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¿Cómo sabe uno lo que va a hacer hasta que llega el momento? Es una pregunta estúpida.

J. D. Salinger

ALGÚN DÍA IRÉ AL MAR. Sí, como lo oyes. Eso iba pensando esta mañana mientras el sol me entibiaba a través de la ventanilla. Sí, algún día, y dejaba volar la imaginación hasta el anuncio en lo alto del edificio. Cancún a la mano, ahora tres vuelos diarios. Los demás pasajeros no miraban nada, es decir, permanecían pensativos, adormilados, como si la vida fuera una gran siesta de la que no debiéramos despertar.

Cada cual hace de sus días lo que quiere. O lo que puede. Yo, por mi parte, suspiraba al perder de vista el anuncio aquél de la muchacha en tanga anaranjada. ¿En nanga ataranjada? Todo fuera como suspirar. Los deseos van más lejos, rebasan a nuestros sentidos. Igual que un relámpago inesperado, súbitamente nos depositan en otra dimensión. Se alzan, llegan a cualquier parte y tú lo debes saber: los deseos mueven al mundo.

Eso iba pensando cuando un nuevo pasajero subió al colectivo. Alzó la nariz, con gesto extrañado, tratando de reconocer aquel rastro. Una cuadra atrás habían descendido dos mujeres que venían del mandado, dejándonos el aroma revuelto del epazote, las guayabas y las mandarinas. Siempre he tenido un olfato tremendo, para mi mal. Traté de acomodarme, aprovechando el espacio extra, dispuesto a viajar de uno a otro anuncio publicitario porque el deseo, no sé si te habrás percatado, habita en esos destellos panorámicos.

La combi tenía averiado un amortiguador. Chillaba al frenar, al arrancar, al pasar los baches. Nada es perfecto, me dije, y noté que el nuevo pasajero acariciaba instintivamente su pequeño portafolios. Cada cual sus misterios, sus obsesiones, sus resquemores. Ni modo que le preguntara, perdone, ¿qué lleva ahí guardado?, y me puse a imaginar. En un portafolios como ése puede caber cualquier cosa, me dije cuando todos, el conductor y los tres pasajeros, escuchamos aquella explosión. ¿Será día de San Juan?, pensé inmediatamente, pero cómo, si no es 24 de junio.

Lo que son las cosas: en ese preciso momento descubrí ahí arriba, coronando un edificio ruinoso, otro anuncio de Cancún. Y la tanja naranga. Hasta sentí que aquella muchacha y yo, en algún momento (uno nunca sabe) fundiríamos nuestros destinos. ¿Por qué no? Tal vez en una presentación de libros, de esas llenas de solteronas buscando garañón, me la encuentro a la hora de atacar los drinks... Eso es lo mejor de las presentaciones de libros, y tú te lo pierdes, porque además de que te ahorras la lectura, puedes tomar dos o tres cubas gratis y comer canapés de salmón ahumado. Gracias a los presentadores, que resumen el contenido y citan los párrafos más notables, te llevas una idea general del volumen, porque eso es lo importante en la vida: tener ideas, ¿no? Y tú además lo sabes, yo jamás he leído un libro.

Imaginé entonces que ella preguntaría: ¿De modo que tú eres Vito Beristáin? Uuuy, ¿te imaginas? De seguro es aeromoza porque... y ahí estaba el otro cuetazo. Y otros dos, seguiditos y no tan distantes. El chofer volteó a mirar al pasaje, como esperando que alguien dijera eso que todos estábamos adivinando pero nadie se atrevía a nombrar. Qué incómoda situación. Es lo malo de viajar en transporte público. De tan caballeroso y condescendiente pierdes tu propia identidad. ¿Quién soy yo, de quién esta voz, oh, dioses del Viaducto?

El conductor disminuyó la velocidad y en la esquina de González Ortega, porque veníamos por el Eje Uno, casi se para para voltear hacia donde procedían las detonaciones. ¿Se para-para? Ahí estaba un voceador de periódicos que también permanecía a la expectativa. Seguramente se trata de un pleito de cantina, dijo el chofer al acelerar de nueva cuenta, pero entonces nos llega el “ta-ta-ta” inconfundible de una metralleta. Para qué nos hacíamos tarugos: aquellos eran disparos.

Debe ser un asalto, dijo con un hilito de voz la muchacha que iba en el asiento delantero, y el chofer, un bigotón enfundado en una camiseta del Guadalajara, asintió en silencio. En lo que se fija uno en esos momentos de tensión, ¿verdad? Digo, por lo de la camiseta de las chivas del Guadalajara. Y el nuevo pasajero, el del portafolitos que iba junto a mí, se persignó.

Avanzábamos despacio, con más curiosidad que cautela, cuando en la siguiente cuadra cruza a toda velocidad una patrulla de policía; la torreta lanzando destellos rojos y la sirena con un escándalo ensordecedor.

Ya los van a agarrar, volvió a musitar la muchacha que viajaba junto al conductor. Era de ésas muy seriecitas, los cuadernos apretados contra el pecho y que creen que su papá no bebe más que cerveza. En ese momento aparece otra patrulla por detrás de la combi, nos da alcance y nos rebasa por la derecha de modo que todos pudimos ver al policía que iba asomado con un rifle entre las manos. Pinche ciudad, dijo el tercer pasajero, pinche violencia, y yo, la verdad, no comenté nada. Está bien que, como dijo mi abuela, nací para algo grande pero hay ocasiones en que las palabras no sirven para un demonio. Además, ¿qué puedes decir en circunstancias como ésa? Y en lo que te lo cuento la balacera ya se había generalizado. Al “ta-ta-ta” que sonaba por un lado le respondían con un tiroteo más grave, como si fueran disparos de escopeta. Total, que la mañana había perdido su tibieza y yo comencé a sudar frío.

Me voy a desviar por Circunvalación, anunció el chofer, y todos asentimos en silencio. Mientras más lejos de ahí, mejor. Sobre todo porque un tercer aullido se había sumado al de las otras patrullas y como la balacera iba en aumento nos empezamos a encomendar, digo, Diosito santo, si me han de matar mañana, permíteme antes conocer el mar. Yo mejor me bajo, musitó de pronto la muchachita nerviosa de los cuadernos.

Un helicóptero se había sumado a la batida y cruzaba el cielo por encima de nosotros. “Rac-rac-rac” de ida y “rac-rac-rac” de regreso. Qué fascinante mirar a los guardias artillados asomando como si fueran de un comando israelí. Entonces sentimos el frenazo porque casi chocábamos con un auto lleno de agentes que nos cerró el paso. Y otra vez, en la distancia, el tiroteo renovándose. Tuvimos que desviarnos por una callecita paralela. El pasajero que iba a mi lado miraba estupefacto a los cinco guaruras que salían corriendo del vehículo. Miraba el helicóptero y luego me miraba a mí como si yo pudiera explicar ese caos. En realidad no estaba mirando nada. Sus ojos eran el miedo mismo y comenzó a mascullar: Yo creo, yo creo... sin completar la frase. Observé fijamente su portafolios. Era de esos pequeñitos que cargan los vendedores de puerta en puerta. Alguna vez intenté el oficio, ¿recuerdas?, pero todo quedó en el mes de prueba y los zapatos agujerados sin lograr la firma de un solo seguro de vida. Será que nadie se piensa morir.

Yo creo, yo creo, yo creo que me voy a bajar, dijo por fin el tartamudo, y el chofer disminuyó la velocidad. Estábamos a dos cuadras de Circunvalación. Cruzando la avenida quedaríamos al otro lado del peligro, además de que ya no se escuchaban disparos. Sólo quedaba el ruido, en la distancia, de las sirenas. Ha de ser horrible morir con ese escándalo en los oídos, pensaba cuando el conductor frenó bruscamente y la camioneta volvió a soltar su chirrido. Fue cuando el tipo que viajaba a mi lado aprovechó para saltar por la puerta corrediza. Irse sin pagar y el chofer que ni el intento hizo de cobrarles, ni a él ni a la muchacha de los cuadernos abrazados, que también nos abandonaba.

La tibieza de noviembre es como el abrazo de un amigo, pensé, y entonces descubro a mi lado el portafolios del tartamudo. Estaba por decírselo al chofer, que ya arrancaba, cuando da otro frenazo al momento que un tipo enchamarrado se le cruza a media calle. “Aquí dejaron un...” le decía, pero me interrumpo al reconocer esa pistola tantas veces blandida en las películas de acción.

El tipo sube torpemente y encañona al chofer, ¡síguete derecho, cabrón!, le ordena, ¡y tú qué me ves hijo de la chingada!, me dice a mí, no yo a ti. “¡Derecho, derecho, métele, cabrón! ¡Me vale madre si te pasas el alto!” El de la camiseta del Guadalajara no tuvo más remedio que obedecer, tironeando la marcha con nerviosismo. ¡Métele, métele!, gritaba el tipo, ...y mucho cuidado con hacerte el listo. Gruñía resollando, como doliéndose, y entonces me amenaza meneando la pistola. “Tú quietecito, cabrón”. Sí, quietecísimo. Acomoda a su lado el saco de lona verde que llevaba y se queja: Fue ese cabrón del Bichi. Después abre la chamarra negra y se mira la herida en un costado, ¡hiiijo de la chingada!, gime con horror, si lueguito se ve que nos estaban esperando.

Traté de no mirarlo. Demasiada violencia ha perseguido a mi familia y fijar la vista en el tipo, pensé, me podría costar la vida. Por lo menos un cachazo en mitad del rostro. La combi atravesó la avenida sin obedecer los semáforos, a pesar de los conductores que protestaban pegados al claxon. Nos adentramos por las tranquilas calles de la colonia Michoacana. ¡Métele, métele!, no te hagas pendejo, gruñía el tipo incrustando el cañón de la pistola en la barriga del chofer, quien viajaba más pálido que un refrigerador.

Cuadras más adelante se nos cruzó un agente de policía en motocicleta. Van cazando incautos por esas calles poco transitadas, automovilistas mal estacionados o sin los documentos en regla. El conductor sacó a su paso la mano izquierda fuera de la ventanilla, como si quisiera refrescarse, pero hasta yo me di cuenta que le hacía señas desesperadas; sólo que el policía iba pendejeando y ya se había distanciado.

¡Te lo advertí! El grito fue simultáneo al disparo a quemarropa, y el chofer se desplomó. ¡Imbécil, te lo advertí!... y como pudo el tipo controló la conducción. Apagó el motor y la combi se detuvo en mitad de la avenida Gran Canal por la que circulábamos.

Quedamos parados frente a una tintorería que soltaba chorritos de vapor. Ahora tú, ¡ándale, qué esperas!, me grita el tipo, ¡vente a manejar! Y no tuve más remedio que obedecer. Salté el respaldo, empujé el cuerpo enfundado en la camiseta del Guadalajara y di marcha al motor. Ahora la pistola se encajó entre mis costillas. No sabes qué sensación tan desagradable; si te da hipo eres hombre muerto, y la nerviosa amenaza: ¡Qué esperas güey, ándale o también te suelto un plomazo!

Arranqué con cierto jaloneo, ...no estoy acostumbrado, me disculpé de entrada, y el amortiguador chirri que chirri. A veces Mario y Silvano me prestan su volkswagen... es decir, me prestaban. Avancé a media velocidad, tratando de no pegarme mucho a la banqueta porque la combi andaba mal de alineación. El tipo, sin embargo, ya no dijo nada. Iba como pensativo, con los pies sobre el cuerpo del chofer, que comenzaba a teñirse de rojo. Me chingaron, se quejó de pronto, y al tentalearse la herida oculta por el chamarrón negro, me chingaron, repitió.

Ay, Vito tan menso, pensé para mis adentros. Todo sería distinto si no te hubieras prestado a esa otra ronda en el gimnasio. Hubieras salido quince minutos antes, hubieras abordado otro colectivo y ya estarías en tu casa comiendo sopa de fideos como la gente decente... no que ahora. “Hubiera”, tiempo perfecto del verbo Pendejo.

Síguete derecho, busca una clínica... el consultorio de un doctor, dijo el tipo al aflojar el arma. “Pero pronto, carajo”.

Gran Canal desemboca, según sospecho, por el rumbo de Tepeyac, pero como el tránsito se estaba poniendo pesado el tipo me indicó que doblara hacia la derecha. Así llegamos a una calle más tranquila, y otra indicación con la pistola y vuelta a la izquierda, hacia el norte. Estábamos en la colonia La Esmeralda y me encarrilé con más confianza.

Vieras qué suave se siente manejar una combi: tú ahí arriba y los demás autos achaparrados a tu paso. Entonces el tipo vuelve a quejarse: me chingaron, me chingaron, y masculla sin fuerza, ¿no ves por ahí un doctor? Da un cabeceo, suelta el arma, pero enseguida se repone y la vuelve a empuñar. La incrusta en mi costado y respondo con un hilo de voz: no, ninguno, a lo mejor más adelante. “Pues métele gas. Date vuelta en esa pinche calle y cómprame una cocacola. Tengo mucha sed”.

El chofer, lo que son las cosas, da entonces un respingo en el piso. ¿Ya estiraste la pata, pendejo?, le pregunta el tipo y al voltear trato de guardarme un retrato suyo. Qué puedo decir, ¿que se parecía un poco a Héctor Bonilla, el que anuncia Bacardí en la televisión? Quizá, aunque más moreno. Entonces dice: “Estoy empezando a sentir un mareo de la rechingada, ¿no hay por ahí un doctor? Búscale por la avenida San Juan de Aragón, hay varias clínicas de aborteros... Carajo; necesito que me den unas puntadas, si no me voy a desangrar...”

La verdad todo esto lo decía en balbuceos deshilvanados y yo tratando de obedecer en silencio. ¿Has olido la sangre alguna vez? ¿Así, en abundancia? La sangre de un fanático de las “chivas rayadas”, ¿en qué es distinta a la sangre legendaria de José María Morelos, fusilado aquí a diez cuadras? Rebasé a un carrito de helados, su tintineo ambulante, y se me ocurrió preguntar: Oiga, ¿no preferiría una paleta de limón, para la sed?

Qué insolente, ¿verdad?, pero el tipo no respondió. Imaginé que aguantaba desconcertado y que ya soltaría un balazo para reventarme el hígado. En lo que esperaba el disparo pensé que me hubiera gustado probar un helado de fresa, el último, sobre todo porque el calor ya comenzaba a apretar. “Hubiera”, el verbo de imposible conjugación.

Nada tan delicioso como un gelato alla frágola. Desaceleré. Ahí adelante se anuncia un doctor García Moncada, dije, es una clínica veterinaria pero que muy bien podría... y frené totalmente. El tipo había perdido el conocimiento. Permanecía recostado contra la portezuela. Volví a arrancar. ¿Y si estaba muerto?

Avanzábamos a vuelta de rueda, en segunda, y una cuadra después detuve la marcha frente a un lote baldío. ¿Se siente usted bien? Pensé en arrebatarle la pistola pero también que el tipo podría reaccionar; en eso el arma escurrió sobre sus muslos, como entregándomela. Dos occisos enfriando balas ya eran demasiado. ¡Qué no hay nadie que venga en mi auxilio!, quise gritar, y pensé en ti, siempre conmigo, siempre ausente.

La calle estaba desierta, a no ser por dos perros asoleándose en la acera de enfrente. Apagué el motor y una sensación de plenitud me comenzó a invadir. Ahí terminaba la ciudad y comenzaba, nuevamente, mi vida. Qué maravilloso bienestar me envolvía: un alborozo de inmensa gratitud. Miré los hilos de polvo que arrastraba el viento por aquel extenso terregal y sentí, como nunca, la necesidad de cantar. Sin darme cuenta comencé a tararear, “no vale nada la vida, la vida no vale nada, comienza siempre llorando, y así llorando se acaba...”, y entonces tuve una revelación: si no abandonaba la combi en ese preciso momento me iban a implicar en un crimen confuso del que no tenía la menor idea. Solté la pistola sobre el asiento. Y lo peor de todo, que el caso de Mario y Silvano aún era reciente. Había que irse de ahí, ¡pero ya!

Entonces recordé el portafolios del tartamudo. Extendí el brazo hacia el asiento posterior y lo recuperé. ¿Cómo era aquel pasajero? Lo guardé en el saco de lona verde y al hacerlo descubrí una montaña de dinero. Sí, una montaña de dinero. “Qué tesoro”, me repetí al contemplar esos fajos de billetes. Fue cuando descubrí que la calle, lo que son las cosas, se llamaba Aguamarina. ¡Aguamarina!

Avancé con la bolsa al hombro y media cuadra después me encontré con varios niños que venían del colegio. Se correteaban pateando una lata, cargando sus mochilas, sudando. Recordé mis días de felicidad a la intemperie en el MU, cuando la aritmética era una tortura y el recreo de mediodía lo más próximo al paraíso. “El respeto al derecho ajeno es la paz”, estableció el Benemérito de las Américas. Nunca lo olviden, decía la profesora Olga, y el derecho a lo ajeno; qué ¿es la paz del respetable? Je, je.

Al doblar la esquina me topé nuevamente con aquel hombre que, ante mi sorpresa, no dudó en ir a mi encuentro. ¿Cuántas personas en la vida son las que solamente vemos dos veces? No una ni muchas: sólo dos veces. Algún romance efímero, algún cobrador, algún sacerdote en el confesionario. Ahí estaba, pues, el hombre.

Se me acercó sin dudarlo un instante, paso a paso y sin decir palabra alguna. “Qué lleva”, me dijo por fin, a lo directo, mientras hacía tintinear las campanitas de su carro. Será que a los golosos se nos nota en la distancia. Cincuenta millones de pesos, me dieron ganas de responderle, pero no sabía la cantidad exacta. Una paleta de fresa, le respondí entonces, porque además el calor ya resultaba exasperante.

Aquel hombre era de esos que solamente ves dos veces en la vida. La primera como un saludo, la segunda como despedida. Eso me dijo aquel padre en el confesionario: “No quiero volver a verte, ni saber tu nombre ni escuchar tanta insensatez”. Y lo que luego siguió.

El nevero era un hombre mayor, frisando los setenta. Guardaba las monedas en el mandil y no pudo evitar la mirada curiosa. Trae una mancha en la manga, y me señaló el hombro derecho. Es sangre, precisó. Tenía razón. Me desprendí de la chamarra deportiva y se la entregué. Yo creo que sí le quedará, le dije, y seguí mi camino. Me descubrí absolutamente relajado con aquella paleta de fresa en la mano, que ya comenzaba a fundirse. Qué deleite los helados.

Así que ahora trato de conciliar el sueño. Son las dos de la madrugada y no me he puesto la pijama. Te miro y no respondes, pero así está bien. Trataré de soñar, si es el caso, con la muchacha de tanga anaranjada.

¡Corre Vito!

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