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Un gallo se apaga
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Fuimos a ver Mujer bonita. Una película romanticona, de ésas que al final terminan enamorados y queriéndose para siempre. Fui con Patricia, que ni se deja ni sabe besar. Es linda mi novia, aunque no tanto como Julia Roberts. Me gusta contarle mis sueños, se divierte con mis locuras. ¡Y cómo pide la desgraciada!, que si las palomitas, que si los chocolates, que si el vaso de pepsi. Será que nació para casarse con un millonario.
Una vez traté de sobrepasarme con ella, y la verdad me asusté. Llevaba falda corta y... ¡claro que ella! Habíamos ido a ver una película cachonda al cine París. En un pasaje aburrido de la historia, cuando Ives Montand y Annie Girardot discuten sobre el rumbo que deben tomar, porque están de vacaciones y entonces, como no queriendo la cosa, volteé para decirle algo al oído... y allí va mi mano por debajo.
¡Nombre! Ella como que se tardaba en protestar y yo con la sorpresa porque la canija... ¡no traía chones! Qué, ¿no usas?, me dieron ganas de preguntarle, y entonces vino la bofetada. ¡Vito cabrón!, ¿quién te crees que soy? Y los demás en la sala, ¡ya déjala, ojete!, ¡shhhhh!
Me había pedido que fuéramos a la función de las cuatro porque más tarde iría con sus primas para arreglarse un vestido. Les encanta eso de subirle aquí, bajarle allá, apretarle acullá. Nunca me deja acompañarla, son puras viejas chismosas, se defiende ella.
Así que regreso solo a casa y el único que me comprende es Mister Estopa, ya sabes, mi perro. ¿Regresosolo?
Me puse a pensar, ¿por qué no usará pantaletas? Vaya que es difícil preguntar esas cosas, pero ella me dejó de a cuatro al aclarar, ¿qué no sabías que cuando hace calor las mujeres no aguantamos la ropa interior? ¿Tú andarías bajo el sol con una faja, un brasier, unas medias, un corpiño y encima la blusa y la falda? No supe qué responder. Ve y pregúntale a tu mamacita, si tanta curiosidad tienes.
Así es Patricia Maldonado.
De regreso del cine fui a buscar a Mario y Silvano, pero en el camino me acordé que habían ido a pegar propaganda en su cochecito, sin mí, por andar con la que/no/se/deja/agarrar. Me caes bien porque contigo me desaburro, me dice la muy cruel, y yo que muero por robarle un beso. Estábamos en la película, en la escena ésa cuando Julia Roberts se deja abrazar por Richard Gere luego de haber discutido en la calle que si sí, que si no... es cierto, ¡cómo discuten las parejas en las películas! Entonces le digo, ¿a que no puedes besar como Julia Roberts?, y ella me contesta, claro que sí, güey, tráeme a Richard Gere y ya verás. Es su estilo.
Y luego ocurrió aquello.
Hoy temprano fui a recoger los folletos que mandamos hacer para el trío, y cuando venía de regreso me alcanza la tía Cuca en el portal del edifico. ¡Vito, Vito! ¡Una desgracia! “¡En la madre!”, pensé, “ya se murió mamá”. Pero no. Los que se habían muerto eran los marsellinos; es decir, Mario y Silvano.
Cómo, qué, cuándo. Pero cómo, qué... y vuelta a preguntar. Uno se transforma en un tarado a la hora de afrontar la muerte. Resulta que Mario y Silvano, mis compañeros en el trío, habían ido a cartelear de noche, y quién sabe qué confusión hubo que los balacearon en su volkswagencito. Los encontraron en la madrugada, amontonados y tiesos, por el rumbo de Chimalhuacán. Ahorita los están velando en la agencia del ISSSTE, me dice mi tía, y así como iba, luego que me prestó cincuenta pesos, fui a darles alcance. Es decir, a sus caváderes.
No, no cadáveres, porque desde chico me ha gustado la palabreja, que suena a panteón judío: “caváderes”.
Yo voy a vivir cien años; por lo menos 94, como el sargento De la Rosa. ¿Cómo quién? Era el viejito que sacaban lleno de medallas en los festejos del 5 de Mayo, porque era el último combatiente vivo de la Batalla de Puebla en 1863. Me acuerdo, entre brumas, que mamá lo señalaba en el desfile militar, porque a mamá siempre le han gustado los uniformes. Todo por cosa de la abuela, pero ella sí era caso perdido. “Ya nos invadieron los españoles, ya nos invadieron los franceses, ya nos invadieron los gringos, ¡sólo falta una guerra contra los chinos!”, bromea los domingos, en que se permite sus tequilas.
Bueno, yo hablando de tarugada y media y los caváderes de mis amigos pudriéndose en la funeraria.
Llegué cargando el paquete, y cuál no fue mi sorpresa cuando me encuentro ahí, además de los parientes de los marsellinos, un chorro de periodistas, fotógrafos, camarógrafos de la tele y hasta un representante del candidato de la coalición. Ahora resulta que los marsellinos fueron asesinados por andar pegando propaganda opositora y se han convertido en mártires. ¿Será?
Me acuerdo de esas tardes que eran más parranda que otra cosa. Llevábamos varios six en el cochecito y pintábamos bardas y más bardas copiando las consignas que traía anotadas Silvano, y cuando se descuidaban yo empezaba con mis ocurrencias. Donde decía: “Un futuro de justicia para la juventud”, metía mi tremendo punto y coma, de modo que fastidiaba la frase: “Un futuro de justicia; para la juventud”. Y donde había que poner “Guarderías y desayunos escolares harán un país más luminoso”, iba yo a meter mi silabita nefasta y aquello quedaba: “Guarderías y desayunos escolares harán un país más voluminoso” Y en vez de discutir, porque me acusaban de todo, de priísta y de hijo de Fidel Velázquez, nos agarrábamos a brochazos, y no te cuento cómo llegábamos a casa, escurriendo engrudo y cerveza.
Y ahora los marsellinos son caváderes.
Los folletos que mandamos hacer... deja empujar las cobijas para leer bien, dicen así: “Grupo Romántico Los Marsellinos. Un trío para amenizar sus fiestas y reuniones. Canciones y boleros, rancheras y tropicales. Nos las sabemos todas. Agustín Lara, José Alfredo Giménez”, sí, con G, “Álvaro Carrillo, Guty Cárdenas, Gonzalo Curiel, Armando Manzanero, José José. Llámenos y nos arreglamos. Por hora o por velada. También atendemos serenatas” y luego vienen nuestros nombres, “Silvano Andrade, guitarra clásica. Mario Talavera, requinto”, ¿será?, y luego yo, “Vito Beristáin, voz”. ¿No me pudieron poner, siquiera, “tenor”? Pero ya para qué.
Aquí están las fotos que nos mandamos tomar, con bigotito artificial para vernos menos chamacos, y en la parte de atrás la entrevista que nos hicieron en el periódico Avance donde confundimos todo, charros con mariachis, Tecalitlán con Tlaquepaque, Consuelito Velázquez con María Greever. ¿Haz de creer? Lo que pasa es que nos contrataron para cantar en una boda y uno de los invitados resultó que era periodista y nos entrevistó al final, cuando ya andábamos todos, los marsellinos y él también, más pedros que San Pedo Domecq. Además que el famoso periodista, de apellido Comesaña, nos cobró doscientos pesos por la nota. Lo que es el precio de la fama, ¿verdad?
Bueno, y ahí estaban los caváderes de los marsellinos y yo con el paquete de los folletos. No salía de mi confusión. ¿La gente se muere para siempre? Como que estaba esperando que aquello fuese una broma, que de pronto alguien gritara, “¡bueno, ya, se acabó!” y todos, los deudos y los periodistas soltaran de pronto la carcajada porque Mario y Silvano saldrían de sus ataúdes, que eran modelo económico, y limpiándose el maquillaje recuperarían su color y sus ganas de vivir. Pero los caváderes no tienen ganas de vivir. Los caváderes no mean, no ríen, no rezan como los demás, Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo y Bendita tú eres, entre todas las mujeres... ¡Carajo! ¿Por qué me quitaron a mis amigos? ¡Por qué acabaron con Los Marsellinos! ¿A quién hacían daño pegando propaganda del Frente Democrático Nacional! Y lo peor, ¿por qué preferí el cachondeo con Patricia en el cine Variedades que acompañar a mis amigos en su último trance?
Estaba pensando eso en la cafetería de la funeraria porque tú bien lo sabes: no me gusta llorar en público. Es más, no me gusta llorar. Demasiadas lágrimas han corrido en mi familia como para anegar otro mar. Fue cuando se me acercó un primo de Silvano, que es ingeniero y vive desde hace años en Guadalajara. Me explicó que se acababa de bajar del avión y que votará por el PAN. Como si tuviera que ver una cosa con la otra. Las elecciones son el domingo próximo, es decir, de mañana en ocho. De las pendejadas que habla uno cuando no tiene de qué hablar. Comenzó a revisar los folletos que asomaban del paquete que había puesto sobre el mostrador. Sacó uno y lo comenzó a leer en voz baja. Cómo me cae mal la gente que no puede leer sin mover los labios. En eso pensaba, y en muchas otras cosas cuando de repente me dice, sincerándose: “Ni modo Vito, se acabó el gallo”, y le dije que sí, que ni modo... y me quedé helado. Acababa de recordar la frase.
Pero eso fue hace tres años y la pobre anciana ahora también es caváder.
“Se acabó el gallo”, repitió, y yo me quedé piense y piense. Entonces el ingeniero Andrade (nunca me acuerdo de los nombres propios) me comenta al devolverme el folleto, no van a servir. “Mira, aquí dice que se arreglan, que cobran por hora o por velada, que les llamen... pero no tiene apuntado el teléfono”.
Era cierto; qué tarugos. Y yo con la frasecita martilleándome la cabeza, le digo entonces para que se le quitara lo mamón. “Tienes razón, no van a servir, se nos olvidó ese detalle... además de que tu primo y Mario son cadáveres”.
Qué pinches los velatorios. Como que no te acostumbras a ver esas caras mustias, y lo peor: esas mujeres que lloran y lloran en los rincones, como la mamá de Mario, que no se dejaba consolar. ¡Suéltenme, suéltenme; así estoy bien!
Oye Vito, una pregunta, me dice entonces el primo de Silvano. ¿Por qué se pusieron ese nombre tan jacarandoso?, digo, como trío. ¿Los Marsellinos?, le subrayo, pues por una sencilla razón. Mario y Silvano, que son las guitarras, viven en el edificio de Marsella, la calle de Marsella, a la vuelta de mi casa. Por eso los tres somos, es decir, éramos Los Marsellinos. Y entonces, al aceptar la crudeza del verbo en pretérito, me solté a llorar sobre el hombro de ese joven ingeniero que había llegado una hora antes de Guadalajara y que votará por Acción Nacional.
2
Después de todo no era tan antipático el primo de Silvano. Traía guardada una anforita y sin preguntar me sirvió un generoso chorrito en el café. Ah, qué alivio aquel ron. Esos gestos son de los que no se olvidan. Nos fuimos sincerando mientras afuera de la cafetería los periodistas entrevistaban al representante del candidato. Hasta me empecé a creer eso del atentado que, ante los reflectores de televisión, insistían en llamar “masacre fascista”. Mira, lo peor, ¿sabes qué es lo peor de todo?, preguntó el ingeniero Andrade. Ni idea, contesté porque ¿puede haber algo peor que morirse? Mira, lo peor de todo, me dice, es que hoy era su cumpleaños, su cumpleaños de Silvano. Mira nomás: iba a cumplir veinte años, y ya el Señor lo llamó a su lado.
La verdad yo guardaba más amistad con el gordo Mario. Siempre ocurre eso con los amigos comunes: Juan es más amigo de Pedro, Pedro de Carlos, Carlos de Roberto. ¿Qué es la amistad, después de todo? Una complicidad para siempre, “amor sin sexo”, como dijo una vez Carlos Monsiváis en la presentación de un libro.
Quedarte sin amigos debe ser como ingresar un poco al manicomio. Y mira quién lo dice. Yo al menos te tengo a ti... que es como no tener a nadie, ya lo sé. Pero, ¿sabes inge?, le dije al primo de Silvano luego de probar mi café piqueteado: Nunca en mi vida he leído un libro. Y el otro, como si nada. Volvió a sacar su ánfora, de ésas que llaman “pachitas”, y se apostrofó (qué verbo) el último chorrito. ¿Ni siquiera el de Cien Años en el Laberinto de Soledad?, me preguntó a punto de ofendido.
Ni siquiera.
Pero qué ignorante el inge. Una cosa es que no hayas leído un libro completo y muy otra que no hayas empezado mil o que no sepas quién es García Márquez o Ángeles Mastretta. En la vida hay que estar informados... en la muerte no. Se me ocurrió decírselo: “La muerte es desinformación”.
El inge Andrade puso cara de ah, cabrón, ya se le subió. Es lo malo de soltar así mis genialidades. Nadie me entiende, soy un incomprendido. ¡Bu bú...! mamacita; dame la teta... Eso es algo de lo que nunca se privó Silvano. Su mamá, cuando éramos más chicos, tenía unas sorbederas de miedo. Yo creo que por eso nos hicimos amigos. Entonces los tres, Silvano, Mario y yo vivíamos en el mismo edificio de Marsella pero luego, con la crisis, nos tuvimos que cambiar a otro “menos ostentoso”, como decía el tío Quino. Y bye bye a las mámerson de la mamá de Silvano.
¿Te acuerdas de las tetotas de tu tía?, me dieron ganas de preguntarle al primo de Silvano, pero en ese momento saludaba a quién sabe qué pariente. ¿Y ahora, qué van a hacer?, le dije. ¿Mis tíos? ¿Qué van a hacer mis tíos? No sé. Mira, supongo que aguantar vara. Mira, ha de ser terrible perder así un hijo.
Qué conmovedor. Hasta me dieron ganas de platicarle la tragedia de mi hermanito, pero ya lo he dicho: en casa han escurrido demasiadas lágrimas. El día que escriba la historia de mi familia me volveré famoso. Y el otro: Mira, no es que sea curioso pero ¿cómo fue que se hicieron grupo? Digo, ¿cómo se hizo el trío Los Marsellinos?, preguntó el ingeniero Andrade porque así es su estilo, hablar a empujones. Debe ser de los que van al WC a las cinco y a las cinco y media.
Es una historia muy larga, le comencé a explicar, pero comenzó en serio con el terremoto de 1985. Como tú sabrás los temblores de aquel 19 de septiembre transformaron a los habitantes de esta urbe. (“Esta urbe”, ¡uf!). Es cuando sabes que la vida tiene prioridades: primero tú mismo, “¿estoy vivo, entero?”; luego tus seres queridos, “tía Cuca, ¡hazte para acá, te va a caer encima la Virgen!...”, luego los demás, tus amigos, los vecinos, la sociedad civil, como ahora llaman los articulistas de La Jornada al populacho.
¿Que cómo estuvo lo de la Virgen? Es que mi tía Cuca, que vive en el departamento de junto, es como mi segunda madre. Una mujer entrona. Antes tenían una farmacia, ella y mi tío Quino, pero luego quebró. Ya sabes, la crisis la crisis. Andaba medio lastimada de una rodilla y me pidió que la acompañara a misa de siete. Ya teníamos una semana yendo así, yo medio interesado porque al regreso me invitaba a desayunar en un café de chinos. Y es que así de ñango como me ves puedo comerme diez panqués, dos cafés con leche y un helado de fresa sin que me pase nada. Si me preguntaras, por ejemplo, ¿qué prefieres, una noche con Meg Ryan o tres helados de fresa en Chiandoni?... Bueno, te respondería que los tres helados.
¿Que por qué? No, no soy gay. Lo que pasa es que los helados me los zumbo como de rayo y no hay problema, pero en cambio la noche con Meg Ryan, imagínate: en primer lugar hablo un inglés al estilo Trucutú: aiguantufocllu. ¿Teimaginas?¿O qué le dirías? Gud mornig, Meg. Mai neim is Vito, ¿du llu wan tu quis mai pito? ¡No maaames, inge! Pues cuándo. Eso es lo que epistemológicamente hablando se llaman sueños guajiros. Acostarse con Jane Fonda, con Sarah Fawcett, con Bo Derek, con Julia Roberts, con Bibí Gaytán. ¡Sí, Chucha, como no! Igual que esos Ché guevaritas que pululan en La Alameda los domingos, repartiendo hojitas de apoyo al pueblo de El Salvador, Guatemala, Perú y anexas. No se puede hacer el amor con Meg Ryan ni la revolución los domingos al mediodía. A no ser que esa noche Meg te dijera, a la luz de una vela: “Ah, tu voz misteriosa, Vito Beristáin, que el amor tiñe y dobla en el atardecer, resonante y muriendo. Así en horas profundas sobre los campos, he visto doblarse las espigas en la boca del viento”, ¿verdad? Eso sería otra cosa. Pero la Ryan no debe hablar ni el español suficiente para pedir un cigarro. Y a propósito, ¿me regalas uno?
No, yo no escribo nada. Es poesía de Pablo Neruda... ¡Pero claro que no! ¡Jamás he leído un libro, inge! Lo que pasa es que revisando los suplementos culturales te enteras de todo. Y yo en el gimnasio, para no aburrirme, me leo tres o cuatro periódicos al día. Ah, lo del temblor y la Virgen... Acompañaba esa mañana a mi tía Cuca. Llegamos cuando la misa ya había comenzado y en lo que nos persignábamos empezó a temblar. El padre se quedó con la palabra de Dios, materialmente, en la boca. ¿Nunca te ha tocado un temblor dentro de una iglesia? Estábamos en la Sagrada Familia, a la que siempre vamos, y nomás comenzaron a columpiarse los candiles, zuuum, zaaam, de aquí para allá, y el padre Fritz no sabía si quitarse el micrófono, llevar el cáliz a la sacristía o de plano agazaparse bajo el altar. Sí, agazaparse.Todos se pusieron de pie, y digo todos, aunque no éramos más de veinte los feligreses ahí mirándonos como lelos, y entonces ¡pácatelas!, que escuchamos cómo se desploma el edificio ahí enfrente y yo dije, la que sigue es la iglesia, si ya estaba de Dios... Entonces vemos que un viejito que estaba tratando de ganar la puerta se cae y comienza a revolcarse. ¡Y es cuando descubro que la Virgen de Guadalupe, que estaba en el altarcito junto nosotros, también se viene abajo! Le digo a mi tía, ¡cuidado, hazte a un lado! y en lo que ella se aventaba hacia el pasillo se me ocurrió que yo la podría atrapar. A la Virgen, menso. Salvarla, retenerla entre mis brazos, que no alcanzara el piso. Y en lo que trataba de agarrarla en el aire, ¡fuu!, pesada como venía se estrelló y se hizo añicos. Pasó a medio metro de mí y la verdad, si me cae encima no estaría hablando aquí contigo. Sería un mártir guadalupano: San Vito de Sotolupazio. ¿Cuál fue el milagro? ¿Que no me cayera encima o que mi impulso haya sido insuficiente? No, no es lo mismo.
Fuimos a ver si el viejito no se había lastimado al resbalar con aquel tremendio vaivén. Pero no. Había sufrido un infarto y estaba más muerto que Obregón en La Bombilla. Regresamos a casa descubriendo en cada esquina un edificio derrumbado, muchos otros que habían quedado colapsados... fue el tecnicismo con que comenzaron a llamar a los que quedaron a punto de cascajo. Íbamos pensando lo peor, andando con prisa, angustiados, pero afortunadamente nuestro edificio quedó entero. Luego hicimos una brigada de rescate, Mario, Silvano y yo con otros vecinos, y estuvimos durante varias semanas en labores de salvamento. Lo triste es que no sacamos a nadie con vida, y si te contara los caváderes que localizamos... Caváderes, caváderes, no me interrumpas... Si te contara cómo quedaron no te acababas esas galletas que estás sopeando.
En las horas de descanso, cuando los jefes de brigada liberaban a los voluntarios, nos quedábamos cantando un rato fuera del edificio. Qué otra cosa podíamos hacer. Nos acompañábamos con una guitarra que se carranceó tu primo Silvano en un departamento colapsado. Fue cuando nos comenzaron a llamar así, “los marsellinos”, y luego de aquello nos seguimos juntando para ensayar y no caer en las garras de la drogadicción... juar, juar. Hasta que a un licenciado que tiene por ahí su despachito se le ocurrió contratarnos para amenizar el bautizo de su Benjamín. Nos dio quinientos pesos y todos pensamos, sin decirlo, “¡money, dinero, l’argent!” A mí el que me enseñó a cantar en serio fue mi tío Quino. Pero esa es otra historia.
A estas alturas del cuento el inge se me quedaba viendo con curiosidad. Ya conozco esas miradas sorprendidas, como sugiriendo ¿que nunca te para la boca? Mira, yo me sé otra anécdota, dijo en lo que pareció su turno, me sé otra anécdota pero más divertida. Mira, es la anécdota del viaje express a Acapulco. Sí, le dije, ¿la anécdota del “puente” de muertos en 1984? ¿Que cómo lo sé?, porque yo también iba a ir, pero la Maldonado no me dejó. Por eso no conozco el mar.
Pati Maldonado era entonces mi novia. Luego nos dejamos y ahora andamos otra vez juntos. En plan fresa, ya te imaginarás. El caso es que ella me advirtió: si te vas con tus amigotes olvídate de mí... y decidí quedarme.
Ya conoceré algún día el mar; no se va a evaporar de aquí a entonces, ¿verdad? Y se fueron en el vochito negro, que entonces era seminuevo, Mario, Silvano y un primo suyo bien pendejo, según me contaron, que le dicen “el Miramira” porque nunca entendía nada y todo lo explicaba dos veces.
“Yo soy el Miramira”, dice entonces el ingeniero Andrade. “Digo, así me dicen a mis espaldas, pero yo no soy así. Yo soy distinto”.
Es una de mis características más notables: meter la pata a todas horas. Y qué, ¿me disculpaba? Nunca me imaginé que fueras tú, le dije, además todos tenemos siempre anécdotas que contar. Como tus anécdotas que contaste, ¿verdad? Además no te conocía. “Es que vivo en Guadalajara desde chico. Me llevaron a estudiar allá y vengo de vez en cuando. Como ahora. ¿Qué te contó Silvano del Acapulco Express?” Y le digo, lo que tú debes saber, me imagino. Todo se organizó de improviso un jueves por la noche, antes del “puente de muertos”. Que juntáramos todo el dinero que se pudiera porque el viernes temprano, a las seis de la mañana, saldríamos hacia Acapulco. Y esa medianoche yo, más emocionado que Neil Armstrong en la luna, le llamo por teléfono a Pati para contarle el plan. ¡Nombre, para qué le hablé! “Ya sé a qué van, ¡ese lugar está lleno de putas, de gringas que nomás quieren coger, se van a emborrachar todo el tiempo y van a tener un accidente en la carretera!”
Le colgué, la verdad, más asustado que molesto. Lo pensé un rato, y luego me ganó el cariño. Volví a llamarle y le dije no te preocupes, he decidido no ir, ¿qué te parece si mañana vamos al cine?
Bueno, tú lo sabrás mejor que yo, le dije al ingeniero Miramira, y entre los dos exhumamos el recuerdo. Salieron de la ciudad amaneciendo y seis horas después, porque iban como bólido, se hospedaron en unos bungalitos económicos. Luego luego se fueron a la playa Condesa, que no sé donde quede, y mientras Silvano y su primo se metían a nadar, porque creo que rentaron un par de llantas, de esas de tractor, dejaron a Mario en la orilla, porque no sabía nadar, se disculpó. Se quedó el gordo cuidándoles la ropa y la hielera mientras los otros dos se adentraban con sus llantotas, explorando las aguas aturquesadas de ese paraíso tropical mientras a lo lejos, en la playa, escuchaban la música de los mariachis y el rumor sedante del oleaje. ¿Qué os parece?
Como a las tres horas regresaron de su navegación y cuál no va siendo su sorpresa que Mario, más borracho que Paco Malgesto en tarde de toros, tenía un grupo de mariachis a su servicio y en ese momento pedía que le tocaran, otra vez, Paloma Negra. Igual que el mesero del “beach-bar”, ya le había pedido una botella de Chivas Regal y tres órdenes de ostiones a la Rockefeller... son gratinados, con salsa inglesa y un chorrito de Tabasco. Total, que entre el mariachi y el mesero les debían más de mil pesos, y sólo llevaban quinientos. Los mariachis protestaban manoteando: Ya le tocamos El abandonado, luego Qué bonito amor, y más luego Dos palomas al volar. Igual el mesero, cobrándole hasta las perlas de la Virgen. Tuvieron que dejarles el dinero que llevaban y lo demás: los relojes, la llanta de refacción y el autoestéreo del coche. Y así, sin retornar al hotel para evitarse otro pleito, directamente de la playa, embadurnados de arena y malhumor, llegaron a México poco después de la medianoche. ¿O no?
Sí, sí, el “Acapulco Express”, reconoció el ingeniero tapatío. Mira, por aquí guardo una foto, dijo. Me la enseñó y qué tristeza reconocer allí, de nueva cuenta, la barriga feliz de Mario, la melena rebelde de Silvano, la camiseta percudida de su primo que entonces sugirió; mira, vamos a la capilla. Ya se me acabó el ron.
Al llegar junto a los dos ataúdes, que les habían encimado banderas del Frente Electoral como si fueran los Niños Héroes de la Posmodernidad, reconocí a los veteranos de Los siete Quinos; más viejos y panzones. Traían sombrero de charro y sus instrumentos. En llegando yo, pero sin verme, se arrancaron con la notas de Cruz de olvido y comenzaron a cantar muy sentimentalosos. Me les emparejé cuando iban en eso de “...la barca en que me iré, lleva una cruz de olvido, lleva una cruz de amor, y en esa cruz sin ti, me moriré de hastío”. Habían llegado con mi mamá y con la tía Cuca, porque ellos nos apadrinaron cuando fundamos Los Marsellinos, pero luego murió el tío Quino y de los siete que quedaban uno le dio un traspiés y otro murió de un brinco, así que sólo quedan cinco, cinco, cinco, aunque arrugados y panzones, como ya te dije.
Luego cantamos la Canción mixteca y luego Dios nunca muere. Qué impresionante cantar entre los deudos, sin que nadie te aplaudiera y todos soltando suspiros y lagrimones mientras yo me esforzaba por sostener el tono cuando aquello de “...muere el sol en los montes, con la luz que agoniza, pues la vida en su prisa, nos conduce a morir”.
Entonces, cuando los cinco Quinos ya se retiraban, se paró la mamá de Mario en el rincón donde sollozaba y se vino derechito hasta donde yo me despedía del ingeniero Andrade. Me abrazó y me dijo, no sabes lo mucho que mi hijo te quería. Cuídate, Vito, cuídate mucho y que Dios te bendiga porque lo vas a necesitar.
Así que, como dijo el primo de Silvano, ya se acabó el gallo y de los Marsellinos sólo quedo yo, que viviré cien años. Sólo quedo yo, que es decir una voz, una simple voz que ahora está demasiado fatigada y sencillamente quiere dormir, si me permites.
3
No hay que darle demasiada importancia a lo que no la tiene. Me he quedado sin amigos y vagabundeo como loco por las calles de mi colonia, la Juárez, la colonia de colonias. Han pasado, qué, ¿siete semanas? y lo que más extraño es su compañía musical. No su “compañía” a secas, esa posibilidad de platicar y ensoñar conjuntamente, porque por fortuna tengo muchos otros amigos y los compañeros de la facultad. Además está Patricia Maldonado, que a ratos me acaricia la cabellera y se me queda viendo como si estuviera ante un canario enfermo. Está también el menso de Arturo, con el que paso metido siete horas en el gimnasio, y mamá y la tía Cuca. Eso es lo que tengo... ¡Y Estopa!, mi perro consentido, mi único perro, que ahora paseo para que se cague y se mee fuera de casa. Un perro es un perro y a pesar del collar, el pedegree y los puñados de croquetas, lleva una vida de perro.
¿Qué es la compañía musical? Es algo distinto a la amistad. Una suerte de camaradería, como la de los soldados en guerra, como la de los beisbolistas en un partido, como la del boxeador y su manager antes de la pelea. Es una complicidad de miradas, una sugerencia al retrasar una entrada, un acompasarte cuando andas enronquecido. Y ahora que Los Marsellinos no existen, que los hizo polvo un crimen que la prensa no pudo explicar... digo, ahora que no existen quedan esas melodías en la memoria, que nos aprendimos luego de ensayar noche tras noche. Queda, y triste es recordarlo, la música que soltamos al aire en algunas veladas, siete bodas y varias serenatas de novios envalentonados por el mezcal.
No hay mal que dure cien años, me dijo mamá al día siguiente del funeral. Y aquí entre nos, insistió luego que retornamos a casa, los más terribles son los primeros cien días. Velos contando, Vito. Anótalos al acostarte como un bálsamo para el sueño. Habrá fechas en que olvidarás esa rutina y un día terminarás por arrumbarla. Eso hice cuando perdimos a tu hermano, y ya ves; pude superar el trance. Me lo dijo con cierto temor, como recordando mi semana negra.
Aquello fue cuando tenía cinco, tal vez seis años, ya no recuerdo bien. Llegué a casa bañado en lágrimas y la tía Cuca le dijo a mamá, no te preocupes, ya se le pasará. Pero al día siguiente seguía ahí anegando mi camita. No comía. Dicen que no comía. No dormía. Dicen que no dormía y que nada me consolaba. Llorar y llorar y llorar, tanto que por eso odio las lágrimas. Todo comenzó en una sala de cine y al salir dijo mamá, ay, qué muchacho tan susceptible. Pero como seguía pasmado en mi cama, así me llevaron con el doctor. La primera vez no le dio importancia, la segunda me mandó una colección de vitaminas y emulsiones, además de solicitar que me practicaran un encefalograma, que por entonces estaban de moda. Era una forma de decir, no digan que no intentamos los más avanzados recursos de la ciencia, y todo para ver si mi llanto incontenible no estaba originado en un tumor cerebral. Finalmente no me hicieron los estudios, en parte porque eran muy caros y en parte porque apareciste tú. Según ellos todo se resolvió por arte de magia. Así me hallaron esa tarde en el tapetito de mi recámara, tan campante y platicando contigo. ¿Y con quién más, si no?
Todo fuera como llevar la vida de Estopa. Despertar y corretear por el departamento hasta que logra colarse en la primera cama que se le ofrezca, generalmente la mía, porque mamá es muy rezongona a esa hora. A todas. Luego mear en la terraza que da a la calle y a ver quién tira esos periódicos sancochados. Luego zamparse un platón de leche, más tarde una ración de croquetas, que son más baratas que la carne, y después, a la hora de la comida, robar lo que pueda al pie de la mesa, entre gruñidos suplicantes, además que luego llega la tía Cuca con sus desperdicios, que ya quisiéramos de almuerzo en domingo. Luego salir a pasear en esa expedición callejera donde se conjuntan los instintos y las funciones excretorias. Ni modo, así son los perros y Estopa, hasta donde conozco, pertenece a la especie.
Sin tratar de evitarlo, como otras veces, pasamos por el edificio de Marsella donde vivían Mario y Silvano. Los papás de Silvano se mudaron la semana pasada a Celaya, para llevar una vida más tranquila, de modo que ya no podré suspirar por aquellas tetotas de mi infancia. Además de que ninguna teta es lo que fue. Los papás de Silvano, sin embargo, no precisaron de qué van a vivir. Aquí manejaban una dulcería por la Merced. ¿Pondrán un ranchito de cabras para producir cajeta?
Y como siempre, en presencia de los gitanos, mi fiel Estopa se pone a ladrarles furibundo. Abundan en la colonia. Uno los encuentra juntos, desafiantes, murmurando maldiciones en su habitual actitud de ociosos profesionales. Lo mismo en el portal del edificio Marsella que en los alrededores de la Plaza Washington o en las mesitas del café Esmirna. “Egiptanos” al fin, huelen a misterio, visten de negro, tienen miradas oscuras y hablan ese dialecto entre húngaro y turco que sólo su madre entiende. Por eso los odia mi fiera mascota, por apestosos y bandidos.
En ese edificio vivía La Güera. Sin lugar a dudas era la más misteriosa de todas las gitanas, la más sabia, la más respetada y la más vieja. Habitaba en la planta baja, de modo que se le hacía fácil trasladarse con su silloncito hasta el portal, donde se protegía del sol en los días calurosos y se arrimaba a la resolana durante el invierno. Ahí mismo pescaba a sus clientes, los sentaba en un banquito y por veinte pesos te leía la mano, es decir, a ellos, y por cincuenta te echaba la “baraja mestiza”, es decir, a ellos. Los niños del barrio le tenían verdadero terror. “La Güera tiene cola de rata, por eso lleva esa faldota que le tapa hasta los tobillos”. “Se come sus propias menstruaciones, con pan rancio y jocoque, por eso la boca le hiede como le hiede”. “La Güera tiene pito de cerdo, y cuando el que ella escoge no se la coge, ella se lo coge”. Leyendas y más leyendas en torno a esa misteriosa gitana en el edificio donde vivían los marsellinos.
Y cuando un cliente le gustaba... digo que le gustara para leerle la suerte, no había uno que se le escapara. “Acércate tú, guapeza como el luna llenas. ¿No les tienes temor a los fortunas? ¿No quieres saberla el día en que serás feliz de amores y dineros?”, porque La Güera nunca dominó los géneros ni los números, y ahí apoltronada, mentando madres a los vagos que la rodeaban, seguramente sus nietos, aquilataba el mundo con sus ojos grises y entre rizos que malamente peinaba.
Más de una vez he soñado con La Güera. Antes eran horribles pesadillas de las que despertaba jadeando porque esa gitana era lo más parecido a una bruja de revista ilustrada, aunque mirándola bien, aspecto por aspecto, no era del todo fea. Se ve que fue una mujer guapa, ¿dónde he oído esa frase?, pero los ropajes que llevaba, mantillas, pañolones, cintos, mascadas y toda suerte de colgajos, ofrecían un conjunto por demás impresionante. “Ven, sonrisa de miedos, que este Güera no te dice el mentira”. Seguramente se cambiaba una vez cada año y se bañó cuando arribó a las Américas. “Anda que te echo el cartas y te digo quién fuiste ayer y quién eres en los mañanas”.
Pero a mí no. ¿Te acuerdas?
Iba a visitar a Silvano cuando sabía que su mamá estaba lavando en la azotea, y al entrar en su edificio, paso a pasito y no corriendo como los demás, La Güera me llamaba, “acércaste, acércaste niño Vitus. Ven y déjame mirarte la verdad en tus ojos”. Y allí iba yo, obediente, orgulloso porque a nadie sino a mí me decía esas voces de misterio. “Ten cuidado. Un día te va a embrujar, Vito”, me advertía Silvano. “La próxima vez que te llame”, me suplicaba Mario con las ansias tropezando en sus palabras, “te fijas si es cierto... si es cierto que tiene tres chichis”.
Y no, cómo. Además que solamente tenía dos. Eso lo supe por las veces, que fueron pocas, cuando me abrazaba, acercaba su boca con la intención de besarme, me soltaba con el aliento agrio de vino y cigarro, “cuánta verdad miro en tus ojos, cuánta que es mucho y te llenarás de fortunas”. Y entonces yo, provocándola, le ofrecía mi mano izquierda en gesto insolente, como quien dice, órale, allí la tienes, y ella protestaba, evitaba verla, se volteaba de un golpe que la hacía tambalearse en su silloncito. “No, no, Vitus. ¡Contigos no, contigos no!”, y me palmeaba la espalda con su mano como de cura porque La Güera no tenía, la verdad, manos de mujer.
Ahí estaba yo, ante el edificio de Marsella, con el indomable Estopa ladrándole a los gitanos. Ellos esperaban, tan campantes como siempre, las últimas luces de la tarde. Mirándolo de reojo mascullaban palabras incomprensibles que mi perro contestaba desgañitándose, y que seguramente querían decir te envenenaré esta noche, morirás con una daga de plata en el corazón, te arrancaré la lengua con mis dientes enfermos. Por eso nunca lo dejamos dormir en la terraza. Pero a mí nunca me dicen nada.
A mí los gitanos de la Plaza Washington me saludan con respeto, y hasta con veneración. Se les nota en las miradas. Será por aquello que me dijo, esa otra vez, La Güera. Fue poco antes de morir, una retahíla de insensateces, como dicen que endilgan los moribundos para liberarse de sus demonios. “Un gallo se apaga”, me dijo esa tarde, y otras mafufadas que no vale la pena recordar.
Finalmente mi perro de bolsillo había ladrado hasta cansarse, había cagado, había meado y era la hora de retornar a casa. Yo también tengo derecho a mi turno, ¿no crees? Sólo que yo soy más discreto.
4
El MU ya no es lo que fue. He tardado mucho en pisar nuevamente su patio cuadriculado con rayas superpuestas, en blanco y amarillo, de las canchas de basquet y volibol. Quién sabe qué resquemores guardamos ante los recuerdos infantiles, como si uno fuera un mal hijo de la escuela y no nos quedara más que renegar de sus aulas pretéritas... “Sus aulas pretéritas”, ¿de dónde saqué semejante mamada?
Desde que salí de la secundaria, allá por el remoto 1983, he tardado cinco años en retornar a la escuela. Visitarla con ese aire de superioridad que da el saberlo todo: el ciclo de Krebs, las ecuaciones de segundo grado, los principios del Derecho Constitucional Mexicano.
La verdad es que antes fui a buscar a Patricia a la papelería donde despacha como técnica de fotocopiado. Le pagan una miseria y se la pasa leyendo novelitas ilustradas donde el amor es confundido con la garañonería. Qué manera de corromper su juvenil espíritu, pienso yo, pero no hallo una lectura más edificante que sugerirle. Será que nunca he leído un libro en mi vida. Por eso soy distinto a toda esa masa de babalucas que leyeron en tercero de secundaria El llano en llamas. Que me perdone don Juanito Rulfo por la majadería, pero con la simple lectura de un cuento suyo, aquel que se llama “Diles que no me maten” —que sí leí— uno queda impregnado suficientemente de esa atmósfera brumosa donde las culpas, los atavismos campiranos, las venganzas, la nocturnidad y el espíritu taciturno de los rancheros resuelven nuestras vidas igual que un huarache resbalando en el camino de polvo requemado que lleva a Luvina. ¿Qué tal?
Además si el maestro de maestros tapatío se dio el lujo de escribir solamente dos libros, ¿por qué no darse un lujo mayor y leer solamente un cuento suyo? Ponte a pensar. Pero total, que iba buscando a Pati Maldonado y hete ahí que me hallo con que su negocio estaba cerrado celebrando las fiestas patrias. Y yo me pregunto, heideggerianamente hablando, si ella no está en la papelería (A) y no está en su casa (B), debe estar en otro punto (C). Lo cual prueba la lógica del silogismo y lo recabrona que puede ser una muchachita de tan apetitoso cuchuflax. Y así, andando de ocioso y con un poquitín de celos que me podrían haber conducido a un plano superior de la mismísima fregada, me topo de pronto con el MU. Qué largo camino tenemos los predestinados porque lo que en realidad deseaba era reencontrarme con la maestra Olguita, mi profesora de sexto año.
Jamás fui un alumno sobresaliente, de esos de 9.9 y las uñas recortadas. Mi padre nunca me ayudó en las tareas escolares y no aprendí a sumar sin el auxilio de los dedos. Es un reflejo condicionado que conservo aún ahora que estoy inscrito en la Facultad de Arquitectura. Bueno, y si mi padre no me ayudó no fue ciertamente por falta de ganas. Pablo Beristáin abandonó el hogar cuando yo tenía dos años de nacido. Así que por falta de ganas, no fue. Ya voy a comenzar otra vez con la pequeña tragedia de la familia Beristáin. ¡Ay!, mi papá nos dejó en el peor de los desamparos... ¡sob, sob!
Pero la verdad es que no. Digo, hay que reconocerle a mamá su esfuerzo, esos desvelos de siempre que le permitieron, lo que se dice, sacarnos adelante. Nada más faltaba, ¿verdad?, que alguien se deje “sacar atrás”. Mi hermana Magdalena sí se acuerda de papá. Como entre sueños, dice ella. Es la encargada de guardar los pocos recuerdos que dejó él en su intempestivo abandono. También se acuerda de mi hermanito, que era un año menor que yo, y del día en que sufrimos su pérdida y se desencadenó, obviamente, el naufragio del hogar. Por eso Magda se hizo más independiente, seria, responsable. A veces no sé si es mi hermana o una tía más. Se casó jovencita y tiene un marido de tres efes que le puso una casita en Ciudad Satélite. Tiene una sirvienta, dos coches, tres televisiones, cuatro hijos y cinco centavos en el monedero. Pero así le gusta llevar la vida.
El centro escolar Miguel de Unamuno está en la calle de Nápoles, es idéntico a la mansión de los Locos Adams, y por comodidad todos lo llamamos así, el MU. Ya te imaginarás, a la directora, Marta Huitrón, también por comodidad y porque tiene el puesto desde que don Porfirio zarpó en el Ipiranga, le decimos Doña Buitrón. No era yo, definitivamente, un niño de 9.9, ni de 8 ni de 7.5 y, si quieres saberlo, mejor ni preguntes. Me retirarías tu amistad. ¿Importa mucho en la vida sacar 10 siempre? “10 en Finanzas”, “10 en Sexo”, “10 en Chingonometría” que es la ciencia de cómo dominar el mundo cuando cumples 25 años. ¿Te imaginas?, y me faltan cuatro.
Bueno, tú lo preguntaste: en Finanzas saco, digamos, un 4. En Chingonometría un 8 y en Sexo un 11, pero más bien en el aspecto privado de la materia. Qué, ¿te mata la curiosidad?
Ahí estaba yo ante el patiecito del MU, esta mañana, mirando los festejos del Día de la Independencia. Un niño güerito la hacía de Miguel Hidalgo, el padre de la patria; otro morenito iba disfrazado del padre José María Morelos y una niña medio tiesa, con cara de sacar 10 en todo, era la Corregidora de Querétaro. Cada uno, en su turno, tenía que decir un pequeño parlamento ante el micrófono y los demás alumnos, como cuatrocientos, iracundos por esa ceremonia tan mamona, se alzaron en armas y agarraron a los tres libertarios, los encueraron, los destriparon, los colgaron de los güevos. Juar, juar. No, en serio, el festejo era bastante formal. Ya sabes, desfile de la escolta abanderada, palabras de una señora de la asociación de padres de familia, palabras del nuevo director del colegio, un tipo medio calvo y simpaticón, y luego, uno por uno, los tres insurgentitos vestidos de insurgentotes. El que la hacía de Morelos, la verdad daba pena. Créeme que jamás ganará el concurso de oratoria en las juventudes del PRI. Se dejaba vencer por el pánico escénico porque de seguro nació para cajero del Banco Nacional de Crédito Agropecuario. “¿De cuan cuan cuánto es su cheque?” porque así leía el pobre. Y estando ahí junto a la reja, mirando aquella ceremonia con más nostalgia que emoción, buscando entre la chiquillería al Vito Beristáin que alguna vez fui, de pronto alguien me nombra y me invita.
¡Era la profesora Olga! Me había reconocido desde un rincón del patio y ya me invitaba: Bienvenido, joven Beristáin, acompáñenos por favor, acompáñenos. Y abriendo la reja me condujo discretamente junto al coro de muchachos, mientras la pequeña Corregidora, con desplantes de musa de la CTM, recitaba de memoria y extendiendo uno y otro brazo: “Y si la Patria son estos horizontes... y si la Patria son estos peones... y si la Patria son su lengua hermosa y la sabiduría de sus ancianos”. Te lo juro que eso dijo: “estos peones”. Al terminar le aplaudieron más que a los otros dos, así son las feministas desde pequeñas, y te auguro que así le aplaudirán cuando sea electa senadora por Michoacán, porque de seguro nació en Maravatío. ¿Cuánto vas?
Entonces la profesora Olga anunció al tomar el micrófono: Y ahora cantaremos todos el Himno Nacional. Sírvanse entonarlo con respeto y seriedad... en el coro nos acompañará un distinguido ex alumno de este Centro Escolar Miguel de Unamuno, el tenor Vito Beristáin Téllez. ¡Atención!, y sueltan la cinta de la grabadora con el consabido MI-RE-DO-RE... del Mexicanos al grito de guerra, el acero aprestad y el bridón... Y las voces de los otros doce chamacos, ya sabes, junto a mi voz eran como balidos entrando al matadero. En un momento creí adivinar, por ahí, las sonrisas de Mario y Silvano, ¡pero cómo, si son caváderes desde hace tres meses! Ya sabes las alucinaciones que luego me vienen. Me quedé hasta el final de la ceremonia, cuando ya los cuatrocientos salvajes del MU salían del patio cual bisontes en miniatura. Me quedé porque tenía que platicar con la profesora Olguita. Pero platicar de qué si desde hacía por lo menos cuatro años que no nos veíamos.
No es que la profesora Olga se haya convertido en una anciana, pero lo que en unas personas relumbra como experiencia, en otras es simple y llanamente edad. Me pidió, si tenía tiempo, que la acompañara a tomar un refresquito. Así, en diminutivo. Qué cosas tiene la vida, como dice la canción de Alberto Cortés, uno sale en busca de su novia y termina compartiendo confidencias con la profesora que nos enseñó el uso del gerundio. Desde luego que acepté. Se veía que tenía ganas de hablar, de hacerme una gran confesión y así, después de que firmó el control de asistencias, le comenté en tono juguetón si la terrible directora de antes, doña Buitrón, no estaría ya regañando angelitos en el cielo, y ella me lo confirmó: ¿te enteraste? Habrá sido en alguno de los edificios colapsados en el terremoto, insistí por hacer plática, y ella, asombrada, quiso averiguar, ¿quién te lo contó?
Nos encaminamos a la nevería Chiandonni, donde tengo crédito y preparan unos helados de fresa que nomás contártelo ya se me hizo agua la boca. Les ponen una ruedita de crema chantilly, una cereza en la corona y le clavan tres galletas gofrenatas. Por eso tengo crédito ahí, porque no hay visita en que no coma por lo menos dos al hilo, y hubo la ocasión, cuando celebraba mi reencuentro con la Maldonalds, en que me comí cuatro. No, no me acalambré por la empalagada. Si me dieran a escoger entre un helado de fresa y una noche con Meg Ryan... ¿ya te lo expliqué, no?
La profesora Olga, tan recatada como siempre, pidió una cocacola y una nieve de limón en copa de cristal. Me preguntó por Magda, mi hermana, por mamá, por la tía Cuca y por el tío Quino. Le tuve que contar la muerte del tío Joaquín, que cayó en el cumplimiento del deber y con el sombrero que apenas si cupo dentro del ataúd. Cual debe. Luego recordamos a varios compañeros de aquel ya remoto sexto año de primaria. La flaca Santiesteban, el negro Arias, el aplicado Morales, que era medio rarito, dijo ella, “el Picapiedra”, que ya no pudimos recordar su nombre, y “la brillantitos” Olguín, que siempre llevaba una diadema como de reina de carnaval. El día que osamos escondérsela se volvió una fiera y le rompió los dientes a Oseguera, que era el que iniciaba esas travesuras.
Brava, “la brillantitos”, dijo la profesora luego de un suspiro, y tú qué, Vito. Me imagino que estudiarás Letras, o Teatro, o algo relacionado con el Arte. Sí, lo pronunció con mayúsculas: ARTE. Qué responderle, Dios mío. ¿Que nunca he leído un libro en mi vida? Capaz que me escupe la Coca. En vez de contestar le ofrecí uno de los folletos de Los Marsellinos, que llevaba por pura casualidad. Que se enterara del firmamento musical que su pupilo había conquistado, y me atreví a mentir, lo cual no es mi costumbre: “Una vez ya estuvimos con Raúl Velasco en su programa”. A la profesora Olguita le comenzaron a temblar los labios. No estaría tan fría su nieve de limón, pensé, cuando me espetó, sin quitar la vista de ese tríptico póstumo. “Tú, Beristáin, siempre fuiste mi favorito”. Hice un rápido cálculo matemático, porque el momento lo requería; a ver, yo tengo 21 años entrados; ella debe tener, no sé, 36 más 9, ¡45 años!, aunque representa como 54...
No, imposible. Por ahí no va la cosa. No puede ir. No debe.
Pues me hubiera pasado de año con diez, dije con mi mejor sonrisa. Ya ve maestra, nunca se imaginó el genio musical que tenía ahí enfrente. “Sí, Vito. Sí lo supe. Sobre todo aquel Día de las Madres, ¿te acuerdas?”
Lo había olvidado, musité, aunque no, ¡claro que me acordaba! Hubo un acto central en el Miguel de Unamuno. Primero tocó turno a Gerardo Morales, el aplicadito que recitó el Brindis del Bohemio, le siguió una representación abreviada de Los árboles mueren de pie, de Alejandro Casona, que prepararon los de quinto año, aunque se les olvidaban los parlamentos. Después el profesor Berlanga, que daba Historia en secundaria, leyó un largo fragmento de La Madre de Máximo Gorki, la novela, se entiende, porque Berlanga era comunista y ahora, al parecer, será diputado por el Frente Cardenista. Como fase final del acto, cuando las madres ya se retiraban porque ese 10 de mayo el sol pegaba como si en El Cairo, la maestra Olga Millán anunció un brevísimo acto musical, me acuerdo que subrayó lo de brevísimo, y enseguida me empujaron al foro donde el profesor Macías, que daba música, se acomodó al piano que habían conseguido para el festejo, y sin más anunció ella: “Nuestro mejor cantante infantil les ofrecerá tres deliciosas canciones románticas”.
Debo hacer ahora un reconocimiento al profesor Macías. Él fue quien me dio la primera lección para vencer al temible trío formado por Pan Nico y Escenico. Me dijo Macías en el ensayo de la víspera: vas a cantar en un campo de melones; tú imagínate como Pedro Infante cuando solfeaba en Guamúchil antes de ser famoso, de modo que esas cabezas llenando el patio serán un campo de melones. ¡Le vas a cantar a los melones de Guamúchil! ¿Está entendido? Sí maestro, y nació, pues, la “teoría escénica del melonar”, que ya quisiera Grotowski.
Canté las tres piezas que habíamos ensayado: Cabellera Blanca, de Agustín Lara, Morenita Mía, de Armando Villarreal y al final, A la Orilla de un Palmar, de Manuel M. Ponce. ¡Nombre!, fue mi revelación porque, la verdad, le eché un sentimiento como nunca, sobre todo en aquella frase que se vuelve medio travestida, “soy huerfanita, ay, no tengo padre ni madre, ningún amigo, ay, que me venga a consolar”, y como todavía no enronquecía, las señoras aún presentes, que eran la mayoría, ¡otra, otra, otra!, comenzaron a exigirme, pero como no habíamos practicado más que esas tres canciones, ni modo, me aventé una segunda vez con la del palmar, y ¡otra vez, otra vez, otra vez! gritaban en el patio del Miguel de Unamuno, así que ahí les vamos, el profe Macías y yo, en mi catarsis, solté el micrófono y como Pedrito en los tomatales de Sinaloa me aventé en inspiradísimo spianato. Aquello fue la apoteosis; hasta me espanté, la verdad. Lo más triste de todo, como en las películas de Chaplin, fue que mamá no pudo asistir al festival. Entonces trabajaba como burra y ni modo. Qué, ¿me iba a entregar a las lágrimas?
“Yo te abracé, toda emocionada. ¿Te acuerdas, Vito?”
Sí que me acuerdo, le respondí a la profesora Olga. Lo que no me perdonaré nunca, dijo al terminar su cocacola con nieve, fue que nunca te presenté. ¿Ah, sí?, ni me acordaba, volví a mentir. Lo importante del canto es el timbre, sostenerlo y “castigar la voz”; me lo decía el tío Quino, recordé. Y entonces ella, suspirando al mirar el folleto de Los Marsellinos, volvió a preguntar, ¿y son buenos, tus compañeros?, los indicaba, a Mario y Silvano, en un gesto que me pareció homicida. Sí, muy buenos, mentí por tercera vez, como San Pedro. Tienen un contrato exclusivo con Dios, je, je, solté la bromita, pero la profesora Olga se quedó como si nada. Nos miramos un par de veces más, y suspiramos. ¿Qué más podíamos contar? Me gustaría que platicáramos otro día, dijo a la hora de pedir la cuenta. Tú de tus proyectos, y yo de mis... asuntos. Desde luego, maestra. Cuando usted quiera. Eso es lo que te quería decir, dijo, es decir, disculparme. Mira, en esta servilleta te apuntaré mi dirección porque todavía no tengo teléfono. Para cuando quieras visitarme, sin compromiso. Sí, muchísimas gracias, maestra. Para lo que se te ofrezca... y es que, la verdad, nunca me perdonaré no haberte anunciado por tu nombre en el festival del Día de la Madre.
Nos despedimos dándonos un beso, más rutinario que sincero, sospechando que ese sería nuestro vistazo final. Ella se encaminó por Londres y yo por Dinamarca. De repente un grito que me hace voltear. “¡Vito, Vito! ¡Ya me acordé! Era Gálvez. Gálvez Monroy”. ¿Era quién? “¡Cómo quien?”, en la distancia, “¡el Picapiedra Gálvez Monroy!” Tenía razón.
Me dirigí a casa y en el camino, serían las cuatro de la tarde pasadas, me desvié hacia el edificio de la Maldonalds. Ahí la descubrí cuando descendía del auto de su primo Evaristo. Se despidieron de beso, casto, y entonces, cuando el simpático primo arrancaba en su Ford, me reconoció en la distancia. Quiúbole, Vito, ¿dónde andas?
Aquí me tienes, a tus órdenes, contándote estas tribulaciones tan patéticas. A ti, a ti, no te hagas.
5
Estamos llenando un crucigrama, Arturo y yo, en la recepción del gimnasio. Él porque quiere aprender, como los animalitos de la canción de Cri-crí, y yo por ocioso. “Natural de Nueva Zelanda.
Indígena de los mares de Tasmania”, me pregunta de repente. ¿De cinco letras? Sí, verticales. Pues “maorí”, ¿no?, le digo, y al completar el sector se me queda viendo con el lápiz en la boca, como si yo fuera Albert Einstein. Un día no se aguantó. Oiga don Vito, ¿por qué sabe tantas cosas?, preguntó al detener el vaivén del trapeador. Qué les responde uno, entonces, a los Arturos de la vida. Lo más incómodo es que nunca me quita eso del “don”, aunque le lleve unos cuantos años. Yo no sé cosas, le refunfuñé, “yo sé la vida”. Y la verdad, fue peor.
Y hablando de cosas, éstas no marchan demasiado bien en mi existencia. Dejé de asistir a la Facultad, Pati Maldonado me rehúye, el Estopa tiene parásitos y no se levanta de su camastro. Pero vayamos por partes, como dijo el sabio rey Salomón. Todo tiene su origen, para qué negarlo, en la desintegración de Los Marsellinos. Desintegrándose más, desde luego, deben estar Mario y Silvano comidos por los gusanos y retornando al polvo de la nada. Han pasado ya cuatro meses desde que los balacearon para dejarme en la más cruel orfandad musical. Ya nomás canto en la regadera, como las cuarentonas enamoradas, “soy, la reeeina de los mares” y siento que mi voz se irá en el primer taxi a la mano. ¿Qué le dice entonces uno a su voz en retirada?
Eso me pasó esta mañana al cepillarme los dientes. Hacía las gárgaras de rigor y al escupir aquello descubrí que mi voz escurría por el desagüe. Fui con mamá, que estaba de un humor de perros, y le hice desesperadas señas. Que viniera al lavabo, que atajara mi voz, que me salvara. Y ella, “¡qué tienes, Vito!”, porque debe conocer muy bien los síntomas de un paro cardiaco. Le señalaba mi garganta, mi lengua, el flujo del agua. “¡Qué, qué! ¿te tragaste el tapón del caño? ¡JesúsMaríayJosé!” Y yo como mimo en la zozobra. ¡Mi voz, jefa!, solté con la risotada. ¡Se fue por el bújero!
Es una forma práctica de averiguar si uno es querido, aunque mamá odia oírme diciendo esas corrientadas. Jefa, bújero, quéondaqueonda. Y como no tiene el recurso de la madrecita estándar, “ay, si tu padre te escuchara”, la abrazo muy querendón, le aprieto la cintura, le doy un besote en la nuca y la dejo, la verdad, turulata y que si lista para el diván. Debías de buscarte un galancín garañón, le digo entonces, porque la jefa, sea dicho con todo respeto —¡oh, mister Eddie Poe!—, aguanta todavía un zandungazo. Y se lo digo y se sonroja. Que si no seré mandado, pero ella lo sabe. Y se lo pierde, como le dijo la tía Cuca la otra noche en que se tequileaban dizque recordando al tío Joaquín: “Tienes tus telerotas, hermana, ¡pero como de estuata municipal!... pura mirancia y na nay de agarrancia”. Y las carcajadas que llegaban hasta la calle.
Así es mi tí Cuca a la hora del tequila: se transforma en Mistress Hyde. Una destrampada que no perdona estuatas ni pudores. Sí, estuatas, estuatas. ¿Nunca las has visto, digo, a las dos así de simples cuando pierden la chaveta? Tienes razón. Qué vulgares, ¿verdad?
Pero están pendientes aún los tres asuntos que me carcomen el alma: mi novia que se hace la ausente, la Facultad de Arquitectura a la que ya no voy desde hace tres semanas y mi perro enfermo de lombrices.
Lo de la Facultad es lo que más me duele porque, ya lo debes suponer, qué futuro tendré si abandono mis estudios universitarios. Ni modo que me fosilice como administrador de este gimnasio, entregando jaboncitos, llevando las cuentas del primer turno, soportando los puñetazos cuando no llega el sparring de mi categoría, que es welter. Como dice el manager que entrena a los pupilos en el anexo, “Vito, no sirves para tirar, pero qué bien resistes”. Alguna vez imaginó que podría hacer de mi un campeón, como hizo con el “Alacrán” Torres allá por 1970, pero la verdad es que yo no sirvo para ablandar. Siempre busco el izquierdazo a la mandíbula, noquearlos y sanseacabó. Además que no me gusta que me toquen la cara, la protejo demasiado y eso me quita eficacia. Le tiro al bulto cuando ya no está. Vamos, por decirlo con más claridad, soy igual a un punching-bag con patas.
Que por qué me protejo la cara. Mírame nomás. Quizá no sea el rostro más hermoso de la colonia Juárez, pero me defiendo. ¿Por qué crees que cayó la Patita Maldonado? Mala donna, ¿me la dona la Maldonalds? Bueno, claro, además del rollo aquel que le tiré, su persona ha herido mi alma, le dije aquella vez en Chiandonni, pero es una herida que llevaré con amor hasta el último de mis días. ¿Te acuerdas? Y la muy romántica, cayó. Cacayó.
Entonces ni como administrador del gimnasio ni como sparring ni como arquitecto. La verdad es que no veo resuelta mi vida. Y no es que llevara demasiado mal la carrera, pero me aburría tanto. Me aburría la idea de verme lidiando con albañiles, ofreciendo proyectos, completando planos en el Despacho del Arquitecto Remigio Ballesté y Sánchez de los Monteros & Asociados, ya sabes, mientras más nombre más culeros. Como que yo nací para otra cosa, como dijo mi abuela antes de quedar loca. ¿Nunca te lo había contado?
La historia de mi abuela es un misterio. Una leyenda, una epopeya, una novelita rosa con ribetes proletarios. No, no me estoy burlando; lo que pasa es que mamá odia hablar de todo eso. Mamá odia el pretérito, ésa es la verdad. Bueno, el caso es que mi abuela, antes de quedar totalmente gagá, predijo algo que todos se creyeron: que yo nací para algo importante. Cuentan que me alzó al cielo, porque estaba medio fornida, y jugueteando como si me ofreciera al sol, pronunció mientras clavaba sus ojos en los míos, “Vito, criatura santa, tú naciste para algo grande”. De esas frases suyas quedaron algunas más regadas en la memoria de la familia, como aquélla del “Vivere parvo” que citaba siempre, ya cuando loca, en la casa donde murió de amor. ¿Está claro?
Bien. El segundo punto de mi atribulado desasosiego, el distanciamiento de Patricia Maldonado, no merece mayor comentario. En parte tiene razón la hermosa raposa. ¿Qué futuro tendría a mi lado? Ni modo que la instale como afanadora en el Gimnasio Menchaca donde me desempeño como Gerente Administrador. Mucho amor y pocos centavos, ¿sabes a qué me suena? En lo que no íbamos tan mal era en la cantada con Los Marsellinos; había noches en que nos llevábamos hasta mil pesos, más las propinas, pero llegó la noche funesta aquélla, y del trío quedé nomás yo.
No sé. A lo mejor la fermosa dama de mis anhelos tomó a mal las suplicantes palabras que al oído le murmuré una noche de luna trémula. Sí, mucho me temo que esa sea la razón de fondo, porque hay modos y hay modos de solicitar el cúchuro a una moza de nobles sentimientos, sobre todo cuando le habéis reventado el brasier en el último asiento del cine mientras le murmurábais, con acento apasionado, ay, Maldonalds, vámonos ya al cinq-letrres donde te voy a contar una historia de amor, tú que me encontraste en un negro camino, como un peregrino sin rumbo ni fe. Y ella, en febril respuesta, mientras se anudaba el tirante de la prenda, me responde con abnegación: mejor vamos a ver la película. Se está poniendo interesante. Y luego: la angustia de Kierkegaard, el desamparo de José Alfredo, la distancia de Magallanes. Y del cuchuflax, ni hablar. Nada, nada y más nada.
En cuanto a mi fiel mascota, el temible Estopa, qué decir. Permanece todo el día tumbado en su camastro, casi no prueba alimento, casi no gruñe, casi no es perro. Hoy por la mañana lo pesé en la báscula de la tía Cuca. Ha perdido cuerpo: ya sólo registra cuatro kilos y medio. ¡Qué sería de mí si viera desvanecerse su figura, que me da protección y gozo? No lo quiero ni pensar... Son los oxiuros, dijo el veterinario, y Santa Penicilina debe obrar el milagro para que el vivaracho can vuelva a ser lo que fue, me llene el espíritu de sosiego y no caiga más en estas negras hoquedades.
“Droga, brebaje, medicamento mezclado. Poción preparada también en la cosmetología”, me plantea el buen Arturo, mi escudero en el gimnasio. ¿De cuántas letras?, le pregunto, y él cuenta, uno por uno, los casilleros del crucigrama. “Siete, horizontales, comienza con M”. ¿Con eme?, repito... pues “mejunje”, ¿no? Y el buen Arturo, de nueva cuenta, alza la vista y me ofrece sus ojos admirados. Sí, don Vito: mejunje.
Qué fácil puede ser la felicidad. ¿Por qué nos obcecamos en ser opacos, pusilánimes y desenamorados? ¿No lo crees así? Por lo pronto, en vez de rosas rojas para una Patricia como ausente, le compraré un diccionario al noble Arturo. Lo merece y así, cultivando su espíritu, dejará de quitarme el tiempo.
6
No creo en los milagros. Es decir, no creo en la gente que reza todas las mañanas para que no le caiga un rayo ni le suban la renta. No creo en los matachines danzando en el atrio de la Basílica del Tepeyac para que este año las lluvias sean puntuales y se les dé la milpa. No creo en las solteronas parando de cabeza a San Antonio para que una noche en el bar de Sanborns conozcan al licenciado azul que les ofrezca, al tercer vodka-tónic, cala, cama y casa. No creo en los milagros pero esta noticia, que ahora reposa ante mis ojos, tiene algo de eso.
Todo se remonta a los días previos a mi naufragio vocacional porque hoy, aunque quiera, ya no podré regresar a la facultad de Arquitectura. He perdido el derecho a exámenes por la acumulación de faltas. Sólo pude cursar el primer semestre, y de las cinco materias la única que no reprobé, por desertor, fue Cálculo Estructural I. La vida es un cedazo permanente en el que tarde o temprano quedas fuera de registro. Es, por decirlo con simpleza, un llano de medianías. Pregúntale a cualquier niño su pequeñito sueño de grandeza: quería ser piloto de carreras pero es el cobrador del gas que va de puerta en puerta. “¿Dónde dejaste tu Ferrari?”, dan ganas de preguntarle. Muchos otros quieren ser Presidente de la República y el Presidente de la República no es más pendejo que el vecino de abajo, ¿te enteraste? Ayer rompió la tubería del gas y obligó a que los bomberos llegaran raudos y sofocados.
El que se dio cuenta fui yo, que tengo olfato de perro dálmata. Desperté a medio edificio hasta que dimos con la fuga: el vecino del departamento 2, en la planta baja, que se había levantado a medianoche a prepararse un te de tila; tropezó en la cocina, porque no había encendido la luz, y al caer pateó el tubo del suministro. Lo sorprendimos tratando de arreglar el desperfecto con una cinta de masking tape. “No pedí auxilio porque no los quería despertar”, se disculpaba luego que los bomberos casi derriban a golpes la puerta de su departamento. ¡Hazme el favor! Igualito me imagino al Presidente con su masking tape por aquí y por allá, parchando pendejada tras pendejada. Y que conste que no soy de izquierda, ni de derecha ni de arriba ni de abajo. “Yo soy Vito”, simplemente, como cuentan que dije un día, hace lustros, cuando me decidí por fin a hablar. “Yo soy Vito”, pero entonces tú no existías, ¿o sí?
¿En qué íbamos? Ah, sí, lo del milagro del periódico. Todo se remonta al año pasado. Estábamos en clase de Cálculo Estructural cuando el maestro, el ingeniero Pedro Dabou, nos pregunta qué ocurriría si una cúpula fuera sometida a un esfuerzo continuo de carga “en los límites de sus especificaciones”. Todos sabíamos la respuesta: que la cúpula se rompería como una cáscara de huevo al recibir el pisotón, pero cómo expresarlo matemáticamente. Y como nadie respondía y a mí la verdad ya me comenzaban a valer un cacahuate todas las materias, dije con absoluto desparpajo: Pues se quiebra, maestro. “Sí, claro que se quiebra, pero de qué modo”. Entonces el problema no era la fórmula, dos más dos son cuatro, sino de qué modo cuatro es cuatro. Y luego hizo un gesto insolente, como de qué gentuza se nos cuela en la Universidad. Y eso, el modito, sí que me calentó. “Pues se quiebra poco a poco, si eso es lo que quiere que le digamos, como está ocurriendo con la cúpula de Catedral”.
Se me quedó mirando el tal Pedro Dabou igual que si me hubiera sorprendido en la cama de su esposa. “¿De qué está usted hablando, joven...?” Pobre pendejo; no se había aprendido mi nombre. “De lo que está usted oyendo, profesor... De que la cúpula de la Catedral Metropolitana se está resquebrajando por la sobrecarga que le provoca el paso continuo del Metro debajo de sus cimientos”. ¡Eso, eso!, gritó el ingeniero, “el verbo es res-que-bra-jamiento. O sea, el momento en que el domo, que es su parte exterior, comienza a transmitir una sobrecarga en el arranque del estribo y, por la compresión sobre el hemisferio inferior, que es la cúpula, provoca la aparición de grietas que luego se transformarán en fisuras y desprendimientos: o sea, como bien dice este joven, el verbo es res-que-bra-jamiento. Apúntenlo en sus cuadernos”.
¿Oíste bien el verbo? Yo resquebrajamiento, tú resquebrajamientas, él resquebrajamienta a su madre, ¿verdad? Y entonces, al concluir la clase, por mi apellido me llama el ingeniero Dabou: “Joven Beristáin, ¿quiere venir un momento?” Y que me confiesa.
Yo no he tenido muy buenas experiencias en eso de las confesiones. Por eso ahora si tú me preguntas ¿tienes fe?, no sé qué te respondería. Hay un Vito Beristáin que sí cree en todo: que Dios Padre creó el Universo, el perfume de las gardenias y la Ley de Gravedad. Pero hay otro Vito que no cree, y perdona el galicismo, una pura chingada de nada. Es más, como Kierkegaard, cree en la nada absoluta y que nada merece explicación porque nada tiene sentido. El único sentido de la vida, a fin de cuentas, según este segundo Vito que a veces soy yo, es el billete. Dime que no es cierto, que no se anda bajando los pantalones Carlos Salinas para que el Banco Mundial le preste una lana, que no hay amor duradero si no duermes con una mano metida en una caja de billetes, que hasta la Madre Teresa con sus obras piadosas no anda, en última instancia, pidiendo limosna a nivel internacional para que sus pobres leprosos tengan cura, crezcan sanos y se conviertan, con el tiempo, en unos criminales hijos del resentimiento y la envidia. Así es, mi buen, y perdona la crudeza de mis palabras, pero sin dinero no baila el perro ni hallas el necesarísimo cuchuflax que le dé sosiego a tus noches de suspiro, vacío y masturbación. ¡Hazme el favor!, qué patético me estoy poniendo, ¿verdad?
Pero... ¿qué te decía? Ah, sí, lo del ingeniero Dabou, ahora tan sonriente en la foto del periódico. Y el asunto del milagro que no me debía yo creer. Bueno, esa vez cuando me llama el profesor luego del intercambio de puyas, pensé: me va a correr de su clase. Y me dije, tú me expulsas y yo te parto la madre. No, en serio, tengo una izquierda letal cuando le atino a la quijada del contrincante, pero más bien sirvo para recibir. Soy un punching-bag con patas... ¿ya te lo había contado?
Óquei, óquei, óquei, voy a concentrarme: entonces me pregunta el profesor Dabou que cómo sé eso de la cúpula de la Catedral. Pura intuición, le digo. Lo que pasa es que el mes pasado, que fue aniversario de la muerte de mi tío Quino, acompañé a mi tía Cuca a misa en Catedral. Anda medio mal de una rodilla y no le gusta caminar sola por la calle, y luego, casi siempre, me invita a merendar. Es como mi segunda madre. Y el ingeniero Dabou, enternecido por mis confesiones, me dice mirando su reloj, ¿y luego? Pues eso, que mientras ella rezaba inclinada en el reclinatorio, ¿reclinada en el inclinatorio?, de pronto recibo yo una señal. Y es que ya he tenido varias en mi vida. Luces, destellos que se abren en el tiempo y en los cuales logro ver el futuro, en una fracción de segundo, cosas terribles que luego se cumplen, como a usted, que a leguas se ve que su mujer, que debe ser rubia, le pone los cuernotes con su socio del despacho Dabou & Salum a esta hora mientras pierde su tiempo conmigo. Claro, eso no se lo dije, pero es cierto. La señal que tuve en la Catedral era sencilla. Me venía del cielo, una especie de llamado supremo, pensé, y a cada rato, cuando la tía Refugio pasaba a un nuevo misterio, porque le da re duro al rosario... a ver repite: le da re du ro al ro sa rio, bueno, pues ahí está otra vez la señal: una especie de baño celestial, como talco, que me caía encima. Cada ratito, fiiii, un soplo de polvito, como si Dios me dijera, Te Estoy Viendo, Vito, Deja De Pensar En La Maldonalds Porque Eso Solo Ella Sabrá Si Dártelo O No... es que Dios debe hablar con mayúsculas, y otra vez, fiiii, el polvito que me venía del cielo mientras la tía Cuca pasaba al siguiente misterio. Hasta la piel se me puso chinita. Pues qué, pensé, ¿a poco me voy a morir ahorita al salir de Catedral? Así que voltié hacia arriba... Oquei, volteé, entonces, hacia la cúpula donde está el Espíritu Santo como volando en un cielo de oro. ¿El que qué?, me pregunta el ingeniero Dabou, que debe ser más ateo que una sopa de lentejas. Veo la paloma que está en la cúpula y descubro una pequeña fisura de la que, cada rato, como le decía, se desprendía un chorrito de cal, fiiii, y que me venía a caer precisamente sobre la cabeza. ¿Que cómo sé que era cal? Pues porque lo probé y sabía a gis, como en el kínder, y entonces la tía Cuca termina con su rosario y el polvito me seguía cayendo, cada lapso de esos que le cuento, y fue cuando tuve la revelación: ¡el Metro! Pues claro, debe ser el convoy del tren subterráneo que cada cuatro minutos pasa por debajo de catedral, la hace retumbar toda y terminará por llenarla de fisuras. Así es como supe, ¿verdad maestro?, que la cúpula se está resquebrajando. Igual que una cáscara de naranja al sol y un día se vendrá abajo sepultando a los feligreses que, de ese modo, llegarán más pronto con Dios. Usted no cree en Dios, ¿verdad?, y su mujer, que es rubia, sí. ¿O no?
Se me quedó mirando el ingeniero Dabou con ojos crecidos, quizá horrorizados. Así pasa cuando tengo una revelación, porque yo nací para algo grande, según dijo mi abuela antes de enloquecer. Y me dice, “te voy a pasar con be, el curso, por tu actitud tan inquieta. Y por tu aportación de hoy, je, porque ése es el verbo: resquebrajamiento”.
Y aquí lo tienes ahora, en la foto del periódico, con el Regente y el Arzobispo de la Ciudad mirando los tres hacia la cúpula de la majestuosa Catedral Metropolitana, casi un año después de aquella clase de Cálculo Estructural. El ingeniero Dabou, que ahora ha sido nombrado, a ver, déjame leer: “coordinador del Fideicomiso Pro-Rescate de la Catedral”, mira la nota, donde se anuncian los trabajos de salvamento arquitectónico de ese monumento de la fe católica, “antes que su cúpula sea desmoronada por el intenso tráfico local de vehículos”. De modo que el verbo cambió, ahora es des-mo-ro-na-miento.
Y al salir del salón, aquella vez, me acuerdo, el ingeniero Dabou inquirió, como si de paso. Perdona, perdona, qué, ¿tú la conoces, a Selene? A quién. A Selene, mi mujer... es que sí, tienes razón. Es rubia.
¿No te lo dije? Y yo que no hallo qué hacer con ésta, “mi actitud tan inquieta”. Por eso yo no creo en los milagros, y menos ahora que ya naufragó mi barco vocacional y no seré arquitecto del despacho Dabou & Salum & Beristáin. El milagro será sobrevivir en las medianías. Míralas, asómate a la ventana ahora que regresan a casa después de las horas de oficina. Ha de ser muy dura la vida sin tenerte a ti.
7
La que ahora se va es la mamá de Mario. Viuda desde hace años, se mudará con su hijo mayor que vive en Culiacán. Con el tiempo todas las madres se convierten en un problema. Es decir, dejan de ser una adoración, dejan de ser personas, se convierten en eso: un problema. Yo jamás intentaré semejante osadía con mamá. Jamás la abandonaré, jamás dejaré de darle sus cincuenta pesos semanales... no vaya a caer en las redes de la avaricia; jamás la privaré de sus arrumacos eufóricos cuando la levanto del piso en tremendo abrazo, la aprieto y la besuqueo en la nuca. Le digo: “Rorra, consígase un viejo rico, jareoso y sabrosón”, porque mi madre, y no creo excederme en mis apreciaciones, como que se quedó en la sopa a la hora del Banquete del Amor. Qué injusto, ¿verdad?
Me mandó un recado con uno de los niños gitanos. Que si la podía visitar, que me quería dar algo, que necesitaba “decirme adiós”. No, no escribió despedirse, anotó eso: decir adiós. Y fui a la tarde siguiente, después de comer. Al llegar al Edificio Marsella los recuerdos se me vinieron encima como granizo. Hasta me sentí un poco anciano.
Cómo explicarlo. Es que en ese edificio tuve algunas de las grandes revelaciones de mi existencia. La vez, por ejemplo, en que Silvano cazó una paloma en la azotea arrojándole una toalla encima, la mató luego con un clavo, la desplumó y la cocinó en una olla, y todo porque eso había leído en un libro de Salgari. Ya ves porqué no hay que leer libros. Nadie pudo meterle el diente y terminamos despidiéndola por la taza del excusado. La tarde en que miré por primera vez un cuchuflax en mi azorada infancia. Era una sirvientita, medio niña, medio mañosa, que nos cobraba veinte centavos por bajarse su calzón morado para que mirásemos aquello, y un tostón por tocarlo. El único que se animaba era Mario, porque era el mayor de los tres y porque le daban un peso de domingo. La ocasión, también, en que dos gitanos se pelearon en el portal del edificio, navaja en mano, gritándose cosas horribles: “besarás la mierda de tu madre”, “morderás a Dios hasta llorar”, “ahorcado serás con las tripas de tus hijos”, y luego, cuando uno alcanzó al otro, La Güera, que siempre se la pasaba allí sentada, alzó la mano y dijo, “ya habló el sangre, dejan de pelear y se dan el manos”... y así ocurrió. El heridor vendaba al herido, le decía palabras tiernas, se besaban y se topeteaban como borreguitos descarriados. En el Edificio Marsella, la verdad, aprendí la vida.
Y así me tienes llegando a la cita con la madre de Mario. Aún viste de negro, como si hubiera enviudado por segunda vez. ¿Que a qué se dedica... bueno, se dedicaba la señora? A coser, sobre todo manteles, que luego vendía, según el gordo Mario, en El Palacio de Hierro. Pero yo creo que exageraba. Y a propósito, ¿nunca te conté el chiste del niño gangoso? Ah, pues ahí tienes que un día llega el visitador del censo a la casa de este niño y le pregunta, “¿está tu papá en casa?, es que le queremos hacer unas preguntas”, y el niño gangoso, “no, no ehtá”, entonces el del censo insiste, “¿y no estará por ahí tu mamá?”, a lo que el niño responde, “si ehtá, pero ehtá cohiendo”, entonces el visitador se le queda viendo con malicia, le dice, “ah, entonces sí está tu papá”, y el gangoso aclara, “no, pendeho, ehtá cohiendo con ahuja e hilo”. ¿No te vas a reír?
La mamá de Mario me explicó todo eso, lo de su mudanza y que ojalá pueda soportar el calor de Culiacán, que ya se compró un ventilador porque no le gustaría retornar como una basura derrotada. Sí, eso dijo, “una basura derrotada”. Hablamos de todo y de nada, ya sabes, de mis estudios en la Universidad, y ni de broma se me ocurrió decirle que ya abandoné Arquitectura. Platicamos de mis mañanas en el gimnasio, donde me gano el pan atendiendo a toda esa galería de acomplejados queriendo lucir bíceps y tríceps, abdómenes como de tabla de lavar y muslos de futbolista. Si los oyeras conversar se te caerían las plumas de vergüenza, “sesque la soya le saca la fibra al cuerpo... sesque la libido te reseca el músculo”, y otros comentarios de alta ciencia. Por eso me concentro en los periódicos que llegan al gimnasio, antes de que se los lleven los gorditos al sauna; porque por eso se compran: para terminar amazacotados en las bancas del baño turco.
Todo eso le contaba a la mamá de Mario, con tal y que no volviera con aquello de que el gordo me quería mucho y qué suerte tuve al no acompañarlos esa noche en que los dejaron, a él y a Silvano, como cribas en el volkswagencito negro. Total, que me entrega la guitarra del gordo porque ella para qué la iba a estar cargando por las llanuras sinaloenses. “¿Estará afinada?”, preguntó, como obligándome a empuñarla. Así que la saqué del estuche, la pulsé y no, claro que no, si tenía las cuerdas bien guangas. Esperó a que la afinara y me pidió, como no queriendo la cosa, que le cantara algo. Nunca he sido un gran guitarrista, pero de que me sé acompañar, me sé. Así que le canté Sin ti, con ánimo boleroso, no hay clemencia en mi dolor, la esperanza de mi amor, te la llevas al fin.
Y aquí la tengo conmigo ahora. La guitarra y el estuche, que le viene un poquito grande porque es de esos antiguos, duros, que se abren como ataúd. Y es que con ese instrumento nos inauguramos como Los Marsellinos, ¿te acuerdas?, un trío romántico para amenizar sus fiestas y reuniones.
Como fue el cumpleaños de Magda, mi hermana, me la llevé el domingo para alegrarnos un poco... ¡A la guitarra, zonzo! Nos fuimos en taxi y ella nos regresó al anochecer en su coche nuevo, sin radio ni tapetes, pero nuevo. Había invitado a doña Patricia Maldonado, mi Dulcinea Rejega, porque ya es tiempo que la familia, lo que queda de mi familia, se vaya aclimatando a ella. No, no quise decir adaptando ni acostumbrando. Dije lo que oíste, “aclimatando”, porque la Maldonalds es adorable como una mañana de abril, caótica e impredecible como un huracán. Tanto que, de último momento, me salió con que su primo Evaristo la había invitado a un torneo de boliche, y como tú nunca me llevas más que al cine, dijo ella, he optado por la diversón. ¿Nos quieres acompañar?, creo que cuesta cien pesos el boleto.
¿Pagar cien pesos para ir a ver a una bola de boludos lanzando bolas para hacer carambolas? Jiar, jiar, no me salió el chiste ¿verdad? Pues no. Que se vaya con su simpatiquísimo primo que, la verdad, ya me está cayendo en la punta de donde te platiqué, y nomás me entere, y nomás me entere de que al primo se le olvidan las fronteras a que obligan los lazos consanguíneos, se acordarán de mí. Además que cien pesos no tengo, bueno, no para ir a un emocionante torneo de boliche donde el orgasmo de una chuza te obsequia una sonrisa de felicidad clasemediera que dura una semana. Lo que sí que me ofendió fue lo de mi afición de años, ¿qué tienen contra el cine? Hasta la peor de las películas, por ejemplo La guerra de las galaxias, es mejor que cualquiera de nuestros días rutinarios bendecidos por la crisis, la violencia y el sida. Además el cine es el único lugar donde Pati, de vez en cuando, se deja besar. Cómo me gustaría que un día ella se volteara, me desabotonara la camisa, me besara el tórax y dijera, con trémulas palabras: Vito, llévame al cielo, o donde tú quieras. Me cae que la llevaría, que para eso sí tengo ahorros. Y no precisamente al cielo.
Ya hasta me puse charrascaltroso, ¿te fijas?... Pero no. Fuimos a casa de Magdalena Beristáin en Circuito Poetas, al pie casi de las mismísimas torres de Ciudad Satélite, sin la suculenta compañía de la Maldonalds. Ni modo. El amor suavecito no existe, y si es suavecito no es amor. Eso lo dijo el Diógenes del Bajío, de nombre José Alfredo. ¿Voy muy rápido?, dijo el precoz don Eyaculio.
Qué quieres que te cuente. Las reuniones familiares de mi gente siempre terminan bordeando el pantano de la cursilería. No hay vez en que juntas las tres Téllez: mamá, la tía Cuca y Magdalena mi hermana, aquello no concluya humedecido por las lágrimas en subjuntivo... si no hubiésemos perdido a mi hermanito, si papá no hubiera abandonado el hogar, si el tío Quino no hubiera ido a ésa, la Serenata Fatal. Entonces yo prefiero subirme al cuarto de televisión, mirar alguna película con todo y anuncios de Bacardí, retozar con mis sobrinos y, cuando se quedan dormiditos, curiosear entre los trofeos del ingeniero Sologuren, mi cuñado, que todos los domingos sin falta se va a jugar golf al campo de Chiluca.
Afortunadamente había llevado la guitarra de Mario, como te dije, que a partir de ahora será “la guitarra”, y nos pusimos a cantar luego de los brándises y el cafesiano. Sí, con los brándises y el cafesiano, como dice mi tía Cuca, nos pusimos a cantar, te digo, algunas melodías de sus tiempos: Chacha linda, Buenas noches mi amor, Vereda tropical. Luego llegó ese vacío que vela toda reunión. Como si un fantasma nos acariciara el rostro, uno por uno, recordándonos el privilegio de estar ahí juntos, vivos, cariñosos. Fue cuando mamá dijo, porque tiene sus ocurrencias, “yo creo que ya debe haber muerto”. Se refería, obviamente, a papá.
Magdalena trajo, sin consultar, una botella nueva de brandy Torres. Es el que prefiere mi cuñado Manolo y siempre está de oferta en Aurrerá. Sirvió los vasitos en silencio, porque ya sabíamos que mamá iba a soltar, como si el concurso de los 64 mil pesos, las últimas escenas de su película inolvidable: que papá trabajaba en el bar del hotel Reforma, que era irresponsable y veía enormes cucarachas rojas, que había noches en que definitivamente no llegaba a casa, que cuando joven era más guapo que Emilio Tuero, que lo había parido una tal “hija de Francia” legendaria, que cuando se fue, como la canción “para ya nunca más volver” tendría yo qué, ¿dos años y medio?, y lo más curioso, que le decían El Semáforo porque tenía un ojo azul y otro café. “El izquierdo era el azul, su parte francesa”.
Excusando que tenía que ponerle las pijamas a sus criaturas, Magdalena me llamó al piso de arriba. Dejé la guitarra y regresé a la estancia de los trofeos. “Mira lo que me encontré la semana pasada en que estuve escombrando”, me advirtió. Era una vieja fotografía, mi padre y yo, de meses pero sonriente, encuadrados en un marco de caoba. Como el retrato era en blanco y negro no se apreciaba bien aquel detalle peculiar, sus ojos de semáforo, y no pude reprimir un suspiro de absoluta vacuidad. Era imposible el escrutinio de la sonrisa, entre dolorida y lánguida, de mi padre Pablo Beristáin. Y que Dios lo guarde en su gloria, si es el caso. ¿Dónde habrá terminado sus días ese hombre de semblante taciturno, ese rostro anónimo, ese pobre tipo derruido por la culpa? Nunca lo sabremos.
Entonces Magda desbarató el marco. Mira esto, me dice al zafar la fotografía, que yo recordaba entre la niebla de la memoria. ¿Ya viste? Y sí, ahí detrás y con elegante caligrafía, mi padre había inscrito con punta de lápiz: “Mi lindo mateware, nada te faltará”. Y una fecha. Fue tres semanas antes de que nos dejara, susurró Magdalena al volver a insertarla bajo el cristal. ¿Qué habrá querido decir con esa mafufez, mi querido mateware?, y allá abajo el traqueteo de mi cuñado arrastrando los palos de golf, su fatiga y los abrazos a la suegra, nos distrajeron. ¿No se toman otro brandisito? Y yo preguntándome mientras descendíamos por las escaleras: ¿Ya habrá terminado el torneo de boliche? ¿Le hablo a la ingrata Maldonalds? ¿Le hablo o no le hablo? ¿Y si no la encuentro? Ya sabes, me la vivo preguntándome.