Читать книгу Invasión - David Monteagudo - Страница 6
ОглавлениеLa primera vez que vio a un gigante, García estaba tomando una cerveza en la terraza de un bar. Entonces no lo identificó como tal, tan sólo pensó que se trataba de una persona anormalmente alta; pero lo cierto es que, ya aquella primera vez, la visión le produjo un indefinible malestar, no tanto por la desmesurada altura del gigante, como por el hecho, insólito y sorprendente, de que nadie pareció reparar en su presencia.
La terraza ocupaba un ángulo de la plaza porticada, junto a los puestos del mercado de frutas y verduras. La mañana era tibia y soleada. En una de las pequeñas mesas de aluminio, García –con un dedo entre las páginas de un libro– disfrutaba de la agradable temperatura del aire, del cosquilleo de la cerveza a medio consumir, del contraste entre los soportales frescos, umbríos, y la porción de plaza bañada por el sol, con las movedizas sombras de las hojas de los árboles en el pavimento. Posponiendo por unos instantes la lectura –que esperaba paciente y segura entre sus dedos–, García contemplaba el rutinario ajetreo de mozos y vendedores en los puestos del mercadillo, cuando vio algo que llamó su atención en el otro extremo de la plaza. Entre los viandantes que llegaban por una de las calles adyacentes, en un flujo moroso y discontinuo, apareció una figura exageradamente alta, una persona, un hombre que avanzaba con pasos lentos y desgarbados, como si lo desproporcionado de su estatura le obligase a moverse a un ritmo diferente al de los otros peatones. Desde el primer momento, y a pesar de que la distancia no permitía aventurar ninguna cifra concreta, García tuvo la sensación de que la altura de aquel hombre superaba, de alguna manera, la sutil barrera que separa lo excepcional –el jugador de baloncesto, el individuo aquejado de un gigantismo de origen hormonal– de lo prodigioso, de lo que ya no es humano. Era la proporción con las cosas que le rodeaban, con las puertas de los edificios, con los coches, con las personas que había en las proximidades, lo que producía aquella certeza. Por lo demás –haciendo abstracción de la lentitud de sus movimientos y de la descomunal estatura– el aspecto del hombre era bastante normal; acaso tenía un cierto aire de extranjero, o de turista: tenía el cabello más bien rubio, llevaba puesto un chaleco de color beige, y una especie de macuto colgando en bandolera.
Perplejo, inmovilizado por el asombro, García vio cómo el fenómeno cruzaba por el fondo de la plaza, pegado a la pared de la iglesia, hasta que el toldo de uno de los puestos de fruta se lo ocultó a la vista. García miró a derecha e izquierda, buscando a su alrededor alguna complicidad, alguna exclamación, algún comentario que confirmara lo insólito de aquella visión. Pero nadie en la terraza había reparado en el prodigio; la gente seguía hablando en la misma actitud, o consultando sus teléfonos móviles. Tampoco en los puestos del mercado que quedaban más cercanos se había producido ninguna alteración.
A García, en cambio, aquella experiencia le produjo una sorda desazón, y le dejó un poso de inquietud. Ya no pudo continuar con la lectura, por más que se había prometido disfrutarla durante la media hora de descanso que todavía le quedaba. Distraído y caviloso, sus sentidos se cerraron a los estímulos del mediodía primaveral; y en las horas, e incluso los días que siguieron a aquella mañana, no podía evitar que le invadiese una sombra de preocupación, una velada angustia, cada vez que recordaba el suceso.
En más de una ocasión –charlando en el segundo desayuno, con los compañeros de la oficina, o las pocas veces que su mujer cenaba en casa– estuvo tentado de comentar la visión del gigante, e incluso había ensayado mentalmente el tono que adoptaría, afectando una curiosidad entre intrigada y divertida. Pero en el último momento dudaba, refrenaba su impulso, y acababa optando por el silencio; como si aquella vivencia fuera algo íntimo, vergonzante, que nadie sería capaz de comprender.
Los días fueron pasando, y con ellos las semanas. Las impresiones de aquel suceso tan curioso fueron perdiendo intensidad, y García volvió a sentarse sin ningún temor en aquella y en otras terrazas, y a disfrutar –como era su costumbre– del suave hedonismo de la lectura pausada, mezclada con el sabor de la cerveza. No es que hubiera olvidado el hecho: todavía se acordaba de aquello, de vez en cuando, pero ahora el recuerdo ya no tenía aquel cariz desasosegante, y desaparecía de su mente con la misma facilidad, con la misma ligereza con que había aparecido.
Fue precisamente entonces, cuando ya no le inquietaba, cuando habló del asunto con otra persona. Lo hizo de manera espontánea, sin premeditación, un día que se quedó a solas con un compañero de la oficina, junto a la máquina del café. El compañero, a quien todos llamaban Marqués, era un chico bastante joven, de poco más de treinta años. García no hablaba muy a menudo con él, pero le consideraba una persona discreta e inteligente, y no lo evitaba, como hacía –en la medida de lo posible– con otros colegas cuyo trato le resultaba desagradable.
García le contó al joven su experiencia; fue una narración concisa y resumida, acorde con el entorno de la conversación, pero que no omitía los aspectos más subjetivos del suceso. Marqués le escuchó con atención, mordisqueando distraídamente la cucharilla de plástico con la que acababa de agitar el café.
–¿Y cuándo dices que viste eso?
–No sé. Debe de hacer un mes, o cosa así.
–Sería un jugador de baloncesto.
–No, ya te digo que no, que había algo que... que se salía de lo normal.
–Un jugador de baloncesto se sale de lo normal.
–Pero no tanto. Ese tío debía medir... tres metros, o más.
–¿Y tú cómo lo sabes? Desde esa distancia…
–No sé… Era la proporción, la proporción con las cosas… Y además se movía de otra manera, más despacio.
Marqués se quedó un momento en silencio, inmóvil, observando a García con una mirada llena de penetración e inteligencia.
–A lo mejor andaba por una tarima. Había una tarima, al lado de la iglesia, y tú no la viste.
–¡Hombre!… –dijo García–. Eso funcionaría si no hubiera tenido piernas. Yo le veía hasta la cintura. La cintura le quedaba… le quedaba por encima de las cabezas…
–Perdona, no quería molestarte. Te he apretado un poco para… En fin, ya tengo mi diagnóstico.
–¡Caramba, qué rápido! Espero que no me salga muy caro.
–Más que un diagnóstico –dijo el joven, en el mismo tono cordial y humorístico que había empleado García– es una reflexión, un razonamiento. Lo raro no es ver a un tipo de cuatro metros andando por la calle. Lo raro es que te impresionase tanto. Tú mismo lo has dicho: “una cierta angustia”, “algo inquietante”.
–Hombre… No creo que sea muy normal ver…
–Es que yo creo que es al revés, justamente al revés. ¿Tú crees que hoy en día, con los tiempos que corren, alguien se asombraría de ver una cosa así? Yo creo que no. La gente pensaría que era un truco tecnológico, un anuncio de algo. Tenemos la mente abierta a ver todo tipo de prodigios, de aparentes prodigios. ¿Inexplicable? No más que cualquier aplicación de tu teléfono móvil. Para alguien que no sea ingeniero electrónico, tan mágica es una cosa como la otra. “Ese”, es el punto de vista normal.
–¿Entonces yo, qué? ¿Soy un bicho raro?
–En aquel momento, quizás sí, lo fuiste. Viviste de forma traumática una experiencia en realidad banal, la interpretaste según una inquietud interna, y predeterminada. Probablemente ampliaste un hecho menos excepcional, lo subjetivaste… O te lo inventaste de cabo a rabo. A lo mejor fue una alucinación. No hace falta estar loco para tenerlas. A veces, en determinadas circunstancias…
–Me tranquilizas.
–Te debería tranquilizar –dijo Marqués, en respuesta a la flemática ironía de su compañero–. Nadie está completamente equilibrado, todos tenemos alguna fisura. Y si no la tienes, mal asunto: entonces es que estás muerto, o a punto de estallar.
–O sea: que tú le das una interpretación psicológica.
–Modestamente, sí.
–Oye, y… ¿Dónde tienes la consulta?
Marqués sonrió antes de contestar. La suya era una sonrisa franca y agradable, seductora en su modestia.
–Oh, no… No he estudiado nada de eso. Empecé económicas, y ni siquiera lo acabé. No es psicología eso, es sentido común.
–Un sentido común poco común.
–Gracias, pero… tú también lo tienes. Está claro que tienes una buena capacidad de análisis. Lo que pasa es que con uno mismo es más difícil.
–Para eso están los amigos. Claro que tú y yo ni siquiera somos amigos. O no lo éramos.
–¿No has vuelto a ver gigantes? –preguntó Marqués, tirando en la papelera el vaso de papel que había contenido el café.
–No.
–Pues ya está. Un pequeño desajuste transitorio. Eso es todo.
Aquella charla le dejó a García una sensación ambivalente: por una parte le resultó beneficioso hablar con alguien del asunto, sacarlo al exterior y enfrentarlo a la opinión y el análisis de otra persona. Y también se alegró de haber descubierto a un compañero que, más allá de ser un conversador agudo y perspicaz, podía llegar a convertirse en un buen amigo, en un confidente en el que depositar aquellas y otras dudas. Pero también era cierto que se había abierto otro frente que él, en principio, no había contemplado: la posibilidad de haber sufrido una alucinación, y que esa posibilidad –por muy aislado y circunstancial que hubiese sido el episodio– no era halagüeña ni tranquilizadora.
Unos minutos después de aquella conversación, cuando ya estaba sentado a su mesa, ocupado en el rutinario archivo de unos legajos, García pensó que aquella noche hablaría de todo aquello con su mujer: de la visión que lo había originado todo, de la inquietud que le había causado durante unos días, de la opinión de Marqués y su teoría psicológica. Ahora que ya había abierto el fuego, no le importaba hurgar un poco más en el asunto; incluso tenía curiosidad por saber lo que opinaría su mujer, cómo analizaría los hechos y qué tono adoptaría para hablar de ello. García recordó con nostalgia –una nostalgia teñida de renuncia y escepticismo– las largas conversaciones con Mara, cuando se conocieron y empezaron a salir juntos; las tardes enteras en la mesa de algún bar, frente a unos cafés con leche, hablando de todo lo divino y lo humano, profundizando en cada idea hasta hundirse en las aguas inseguras –que en realidad ninguno de los dos dominaba– de la filosofía. Con qué placer habrían hablado entonces, veinte años atrás, de un asunto tan jugoso, tan atractivo para la polémica como los límites entre lo real y lo irreal, la frontera entre la cordura y el trastorno psíquico, la naturaleza de la percepción, de la “realidad”, y todas aquellas cosas que se vuelven más interesantes con la ayuda de unas comillas enfáticas. Ahora la cosa era bien diferente. Por poco que se sincerase consigo mismo, García tenía que reconocer que Mara y él se habían distanciado mucho a lo largo de los quince años que llevaban viviendo juntos. En algún momento –que ahora ya era incapaz de precisar– sus intereses, los verdaderos intereses vitales, aquellos que te hacen desear que llegue el día siguiente, habían divergido callada, irrevocablemente, favorecidos por el espejismo de una convivencia tácita, sin discusiones ni altibajos.
Ahora García anticipaba, sin ningún temor a equivocarse, la forma que adoptaría su conversación, el pequeño esfuerzo, la presión que tendría que ejercer sobre la inercia de la rutina, de sus rituales cotidianos, para conseguir que Mara apartase su atención del televisor, del teléfono móvil, de la banal obligación de retirar los platos sucios, y le escuchase, de verdad, durante unos segundos. Entonces sí, una vez hubiera sonado la alarma, el aviso excepcional de “tengo que comentarte algo importante”, Mara guardaría el teléfono, dejaría los platos y apagaría el televisor, y se dispondría a escuchar con sus cinco sentidos, a dar su opinión, y a debatir; porque ella sabía que García no era hombre que hablase de banalidades, y a buen seguro tendría algo interesante, algo jugoso que contar.
Habiendo tomado esa determinación, centró su atención en el trabajo que le reclamaba desde el ordenador, le dio un buen empujón al archivo que estaba informatizando, y cuando ya estaba a punto de acabarlo, le asignaron más trabajo, de modo que acabó la tarde, muy a su pesar, inmerso en el vértigo oficinesco y sin un segundo para pensar en sus cosas.
Por fin, cuando ya eran más de las siete, pudo apagar el ordenador y dejar la oficina. Bajó por las escaleras pensando en su mujer, en lo que hablarían aquella noche, en lo que había sido su vida en los últimos años. “Tal vez si tuviéramos hijos”, pensaba García, mientras abría la puerta de la calle: una calle del casco antiguo, bastante estrecha, en la que ya se había hecho de noche. Echó a andar distraído y pensativo, mirando al suelo, aunque la fuerza de la costumbre le hacía avanzar sin vacilaciones, en la dirección que tomaba siempre a aquella hora. Cuando apenas se había distanciado unos metros de la puerta, levantó la vista, y empezó a aminorar el paso hasta quedar detenido. Algo avanzaba por la calzada en dirección a él. En principio –a la luz incierta que daban las pocas farolas que alumbraban la calle–, García lo identificó como un caballo, o más de uno, porque además le pareció ver a unos jinetes, subidos en otras monturas que venían más atrás. Cuando se dio cuenta de lo que realmente estaba viendo, su rostro se demudó, petrificado en una expresión de pánico, y su cuerpo –incapaz de ninguna otra reacción– retrocedió hasta tocar con la espalda en la pared del edificio y se quedó allí inmovilizado, paralizado por el terror. Lo que venía hacia él era un perro, un perro enorme, el lomo a la altura de sus ojos y la cabeza todavía más arriba; y lo que parecían caballistas eran dos gigantes, un hombre y una mujer que iban andando detrás del animal, sujetándolo con una correa. Los gigantes, de desmesurada altura, avanzaban con pasos lentos y acompasados, pero el animal –que tiraba de la correa con impaciencia– se movía más rápido, y García vio con horror cómo dejaba el centro de la calle y se acercaba a él, y le olisqueaba con movimientos rápidos e imprevisibles, tocándole casi con el hocico a la altura del pecho. El hombre gigante –en realidad parecía un chico bastante joven, igual que su compañera– tiró de la correa intentando atraer al perro hacía sí, al tiempo que pronunciaba unas palabras en dirección a García, mirándole con una expresión que pretendía ser tranquilizadora.
Con los ojos desorbitados, con la boca entreabierta y la respiración agitada, García vio pasar a la descomunal pareja por delante de él; vio como el perro se alejaba olisqueando la pared, y el gigante le hablaba con aquella voz lenta y grave, y los dos, el hombre y la mujer, volvían la cabeza y le miraban con expresión cada vez más intrigada, a medida que se alejaban; y sólo al cabo de unos segundos comprendió que el hombre le había dicho: “No hace nada. No muerde”, y que la expresión que había visto en las dos caras, allá arriba, reflejaba la curiosidad y la extrañeza por el pánico que su propio rostro, el de García, debía de expresar en aquellos momentos.
Cuando consiguió reaccionar, la pareja ya había doblado la esquina y desaparecido de su vista. Con la espalda todavía apretada contra la pared, miró a un lado y otro, y entonces echó a correr en la otra dirección, hacia su izquierda, porque había visto una figura, una mujer que venía andando por la calle, desde el mismo lugar por el que habían aparecido los gigantes. “¿Ha visto eso? ¿Los ha visto?”, dijo García, acercándose a la mujer. Pero la mujer le rehuyó, dando un rodeo para evitarlo, acelerando el paso, y García comprendió que su voz había sonado como un balbuceo histérico, que su rostro debía de estar pálido y desencajado, y que tenía que calmarse y recuperar el control sobre sí mismo si pretendía obtener alguna información de cualquier persona ajena a lo que él había vivido.
Pero no intentó hablar con nadie más. Mientras el pánico inicial iba desapareciendo, y su mente se empezaba a enfrentar con la magnitud de lo que le había ocurrido, sus pasos le llevaron a toda prisa hacia su casa, como si su cuerpo, por puro instinto, buscara refugio en el aislamiento y la seguridad del hogar. En pocos minutos, se encontró frente al bloque de pisos que albergaba su vivienda. Abrió la puerta de la calle como un autómata, y mientras se dirigía al ascensor se dio cuenta, con un sobresalto, de que Mara no tardaría en llegar –no había mirado el reloj, pero ya debía de faltar poco para las ocho– y tenía que preparar un discurso coherente, una exposición lógica y desapasionada de los hechos, que estuviera a la altura de la capacidad de análisis de su compañera. “Sí, Mara me ayudará –iba pensando, mientras salía del ascensor y se encaminaba a la puerta del piso–. Cuando ha habido verdaderos problemas siempre ha estado ahí; y además me irá bien hablar con ella, explicarlo todo muy claramente, con tranquilidad, sin dejarme ni un solo detalle.”
García iba de un lado a otro de la vivienda –un piso pequeño, pero confortable y decorado con gusto– como un león enjaulado. La rutina automática de los gestos cotidianos le llevaba al perchero, a la habitación, a la nevera, a la mesa de su pequeño estudio, pero una vez allí la intensidad de su pensamiento le distraía de la sencilla acción que tenía que realizar, perdía su impulso, y se quedaba inmóvil durante unos minutos, la mirada ausente, sumida en la profundidad de sus cavilaciones. Tres veces abrió la puerta de la nevera, en sus sucesivos paseos, y las tres veces miró el interior sin asimilar en absoluto lo que veían sus ojos, convertida la acción –destinada en realidad, a elegir los ingredientes para la cena– en un gesto repetitivo y maquinal, desprovisto de todo sentido. Entretanto, su mente libraba una batalla agónica: luchaba con todas sus fuerzas para que el pánico no le dominara, para que la angustia no se adueñara de él, y al mismo tiempo trabajaba a toda velocidad para recomponer sus expectativas, para ajustar su comportamiento a una realidad nueva y despiadada que requería alguna actuación, que no podía ser ignorada ni pospuesta, por muy desagradable, por muy agorera y sombría que fuese.
La angustia, el pesimismo, crecían y decrecían a oleadas, como un flujo y reflujo, como una marea de miedo y desesperación que creciera y creciera, hasta hacerse insoportable, para retirarse al cabo de unos minutos dejando una serenidad en la que asomaba tímidamente el primer destello de esperanza.
En esos momentos pensaba que al fin y al cabo la cosa no era tan grave, que aparte de esos dos breves episodios, él se encontraba perfectamente, con toda su capacidad de racionamiento intacta, y que sería relajante aceptarlo, ponerse en manos de los demás, de algún especialista, aislar esa pequeña mancha, tan concreta, tan delimitada, reducirla a su exacta dimensión, medicarse si fuera necesario. En esos momentos, él –que gozaba de buena salud, y era un trabajador incansable– veía como una perspectiva agradable el aceptar la enfermedad, dejarse cuidar, y reposar todo lo que fuera necesario, sustituyendo la lucha diaria por la vida, con sus apremiantes exigencias, por la necesidad prioritaria, tal vez gratificante, de curarse.
Pero sus pensamientos seguían girando, en una ronda cíclica y obsesiva que García no era capaz de detener, y al cabo de unos minutos ya estaba pensando que las alucinaciones eran uno de los síntomas de la esquizofrenia, y que ésta –según había leído– se podía manifestar a cualquier edad, aunque no hubiera dado ningún aviso con anterioridad. Razonaba para sí mismo que mientras que la primera visión que había tenido, hacía un mes, era más cuestionable –había sido una percepción limitada a lo visual, y a una considerable distancia–, esta última había sido extraordinariamente cercana, con una absoluta apariencia de realidad, y con una serie de estímulos auditivos, e incluso olfativos, que la hacían mucho más inquietante que la primera.
Y por último, en la atmósfera de angustia que generaban estas ideas, pugnaba por asomar un sentimiento de rebeldía, una fe en lo que habían visto sus ojos, un convencimiento íntimo –más instintivo que racional– en que su cabeza funcionaba a la perfección, como siempre había funcionado, y que todo aquello, por absurdo que pareciera, tenía que tener alguna explicación racional. Pero su inteligencia, su yo más analítico, rechazaba esta idea, por considerarla peligrosa, y le recordaba que los locos, los verdaderos esquizofrénicos, también están convencidos de la “realidad” de sus alucinaciones.
Sumido en esa batalla interior, sorda y obstinada, García perdió la noción del tiempo. Hasta que, de pronto –cuando tan solo había conseguido poner las servilletas encima de la mesa, y todavía no se había quitado el abrigo–, se dio cuenta de que ya eran casi las ocho y media, y que Mara aún no había dado señales de vida. Entonces echó mano al bolsillo, se dio cuenta de que llevaba puesto el abrigo, de que no había activado el sonido de su teléfono –como hacía siempre cuando salía del trabajo–, y de que tenía un mensaje de Mara aguardándole en la diminuta pantalla del aparato. Era un mensaje de texto convencional, el único que, de hecho, podía recibir García en su móvil anticuado. Mara le reprochaba a menudo el que no se hubiera cambiado el teléfono por uno inteligente, que no usara whatsapp y la obligara a ella a enviar mensajes con un sistema cuya mecánica ya casi había olvidado.
El mensaje decía –con muchas elipsis y sobreentendidos– que no la esperase para cenar, que había olvidado comentarle que esa noche tenían un ensayo especial en la obra de teatro que estaban preparando, que cenaría algo por ahí y lo más probable era que volviese a casa muy tarde.
Por algún extraño motivo, aquel aplazamiento inesperado de la conversación que inevitablemente iba a tener –la primera en la que tendría que hablar de su reciente visión–, tuvo un efecto tranquilizador en su mente atormentada. Fuera por el sólo hecho de aquella tregua temporal, fuera por el simple cansancio de darle vueltas en la cabeza a las mismas ideas, una y otra vez, lo cierto es que al final García, mal que bien, consiguió abstraerse de sus pensamientos y prepararse algo de cena, comió frente al televisor con más apetito del que esperaba, se acostó a la hora acostumbrada y en pocos minutos se quedó profundamente dormido.