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Introducción

No hay dolor sin sufrimiento

Habla -Sin embargo no separes del Si al No.

Da también significado a tu palabra:

Dándole sombra.

Paul Celan, Habla tú también

Esta obra trata sobre la experiencia del dolor, de qué manera es vivido y sentido por los individuos, sobre los comportamientos y las metamorfosis que induce. Se trata de estar lo más cerca de la persona esforzándose por comprender lo que vive por medio de las herramientas de la antropología. Esta obra prolonga, de algún modo, Antropología del dolor (1995, reedición 2004)1, que insistía sobre todo en la dimensión social y cultural del dolor. A partir de la primera edición de ese libro, no sólo continué esas investigaciones en el contexto de la enfermedad o los accidentes, sino que prolongué incluso aquellas concernientes a las conductas de riesgo de los jóvenes (2002; 2003; 2007), o en los deportes extremos (2002), en el body art o en los ritos contemporáneos de suspensión (2003)2. Estas figuras múltiples del dolor expanden la comprensión mostrando considerables variantes de experiencias.

El propósito consiste justamente en determinar los lazos entre el dolor y el sufrimiento, y paralelamente comprender por qué algunos dolores carecen de sufrimiento, o están incluso asociados a la auto realización o al placer. Por ejemplo el dolor buscado o vivido por medio de conductas de riesgo o de escarificaciones es de otra naturaleza al que produce la enfermedad. El deportista extremo o simplemente el deportista en competencia o durante el entrenamiento es un hombre o una mujer que acepta el dolor como materia prima de sus performances, trata de domesticarlo, de contenerlo, sabe que si no “pone todo” será mal visto. En cuanto a la persona que se suspende con ganchos por el pecho, más bien busca el éxtasis o una experiencia espiritual. En otro registro, la experiencia del parto manifiesta una fuerte ambivalencia, algunas mujeres lo viven como un sufrimiento intolerable y otras como una sensación inolvidable que no está unida al dolor. Por otro lado, hay quienes incluso buscan el orgasmo por medio de diversos ejercicios de crueldad en las prácticas sadomasoquistas. El dolor parece un conjunto de muñecas rusas, donde al abrir una, aparece otra y otra más. Brevemente, las figuras del dolor son innumerables y mi deseo es confrontarlas para tratar de comprenderlas mejor porque, si bien ciertas experiencias dolorosas destruyen a la persona, otras, a la inversa, la construyen.

La relación dolor-sufrimiento es el tema central de esta obra. Y si bien los primeros capítulos tratan de un dolor que implica sufrimiento en la enfermedad o por las secuelas de un accidente o de la tortura, en los otros se analiza un dolor a menudo próximo al placer o al desarrollo personal, y se esfuerza por comprender la ambivalencia de la relación con el dolor. Desde luego, el análisis podría continuar con el estudio de las diferentes formas de misticismo. En efecto, hombres y mujeres se infligen terribles privaciones, heridas que de ningún modo viven como sufrimientos, sino con una especie de delectación gracias a su convicción de que sus pruebas los acercan a Dios. No abordaré aquí esa ofrenda de dolor tratada ampliamente en Antropología del Dolor.3

El dolor es una clave de la condición humana, nadie puede escaparle siempre, es inconcebible una vida sin dolor. Según las circunstancias golpea temporal o permanentemente. Pero la mayor parte del tiempo se mantiene como un malestar que dura unas horas y se olvida ni bien ha pasado. Siempre remite a un contexto personal y social que modula el sentimiento. En la vida cotidiana es imposible escapar alguna vez, a un dolor de espalda, o de vientre, a una angina, una caries, un raspón, una quemadura, un golpe contra una puerta, una caída… La lista de los pequeños males que jalonan nuestra existencia no tiene fin. Como la enfermedad o la muerte, el dolor es el precio que pagamos por la dimensión corporal de la existencia. Todo individuo está condenado a la precariedad, pero simultáneamente, si bien su cuerpo está destinado al envejecimiento y a la muerte, también es el requisito del sabor del mundo (Le Breton, 2006).4 El dolor es el privilegio y la tragedia de la condición humana o animal. Aunque sea compartido por todos, la paradoja es que siempre aparenta ser algo totalmente ajeno a uno mismo. “A ese dolor no podríamos imaginarlo como propio hasta que aparece. Cuando llega, apenas podemos representárnoslo como propio” (Vasse, 1983, 12).

A menudo se siente dolor sin una lesión detectable y a la inversa, hay lesiones graves que no se sienten. Si bien advierte de una amenaza para la integridad corporal, no siempre es proporcional al daño que anuncia. Aunque a veces es útil para denunciar un proceso patológico, por lo general está ausente cuando se trata de indicar el progreso de una enfermedad grave descubierta demasiado tarde, y es común que se incremente fuera de toda necesidad de protección para desmantelar la existencia. Por lo general, es el dolor mismo la enfermedad a combatir. “¿Para qué le sirve a una persona que está muriendo por un cáncer, ese espantoso dolor que solamente con humor negro podríamos llamar función de defensa? ¿Para qué pueden servir un ataque de migraña, una neuralgia del ciático o del trigémino?” (Sarano, 1965, 111). ¿Para qué el dolor de un miembro fantasma, cuya paradoja es hacer sufrir por un miembro perdido y por otro lado reavivar el sentimiento moral de la mutilación, o el que persiste después de la cicatrización del tejido? En otras palabras, el dolor es una enfermedad, aunque participe del diagnóstico, urge aliviarlo.

Si bien la ausencia de dolor por una anomalía congénita parece un destino envidiable, las consecuencias son poco deseables. Un individuo incapaz de sentir el más mínimo dolor se encuentra amenazado constantemente. Ignora las agresiones que sufre su cuerpo, a menos que pueda ver los efectos. Se corta o se quiebra un miembro sin experimentar ningún dolor. Continúa tomando una sopa hirviente o caminando con la pierna fracturada. Sólo un problema funcional atrae su atención. No siente ningún dolor producto de una apendicitis o del avance de una enfermedad grave. La insensibilidad congénita al dolor es rara, pero expone al infortunio peligrosamente y quienes la conocen mueren precozmente. El dolor se mantiene para ellos como un enigma.5 El cirujano Richard Selzer cuenta la historia de una mujer operada recientemente. Revisa a la mujer en su cama del hospital, luego cuando ella está en el baño, un líquido oscuro se filtra por debajo de la puerta. Descubre a la paciente postrada, con la mano sumergida en su abdomen desgarrado. Asombrado, la devuelve a su cama y cura sus heridas. Ella le pregunta súbitamente: “Eso debería doler terriblemente, ¿cierto? Quiero decir: si mi cuerpo fuera realmente mío, tendría dolor. Pero no siento nada.” (1987,151). Entonces R. Selzer comprende que la mujer estaba buscando su dolor. La paradoja del dolor es que proporciona el sentimiento de estar vivo y establece una frontera neta entre uno y el mundo. El individuo está en todas las partes donde lo toca el dolor. Si no está en ninguna parte, corre el riesgo de sentirse nada. Hay una larga historia en nuestras sociedades acerca del dualismo entre el cuerpo y el alma (o el espíritu). Habría un dolor (físico) y un sufrimiento (psíquico). Se separa al dolor, que daña la carne, del sufrimiento, que daña la psiquis. Esta distinción opone el cuerpo y el espíritu como dos realidades separadas, mostrando al individuo como el producto de un collage surrealista. Pero el dualismo dolor-sufrimiento no tiene más fundamento que el dualismo cuerpo-espíritu. La condición humana es, desde el principio y en forma irreductible, una condición corporal (Le Breton, 2008).

Incluso Descartes se apoya en el dualismo en relación al dolor. En las Meditaciones, explica que el dolor sería ineficaz si no estuviera “alojado en mi cuerpo como un piloto en su nave. Si no fuera así, cuando mi cuerpo está herido, yo no sentiría dolor, pero me daría cuenta de esta herida por mi entendimiento, como un piloto percibe con la mirada si alguna cosa se rompe en su barco […]. Porque de hecho todas esas sensaciones de hambre, de sed, de dolor, etc., no son otra cosa que algunas formas confusas de pensar, que provienen y dependen de la unión y de cómo se mezclen el espíritu con el cuerpo”.6 El hombre de Descartes está fundado en su cuerpo, es impensable sin la carne que lo compone. La medicina del dolor no cesa de chocarse con este dualismo que la transforma en una ciencia del cuerpo y de sus procesos, y no en una ciencia del hombre completo. Una serie de oposiciones que dan cuenta de una representación dualista complican a menudo el abordaje de las personas con dolor: somático/psíquico; orgánico/psicológico; orgánico/funcional; orgánico/psicosomático; cuerpo/alma o espíritu; objetivo/subjetivo; real/imaginario, etc. Y para muchos médicos el único valor científico y médico es el que refiere al “cuerpo”, a lo “real”, a lo “orgánico”, a lo “objetivo”, etc. Pero justamente es el mismo dolor el principio de subversión de estas categorías demasiado racionalistas.

El clínico, por supuesto, puede tratarlo de manera diferente y no olvidar nunca la singularidad del paciente, pero para el paradigma médico la enfermedad consiste en una entidad biológica universal que se traduce por una serie de signos clínicos. Este modelo se instituye más allá de cualquier referencia social, más allá del suelo, más allá de la historia. La enfermedad y las heridas por lo tanto dan cuenta de una historia natural y de una biología instalada en la naturaleza. Por el contrario, para la antropología médica, la medicina es una práctica cultural con sus formas específicas de interpretar y tratar las afecciones y los síntomas (Engel, 1977; Good, 1998; Laplantine, 1992; Le Breton, 2008a y b; Pizza, 2005), se basa en una visión propia del ser humano, de su cuerpo, implica una representación del mundo, aunque esta última esté comprometida con un marco de verificaciones, racionalizaciones, efectividad, etc. No es una verdad en acción por múltiples razones, la más trivial es que un médico no es la medicina, y que además el tratamiento de un paciente despierta innumerables variables capaces de influenciar enormemente la relación y la patología misma, en su naturaleza y su evolución. Igualmente, lo doloroso no es el dolor, etc. Otros médicos demandan paradigmas y cuidados de otro orden (Le Breton, 2008a).

En la biomedicina rivalizan dos enfoques del dolor, muy diferentes por sus consecuencias para los pacientes. La teoría de la especificidad es una representación hegemónica de larga data que considera que una causa induce una enfermedad o un dolor proporcional a una lesión, por medio de un aparato neurológico apropiado (Melzack, Wall, 1989, 129 sq.). Descartes, en 1664, describe el mecanismo del dolor como un sistema nervioso que conecta la piel y el cerebro. Según esa teoría, una llama sobre la piel estimularía los nervios y detonaría la reacción del cerebro, igual que cuando un hombre tira de la cuerda al pie de la torre, suena la campana en el campanario. Esta teoría puramente fisiológica, heredera del dualismo, corresponde a un enfoque médico que oscurece todo interés, por lo demás accesorio, por la palabra y la historia singular del enfermo para indagar los mecanismos corporales puestos en juego en la enfermedad. De este modo cada dolor tendría una causa específica y le correspondería con una eventual modalidad terapéutica. Como muchas representaciones médicas que no toman en cuenta a la persona salvo aislada en un conjunto de cuestiones fisiológicas, esta teoría de la especificidad se enfrentó con muchas anomalías que la medicina carga en la cuenta de un “resto” todavía a dilucidar. Por otra parte, debido a lo impersonal de la sensación neurológica, la intensidad del dolor debería ser proporcional a la lesión, cosa que la experiencia contradice, sin que haya una explicación de esta anomalía.

A la inversa, la teoría de la puerta enunciada en 1965 por Melzack y Wall revela la noción de un dolor puramente sensorial y transmitido en línea recta al cerebro. La experiencia dolorosa está sujeta a diferentes dimensiones, donde los datos neurológicos se integran con los datos cognitivos y afectivos y se entrelazan con la experiencia pasada del enfermo. Melzack y Wall restauran el anthropos y ya no conciben el dolor como un fenómeno impersonal y estrictamente neurológico; las puertas se abren o se cierran a lo largo del trayecto nervioso, mecanismos de diferentes órdenes influyen en el mensaje doloroso matizando el sentimiento. Es “el individuo entero”, como dijo anteriormente René Leriche (1937, 401), quien lo siente, con todo el espesor de su historia personal, y no solamente como un mero organismo reducido a su biología. En consecuencia, la acción contra el dolor deja de ser esencialmente quirúrgica o farmacológica, no basta que actúe sobre las actividades fisiológicas sino que movilice otros recursos invitando al paciente a contribuir a su curación. En otros términos, el grado de sufrimiento está ciertamente modulado por las intervenciones médicas, pero también por los procedimientos del significado basados en la palabra o en las técnicas del cuerpo como la imaginería mental, la sofrología, la hipnosis, la relajación, el yoga, etc. Si bien la percepción del dolor está determinada por los datos que mezclan la fisiología y la psicología, la tarea del médico o del enfermo no es sólo actuar sobre un mecanismo que sería el único responsable de la sensación dolorosa, sino movilizar los recursos individuales multiplicando los medios para identificar los más eficaces.

No se puede pensar en ninguna panacea frente a la multiplicidad de datos implicados en cada dolor. Melzack y Wall pregonan entonces el uso racional de tratamientos conjuntos y el trabajo multidisciplinario (1989, 236). Concluyen su obra afirmando: “Aprendimos a aceptar que el dolor no se produce por la simple activación de un solo sistema específico de señalización, sino que está sujeto a una serie de controles que actúan en el contexto de un sistema nervioso integrado completo. Entonces deviene necesario combinar los recursos disponibles, para permitir al sistema nervioso encaminarse hacia un modus operandi normal y libre de dolor” (242). La teoría de la puerta ha expandido considerablemente la gama de recursos para el alivio del dolor; es en gran medida la teoría de referencia de los médicos implicados en los centros del dolor, aunque la teoría de la especificidad continúa siendo el eje de la práctica médica contemporánea.7

El dolor borra toda dualidad entre la fisiología y la conciencia, el cuerpo y el alma, lo físico y lo psicológico, lo orgánico y lo psicológico, muestra el entrecruzamiento de estas dimensiones separadas únicamente por una larga tradición metafísica de nuestras sociedades occidentales (Le Breton, 2008a y b). No es el de un organismo, no se esconde en un fragmento del cuerpo o en un tramo nervioso, el dolor marca al individuo y desborda en su relación con el mundo, entonces es sufrimiento. Antes del significado, el dolor no existe porque entonces habría que concebirlo como un fenómeno puramente nervioso sin el individuo para experimentarlo. No existe una medida en común entre el grado de alteración de un órgano o de una función y el grado de dolor sentido, el dolor no es la traducción matemática de una lesión sino un significado, es decir que es un sufrimiento, se lo siente según las pautas de interpretación inherentes al individuo. El ser humano no es su cerebro sino lo que él hace de su pensamiento y su existencia por medio de su historia personal. Acerca de esto, la definición de la IASP (International Association for the Study of Pain) borra toda ambigüedad, supera el dualismo postulando al dolor como una experiencia sensorial y emocionalmente desagradable asociada a una lesión de los tejidos real o potencial, o descripto en términos que evocan tal lesión. Esta definición insiste sobre la sensación del sujeto, adopta su punto de vista y valora su palabra. El dolor no es sólo una sensación sino también emoción que permite que surja la cuestión del significado, y más allá está la percepción, es decir la actividad de descifrarse uno mismo y no el rastreo de una alteración somática (Le Breton, 2006).

Tratándose de la condición humana, la cuestión del dolor no se agota en la afección corporal. No es sólo una historia del sistema nervioso. No es un objeto natural que puede ser aislado. La identificación de sus “causas” por la medicina o el practicante tradicional se apoya en una interpretación fundada en una disciplina de pensamiento y una observación clínica que sólo cubre parcialmente lo referente al paciente que lo sufre. Pero esta es la primera tarea, “objetivar” el mal para poder aprehenderlo y elaborar un discurso sobre él. La concepción de un dolor puramente sensorial fundado en una organicidad “objetiva”, detectable únicamente por medio de los exámenes y el diagnóstico, remite a una ideología racionalista temible para el paciente que cae en manos de esos médicos. No hay dolor “objetivo” comprobado por el examen médico y sentido más o menos por los pacientes según sus filtros sociales, culturales o personales, sino un dolor singular percibido y marcado por la alquimia entre la historia individual y el grado del daño. La persona que sufre es la única que conoce la dimensión de su aflicción, sólo él es presa de la tortura, el dolor no se verifica, se siente (Le Breton, 2004), impacta con una fuerza particular al individuo que lo siente. G. Canguilhem lo dijo con fuerza: “Más que recibirlo o sufrirlo, el hombre hace su dolor como hace una enfermedad o como hace su duelo” (Canguilhem, 1966, 56-7). Entre la sensación y la emoción, está la percepción, es decir un movimiento de reflexividad y de sentido atribuido a quien lo siente, una afectividad en acto. Un dolor que sólo fuera del “cuerpo” sería una abstracción como lo sería un sufrimiento que fuera solamente “moral”. El dolor no abruma únicamente al cuerpo, abruma al individuo, rompe el flujo de la vida cotidiana y altera la relación con los demás. Es sufrimiento. Si el dolor es un concepto médico, el sufrimiento es un concepto del sujeto que lo sufre.

El dolor no está restringido a un órgano o a una función, también es moral. No hay un sufrimiento físico que no tenga repercusión en la relación del hombre con el mundo. El dolor de muelas no está en la muela, está en la vida, altera todas las actividades de la persona, incluso aquellas que aprecia; impregna los actos, atraviesa los pensamientos: contamina toda la relación con el mundo. Si el dolor se quedara tranquilamente encerrado en el cuerpo, tendría poco impacto en la vida cotidiana, es impensable en esta forma. Necesariamente desborda sobre nuestra existencia. El hombre sufre en todo el espesor de su ser. Ya no se reconoce y su entorno descubre con sorpresa que ha dejado de ser él mismo. El dolor “no le da sabor a nada”, robando a la persona de sus viejas costumbres y constriñéndolo a vivir a un costado de sí mismo sin poder juntarse, en una especie de duelo del yo. El sufrimiento es la denominación de esta ampliación del órgano o función a toda la existencia. Si bien el sufrimiento es inherente al dolor, también es más o menos intenso según las circunstancias. Está en función del sentido que toma el dolor, y en proporción a la suma de la violencia sufrida.

Es la enseñanza del Libro de Job: el individuo sufre menos por su dolor que por el significado que el dolor tiene para él. Por cierto, aquí lo único que nos importa es la dimensión antropológica del texto, no su dimensión religiosa o espiritual. Recordemos las líneas principales. Al comienzo, Job es un hombre satisfecho, rico, hospitalario, amado, profundamente piadoso. Vive en un mundo previsible bajo la protección de Dios. Por una apuesta con el diablo, Dios pone a prueba su fe. Job pierde su fortuna, sus hijos. Se viste de luto, pero no se queja. Una serie de males se abaten sobre él. Durante siete días Job se calla, sólo el silencio es la medida de la extensión de su dolor, del abismo de su interrogación. Más aún que por sus heridas, sufre por no poder comprender el significado de su prueba. Para él, nada de su vida pasada la justifica. No ha cometido ningún pecado y, en su concepción religiosa del mundo, la lógica tranquilizadora de la retribución está trastocada: un justo no puede sufrir. Para dar testimonio de esta injusticia y pedirle cuentas a Dios, se desprende del silencio y retorna al lenguaje para volver comunicable su sufrimiento. El texto, paradójicamente, compara su palabra con los “rugidos de una bestia feroz” (Job, IV, 31).

Acuden sus amigos, pero lejos de confortarlo, su presencia lo aflige por su actitud cerrada como guardianes del templo, ciegos a la emergencia de lo inédito. Su compasión no resiste a la convicción de Job que sus sufrimientos no son merecidos. Perros guardianes de una ortodoxia incapaz de integrar el hecho de un sufrimiento injustificado, no toleran la mínima excepción a la ley hecha por Dios porque entonces toda la construcción de su creencia se derrumbaría. Job es obligatoriamente un pecador, o sus hijos, o ha cometido alguna falta sin darse cuenta. Poco atentos al sufrimiento de su amigo, cualquier intento por encontrar una causa que atestigüe su culpabilidad les sirve para escapar de la vergüenza ante su obstinación por defender su inocencia. Para ellos, un dolor o una enfermedad es el justo castigo de un pecado contra Dios. A pesar de los argumentos de Job, rechazan obstinadamente la idea de un sufrimiento inocente. No quieren hacerse cargo de su condena, la culpa es de él, lo cercan para que haga su examen de conciencia. La escena se transforma en un tribunal, se comportan como fiscales que se esfuerzan por hacer confesar al culpable. Sus palabras ya no son para consolarlo sino para acusarlo, Job se mortifica más. “Hasta cuándo me causarán aflicción y me derrumbarán con sus palabras” (Job, XIX, 2). Finalmente se encuentra en el lugar de aquellos a los que alguna vez consoló con las mismas vanas palabras, ahora es una víctima y vive desde adentro la irrelevancia de las palabras de sus amigos. Algo de la ley divina está fallando. Su angustia es tal que se entrega en cuerpo y alma a su palabra: “¡Cállense! Soy yo quien va a hablar, pase lo que pase. Entonces agarraré mi carne entre mis dientes.”

El sufrimiento de Job se relaciona no tanto con sus males como con su incomprensión de las pruebas que lo golpean y que él no cree merecer en vista de su lealtad hacia Dios. Su fe vacila frente a lo arbitrario. Cuando Dios aparece, sin darle los motivos de sus males, le deja entrever que no fueron en vano. Job no está a la altura de Dios y no puede pedirle cuentas. Dios se pone al lado de Job y denuncia a sus amigos por haber reducido su condena a una lógica de castigo o purificación. Al final de la historia, Job no los culpa por su conducta. Se ha restablecido su confianza en el mundo. Si bien Dios no le ha dado las razones de su sufrimiento, ahora sabe que tiene un sentido. Está aliviado. Su sufrimiento era producto no tanto del dolor como de su incomprensión de por qué Dios lo golpeaba así. Lejos de ser un hombre paciente y sumiso, como suele decir la exégesis cristiana, Job resiste su prueba apasionadamente. Todo el Libro de Job es la historia de una rebelión, un llamado apasionado al significado, que nunca pierde la confianza en que algún día recibirá una respuesta. “Retiro mi queja”, dice finalmente, su sufrimiento desapareció, disuelto en la palabra de Dios. En esta parte de la historia, todavía están los dolores y enfermedades, pero ahora son soportables. Job, por fin, renuncia a una justicia aquí abajo en la Tierra en pos de la que se refiere al desarrollo de la existencia. Dios no ha respondido directamente, pero le ha dado a entender que hay una razón que dicta su conducta, que es inaccesible para Job, y esto le ha devuelto la confianza. Dios lo devuelve a su antigua soberanía.8 Para una lectura antropológica, aquí Dios es, desde luego, una figura del significado: según lo que calla o dice del dolor de Job, sin tocar sus heridas, las calma o las multiplica.

El psicoanálisis no distingue el dolor físico del psíquico, los pone en el mismo plano (Nasio, 2003, 2006). Freud emplea el mismo término Schmerz, que se aplica, como en francés, a las formas “físicas” o “morales” del dolor. Usa el término Seelenschmerz cuando quiere poner el acento sobre el dolor psíquico. No utiliza el término Leiden que remite al sufrimiento “moral”. Para Freud el dolor (Schmerz) es una reacción a la pérdida de una evidencia existencial debido a una ruptura interior: un duelo, una separación, o una discontinuidad de la unidad corporal. Entonces toda la energía del individuo que sufre se focaliza y se disuelve en la representación de la pérdida. La desaparición del término “doler” en francés en favor del verbo “sufrir”, responde, finalmente, a una suerte de intuición de la lengua, la imposibilidad de distinguir, en la relación con el mundo, los efectos del dolor “físico” o “psíquico”. Siempre lo que a uno lo golpea y abruma es el sufrimiento. Una vez que ha sido superada la resistencia del individuo, toda su energía se consume en la atención que le presta. El sufrimiento lo absorbe por completo, lo expulsa de sí mismo para reducirlo a un apéndice puntualmente doloroso, el mundo externo se le vuelve indiferente. “En el caso del dolor corporal, se produce un importante investimento y es necesario calificar como narcisista el lugar del cuerpo doloroso, investimento que no cesa de aumentar y que tiende, por así decirlo, a vaciar el yo” (Freud, 1990, 101). El dolor es un esfuerzo de tensión a la vez somático y simbólico en torno de la parte lesionada del cuerpo. Tensión inútil de una defensa inapropiada que escapa al sujeto. El sufrimiento es tanto más intenso cuanto empobrece la relación con el mundo y ocluye el horizonte. El individuo entero está encerrado en su dolor.

Hemos dicho, el dolor siempre está contenido en un sufrimiento, al principio es un padecimiento, una viva agresión a soportar. El sufrimiento es la resonancia íntima de un dolor, su medida subjetiva. Es lo que el hombre hace con su dolor, esto engloba sus actitudes, vale decir cómo su resignación o su resistencia se comportan en el flujo doloroso, con qué recursos físicos o morales cuenta para la prueba. Nunca es la simple prolongación de una alteración orgánica, sino una actividad del significado para la persona que lo sufre. Si bien el dolor es un terremoto sensorial, sólo golpea en proporción al sufrimiento que implica, es decir del significado que reviste (Le Breton, 2004). Recordemos en relación a esto la definición de P. Ricœur, para quien el dolor se aplica a los “afectos sentidos como localizados en los órganos particulares del cuerpo o en el cuerpo entero, y el término de sufrimiento a los afectos abiertos a la reflexión, el lenguaje, la relación con uno mismo, la relación con los demás, la relación con el sentido, con el cuestionamiento” (Ricœur, 1994, 59).

El dolor no es el rastro en la conciencia de una fractura orgánica, mezcla el cuerpo y el significado. Es somatización y semantización. Para el individuo es la confrontación de un evento corporal con un universo de significados y valores. Lo sentido no es el registro de una afección, sino la resonancia en uno mismo de una lesión real o simbólica. Sentir el mundo, inclusive el dolor, es otra manera de pensarlo, de transformarlo en sensible e inteligible (Le Breton, 2006). La experiencia humana se trata, ante todo, de los significados con los que se vive el mundo, porque esto último no puede darse bajo otros auspicios. La afectividad siempre prevalece en la sensación de dolor, da la medida de la intensidad y la tonalidad. Todo dolor moviliza una significación, una emoción.

El sufrimiento es el grado de dificultad del dolor. Inclina la balanza de la existencia hacia lo peor, donde desaparece el placer de vivir. Más se acentúa, más se vuelve impotencia, una invasión contra uno mismo; donde está en su mínimo nivel, se mantiene bajo el control del individuo y duele, pero no más que eso. Inmenso o irrisorio según las circunstancias, nunca está ligado orgánicamente a una lesión. Lo que aquí está en juego es la dimensión propiamente humana del significante. El dolor puede mantenerse contenido en el interior de los procesos de defensa creados por el individuo en su enfermedad, o en las secuelas de un accidente, o en su elección de una actividad dura y exigente (deportes extremos, body art...). Claro que siente dolor, pero está en una posición de control frente a su dolor, no lo deja desbordar, lo mantiene a raya. Interrogado sobre lo que siente, descarta en principio la idea del sufrimiento para insistir en que él lo soporta. Todavía no ha sufrido. El sufrimiento, sentido con fuerza, interviene cuando el dolor empieza a socavar, deviene intolerable y arruina su capacidad de resistencia, es allí donde pierde el control y siente que su existencia se deshace. Implica una identidad amenazada y el sentimiento de lo peor. La vida se transforma en un largo suplicio. Si bien el dolor (el sufrimiento en su nivel elemental) es una sensación penosa pero todavía dentro de los límites de tolerancia del individuo, el sufrimiento es ruptura, sentimiento de pérdida, un duelo de sí mismo. Varía según el significado del dolor y el control que se pueda ejercer sobre él. Cuando no se puede controlar, adviene un sentimiento trágico del dolor y lo abraza el sufrimiento.

Esta capacidad de rechazar las olas del sufrimiento llevándolas a un nivel tolerable está descripta perfectamente en ciertos episodios de la vida de los filósofos estoicos, cuya prueba consistía en mantenerse a distancia de las enfermedades del mundo. “El sabio torturado, al pie de la letra, no siente nada. Para este sabio que es todo lo contrario de un santo […]. Hay dolor, pero ya no hay ni sufrimiento ni pena; el dolor de la carne y de los nervios arrugados dejaron de ser una depresión del alma y desesperación. La prueba de la sabiduría no consiste en convertir el dolor en placer […], sino en disociar la Experiencia del Sentimiento, o, más simplemente, separar Sensación de Sentimiento: porque experimentar es más bien el verbo del dolor y sentir, vale decir sufrir, es el del sufrimiento. El dolor no le duele al sabio” (Jankélévitch, 1956, 108). El estoicismo es una práctica de anestesia con los recursos espirituales propios del sujeto. Su objetivo es disolver el sufrimiento encerrándolo en un dolor tolerable. Cicerón cuenta de este modo el combate interior de Posidonio contra el dolor. Pompeyo fue a verlo y lo encontró afectado por un vivo dolor. Duda en entrar, pero el filósofo lo invita porque encuentra despreciable su pena ante un debate filosófico con un hombre ilustre. Acostado en su lecho, Posidonio desarrolla con elocuencia la idea de que lo único bueno es la belleza, “y en los momentos en que el dolor le aplica sus puntas de fuego, Posidonio repite varias veces: ‘Pierdes tu tiempo, dolor; por más importuno que puedas ser, nunca me harás aceptar que eres malvado’9.” En el mismo movimiento, Cicerón recuerda los dolores que soportan sin chistar los atletas de los juegos gimnásticos durante sus pruebas. El anhelo de gloria y la voluntad de mostrar su virilidad frente y contra todos, anestesian su dolor. Las mismas fatigas no son igual de pesadas para el general que para el soldado “porque el honor es suficiente para aliviar a los que están al mando” (112). Cicerón percibe intuitivamente que la intensidad del dolor es, antes que nada, una cuestión de significado.

Si bien el dolor es una palabra en singular para quien lo experimenta, reviste una miríada de significaciones. Todo dolor produce una metamorfosis, transforma profundamente al hombre que lo sufre para mejor o para peor. Incluso modesto, se proyecta en una nueva dimensión de la existencia, abre en el ser humano una metafísica que trastorna lo ordinario de su relación con el mundo y con los demás. Pero únicamente las circunstancias que lo envuelven le dan sentido, provocando una suma mayor o menor de sufrimiento. En el contexto de la enfermedad, de un accidente o un dolor rebelde, la experiencia es como una mutilación. El individuo ha cambiado, pero sobre todo disminuido, es reducido a la sombra de sí mismo. No es el mismo y su penar es intenso (Capítulo 1). Por lo tanto, incluso en las circunstancias donde el sufrimiento desborda al dolor, la cuestión del significado introduce una modulación debida a las pertenencias sociales, culturales, a las singularidades personales (Capítulo 2). El dolor conmueve penosamente la existencia, pero a menudo el examen de los itinerarios personales muestra que también protege de otros sufrimientos más temibles aún. Sin que el paciente lo sepa, le da un sentido a su vida, paradójicamente es necesario para que la existencia no se escape (Capítulo 3).

En cambio el sufrimiento desborda el dolor hasta el infinito en especial en la tortura, un dolor impuesto por otra persona sin posibilidades de impedirlo. Un dolor infligido de manera traumática y deliberada deja una marca de sufrimiento incluso cuando desaparece. Mutila una parte del sentimiento de identidad que no llegará jamás a olvidarlo. La tortura provoca un sufrimiento sin límites sobre el que la víctima no sólo no tiene el control, sino que depende absolutamente de la arbitrariedad de quien se lo inflige. En este sentido es el peor sufrimiento. Ejecución de una violencia absoluta sobre otro, imposibilitado de defenderse y librado totalmente a la voluntad del verdugo, técnica de aniquilación de la persona mediante la destrucción minuciosa del sentimiento de identidad por medio de una mezcla de violencias físicas y morales, su objetivo es saturar a la víctima de sufrimiento con una determinación metódica cuyo único límite es la muerte. La conciencia de que son otros hombres los que actúan así se acerca a lo impensable y fractura toda confianza hacia el mundo (Capítulo 4).

Pero el dolor también es objeto de una búsqueda deliberada y controlada, no para hacerse mal sino para utilizar su potencia con el objetivo de transformarse: búsqueda de espiritualidad, de pruebas personales, de conocimiento, de entrenamiento… En circunstancias controladas, el sufrimiento es insignificante y el individuo conoce situaciones límites como el caso de los deportes extremos y el body art. De igual modo, por medio de la violencia de las sensaciones que se experimentan, las suspensiones corporales abren una exploración en los márgenes de la condición humana por fuera de cualquier contexto religioso, para tener una experiencia espiritual intensa. Un dolor elegido y controlado por una disciplina personal con la meta del autoconocimiento, contiene sólo una ínfima parte de sufrimiento, aunque incluso duela. Queda por asumir un dolor soportable. Así el individuo hace una obra de su cuerpo infligiéndose una prueba personal y sintiendo el dolor, pero sabiendo que puede controlarlo sobre la marcha. En este contexto de exploración de uno mismo, mujeres y hombres exploran los márgenes de lo tolerable, descifran sus límites, pero caminan sólo hasta el umbral del sufrimiento, y lo que sienten induce a un desgarro de uno mismo pero vivido de una forma favorable. Incluso una cierta erotización del dolor contribuye a veces a morigerar las heridas. La experiencia de las marcas corporales o de los ritos de suspensión, remiten profundamente a la cuestión del dualismo entre el placer y el dolor. Igualmente, pero en otro plan, también están las experiencias del sadomasoquismo (SM) y el body art. La mezcla de sensaciones desactiva la agudeza del dolor y el sentimiento de realización que acompaña a la prueba produce satisfacción, un placer difícil de explicar con las palabras ordinarias (Capítulo 5).

La experiencia del parto también confronta con lo inasible de un dolor vivido por cada mujer de forma radicalmente diferente. Algunas se sienten atormentadas y otras lo previenen recurriendo a la anestesia peridural (epidural), sin la cual ni siquiera podrían pensar en traer al mundo a sus hijos. Otras, por el contrario, rehúsan cualquier anestesia y controlan su dolor por medio de técnicas del cuerpo y una imaginería mental personal. Rompiendo el antagonismo sin matices entre dolor y placer, algunas mujeres no dudan en expresar la ambigüedad de haber sentido una forma particular de goce difícil de desentrañar (Capítulo 6).

El dolor también puede conducir al orgasmo en el marco de un contrato sadomasoquista, la erotización llega a su punto máximo. Pero el examen de las vidas de algunos adeptos muestra que a veces es importante la recuperación de antiguos sufrimientos, que hoy están neutralizados en la escena SM. Una especie de sacrificio inconciente que protege al individuo de una amenaza aterradora de destrucción. Del mismo modo las escarificaciones deliberadas son una pantalla frente a un sufrimiento intolerable. Se trata entonces de lastimarse para tener menos dolor, como atestiguan por ejemplo numerosos adolescentes que están sufriendo y se tallan la piel para escapar a su abatimiento (Capítulo 7)

El dolor es siempre una alteración de uno mismo, un agente de metamorfosis, vuelve diferente e inscribe al individuo en falsa escuadra con su existencia anterior. Revela, para lo mejor o para lo peor, que hay recursos propios cuya existencia ignoramos. Su impacto es de una virulencia estrechamente vinculada a la naturaleza de la violación que contiene. Muchas sociedades humanas lo usan para transformar a sus miembros, como por ejemplo en los ritos de pasaje para modificar la relación de los jóvenes con el mundo. El dolor arranca de viejas rutinas y de la evidencia de ser uno mismo. La dirección del cambio está relacionada con la significación que reviste para el individuo. Si se mantiene como dolor, entonces el cambio es para mejor, a la inversa, el sufrimiento daña y deja un rastro amargo aunque luego sea superado. Es el que destruye al ser humano. Aunque el dolor se mantenga todavía en la esfera de lo tolerable, el sufrimiento es siempre del orden de lo padecido, se impone sin remedio y expresa la pérdida de todo control sobre uno mismo. “Ya no soy el amo de mi propia casa”, resume M. Cornu (2004, 51). Entre el dolor y el sufrimiento los lazos son a la vez estrechos y laxos según los contextos, pero son profundamente significativos y abren el camino a una antropología de los límites.

1 Le Breton D., Antropología del dolor, Barcelona, Seix Barral, 1999. (N. del T.)

2 En español: Conductas de riesgo, de los juegos de la muerte a los juegos de vivir, Topía Editorial, Buenos Aires, 2011. (N del T)

3 Ver aquí sobre este tema Glucklich (2001).

4 Le Breton, D., El sabor del mundo. Una antropología de los sentidos, Buenos Aires, Nueva Visión, 2007. (N. del T.)

5 El personaje de Latour en la novela de N. Frobenius Le Valet de Sade (Arles, Actes Sud, 1998) no siente ningún dolor y pasa su vida tratando de comprenderlo. Lo aborda cometiendo crímenes donde realiza disecciones buscando un improbable órgano del dolor. Al final, se corta la mano izquierda con un hacha sobre un tronco para tratar de sentir dolor por una vez, pero es en vano.

6 Descartes, Méditations métaphysiques, Paris, PUF, 1970, 123.

7 La teoría de la puerta aporta una llave para la comprensión de la diversidad de las sensaciones dolorosas, sus variaciones sociales y culturales, y más allá de la eficacia de las técnicas como la hipnosis, la relajación, la sofrología, el yoga, la imaginería mental, etc., también utiliza muchos datos de las ciencias humanas.

8 Acerca de la posición de las religiones en relación al dolor y el estatus que le confieren, me remito a Bakan (1968), Glücklich (2001), Le Breton (2004).

9 Cicerón, Tusculanes, T. 1, Paris, Les Belles Lettres, 1960, p. 112.

Experiencias del dolor

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