guerra tienen la obligación de intentar escapar para mantener ocupados a los enemigos y tratar de recuperar su puesto en las filas, Campbell intenta fugarse en varias ocasiones junto a otros militares cautivos. En una de esas tentativas, tras huir por un túnel que hubieron de excavar durante nueve meses, son interceptados en la frontera con Holanda y devueltos al campo de prisioneros. Neutralizados todos sus intentos de huida, Campbell permanece confinado hasta que termina la guerra.
He compartido la peripecia de Robert Campbell con muchas personas, de edades, procedencias y sensibilidades muy distintas. En todos los casos me encontré lo mismo: la sensación, transmitida por los ojos brillantes de quienes la oían, de que les conmovía hallarse ante algo grande e importante, algo que ensancha el entendimiento y el corazón en igual medida. Cada vez que les pregunté por las palabras que escogerían para describir lo que habían oído, escuché invariablemente estas dos: valentía y honor.
Este libro plantea una ética del honor y el coraje para nuestro tiempo. Quiere ser una corrección necesaria a ciertas derivas de las sociedades libres, cuyos cimientos están siendo corroídos por peligrosas enfermedades que amenazan ruina. Sin embargo, no es un texto catastrofista, mucho menos nostálgico, sino gozoso, porque describe algo que existe. José Luis López-Aranguren distinguía entre ethica docens, filosofía moral elaborada, y ethica utens, moral vivida. La ética que aquí se refiere es sin duda ethica utens, y no una elucubración académica. Así pues, esta obra no pretende elaborar una nueva propuesta en una especie de laboratorio ético, sino desbrozar la maleza para revelar un monumento al bien que ya existe, aunque la posmodernidad lo haya encubierto con malas hierbas. Ese imponente palacio se ha ido construyendo durante siglos, supone una culminación moral en nuestra especie y si ha sido hurtado a nuestra vista en los últimos tiempos es por razones de las que también se dará cuenta.
La aventura que ahora emprendemos es doble. En primer lugar, queremos depurar de sus resabios arcaicos e inmorales una de las grandes ideas y prácticas que el ser humano ha concebido, el honor, para mostrarlo en todo su esplendor y explicar el poder que tiene para mejorarnos. Esos resabios han impedido una investigación seria sobre este asunto; desde hace un centenar de años es habitual tomar el rábano por las hojas, el honor por sus formas caducas e ilícitas. Trazaremos, a tal fin, una nítida línea en el suelo para distinguir las versiones ancestrales del honor de la que reclama el ciudadano democrático en nuestros días. Subrayando sus componentes y distinguiendo su trayectoria de otras fuerzas culturales prevalentes, contaremos en qué consiste ese honor al que apellidaremos «ético». En segundo lugar, reivindicaremos el coraje no como una virtud más, ni como un acelerador o un embellecedor del comportamiento moral, sino como la almendra misma de las acciones justas. Como se argumentará, las personas decentes y buenas son fundamentalmente personas valientes, aunque para precisar esto tendremos que distinguir la valentía de la temeridad, y explicar qué relación tiene con el miedo, la vulnerabilidad o la violencia.
Hay una serie de aspectos que toda exploración sobre el honor y el coraje ha de tener en cuenta. El papel que la razón y la emoción desempeñan en nuestras vidas morales es uno de los más importantes. También es necesario reflexionar sobre nuestros valores, creencias, caracteres y comportamientos, elementos que en sí y en sus interrelaciones tienen inmensas consecuencias prácticas. Para poder abordar rigurosamente tales asuntos, habrá que fundamentarlos científicamente, pues solo así sabremos si la propuesta que haremos se compadece con la naturaleza humana. En el curso de estas averiguaciones emergerá uno de los grandes protagonistas de nuestra ética, ignorado y denostado a partes iguales en nuestro siglo: el deber. Habrá igualmente que elucidar qué es lo que nos hace soberanos de nuestras vidas, y fundar cierta objetividad moral sin la cual la ética carece de sentido. Esa fundamentación no será analítica, porque el texto no se concibió pensando en los académicos, sino en el gran público; pero aspira a ser sólida y convincente para todos.
El gran proyecto moral de nuestra especie, fundamentar una convivencia justa y hacer sitio al individuo libre, es inherentemente precario, y además ha vivido perjudiciales desvíos en los últimos tiempos. Luego de indagar dónde nos perdimos en la aventura de la individualidad, explicaremos qué pueden hacer el honor y el coraje por nuestras democracias. A continuación, nos preguntaremos hasta qué punto esa cumbre ética que llamamos heroísmo es una posibilidad al alcance de cualquiera. Por último, trataremos de averiguar cómo puede esta propuesta contribuir a reconstruir el sentido vital, víctima necesaria del relativismo y el absurdo imperantes.
La obra quiere ser una salida del atolladero posmoderno que dignifique las sociedades libres; quiere alentar una elevación personal y colectiva. En Ejemplaridad pública, Javier Gomá, luego de apuntar que la causa de nuestro descontento se encuentra en la escisión entre individualización y socialización que es propia de la cultura democrática, afirma que para salir de esas pantanosas aguas necesitamos una nueva paideia que aleje al individuo del yo hastiado y ensimismado y lo lleve mediante «incitaciones conscientes y realistas a la virtud pública, presentadas al ciudadano en una bandeja de usos, hábitos y mores cívicos y socialmente generalizados». La alternativa, viva y poderosa, que aquí va a presentarse, aspira a ser esa paideia que tanta falta nos hace.
Esta es la carta de navegación que utilizaremos en nuestra travesía. Cada trayecto de nuestro viaje —cada explicación y cada historia— tendrá por fin último ofrecer armas para el combate. No nos conformamos con retomar saber pasado y construir saber futuro; queremos conseguir que el lector vuelva a enamorarse de su vida moral y de su polis, para que pueda acudir debidamente pertrechado a su encuentro con lo que es justo. En su ensayo The Sovereignty of Good, Iris Murdoch afirma que la ética no debería limitarse a analizar la conducta mediocre y ordinaria, sino que debería aportar hipótesis sobre la buena conducta y sobre cómo puede alcanzarse. No tendría por tanto que ser una etología (que es lo que abunda: descripciones), ni reducirse a un comentario de las morales que con anterioridad alumbramos. La ethica utens que vamos a argumentar quiere cubrir el vacío en el que la posmodernidad nos ha sumergido, desde el convencimiento, compartido con Murdoch, de que «cualquier cosa que altere la conciencia en la dirección del altruismo, la objetividad y el realismo ha de conectarse con la virtud».
CUÁNTOS HONORES
Del honor nos impactan, para empezar, tanto su índole atemporal y ubicua como su polisemia. En cuanto a lo primero, comparten todas sus modalidades el ser un sistema normativo que ordena la realidad social, asigna valor a personas y grupos en base al respeto y se materializa en conductas. También es característica su fuerza motriz, el coraje. Este armazón común explica que historias como la del capitán Campbell puedan ser casi universalmente entendidas y sentidas. «Honrar» —el verbo que en esta obra corresponderá al sustantivo «honor»— es una actividad que concierne al comportamiento individual en el ámbito colectivo; veremos que esta tensión entre lo único y lo comunal, que es una de las tramas esenciales de la historia humana, es decisiva para el animal social que aspira a vivir libremente.
Pero el honor no es un concepto, sino una categoría, de ahí la polisemia. Hay honor entre ladrones y entre soldados, en la mafia, en los deportes, en la Academia, y a pesar de lo que comparten son todos razonablemente distintos. Stephen Darwall ha distinguido dos tipos de respeto: un «respeto de valoración», juicios positivos respecto a un estándar, excelencia, areté; y un «respeto de reconocimiento», en función de algún hecho que distingue, como el estatus o un cargo, relativo a honores que son concedidos. Ambos tipos de respeto han dado origen a cinco honores esenciales a lo largo de la historia: el honor tribal, el meritorio, el honorífico, el privilegiado y el íntegro. A los cuatro primeros los denominaremos «honores ancestrales» para deslindarlos del quinto, que, enriquecido con las vetas nobles de los otros honores, va a protagonizar la plenitud ética de nuestra especie.
El honor tribal debió ser el primero de todos en manifestarse, pues integrados en bandas o tribus hemos vivido la mayor parte de nuestra historia, y por idéntico motivo ha de ser la base antropológica de los demás honores. Consiste en la inquebrantable lealtad a un grupo de referencia y la asunción de un código de comportamiento que cierra filas en torno a ese colectivo. Es el honor que aborda Peter Berger en su clásico artículo “On the Obsolescence of the Concept of Honor”, caracterizándolo como un patrimonio comunal que queda mancillado por el insulto u otras acciones ajenas (un daño infligido que exige respuesta). Es un honor sin objetividad y sin ideales en el que el individuo solamente asume deberes frente a sus iguales, no existiendo otra verdad que la que su tribu establezca.
Por más arcaico que pueda parecernos, este honor está muy vivo en muchas sociedades subdesarrolladas, en bandas urbanas, en grupos de hooligans, en ámbitos criminales y en cuerpos militares o paramilitares. Suele prevalecer en circunstancias similares a las habituales en tiempos ancestrales: cuando el extremo riesgo, la violencia corriente y la inseguridad rampante exigen una cohesión grupal sin fisuras. E igualmente aflora en situaciones de acrecentada visceralidad —de peligro impostado— como las que abundan en las internáuticas redes sociales. Hoy reconocemos que este honor es moralmente problemático, por excluyente, literalmente xenófobo. En su artículo, Berger lo enfrenta a la dignidad, calificándolo de pseudoética inferior a la ética contemporánea, igualitaria y de suyo antiviolenta.
El honor tribal concita emociones poderosas. Apela constantemente a lo que Freud denominó «narcisismo de las pequeñas diferencias»: la acentuación de lo que distingue a grupos humanos colindantes con el fin de espolear un colectivismo identitario. Su «nosotros» se conforma por oposición a un «ellos»; es un honor de capuletos y montescos. Dice Tebaldo, detectando a Romeo en una fiesta en la que no es bienvenido: «Por la voz parece Montesco. Tráeme la espada. ¿Cómo se atreverá ese malvado a venir con máscara a perturbar nuestra fiesta? Juro por los huesos de mi linaje que sin cargo de conciencia le voy a quitar la vida». ¿Quién, tras leer Romeo y Julieta, no queda espantado por la tremenda similitud entre capuletos y montescos, y el terrible resultado de sus nimias diferencias? Todos los nacionalismos, los patriotismos ciegos («mi país, tenga razón o no») son variaciones sobre el tema del honor tribal.
El castigo máximo que aplica la tribu es la expulsión, que preludia el exterminio, por la doble vía de la disolución del yo (es el grupo el que me identifica, sin él no soy nada) y la soledad ante el peligro (retiradas sus protecciones). Tan importante ha sido la solidaridad tribal que aún late en las profundidades de nuestra psique, asomando en los momentos más insospechados. Recientes experimentos han mostrado que los mecanismos cerebrales —ligados a la amígdala y al canal del miedo— que se disparan en los jóvenes cuando son repudiados por los grupos a los que pertenecen son los mismos que los que se activan en los niños abandonados. Estas emociones pueden alcanzar una intensidad inusitada; algunas de estas situaciones acaban en suicidios.
A diferencia del resto de honores ancestrales, que son competitivos, el honor tribal es entre iguales. Es el juramento de los mosqueteros —«uno para todos y todos para uno»— y la arenga de Enrique V en la batalla de Agincourt según la imaginó Shakespeare: «We few, we happy few, we band of brothers». Es también el código de los vestuarios en los equipos deportivos, donde la justicia se aplica entre todos y los trapos sucios se lavan en privado, y es la prieta formación de escudos de los espartanos. A pesar de sus muchos defectos, el honor tribal ha sido un factor de solidaridad e igualdad indudable en nuestra historia, que en su mayor parte ha protagonizado.
El honor tribal mantiene una complicada relación con las mujeres. Los llamados asesinatos de honor son asesinatos tribales. Sigue dándose una cantidad insoportable de casos en Pakistán, Afganistán, India, Turquía y otros lugares. La perversidad de estos actos nos muestra la peor cara del honor tribal, el modo en que puede llegar a cebarse con los más vulnerables; también su abyecta lógica retributiva. Con el honor de las mujeres, en muchos de estos sitios, literalmente se comercia; en estas sociedades hay tablas de equivalencia no escritas con las que se calculan las atrocidades: por perder la virginidad, apenas por flirtear, o a veces por nada, en pago de una «deuda de honor» ajena. En las culturas tribales, muchas de ellas sanguinariamente machistas, el honor de una mujer suele pertenecerle al padre, al marido, al hermano; tales culturas están entre las más atrasadas, menos libres y más inmorales que existen.
Ese atávico comercio está ejemplarmente recogido en Abril quebrado, la novela de Ismaíl Kadaré. Allí se cuenta la historia de Gjorg Berisha, un joven que debe matar a un miembro del clan rival para saldar una deuda de sangre. La deuda nace de la aplicación del Kanun, el código de honor albanés, que contempla incluso la existencia de un «Libro de sangres» en el que, generación tras generación, cada afrenta es asentada. El honor tribal genera a menudo esta clase de contabilidad que depara verdaderos tratados de venganzología.
El honor meritorio se basa en la excelencia. Es intrínsecamente motivante; mientras que el honor tribal se exige, el meritorio se ansía. Tiene además una dimensión pública muy importante que lo distingue del honor íntegro. Nace de la comisión de ciertos actos admirables, acciones egregias que proyectan una luz que invita a que otros las emulen. Es trascendencia en la tierra, en la memoria de las mujeres y los hombres.
El honor meritorio se conquista. El honor homérico es su primera manifestación en Occidente. El término griego para la virtud o excelencia es areté (ἀρετή), de la que derivarán aristós (ἄριστος) y aristocracia, vocablos que, originariamente relacionados con el mérito bélico, quedarán con el tiempo vinculados a los privilegios. El guerrero clásico por excelencia es Aquiles. En la Ilíada, la palabra «honor» está indefectiblemente ligada a los dioses o a la gloria del héroe; la sed de honor de sus protagonistas es insaciable. La areté era nobleza conjugada con bravura militar, coraje moral y físico, un honor que se alcanzaba no solamente a través del heroísmo en la batalla, sino también mediante discursos convincentes, muestras de lealtad y otros comportamientos afines. Este mundo griego, por supuesto, está estratificado; pero la areté no se hereda sin más, ha de refrendarse en los actos. En Ética a Nicómaco, Aristóteles dice que el honor es precisamente el premio de la areté.
Las raíces ancestrales del honor meritorio son tanto masculinas como femeninas, y tienen que ver con la tradicional división de funciones entre ambos sexos y su respectiva contribución a sus comunidades (una división que, por supuesto, conoce múltiples excepciones). La cepa, en los hombres, es guerrera; en las mujeres está ligada a la castidad y la familia. Los sentimientos esenciales son, respectivamente, el pundonor (o el orgullo) y el pudor. En las novelas pastoriles, la mujer virtuosa defiende su honor hasta la muerte. En Cárcel de amor, de Diego de San Pablo, leemos que una mujer ha de estimar la honra más que su propia vida, y evitar hacer incluso lo que dé pie a malas interpretaciones, porque esa honra requiere una convalidación externa.
En cuanto a los hombres, desde la Edad Media y hasta el siglo XIX, la caballerosidad es la quintaesencia del honor meritorio. En España se inaugura literariamente en los cantares de gesta y en los romances, y se reaviva en el Renacimiento con la publicación del Amadís de Gaula. Varias generaciones de jóvenes impresionables quedaron impactadas por el coraje poético de los caballeros, un caudal de sentido y emociones que también impregnaría a los místicos. Santa Teresa leyó en su juventud con avidez estos libros, calificados por algunos clérigos como «sermonarios del diablo». Escribe en su Libro de la vida: «Era tan en extremo lo que en esto me embebía que, si no tenía libro nuevo no me parece tenía contento». Fue este también un tiempo de hazañas militares y grandeza geopolítica: Carlos V, Felipe II, la lucha contra el infiel, el imperio donde el sol jamás se ponía. Al fondo hay una idea de perfección, un anhelo de excelencia que fascina al individuo, aunque su consecución descanse en el juicio social.
En el Amadís no aparece la palabra «honor» —que será de recepción menor y tardía en nuestro idioma—, pero sí «honra», de origen romance. La «honra», en tanto buen nombre, es una de las derivaciones predominantes del honor en nuestra cultura. No obstante, la honra aporta una novedad moralmente perniciosa: puede ganarse por apariencia, mientras que el pundonor en la batalla o el pudor verdadero no pueden fingirse. En La Celestina hallamos un enfrentamiento frontal entre la honra real y su apariencia; la alcahueta trafica con la honra, destruyendo y rehabilitando vidas según convenga a su bolsa.
Cuando la estima social se escenifica hasta constituir el meollo del honor, este deviene honorífico, esto es, fama, premios, medallas. Pudiera parecer poco más que un matiz al honor meritorio, pero hay un paso decisivo: el honor se materializa, y hay una cuerda que ata a quien es honrado y quien honra. El honor honorífico es más externo y susceptible de simularse y mercadearse; cabe recibirlo sin mérito, y requiere de una celebración ostensible. Como explica Julian Pitt Rivers en su artículo “Honour and Social Status”, «el argumento funciona así: el sentimiento de honor inspira una conducta que es honorable, la conducta recibe el reconocimiento y establece la reputación, y la reputación es finalmente santificada mediante el otorgamiento de honores. El honor sentido se convierte en honor reclamado y el honor reclamado se convierte en honor pagado».
El honor meritorio se distingue del honorífico; pero uno y otro se dan de algún modo la mano en los caballeros de vida errante a la caza de renombre. Hablamos entonces de honor glorioso, a medio camino entre ambos. La gloria es póstuma, inmaterial o trascendente; en cualquier caso, puede ser un premio. La palabra griega para esta reputación sublime es kleos (κλέος). Se obtiene en el campo de batalla y puede transferirse a la descendencia. En la Odisea, Telémaco teme que su padre muera en el mar, pues en tal caso el kleos que ganó en Troya se hundiría con él y se perdería para siempre. Este ancestral honor glorioso no solo se obtiene por las armas; también en Olimpia. De modo que hay una veta deportiva en este honor en el que confluyen la areté y los trofeos, materiales o inmateriales.
Con el paso de los siglos, gloria y honor se irán desgajando, a medida que la gloria mute en popularidad y se comercialice. En Parerga y Paralipomena, Schopenhauer distingue honor de fama, apuntando que esta última se gana, mientras que el otro solo puede perderse. La ausencia de fama es oscuridad; la de honor, vergüenza. La fama es gradual, el honor es absoluto. El honor no puede agotarse, mientras que la fama se reparte, es un competitivo juego de suma cero. En esta misma línea y en su ensayo La sociedad decente, Avishai Margalit ha enfrentado el honor social (la fama) a la dignidad, que como se verá conforma la base del honor íntegro.
El cuarto de los honores ancestrales, el privilegiado, es posición, abolengo. Es un honor jerárquico y comparativo que, por más que se herede, no está exento de deberes y puede requerir excelencias para no resultar peligrosamente socavado. Berger también lo menciona en su ensayo, señalando su parentesco con la nobleza feudal en Occidente. Así como en el honor meritorio se afirmaba una filiación de los héroes homéricos con los dioses, los regentes han apelado, en defensa de su honor privilegiado, a una designación divina.
El honor privilegiado se desarrolla al ritmo al que lo hacen las jerarquías. Este vínculo es una de las razones por las que los honores ancestrales han pervivido especialmente en ámbitos estratificados, de ahí que sigan presentes en la era moderna en los grupos que han conservado una visión jerárquica de la sociedad, como la nobleza o el ejército, y en profesiones tradicionales como la ley y la medicina. Como en el honor tribal, también hay aquí un código, relativo a un club y que solo obliga a sus miembros. En los códigos de honor de casta, además de un acrecentado respeto por quienes los cumplen, hay desprecio por quienes no lo hacen. En cuanto a las personas ajenas a ese círculo que pretenden adherirse al código, se las considera ilusas, impostoras, o peor, individuos que, queriendo imitar, insultan. Quien quiere parecerse a la casta copiando su fachada es un esnob, es decir, alguien sine nobilitas.
Si hay una economía de la tribu y la fama —y tal vez de la gloria—, también hay una economía de los privilegios. El honor privilegiado es eminentemente patrimonial, y como tal comporta una contabilidad bastante precisa. Cuando Paris rapta a Helena, no solo quiebra las leyes tribales de la hospitalidad, desfalca además el patrimonio honorable del rey Menelao. El asalto a Troya y las maquinaciones de Agamenón, incluida la decisión de arrebatar Briseida a Aquiles, forman parte de un intrincado cálculo de honores que es determinante para dirimir quién manda y cuánto.
La realeza, la nobleza y la plutocracia están esencialmente asentadas en este tipo de honor ancestral y jerárquico. Los enlaces dinásticos, con sus negociaciones, ofertas y pactos, reflejan palmariamente esta economía honorable. Seguramente, este honor patrimonializado ha sido y sigue siendo una necesidad política; no obstante, supone un retroceso ético frente al honor meritorio. Como explica Alasdair MacIntyre en Tras la virtud:
En una sociedad donde ya no existe un concepto compartido de bien de la comunidad definido como bien para el hombre, tampoco puede existir concepto alguno substancial de lo que más o menos contribuya al logro de ese bien. De ahí que las nociones de mérito y honor se desgajen del contexto en que estaban ambientadas originariamente. El honor se convierte en un distintivo del rango aristocrático y el propio rango, enlazado con la tenencia de propiedades, tiene muy poco que ver con el mérito.
No obstante, mal haríamos en despachar esta nobleza como una burda economía de estatus sin acciones virtuosas que la sustenten. Comporta también, en muchos casos, demostrar que se tienen las cualidades necesarias para desempeñar un cargo y cumplir los deberes que esa posición exige. El estatus sin ejemplaridad es una elección socialmente peligrosa; emplear continuamente la violencia para defender un castillo es una práctica costosa y de pronóstico incierto. Incluso a los más poderosos les conviene legitimar su condición ventajosa comportándose de determinada manera (o simulando). Esta consideración, de la que da cuenta la psicología social cuando estudia la autoridad y la obediencia, es tan vieja como el mundo. Según nos cuenta Platón en su Apología, Sócrates se lo explicaba así a los atenienses: «Si alguien se ha colocado por sí mismo en un puesto que ha creído excelente, o si ha sido colocado en este por el arconte, estimo que debe permanecer a toda costa, sin preocuparse de la muerte ni de otra cosa, excepto del deshonor».
De modo que el honor de casta, a pesar de su historial de abusos, no es un simple amasijo de derechos defendidos por las armas, sino que también entraña obligaciones para su supervivencia. Noblesse oblige es su divisa; quien quiera ostentar privilegios, señaladamente posiciones de mando, habrá de asumir una serie de deberes en correspondencia. En eso consiste la legitimidad, un requisito que cada día cobra más relevancia, aunque sea de siempre. En la Ilíada, antes de perecer a manos de Patroclo, Sarpedón se lanza fieramente a la batalla y aguijonea con su actitud a los troyanos. Así explica a Glauco el porqué de su bravura:
Mostrémonos ahora dignos de tantos honores, yendo al combate delante de nuestros guerreros, para que los licios no tengan más remedio que decir: «En verdad que nuestros reyes no gobiernan sin merecimiento la fértil Licia. Con razón se alimentan de lo mejor de nuestros rebaños y beben los vinos más deliciosos, y no como esos reyes holgazanes que solamente sobresalen en los festines. Ahora que ha llegado la ocasión, mirad adónde llega su indomable valor y de qué manera se exponen los primeros a todos los peligros».
Hoy, cuando se ha desatado la ira contra las castas por culpa de la proliferación de los reyes holgazanes, no está de más recordar que no hay estatus que nos parezca admisible si no se atiene a determinados estándares morales.
En estos cuatro primeros honores ancestrales, los más representados en la literatura y los más ostensibles en la historia, importa principalmente lo que los demás opinan de nosotros: nuestro grupo de referencia, quienes han de apreciar nuestra excelencia, quienes públicamente nos celebran y quienes han de atenerse a nuestros privilegios. Son en su mayor parte formas de honor externas en las que el balance moral entre individuo y colectividad está descompensado hacia este segundo polo; formas que nacieron y crecieron en un mundo en el que el proceso de individuación no se había completado. Puesto que, como se argumentará, la dignidad y la consideración objetiva del bien como igualdad y libertad necesitan que exista un individuo autónomo, los honores ancestrales no pertenecen al último estadio de nuestro desarrollo moral. Cuando es el grupo el que honra, el individuo no es soberano; cede esa soberanía para mantener su valor social y su identidad de acuerdo con las reglas y valores que sanciona el todo al que pertenece. Las honores ancestrales castigan la disidencia, y así aplastan muchas vidas y perpetúan muchas injusticias, al tiempo que dan consistencia a las sociedades y ofrecen pautas morales y un orden que las preserva del caos. También son, por lo general, sistemas éticos retributivos, calculistas, en los que la persona es un medio para el grupo y carece de valor en sí misma. Su carácter estratificado y desigual (excepción hecha de la tribu, hasta cierto punto) se compadece mal con los principios de nuestras democracias. Además, los honores ancestrales son relativistas, y su especificidad para con su comunidad los convierte en una fuente de conflicto entre colectivos. La violencia que propugnan no es siempre defensiva, ni procura de suyo amparar a los más débiles.
Pero no todo es externo y colectivo en los honores ancestrales. En la interacción con el grupo, el individuo desarrolla sentimientos morales muy relevantes, como la vergüenza o el respeto. Aunque sea de manera incompleta, concurre en ellos la conciencia de la persona implicada. E incorporan también, como todos los sistemas normativos, una pregunta por la justicia, normas que regulan la paz social y dan estabilidad a las comunidades. Hay, en definitiva, aspectos ligados al honor como categoría conjunta, a sus mecanismos, orientación y motivaciones, que hacen de los honores ancestrales un patrimonio moral de la humanidad, por más que en su variante atávica resulten moralmente indefendibles.
Hemos distinguido el quinto de los honores, el íntegro, de los ancestrales, porque para que llegase a ser capital los seres humanos tuvimos antes que superar importantes obstáculos y completar algunas revoluciones morales. El honor íntegro tiene una estructura motivacional deontológica, y conlleva el cultivo personal de la virtud y la adhesión autónoma a un código de conducta universalmente justo. Esta lealtad escogida, por supuesto, no es solipsista, y tiene muy en cuenta a los otros; pero la mueve la conciencia. Requiere por lo tanto una evolución suficiente de la individualidad y la independencia de juicio, aunque, como expresión aislada, ha existido también desde siempre.
Mientras en la Ilíada el honor proviene de la reputación, en la Eneida, que retoma el ideal homérico, pero filtrado por el tamiz estoico, está en la propia naturaleza de los actos. En esta obra, el honor, sin dejar de ser profundamente social, se está trasladando del veredicto ajeno al propio. Importa también el sexo de quienes encarnan estos honores; en Homero, Aquiles y Héctor, en Virgilio, Dido y Eneas; el poeta es muy consciente de que una mujer romana no puede ser confinada en un gineceo. Aquiles impone su voluntad, es orgulloso; Eneas asume deberes, es responsable, y por eso rescata el Paladio, la estatua sagrada, y cumple con honor su cometido de alejarse de Troya. Ha de abandonar a su amada Dido para, con el tiempo, reconstruir su estirpe en la fundación de Roma, un designio que cumplirán sus descendientes, Rómulo y Remo.
Lo llamamos «honor íntegro» porque la persona que lo profesa considera que es uno de los aspectos que vertebra su vida; a menudo, el más importante de ellos. Todos los honores hacen aportaciones a la identidad y el sentido social; pero es en esta modalidad donde eso es lo de más, y su utilidad social (normativa, pacificadora, ordenadora), lo de menos. Ser, en sentido íntegro, una persona de honor, es algo que caracteriza al individuo.
El suelo del honor íntegro es la dignidad. La dignidad no ha sido tematizada hasta hace poco; no obstante, la idea de asignar un valor absoluto y universal al hecho de ser humano hunde sus raíces en la noche de los tiempos. Las religiones y sabidurías que brotaron en la que Karl Jaspers denominó era axial (siglos VIII a II a. C.) —el budismo, el brahmanismo y el jainismo, el taoísmo y el confucionismo, el zoroastrismo, el judaísmo y la filosofía griega entre otras— cambiaron la faz moral de la humanidad en este sentido. Posteriormente, el cristianismo supondrá un impulso definitivo para el avance de la dignidad, que corre en paralelo a la emancipación del individuo.
El honor íntegro no es aparte y tampoco se opone irremediablemente a los honores ancestrales. Claro que es una veta con sustantividad propia; no obstante, todos los honores están culturalmente emparentados, y sus bases biológicas, emocionales y evolutivas son en gran medida comunes. De hecho, el honor íntegro no puede concebirse desconectado del honor guerrero y la ética del cuidado. Distinguir entre honores es esencial para saber a qué carta quedarse, pero igual de necesario es entender a qué se debe el aire de familiaridad que todos ellos comparten.
EL HONOR ÉTICO
Llamamos honor ético a la versión más avanzada del honor en términos morales, desarrollada sobre la cepa del honor íntegro injertada con lo mejor de los honores ancestrales. Cumple respecto a cierta comunidad sin oprimir al individuo; incorpora determinada excelencia; no requiere, para motivar a quien lo ejerce, de reconocimientos públicos; y es una forma de integridad. Tiene su sede en la conciencia, pero es social porque rinde cuentas ante los demás y nace de la mirada del otro. El componente colectivo, dominante en los honores ancestrales, existe en el honor ético apropiadamente equilibrado con el espacio que exige la libertad completa del individuo.
Que el honor ético supere y aboque a la obsolescencia a sus predecesores no quiere decir que se erija sobre su desprecio. De un lado, ya se ha dicho, lo mejor de ellos pervive en él; de otro, forma parte de su esencia considerar que somos parte de una contigüidad, un capítulo de una historia moral y cultural que continuará tras nosotros. Desdeñar los honores ancestrales, despacharlos, sin más, como depravaciones arcaicas, sería una muestra de ruin ahistoricismo. La persona éticamente honorable no puede ser adánica, porque el adanismo es una forma de inmadurez intelectual y moral que propicia comportamientos antisociales. Tomemos por ejemplo el honor guerrero. El código de honor en las guerras ha supuesto una elevación ética, traducida en el trato a los prisioneros y a los civiles, en el respeto a los muertos y a ciertos símbolos e instituciones. Han sido las contiendas deshonrosas, como la guerra total auspiciada por William Tecumseh Sherman, que arrasó el Sur estadounidense, o el infame ethos genocida nazi y su contestación soviética, y la conducta criminal e individual de algunos soldados, las que han rebajado moralmente a nuestra especie, y no en sí los conflictos. Los enfrentamientos bélicos, siempre que puedan evitarse, son inmorales. No obstante, en el experimento humano que supone hacer la guerra se dan cita lo peor y lo mejor de nuestra especie, lo más egoísta y lo más altruista, la entrega total y la mezquindad absoluta. El campo de batalla puede ser, ha sido y será un campo de coraje y honor.
No se escatimarán críticas, al exponer en qué consiste el honor ético, a los importantes inconvenientes sociales y perjuicios para la justicia que han producido y producen los honores ancestrales. Con todo, conocerlos, y respetar y salvar todo lo que hay en ellos de aprovechable, no es una forma de tradicionalismo, sino de lucidez, pues además no habría honor ético si no hubieran existido aquellos. Como dijo Gustav Mahler, la tradición es la transmisión del fuego, no la adoración de las cenizas. Ese fuego sagrado tiene un valor incalculable; portarlo hasta sus siguientes destinatarios es una de nuestras misiones honorables. Lo explicaba Roger Scruton en un programa de radio sobre la música de Wagner:
Las cosas sagradas crean puentes a través de las generaciones: nos dicen que los muertos y los no nacidos están presentes entre nosotros, y que su «presencia real» vive en cada uno de nosotros y cada uno de nosotros en ellos. El declive de la religión nos ha privado de las cosas sagradas. Pero no nos ha privado de la necesidad de ellas.
Contaba Stendhal en Sobre el amor que si echaba una rama seca y deshojada en una de las minas de Salzburgo y la recogía al día siguiente la rama aparecía cubierta de cristalitos brillantes, convertida en una especie de varita con diamantes ensamblados. Al honor íntegro se han ido adhiriendo, por así decirlo, algunos rasgos de los honores de antaño. Tras ser decantados por el avance moral de los tiempos, estos valiosos aspectos que a continuación describimos han pasado a formar parte del honor ético.
Del honor tribal, el vigor de los sentimientos y la afirmación sin tibiezas de un «nosotros». También la idea de un «código», que remite a un orden regulado y moralmente objetivo, y la defensa activa de los demás miembros del colectivo. La importancia del respeto y el deber de conseguir que se extienda, sin posibilidad de descargar la tarea en otros hombros. Finalmente, la asunción de una reciprocidad, la característica igualdad de quienes pertenecen a una misma tribu.
Del honor meritorio, la aspiración a un bien que se busca, y el merecimiento, la cualidad arética. El énfasis en los comportamientos, al que acompaña una estética de la valentía. Del guerrero, la determinación de contestar las hostilidades, la violencia positiva, el hilo invisible que une la vulnerabilidad al coraje. De la honra femenina, no la castidad, sino la ética del cuidado, y el pudor como autoprotección y autorrespeto.
Del honor honorífico, la ejemplaridad. También la estima de los demás y su reconocimiento, elementos de pedagogía social y símbolos de autosuperación que contribuyen a la convivencia. De su fusión con el honor meritorio, el honor glorioso: la admiración, la mirada que juzga y motiva, y el pundonor u orgullo positivo cuando se ronda o se alcanza la mejor versión de uno mismo.
Del honor privilegiado, la mesura que establece una proporcionalidad en la respuesta a las agresiones. Noblesse oblige, la responsabilidad y la dignidad del liderazgo (el capitán nunca abandona el barco). También una jerarquía estructurante, junto a la idea y la práctica de la rectitud. El desprecio del servilismo, que no de quien sirve, pues el honor, especialmente desde el puesto de mando, sirve.
Tras asimilar todos estos aspectos, el honor íntegro se hace ético. ¿En qué consiste entonces? En su expresión más apretada, en una deontología de la virtud que reconoce un bien objetivo y se mide exclusivamente en sus acciones. El honor ético es cumplimiento, es servicio, sacralidad de la palabra dada, defensa activa del más débil, coraje para atender todos estos cometidos. Por asentarse en la dignidad y el respeto y entender que la igualdad y la libertad son los dos pilares esenciales de la justicia, es democrático y humanista. Es moralmente asertivo y rehúye las abstracciones y los cálculos, ateniéndose a los principios. Es arético, es decir, es un hito del carácter, una conquista excelente y no algo que uno reciba grapado a su partida de nacimiento. Es libre porque es autónomo, lúcido y responsable, y no hay instancia que lo conceda, salvo uno mismo. Va mucho más allá de la reputación, es legítima valía; no admite componendas ni fingimientos y es puesto a prueba a diario. Comporta admirar y aspirar a convertirse en ejemplo. Existe gracias al impulso de determinados sentimientos morales y a una mirada ajena que nos compromete. Es parte fundamental de la identidad del individuo y contribuye en extraordinaria medida a que su vida tenga sentido.
¿Seremos capaces de encontrar este honor ético en los diccionarios? Si tenemos en cuenta cuál es la supuesta prelación mundial entre culturas en nuestro siglo, lo convencional, al ir en su búsqueda, sería indagar en diccionarios norteamericanos, ingleses, alemanes o franceses. Veamos. De la voz «Honour» el Merriam-Webster enumera estas ocho acepciones: «1. Reputación 2. Reconocimiento 3. Privilegio 4. Mérito 5. Premios, honores 6. Castidad 7. Pureza 8. Integridad»[1]. Como vemos, solo en último lugar se alude al honor íntegro. En el Cambridge Dictionary no tenemos mucha más suerte; la definición de «Honor» es laxa y confusa: «Elevado respeto por alguien, o el sentimiento de orgullo y el placer resultante de que nos muestren respeto; un buen carácter o una recompensa pública para mostrar aprecio por logros inusuales»[2]. El Larousse, por su parte, exagera lo externo y lo afectivo al decir que el «Honneur» es un «conjunto de principios morales que nos incitan a no realizar nunca una acción que nos haga perder nuestra autoestima o la estima que otros nos tienen», tras lo cual añade que es «reputación, gloria, testimonio de estima, privilegio»[3]. ¿Qué propone el diccionario alemán Duden? Cuatro acepciones de «Ehre»: «1. Prestigio a causa de una estimación públicamente reconocida o supuesta (especialmente por motivos morales) 2. Señal o manifestación de la estima 3. Sentimiento del propio honor 4. Virginidad de una joven»[4]. Como se ve, en todos los casos y descontadas algunas pinceladas tenemos la impresión de seguir anclados en los honores ancestrales.
Lo cierto es que la definición más acabada del honor ético está en el Diccionario de la Real Academia Española, cuya primera acepción afirma sin rastro de ambigüedad que el honor es la «cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y uno mismo». De forma que es el DRAE el que más se acerca, de entre los diccionarios más reputados de los idiomas occidentales más importantes, a la definición del honor más avanzada moralmente. Lo hace además recurriendo a una fórmula que, sin dejar de ser general, capta admirablemente lo nuclear sobre el honor ético, acuñando, tal vez, su mejor lema.
Para poder ser ético y acumular lo mejor de los honores ancestrales, este honor íntegro evolucionado ha tenido que esperar a que se completase el proceso de individuación de nuestra especie, un hecho relativamente reciente, desigualmente consumado en el planeta y todavía incipiente en muchos lugares. El resultado es un honor que, sin dejar de ser intensamente social, se actualiza en el comportamiento individual y se plasma en el carácter. Las personas honorables conforman una unidad de actuación sobre el mundo que tiene el bien como propósito; un club de entrada libre, sin inscripciones ni jerarquías. Tampoco puede ser ya un club de hombres. En el mundo civilizado contemporáneo es inmoral cualquier distinción de derechos u oportunidades entre ambos sexos. El honor ético solventa la situación objetual y desplazada de la mujer en el honor de viejo cuño, superando su restricción a la masculinidad y desmintiendo la decrépita versión de lo honorable femenino, vinculada al recato sometido. Hoy hay mujeres soldados y hombres consagrados al cuidado. No existe diferencia alguna entre mujeres y hombres en lo que respecta al honor ético, y el feminismo que lucha contra estas discriminaciones es justamente una cuestión de honor.
También es universal y absoluto: no está vinculado a ningún contexto social, latitud o momento histórico. Es un deber frente a uno y el prójimo que nos liga a la humanidad entera y nos reúne con personas honorables de todas las épocas. Admiramos al capitán Campbell porque, como explica William Lad Sessions en Honor for Us, «el honor ha inspirado, y continúa inspirando a muchas personas para actuar decente, modesta, respetuosa, civil, hospitalaria, amable, generosa, gentil, valiente y graciosamente».
Necesitamos urgentemente que el honor ético ocupe el centro moral de nuestras malparadas sociedades libres. Las relaciones internacionales, el ámbito laboral y comercial, el proceder político, los sistemas educativos y las prácticas corrientes del hombre de a pie se están deshonorando, y los resultados de esa deriva son impredecibles. Con la torpe excusa del progreso, nos hemos embarcado en una carrera ciega y perpetua en la que parece no haber sitio para algo tan imperioso como honrar nuestras vidas. En su obra Sociedad humana: ética y política y en 1954, alguien tan racionalista y comprometido con la modernidad y la justicia como Bertrand Russell escribía:
Aunque sus manifestaciones eran a menudo absurdas y a veces trágicas, la creencia en la importancia del honor personal tuvo méritos importantes, y su decadencia no es ni mucho menos una completa ventaja. Suponía valor, veracidad, incapacidad de traicionar una confianza, y caballerosidad hacia aquellos que eran débiles sin ser inferiores socialmente. Si te despiertas durante la noche y ves que tu casa está ardiendo, está claro que tu obligación es, si puedes, despertar a los que están dormidos antes de ponerte a salvo; este es un deber de honor […] Otra cosa que prohíbe el honor es la vileza de someterse a una autoridad injusta, por ejemplo, tratar de congraciarse con un enemigo invasor. En temas menos importantes, traicionar secretos y leer las cartas de otro se consideran acciones deshonestas. Cuando la concepción del honor se libera de la insolencia aristocrática y de la propensión a la violencia, queda algo que ayuda a preservar la integridad personal y a promover la confianza mutua en las relaciones sociales. No me gustaría que ese legado de la época de caballería se perdiera para el mundo.
Este honor que Russell defiende no ha llegado a desaparecer nunca, porque es un hecho que la dignidad necesita, además de leyes e instituciones democráticas, defensas personales y corrientes para no ser ultrajada. La propia democracia no será más que un trampantojo del poder si una proporción elevada de la ciudadanía deja de ser honorable. Toda sociedad libre tiene a este respecto un punto de no retorno; no con ánimo tremendista, sino para concienciar y servir de revulsivo, esta obra tratará de explicar lo cerca que actualmente estamos de ese precipicio.
HONOR Y DIGNIDAD
En el último medio siglo no han faltado voces que proclamasen que las morales de la dignidad y las del honor son opuestas e irreconciliables. Berger fue uno de los más destacados defensores de que la dignidad, tras las revoluciones modernas, ocupó el lugar del honor y lo hizo obsoleto. Opinaba que el honor era una cosa de caballeros y aristócratas, y que había pasado a ser tan pintoresco como la castidad. «La dignidad» —escribió— «por contraposición, se relaciona siempre con la humanidad intrínseca desprovista de cualquier rol social o norma impuesta. Pertenece al yo mismo, al individuo independientemente de su lugar en la sociedad». Sostenía Berger que un código de honor, en cambio, solo aplica por completo entre quienes poseen el mismo estatus en la jerarquía. Por su parte, Pierre Bourdieu dijo en su estudio sobre “El sentimiento de honor en la sociedad cabilia” que el ethos del honor era fundamentalmente opuesto a la moral que afirma la igualdad en la dignidad de todos los seres humanos, no solo porque establece deberes y derechos diferentes para mujeres y hombres, sino además porque «los dictados del honor, directamente aplicados al caso individual y cambiantes según la situación, no son en modo alguno susceptibles de ser universalizados». Berger creía que en el honor la identidad es indisociable del grupo, mientras que en la dignidad es independiente de los colectivos. En su ensayo añade este toque posmoderno, adánico: «En un mundo de honor, la identidad está firmemente vinculada con el pasado a través de la reiterada comisión de actos prototípicos. En un mundo de dignidad, la historia es la sucesión de las mistificaciones de las que el individuo debe liberarse para alcanzar la “autenticidad”». Pensaba en consecuencia que la tarea actual es entender por qué la modernidad ha dejado atrás el honor para echarse en brazos de la dignidad, y las implicaciones antropológicas y éticas que esto ha tenido.
Quienes contraponen honor a dignidad entienden que el primero es externo al yo, comunión con el grupo, mientras que la dignidad es interna, renuncia a la disolución en el colectivo y afirmación de la individualidad propia. Pero sabemos que tanto Berger como Bourdieu se referían al honor tribal, que es el que abordaron en sus mencionados escritos, y la misma referencia ancestral toman la mayoría de quienes critican el honor desde que los tiempos son posmodernos. Claro que hasta hace poco la dignidad y el honor han chocado, cuando no se han repelido. Filoctetes, antiguo pretendiente de Helena y miembro de la expedición aquea hacia Troya, es abandonado por los suyos en la isla de Lemnos tras ser mordido por una serpiente. Neoptólemo, hijo de Aquiles, acude en su busca, pero al no verlo dispuesto a retornar a la batalla se dispone a desampararlo de nuevo. La dignidad de Filoctetes, desnudo y desahuciado, contrasta poderosamente con el honor del caballero enfundado en sus símbolos, desindividualizado y ultrasocializado. Su queja ante Neoptólemo, tal y como la imaginó Sófocles —«no me dejes así, solo, abandonado […] Has de saber que para los seres nobles solo lo repugnante es hostil, y lo honroso, glorioso»—, tanto muestra esa contraposición como apunta cómo puede resolverse, recurriendo a la integridad.
El propio Berger, en su mencionado artículo (“On the Obsolescence of the Concept of Honor”), nos dice que un redescubrimiento del honor en el futuro desarrollo de la sociedad moderna es no solo empíricamente plausible, sino también moralmente deseable. Y añade: «La constitución fundamental del hombre es tal que resulta prácticamente inevitable que construya una vez más instituciones que le provean de una realidad ordenada»; instituciones que por supuesto no se oponen y ni siquiera compiten con las que conforman el Estado de derecho, sino que las robustecen. Ese Estado de derecho, huérfano de una rectitud objetiva que lo sustente y de las costumbres que materializan esa objetividad virtuosa, vuelve a estar amenazado por el caos. De ahí que la ética que proponemos tenga consecuencias políticas, como se verá más adelante. Concluye así Berger: «La prueba ética para cualquier institución futura, y los códigos de honor que esta entrañe, será que logre imponerse y a un tiempo dar cuerpo y estabilizar los descubrimientos de la dignidad humana que constituyen unos de los principales logros del hombre moderno»; de eso se ocupa exactamente el honor ético.
En La sociedad decente, Margalit dice algo muy interesante a este respecto: que el concepto de dignidad humana evolucionó históricamente a partir de la idea de honor social. Estaríamos por tanto ante un desarrollo, y no ante una ruptura. La clave estriba en entender que la individualidad es impensable desconectada de la sociabilidad, y que la extraordinaria importancia que tuvieron y tienen los comportamientos honorables está ligada, como el propio Berger admite, a cómo estamos constituidos, a cómo sentimos, razonamos y vivimos. En La ética de la autenticidad, el libro con el que Charles Taylor se afanó en que la modernidad recuperase ciertas fuentes de la moral que había preterido, denunciando un olvido que nos está dejando ciegos para la verdad y la justicia, se explica el tránsito desde el honor aristocrático a la dignidad democrática. Esa transformación chocante, de oruga a mariposa, no debe ocultarnos que sus orígenes son comunes. El propio Taylor, en su obra más hercúlea, Fuentes del yo, se había adelantado a Margalit unos años al afirmar que «la ética del honor ha sido en gran medida el trasfondo de una interpretación de la dignidad muy extendida».
¿Qué es la dignidad? Dice Javier Gomá, que es «un poder antiguo, ancestral, que hunde sus raíces en los estratos más profundos de la historia y la naturaleza humana, y al mismo tiempo poder novísimo, como acabado de nacer y que se hubiera estrenado esta misma mañana». La dignidad es el lujo que se concede la especie humana de elevar un ideal humanitario a ley moral que se impone a la natural ley del más fuerte. Añade Gomá que podría definirse «precisamente como aquello inexpropiable que hace al individuo resistente a todo, interés general o bien común incluido», y que por lo mismo estorba a muchos poderes e intereses creados. La dignidad es bisagra entre lo individual y lo colectivo, y es su diamantina entidad la que suscita la tarea honorable de combatir su abuso.
El proceso por el que el honor se despoja de su heráldica y se compadece del lamento de Filoctetes coincide con aquel por el que la dignidad se democratiza. Las culminación de esa travesía es bien reciente. Una edición del diccionario del doctor Johnson publicada a principios del siglo XIX definía todavía la dignidad como «elevación del rango o el aspecto, grandeza», algo que recuerda poderosamente al honor privilegiado. Hoy en día reclamamos en cambio esa grandeza para todos los seres humanos, y es deber de todas las personas honorables defenderla.
La vulnerabilidad del ser humano es la clave de bóveda de su dignidad; de igual modo, el reconocimiento de la vulnerabilidad propia es la antesala del honor. Vemos todo ello reflejado en el bushido, que es una filosofía de vida de quienes se enfrentan constantemente a la muerte, una suerte de mortalidad visibilizada. Tanto en Los cinco anillos como en Hagakure, textos escritos por samuráis a partir de sus propias experiencias, la mortalidad está en todo momento presente. A pesar de ello, no son escritos sombríos, sino lúcidos y valientes. En Hagakure, leemos: «Con tan solo mirar un poco uno ve aparecer, sin más, toda la dignidad contenida en una persona».
Cuando el honor es ético, dignidad y honor resultan inseparables, como lo son nuestra naturaleza social y nuestra conciencia indelegable. Dice Kant en Metafísica de las costumbres que «el honor justo (honestas juridicum) consiste en afirmar el valor propio como ser humano en relación con los otros». La terminante cesura entre uno mismo y los demás es un infundio. La dignidad es la sacralización de lo común humano en lo inigualable individual. Lo sagrado remite al verbo latino sancire, «convertir en inviolable por un acto religioso». El honor es una defensa personal y activa de la dignidad propia y ajena, consideradas sagradas; sabemos que estamos ante una acción honorable cuando esta tiene por fin restaurar una dignidad lastimada. La dignidad, pese a ser proclamada, no asegura el bien ni protege del mal. G. K. Chesterton, al enfrentarse en su tiempo a la prostitución ideológica del lenguaje, dijo que llegaría un día en que sería preciso desenvainar una espada para afirmar que el pasto es verde. Esa espada, en cuanto hace al bien y por lo tanto a la dignidad, es el honor; y a fe que debe ser desenfundada. Un derecho o un valor que no se está dispuesto a defender, ¿cuánto vale?
Se ha dicho que la dignidad es indestructible y el honor puede perderse; se ha dicho para distinguirlos artificialmente, y, por cuanto hace al honor, por consideraciones ancestrales. La ética del honor y el coraje lo niega. Sostiene que una dignidad violada es una dignidad destruida, y que nadie, salvo nosotros mismos, puede arrebatarnos el honor, que está en nuestros actos. Hay en la historia un reguero de casos que lo confirman. Miremos por un instante a lo ocurrido en Europa en los últimos cien años; la dignidad recibió un tiro en la nuca en los campos de la muerte del Gulag y el Holocausto. La trayectoria humana es una recua de atrocidades, un grito desgarrador que necesariamente perturba, pero allá tocamos fondo. Nadie en su sano juicio puede negar que no solo hubo muertes, sino la instauración del terrorífico reino de lo indigno. Tal vez el alma inmortal sea invulnerable; la dignidad no lo es. Y si queremos decir todavía que no puede perderse, tendremos que admitir por fuerza que sí puede sepultarse a profundidades insondables.
La dignidad, en definitiva, es la matriz de los derechos universales, pero es el honor el que introduce los deberes que logran que esa matriz siga viva. En rigor, tales derechos no son verdaderos derechos, sino exigencias morales; su realización en el mundo corresponde, dentro y fuera de las instituciones, a los individuos de carne y hueso. Todas las garantías institucionales que quepa poner en marcha quiebran si no hay al frente personas honorables. No hay sistema policial, jurídico y legislativo que asegure lo ético, que es previo a lo político y sostiene ese edificio. Hay muchas situaciones en las que no se puede esperar a los jueces o a las «fuerzas del orden» para que la dignidad prevalezca. Ni el más sofisticado y dotado sistema tribunal del mundo puede asegurar la paz social en una sociedad de individuos inmorales. Por ser un honor en la polis, el honor ético es civil por antonomasia, pero no admite ingenuidades.
HONOR Y COSMÓPOLIS
Los honores ancestrales, y en muchos casos el honor íntegro, son relativos a contextos sociales particulares. Sin embargo, en el honor ético ese contexto es la humanidad entera; su comunidad de referencia es la Cosmópolis.
El cosmopolitismo honorable no tiene nada que ver con el turismo global, la macdonaldización de la cultura, la Alianza de Civilizaciones y otras imposturas. Tiene en cambio mucho que ver con la reivindicación de la autonomía del individuo y con el reconocimiento del prójimo. Los cínicos fueron sus precursores; a Diógenes de Sinope se le atribuye la expresión kosmopolitês, de κόσμος, mundo, y πολίτης, ciudadano. El breve y célebre encuentro entre Diógenes y el primer estadista global, Alejandro Magno («si no fuera Alejandro, quisiera ser Diógenes»), marca el inicio de un proceso de doble vía que sigue avanzando en nuestros días, con luces y sombras: la globalización y la individuación.
Recogerían el testigo de los cínicos quienes más hicieron en la Antigüedad por la dignidad del individuo: los estoicos y los cristianos. Antes de ellos, derechos y deberes dependían decisivamente de la procedencia, la condición libre o esclava y la situación que uno tuviese en el estamento. Los estoicos, de Zenón en adelante y bajo la sombra de Sócrates, concluyeron que esas particularidades eran circunstanciales, negaron la dicotomía entre griegos y bárbaros y postularon que todos los seres humanos comparten un mismo logos (λóγος, la recta razón que gobierna el universo, conectando lo humano y lo divino). El helenismo, la globalización cultural de los últimos tres siglos de la era precristiana, anegó Roma de estoicismo. Cicerón y Séneca y luego Epicteto combatieron contra el pedigrí, aduciendo que el conocimiento está al alcance de todos porque la luz universal de la razón a todos nos ilumina. Si, como apunta Marco Aurelio, el universo es un ser vivo con una sola sustancia y un alma sola, todos nos debemos todo a todos y el cosmos es la ciudad que compartimos.
Por su parte, Pablo de Tarso hizo del cristianismo un cosmopolitismo al acabar con la distinción entre judíos y gentiles: «Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gálatas 3, 28). Propuso una oekumene (οἰκουμένη), una comunidad global de vivientes en la religión superpuesta a la oekumene geopolítica (orbis terrarum) que los romanos estaban forjando. Fueron las legiones romanas, y la subsiguiente romanización de los territorios conquistados por la vía civil de las costumbres y el Derecho, las que sembraron el cosmopolitismo estoico y cristiano que germinaría en el mundo, un avance coronado primero con la cristianización del imperio y después con la de los pueblos germánicos que lo demolieron. En términos simplificados, para el hiperracional estoico, todos los demás han de importarnos tan poco como nosotros mismos, y nuestros deberes son un compromiso personal; para el compasivo cristiano, el prójimo ha de importarnos mucho, tanto como nosotros mismos, y nuestra obligación es con Dios. La conciencia que alumbra el honor ético es hija de ambas ideas-fuerza: de la común racionalidad natural que compartimos y del amor que es regla de un Dios único que a todos nos cobija.
En los albores de la modernidad, las primeras expresiones geopolíticas acabadas de este cosmopolitismo están en los humanistas renacentistas; señaladamente en Erasmo y su Querela Pacis y en Juan Luis Vives y su De concordia et discordia in humano genere. No obstante, es Kant quien en Sobre la paz perpetua plantea un ius cosmopoliticum, unas leyes mundiales que serán la base de algunas de las instituciones que hoy por hoy, con mayor o menor fortuna, tratan de ocuparse materialmente de la solidaridad terráquea. Sostiene Kant que para que la paz duradera sea posible en este mundo es preciso que exista una «ciudadanía mundial» establecida exclusivamente en términos morales, sin mediar leyes o coerción política, una auténtica Cosmópolis o ciudad sin Estado.
El quid de la cuestión, en lo que a la moral concierne, es si la humanidad puede ser una comunidad verdadera. MacIntyre ha negado esa posibilidad, limitando el poder de la virtud para promover comportamientos morales a la existencia de colectividades cercanas, digamos sociológica o antropológicamente admisibles. En este mismo sentido, Joseph de Maistre, crítico contrarrevolucionario, se quejaba de que ese «hombre» que Diógenes de Sinope buscaba con su candil afanosamente era ininteligible, y la Cosmópolis una abstracción estéril. Si estas críticas son de la mayor importancia es porque hoy somos dolorosamente conscientes de cómo esa abstracción nos ha llevado a un cosmopolitismo desafecto e incapaz de solventar nuestros desafíos globales. El cosmopolitismo humanista está en retroceso, y el localismo y el individualismo, en auge, como resultado de una compleja combinación de factores socioeconómicos, geopolíticos y culturales. La tecnología nos une, pero también nos aísla, y la aldea global a la que se refirió Marshall McLuhan cada vez se inclina más al aldeanismo, y por lo tanto al tribalismo. Cosmópolis e individuo están separando sus caminos. La posmodernidad ha volado todos los puentes que iban del sujeto al cosmos, y esa voladura metafísica tiene consecuencias morales. El honor ético reconstruye esos puentes; el cosmopolitismo que incorpora huye de las entelequias, y actúa siempre respecto a un tú concreto.
Al referirse en su obra Bushido al código de honor de los guerreros samuráis, Inazō Nitobe habla de una flor autóctona que requiere para brotar de un suelo y un clima determinados. Es innegable que la cultura y las instituciones moldean los caracteres, y que las prácticas locales tienen un efecto cierto en cuanto imitamos y aprendemos. Pero no es menos cierto que la tecnología ha comprimido la Tierra, y que la capacidad de expansión de los sentimientos y las ideas está borrando las fronteras. En un mundo extraordinariamente conectado por el transporte físico y definitivamente conectado en el ámbito virtual, es difícil defender que las redes sociales «no son verdaderamente sociales», que las relaciones amorosas que cruzan océanos «son solo virtuales» y que la hermandad entre pueblos solo puede ser estética y moral en ningún caso. Tenemos innumerables ejemplos de solidaridad entre personas y comunidades enormemente distanciadas; y si el asesinato de un ciudadano en Minneapolis genera intensas respuestas reales en los más diversos puntos del globo, no se puede afirmar que la oekumene no es una comunidad.
También sabemos que la antroposfera es de hecho una comunidad de destino; lo que la ciencia desvela sobre el medioambiente tiene inexcusables consecuencias políticas. En El camino de Wigan Pier, George Orwell aporta la metáfora adecuada: el mundo es una especie de balsa que navega por el espacio y contiene suficientes provisiones para todos, de forma que la idea de que todos debemos cooperar y velar por que cada uno haga su parte justa del trabajo y obtenga una parte de esas provisiones es tan obvia que nadie podría negarse a aceptarla a no ser que tuviese «algún motivo corrupto para aferrarse al sistema presente». Desde que Orwell escribiera esto han pasado muchas cosas, y casi todas abundan en su mismo sentido. En su ensayo “The Economics of the Coming Spaceship Earth”, Kenneth E. Boulding expuso años después una metáfora similar, según la cual el mundo es una aeronave que nos transporta a todos como pasaje, haciendo de la humanidad una comunidad de comunidades donde se juntan lo universal y lo personal y más cercano. En esta «aeronave» todos somos tripulantes; están con nosotros quienes nos precedieron y las generaciones futuras. Frente al discurso sincrónico y ególatra de la ideología consumista y la cerrazón localista de los populismos, la solidaridad de nuestra era, que tanto puede y tanto sabe, es diacrónica y es global o es moralmente irresponsable. Las consecuencias del cambio climático, las pandemias sin confines posibles y la geoestrategia de los arsenales nucleares dejan bien a las claras cuánto nos jugamos a propósito de esto. Sabemos de nuestra vulnerabilidad como especie, y es deber de todos postergar cuanto podamos la caída de esa noche infinita.
Afirmaba uno de sus principales estudiosos, Hans Speier, que el honor es un complejo multidimensional situado en el espacio y el tiempo. En cuanto hace al honor ético, ese espacio y ese tiempo están forzosamente globalizados. En estas páginas vamos a aclarar que eso es perfectamente compatible con desterrar las abstracciones, que en lo moral terminan siendo infructuosas. Los seres humanos compartimos destino. La alternativa a un solo mundo es una breve algarabía de localismos seguida de una aniquilación segura. Las aumentadas capacidades humanas del siglo XXI llevan aparejadas responsabilidades superiores. Noblesse oblige.
ALGUNOS HOMBRES BUENOS
En el resto de este libro se hablará, en aras de la simplicidad y salvo cuando se especifique otra cosa, de honor a secas. Antes de eso, merece la pena detenerse en una muestra cinematográfica de la transición del honor tribal al ético. Algunos hombres buenos, basada en la obra teatral homónima de Aaron Sorkin, cuenta la historia del juicio por la muerte del Marine Willy Santiago. El cabo Harold Dawson y el soldado Louden Downey, a petición de sus mandos, aplicaron a Santiago un «código rojo», un castigo oficioso por un comportamiento juzgado desleal a su unidad. Irrumpieron de madrugada en su cuarto, lo amordazaron, le propinaron algunos golpes. Pero algo salió mal: a causa de una afección previa y desconocida, la represalia acabó con la vida del soldado, y ahora han de afrontar un consejo de guerra en el que se les acusa de asesinato.
Santiago había tenido problemas para estar a la altura de su unidad, destacada en la base naval de la Bahía de Guantánamo, a causa de algunos problemas físicos. Como resultado de ello, estaba siendo acosado por sus compañeros. Cada vez más solo y angustiado, al presenciar una acción irregular de Dawson (su protector en muchas ocasiones), vio su oportunidad de pedir un traslado comunicando fuera de la base el incidente. Las cartas que escribió fueron interceptadas por sus mandos, el teniente James Kendrik y el coronel mayor Nathan Jessep, que decidieron meterle en vereda. Había que enseñar a Santiago a respetar el Código, a pesar de las reticencias del coronel Matthew Markinson, que sostenía que lo de las cartas se sabría y el acoso subiría de tono, por lo que aconsejaba su traslado.
Se encarga la defensa de Dawson y Downey al teniente Daniel Kaffee, un joven abogado de la Armada especialmente hábil en la negociación de acuerdos. Kaffee tendrá como asistente a la capitana Joanne Galloway, que sospecha que se ha aplicado un «código rojo» y que por lo tanto los acusados son inocentes del cargo de asesinato que se les imputa. Por supuesto, Jessep ordenó a Kendrik la acción disciplinaria, y este la transmitió a sus ejecutores; una vez constatada la tragedia, y por tratarse de un procedimiento ilegal, aunque tribalmente asumido, dejaron que los soldados cargasen con la culpa. Al visitar Kaffee la unidad y enfrentarse a Kendrik, este le explica, rebosando desprecio: «El soldado Santiago ha muerto, y eso es una tragedia. Pero ha muerto porque no tenía Código, ha muerto porque no tenía honor». Cuando Kaffee pregunta a Dawson por qué había que aleccionar a Santiago, este alude a que se saltó la cadena de mando y mancilló el Código: «Unidad, Cuerpo, Dios, Patria».
Sabiendo que el todopoderoso Jessep controla numerosos resortes en el ejército, y con el fin de finiquitar rápidamente el asunto, Kaffee obtiene sin demasiadas dificultades una ventajosa propuesta de acuerdo: sus defendidos se declararán culpables y serán condenados a dos años, de los que solo cumplirán seis meses. Frente a la perspectiva probable de cumplir cadena perpetua, esa parece una gran noticia. Pero al comunicárselo a Dawson (que ejerce un paternal control sobre Downey), este se niega a aceptarlo. El cabo es, a fin de cuentas, un hombre de honor: su moral atiende a principios y no a consecuencias. «No hicimos nada malo, señor» —le dice a Kaffee— «Hicimos nuestro trabajo, y si trae consecuencias, las aceptaré. Pero no diré que soy culpable». Hay algo que asusta más a Dawson que pasar el resto de su vida en la cárcel: que a él y a Downey los licencien con deshonor. «Nos hicimos Marines porque queríamos vivir la vida bajo un cierto Código y lo encontramos en el Cuerpo. Y ahora nos pide que firmemos un papel que dice que no tenemos honor […] Si el tribunal decide que lo que hicimos está mal, asumiré el castigo que se me imponga, pero no me deshonraré a mí mismo, a mi unidad y al Cuerpo para irme a casa a los seis meses».
A estas alturas de la historia, la tensión entre el pragmatismo de Kaffee y la ética no consecuencialista de Dawson ha alcanzado sus más altas cotas. Dawson está todavía atrapado en una variante de honor moralmente errónea; pero cree en la objetividad del bien y es fiel a unos principios. «¿Cree que hicimos lo correcto?», pregunta a su abogado; «creo que perderéis», le responde este. A lo que Dawson replica: «Es usted un cobarde. No puedo creer que le dejen llevar uniforme». Cuando Kaffee, contrariado, se vuelve antes de abandonar la sala para exigirle respeto («¿qué pasa con el saludo a un oficial cuando abandona la sala?»), Dawson lo mira desafiante y entierra en los bolsillos sus manos.
El teniente Daniel Kaffee está viviendo su propio proceso; un viaje a las entrañas de su coraje. Es hijo de un difunto abogado célebre por su entrega a las causas sociales, y esa alargada sombra lo persigue a todas partes. Tiene la brillantez y las habilidades, e incluso, sepultados por la soberbia y el éxito, los ideales; le faltan redaños. En una de las discusiones que tiene con la capitana Galloway, en la que Kaffee grita que él sabe de leyes, esta le dice: «No eres nada, un picapleitos, un vendedor de coches usados. Vive con eso». El teniente sabe de reglamentos y negociaciones, pero olvidó la justicia. Cuando pisa por primera vez la sala donde tiene lugar el consejo de guerra, admite que lo eligieron por su historial de acuerdos rápidos, para que la causa no llegase nunca a un tribunal. Decide entonces dar un paso al frente y defender la inocencia de Dawson y Downey, asumiendo graves riesgos profesionales y personales.
Kaffee hace que el honor ancestral se siente en el banquillo. Cuando interroga al teniente Kendrik a propósito de una ocasión en la que Dawson fue amonestado por seguir su propio criterio y pasar comida al soldado Bell, que había sido castigado por un incidente menor, Kendrik le dice: «Tengo dos libros en mi mesilla de noche, teniente: el Código de Conducta de los Marines y la Sagrada Biblia, y no respondo a otra autoridad que a mi superior, el coronel mayor Jessep, y a Dios nuestro señor». Kendrik está reconociendo que el honor ancestral es jerárquico y heterónomo, que no permite enjuiciar personalmente si algo está bien o mal; y sabemos que en aquel suceso el honor ético estaba del lado del acusado, Dawson, que alimentó a un hambriento. «Por seguir el dictado de su propia conciencia, Dawson fue castigado», dice Kaffee, que pregunta a Kendrik: «¿Puede Dawson decidir por sí mismo qué orden puede obedecer?». «No, no puede», responde el teniente.
Cuando Kaffee decide llamar a declarar al comandante en jefe de la unidad destacada en la Bahía de Guantánamo asistimos al clímax de la cinta. Jessep está deseando reconocer que fue él quien ordenó el «código rojo», aunque se cuida de hacerlo, pues sabe que lo incriminaría en el asesinato. Kaffee lo acorrala, y entonces Jessep estalla y hace esta orgullosa declaración de principios:
Nosotros usamos palabras como Honor, Código, Lealtad, las usamos como columna vertebral de una vida consagrada a defender algo. Tú las usas como gag. Y no tengo ni el tiempo ni las más mínimas ganas de explicarme ante un hombre que se levanta y se acuesta bajo la manta de la libertad que yo le proporciono y después cuestiona el modo en que la proporciono.
Jessep tiene una misión encomendada, en virtud de la cual él se sitúa por encima del bien y del mal y niega a Kaffee su derecho a enjuiciarle; una misión en la que la muerte de Santiago o la reclusión de Dawson y Downey son males necesarios, anécdotas que hay que olvidar a toda prisa. Y si al abogado no le parece bien ese sistema, ya puede él coger un arma y ponerse a la tarea. Con una última presión, Kaffee logra que Jessep confiese que fue quien dio la orden, porque nada de lo que ocurre en su unidad sucede sin su consentimiento, ya que él, por designación jerárquica, es sencillamente la ley.
Encausado Jessep por su confesión, los acusados son absueltos del crimen que se les imputaba, pero son licenciados con deshonor por «conducta impropia de un miembro del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos». El soldado Downey, desolado, no entiende qué está pasando; ¿por qué los castigan si no han hecho nada malo? Dawson, que ya ha entendido que es al honor ético al que un verdadero soldado se debe, le responde: «Sí lo hemos hecho. Nuestro deber era luchar por la gente que no podía luchar por sí misma. Nuestro deber era luchar por Willy». Decía el general Douglas MacArthur que un soldado tiene el encargo de proteger al débil y desarmado, sea amigo o enemigo, pues esa es la esencia de su propósito. Kaffee remacha, dándole la vuelta, la idea de Dawson: «El honor no es solo una pegatina en el brazo». Reconciliado finalmente con su abogado, ahora que un solo bien obliga a ambos y un solo principio los cobija, Dawson muestra sus respetos a Kaffee cuando este se dispone a abandonar la sala de juicios: «¡Firmes! Hay un oficial en la sala».
[1] [Todas las consultas de estos diccionarios se realizaron a mediados de 2021]. «1. Reputation 2. Recognition 3. Privilege 4. Credit 5. Badge-decoration 6. Chastity 7. Purity 8. Integrity».
[2] «Great respect for someone, or the feeling of pride and pleasure resulting when respect is shown to you; a good character, or a reputation for honesty and fair dealing; a public reward to show appreciation for unusual achievement».
[3] «Ensemble de principes moraux qui incitent à ne jamais accomplir une action que fasse perdre l’estime qu’on a de soi ou celle qu’autrui nous porte […] réputation, gloire, témoignage d’estime, privilège».
[4] «1. Ansehen aufgrund offenbaren oder vorausgesetzten (besonders sittlichen) Wertes; Wertschätzung durch andere Menschen 2. Zeichen oder Bezeigung der Wertschätzung 3. Gefühl für die eigene Ehre 4. Jungfräulichkeit eines jungen Mädchens».