Читать книгу Invasión - David Monteagudo - Страница 7
ОглавлениеLos habituales pitidos del despertador hicieron emerger a García de un sueño denso y oscuro. La consciencia, la memoria, se incorporaron perezosamente, ajustándose con un cierto retraso a la elemental evidencia física de la existencia, del sopor, del cuerpo que se despereza y pide actividad. Pocos segundos tardó ese cuerpo recién nacido en recibir el peso, la carga de una identidad, de unos deberes, de unas imperfecciones, de unos problemas acuciantes que había que resolver sin demora aquel mismo día. García recordó con minuciosa precisión su vívida experiencia del día anterior: los dos gigantes, el perro, el pánico paralizador, con que vivió el episodio. También recordó que tenía que ir a trabajar, que dentro de una hora tenía que estar en la oficina, y que tendría que encontrar algún momento, durante el día, para empezar a buscar algún especialista, un psicólogo o un psiquiatra, aunque fuera por internet, y que tenía que encontrar la manera de contactar con Mara y concertar una buena charla con ella, para que no volviera a ocurrir lo de la noche anterior. “Ya está: cenaremos fuera –pensó García–, sin platos, ni cocina, ni televisión.”
La posibilidad de despertarla en aquel mismo momento estaba descartada de antemano. Se había acostado en la habitación de invitados, como hacía a menudo cuando volvía tarde, para no molestar a García con su llegada, para no ser molestada ella misma, y él sabía muy bien que Mara necesitaba un silencio y una oscuridad totales a aquella hora de la mañana, para aprovechar al máximo las horas de sueño que le permitía su peculiar horario laboral, y que cualquier violación de aquella regla que no fuese por una cuestión de vida o muerte contaría desde el principio con una franca animadversión. “Caramba –pensó–, al fin y al cabo la cosa tampoco es tan grave. No me he vuelto loco, al menos de momento. Despertarla ahora sería admitir que he perdido el control.” Y, en verdad, no lo había perdido; en aquellos momentos se encontraba bien, como siempre que se levantaba y tomaba el primer café. La sombra ominosa de una posible enfermedad no era más que una amenaza muy vaga, y García se sentía con fuerzas para enfrentarse a ese problema como hacía con todos, metódicamente, paso a paso, pero con determinación. Decidió dejarle a Mara una nota en algún lugar visible, un escrito que al final resultó bastante extenso, en el que le avisaba de la necesidad de hablar de un tema importante, le proponía la cena en un restaurante, y además le marcaba una hora concreta para un contacto telefónico, sabedor de lo azaroso, de lo incierto que era a veces conseguir que su mujer contestara al teléfono. No tenía ninguna duda de que el aviso sería atendido. En el contexto de sus peculiares hábitos de convivencia, basados en la no intromisión, en el más absoluto respeto a las actividades particulares del otro, aquella nota adquiría una dimensión de alarma y excepcionalidad que no sería desoída.
García salió de casa con decisión, cargado de energía y con las fuerzas intactas para enfrentar un día que nada tenía de rutinario. Y aun así, no pudo evitar una cierta sensación de inquietud, de desvalimiento, cuando se vio en la calle; porque la calle se había convertido para él en un lugar inseguro, en el que podía ocurrir, precisamente, aquello que más temía. Tal vez por eso arrancó con decisión, con paso firme, en actitud retadora. Pensó en la posibilidad de que apareciera de nuevo, en la siguiente bocacalle, uno de aquellos gigantes; intentó imaginar qué actitud adoptaría, y hasta llegó a creer que lo enfrentaría con curiosidad, con espíritu científico, intentando encontrar los límites de una alucinación que, en realidad, no comportaba ningún riesgo físico para él, y que hasta el momento sólo le había producido miedo, un mero trastorno emocional. Pero cuando imaginó en su mente algunos detalles concretos, como la posibilidad de un contacto físico, un tocar con su mano la mano del gigante, o el brazo, sintió un vértigo repentino y un amago de terror en el estómago que le hizo abandonar de inmediato aquellas elucubraciones.
Se centró en aspectos de índole práctica, en la organización mental de todas las cosas que tenía que hacer aquel día, y llegó a la oficina sin que le ocurriera nada excepcional. Durante la primera hora de trabajo, y aprovechando un momento en que Marqués pasó junto a su mesa, García le pidió que desayunará con él, a solas, en un bar diferente al que frecuentaba el resto de los compañeros. Marqués accedió con prontitud, sin hacer ninguna pregunta, y una hora más tarde estaban ambos sentados en las espaciosas butacas de un local un tanto pretencioso, sin duda menos atractivo para el desayuno de las nueve y media que el otro, ruidoso y popular, con su apetitoso surtido de tapas y de bocadillos, y su plancha activa y humeante. “Nos va a salir cara la broma –le dijo Marqués en un expresivo aparte, cuando ya habían pedido sendos bocadillos de jamón de bellota–. Y el tamaño no es para indigestarse, que digamos.”
Cinco minutos más tarde, García ya le había contado, sin omitir ningún detalle, su encuentro con los gigantes de la noche anterior. Marqués le escuchó con mucha atención, mientras masticaba a toda prisa su bocadillo. Después se limpió la boca con la servilleta concienzudamente, con la morosidad del que tiene la mente ocupada en otra cosa, mientras García le daba algún mordisco desganado a su propio bocadillo.
–¡Buf! –dijo Marqués, con un gesto un tanto cómico, mientras echaba mano a su copa de vino tinto–. Déjame que eche un trago primero.
García, muy sereno, con una suerte de seria cordialidad, esperó a que su compañero echase el trago. Después de pasarse la servilleta por los labios, Marqués tomó de nuevo la palabra:
–Bueno, parece que esta vez estamos ante algo… un poco más serio.
–Eso parece.
–Sí, es evidente. Es evidente, porque… en este caso la “visión”, o como lo quieras llamar, es mucho más elaborada.
–Y no sólo era visión: te digo que hasta noté el olor del perro, y su aliento: un aliento húmedo, y caliente.
–Sí, ya me he dado cuenta, lo has… lo has explicado muy bien. Ya veo que esta vez participaban todos los sentidos en la alucinación.
–No, afortunadamente, no todos.
–¿Por qué dices “afortunadamente”?
–Porque el tacto no. No hubo contacto. Me da pánico pensar que uno de esos… que me pueda tocar.
–Pero… está claro que es algo que ha creado tu mente. Por sus propias características, tiene que ser una experiencia alucinatoria. Lo único… lo único que faltaría saber es si te la inventaste, es decir, si la creaste tú por completo, o si simplemente deformaste, o amplificaste una presencia real; vamos, que realmente pasó una pareja, con un perro, pero no eran tan grandes.
–No sé…
–¿Y no lo vio nadie más? ¿No pasaba más gente por la calle?
–Luego apareció una mujer. Yo… yo le quise preguntar si los había visto, pero se escapó –García esbozó una sonrisa–. Debía de parecer un loco, me di cuenta en el mismo momento. No estaba en condiciones de hablar con nadie. Pero no sé ni siquiera si coincidieron en la calle, la mujer y los gigantes; yo me quedé petrificado, estaba… estaba completamente bloqueado por el pánico; era incapaz de hacer nada, nada más que mirar cómo aquellos gigantones seguían adelante, calle abajo, hasta que desaparecieron por la primera bocacalle.
–Y la mujer apareció después.
–Sí, después. O al mismo tiempo, no sé. También venían otras personas, algo más lejos; pero ya no intenté hablar con nadie más. Espero que no me conociera ninguno de ellos, con la pinta de loco que debía de tener en ese momento.
–Bueno –dijo Marqués, sonriendo–, está claro que no estás loco; razonas estupendamente, pero eso no quiere decir que tu mente no sea capaz de crear una alucinación; algo que, por muy circunstancial, por… por muy aislado que sea, no deja de ser una disfunción. Hombre, está claro que tendrías que ir a un especialista, aunque sólo sea para tranquilizarte, para que ponga las cosas en su justa dimensión.
–¿Quieres decir un psiquiatra?
–Bueno… o un psicólogo. Puedes empezar por un psicólogo. De todas formas, lo más probable es que te acabe derivando a un psiquiatra. Ah, y prepárate para que te den medicación; siempre lo hacen cuando hay alucinaciones.
–Ya, ya me lo imaginaba… Y no me hace mucha gracia, como podrás comprender.
–Lo entiendo muy bien, pero, a mi modesto entender, creo que deberías encarar el asunto con otra mentalidad. Hay que verlo como lo que es, como un simple problema de salud. Yo conozco personas que tuvieron un brote esquizofrénico, en un momento determinado de su vida, y ahora son personas completamente normales. Si se controla a tiempo, y se vigila, y se toma una medicación cuando es necesaria… El problema es que tendemos a ver la enfermedad mental como una cosa vergonzante, como una lacra que desprestigia al total de la persona. Y no es así.
–Conozco el discurso políticamente correcto, y me parece… pues eso, muy correcto, muy bien elaborado; pero yo nunca he sido muy partidario de la medicación, en general, incluso para enfermedades puramente físicas.
–Pero cuando te duele la cabeza te tomas una aspirina, para poder trabajar…
–Tienes razón. A ver: yo me doy cuenta de que tienes toda la razón. Por eso te he pedido consejo, porque estoy viendo que eres precisamente el tipo de interlocutor que necesito: muy razonable, muy razonador. Pero también comprenderás que me quede algún escrúpulo, alguna duda…
–¿Duda de qué? ¿de si han empezado a aparecer gigantes por la comarca?
–No, hombre, eso no, pero… me resisto a entrar en la rueda de los psiquiatras y de que me intenten arreglar, cuando yo, de cabeza, estoy muy entero. Soy equilibrado, qué caramba, soy estable. Tuve mis momentos de confusión, en la adolescencia: el cambio fue para mí muy traumático, viví el despertar a la sexualidad de una forma muy atormentada; pero precisamente porque pasé por todo eso yo solo, sin… casi sin ayudas, y salí adelante, y no me volví loco, ni me quedé tarado, pues el resultado es que soy… me considero una persona muy fuerte. No sé… Cuando veo la cantidad de gente que necesita tomar pastillas, y aun así está siempre con problemas… Yo, en realidad, me encuentro muy bien. Y solamente ahora, al final, en cosa de un mes, he tenido dos momentos, dos momentos muy breves, en los que parece que sí, que algo, algún cable, se ha cruzado.
–Ya veo: lo tuyo es el síndrome de Supermán. No creas, es bueno tener fe en uno mismo, a base de repetirse la misma cosa un montón de veces puede uno llegar a creérsela. Lo que pasa es que a lo mejor no somos tan fuertes como nos pensamos. A lo mejor, todo esto que te pasa te está avisando de que hay algo que no va bien, algo que tú has negado, u ocultado, o de lo que ni siquiera eres consciente.
–Mira… no creo en el psicoanálisis, me parece un invento de unos tipos maliciosos obsesionados por el sexo.
–Pues si no crees en el psicoanálisis, cree al menos en las hormonas. La adolescencia es una época de desmadre hormonal; quizás ahora, yo que sé, te acercas a la andropausia, o lo que sea, y estás pasando por otro bombardeo de sustancias que… En fin, el cerebro funciona a base de química, no es tan disparatado dejarse ayudar con un poco de química externa, para no tener que pasar todo el calvario que pasaste en la edad del pavo.
–Ya veo que tienes respuestas para todo, y que todas tienden a lo mismo: que vaya al loquero.
–Lo contrario sería un error, a mi modesto entender. Imagínate que la cosa va a más, que no la puedes controlar. Por mucho que no te juegues el físico, que tus gigantes no puedan hacerte daño en el plano material, al final podrían acabar afectando a lo otro, al resto de tu vida, a esa cordura de la que tanto, y con razón, presumes. Y además, esas experiencias te hacen sufrir, te angustian, según tú mismo me has dicho; no las puedes ignorar aunque quieras.
–Me angustian porque son muy reales, son brutalmente reales, y mi razón me dice que eso es imposible. Pero ahí están. Ya te he contado lo del perro, lo viví con una gran intensidad, con todo lujo de detalles. ¿De dónde podría haber sacado yo el “material” para componer ese delirio? No existen perros de… de quinientos kilos.
–Pero existen perros, y existen caballos, por separado. Tú mismo has dicho que al principio te pareció que era un caballo. Lo único que has hecho, ha sido juntar las dos cosas o… o mejor aún… espera: a lo mejor lo has sacado de una experiencia de la infancia, eso es, de la primera infancia; algo que no quedó en la memoria consciente, pero sí en la inconsciente, precisamente porque fue una experiencia traumática. Fíjate, todo coincide: para un niño de… yo qué sé, de uno o dos años, la proporción con un perro grande habría sido la misma que tu describes. Eso lo explicaría todo, bueno, o casi todo.
García se quedó unos segundos en silencio, dirigiendo a su interlocutor una mirada valorativa, una media sonrisa en la que apuntaba la curiosidad, y también la admiración.
–A este paso… no necesitaré ir al psiquiatra. Ya me curarás tú en dos sesiones. ¿Cómo es que sabes tanto de todo esto, de psiquiatría y…?
–Viví un caso muy de cerca –dijo Marqués–, en mi familia, y me interesé por el asunto… Si no doy más detalles es por respeto a la persona, a la persona interesada, que, por los motivos que sea, no quiere que se sepa.
Marqués dio un respingo al mirar su reloj de pulsera.
–¡Pero si es tardísimo! –dijo, al tiempo que se levantaba–. Vamos a llegar tarde, y tú ni siquiera te has comido el bocadillo. Venga, vamos a pagar a la barra. Diles que te lo envuelvan, y te lo llevas.
García dio un trago prolongado a su cerveza mientras se ponía en pie, y cogió el bocadillo envolviéndolo con la servilleta.
–Espera, pago yo, que soy el que te ha liado en esto –dijo García, al ver que su compañero se encaminaba a la caja rebuscando en un bolsillo.
Poco después, apoyado en la barra, apuntando con un billete de veinte euros a la zona en la que se movía el camarero, García le dijo a Marqués:
–Esta noche hablaré de todo esto con mi mujer. Cenaremos en algún sitio para poder hablar con calma. Seguro que me dice lo mismo que tú, porque… es muy inteligente, y muy sensata.
Los dos amigos salieron a la calle, y al final coincidieron en la escalera de la oficina con los compañeros que habían desayunado en el sitio de siempre. García trabajó con eficacia durante toda la mañana. Al mediodía, como acostumbraba a hacer la mayoría de las veces, comió solo. Lo hacía en un restaurante céntrico y muy concurrido, en el que le reservaban tácitamente un rincón apartado, con una mesa individual y un periódico que iba leyendo sin prisas mientras daba cuenta del menú.
A lo largo del día, Marqués hizo para él unas gestiones, unas llamadas, y a media tarde le pasó una nota con el nombre y el teléfono de un psiquiatra que, según le dijo, “era el mejor que había”. “Hay algunos psicólogos –añadió–, una que es bastante buena, pero mejor asegurar el tiro. Luego, si no te convence, siempre puedes cambiar.”
García, que ya había podido hablar con su mujer, y había quedado con ella para cenar, llamó aquella misma tarde, desde la oficina, al número que le había dado Marqués. Le respondió el propio psiquiatra –o así lo entendió él–, una voz neutra, más bien inexpresiva, con la que acabó concertando una visita para el día siguiente. La hora acordada era un poco rara, al mediodía, y le obligaría a comer más tarde de lo acostumbrado, pero las otras opciones se retrasaban hasta la semana siguiente, de modo que prefirió liquidar el asunto cuanto antes.
Satisfecho por el éxito que habían tenido todas sus gestiones, García salió de la oficina con la intención de ir a su casa, para ducharse y cambiarse de ropa para la cena. En el momento de salir a la calle, no pudo evitar el sentir una cierta aprensión, y abrió la puerta mirando cautelosamente en las dos direcciones. Pero no vio nada raro. Al fondo de la calle, recortado con nitidez contra los aleros de los tejados, el cielo todavía conservaba algo de la claridad diurna. Las cuatro o cinco personas que pasaban a esa hora por la calle no tenían nada de alarmante, y él empezó a andar en dirección a su casa. Entonces se acordó de que Mara le había pedido que comprara algo de fruta. Se lo había dicho cuando hablaron por teléfono, para acordar la cena; García lo había olvidado, ocupado en el asunto del psiquiatra, pero ahora, en el último momento, se acordaba de golpe de esa pequeña obligación. Era Mara la que hacía casi todas las compras, por la mañana; pero no era raro que al llegar a casa García se encontrara con una nota pegada en la nevera que le obligaba a salir a la calle, en busca de las provisiones que su mujer había olvidado –o no había podido– comprar.
García dio media vuelta, pasó de nuevo frente a la puerta de la oficina, y siguió adelante en dirección a la plaza del ayuntamiento, que no quedaba muy lejos, en cuyas inmediaciones había una frutería a la que había recurrido en ocasiones similares. Cuando ya estaba cerca de su destino –todavía en la plaza del ayuntamiento–, oyó a su izquierda una voz que le llamaba desde la terraza de un bar. Miró en aquella dirección y vio a su amigo Torrente, que le hacía un gesto con el brazo desde una de las mesas de la terraza. García se paró, y se quedó en silencio, inmóvil, mirando a su amigo.
–Sí, sí, soy yo –le dijo éste–, no soy Adrien Brody.
García esbozó una sonrisa forzada.
–¿A dónde vas? Siéntate aquí un momento.
Pero García no era capaz de moverse. Desde el primer momento, había notado algo raro al ver a su amigo. Torrente era alto y delgado, realmente alto para ser un hombre de su generación –estaba más cerca de los sesenta que de los cincuenta años–; tenía un rostro largo, vagamente equino, y él mismo se anticipaba y bromeaba con su razonable parecido con el famoso actor. Todo eso estaba ahí, conocido y reconocible, llamándole desde una mesa de un bar. Pero esta vez, además, había algo desconcertante, algo descompensado y turbador. No había mucha luz, porque la noche se había engolfado ya en aquella plaza, y la terraza se contentaba con el alumbrado público, pero a García le pareció, desde el primer momento, que su amigo era más grande de lo normal. Su primer impulso fue el de huir, seguir adelante pretextando una prisa inaplazable, con alguna frase lanzada al boleo, desde la distancia. Y no obstante se obligó a sí mismo a acudir a la llamada, en un intento de racionalizar sus temores, anhelando descubrir que se había equivocado, que su primera impresión había sido engañosa.
Pero a medida que, sorteando las otras mesas, se acercaba a la que ocupaba su amigo, el rostro de García se fue congelando en una expresión de asombro y de temor. Era imposible precisar, desde su posición sentada, que altura tendría Torrente cuando se pusiese en pie, pero García vio que la mesa –que era, como todas las de aquel local, de madera, y bastante grande– resultaba pequeña y estrecha bajo los brazos del gigante encorvado, que sostenía un vaso diminuto con una mano enorme, mientras la mitad de sus piernas estiradas sobresalía por delante de la mesa.
–Siéntate, hombre, siéntate; hacía tiempo que no… Oye ¿Te encuentras bien?
Haciendo un terrible esfuerzo por controlarse, García consiguió componer una sonrisa y una frase convencional de explicación. Torrente, que se había quedado quieto, mirándolo con sorprendida curiosidad, dio por bueno el cambio de actitud y encogió las piernas con alguna dificultad, tocando la mesa con las rodillas, para que su amigo pudiera acercar una silla y sentarse.
–Pide algo y me acompañas. Paga la casa –dijo Torrente, jugueteando con el palillo de una tapa que, a juzgar por el platillo vacío sobre la mesa, ya había consumido.
Durante unos minutos, García asistió al monólogo de su anfitrión. Instalado en una náusea sorda y mareante, en una angustia latente, observaba con estupor el palillo que se perdía, como una brizna, entre los dedos larguísimos; el vaso de cerveza convertido en un dedal; el rostro de Torrente que le hablaba con su característico cabeceo, como el de un pájaro, que se inclinaba hacia él y aun así quedaba muy alto, muy arriba, de modo que García tenía que levantar la cabeza para mirarle, para mirar esas gafas enormes, cuadradas y pobladas de brillos, como dos faros. Y, sin embargo, era evidente que su amigo no notaba nada de eso: hablaba y hablaba sin parar, al no verse interrumpido, y García –por encima de la náusea creciente– seguía aunque no quisiera el discurso previsible, ya conocido, pues era repetitivo y calcado al de tantas otras veces.
Todavía no había aparecido el camarero, y Torrente hizo ademán de levantarse, al tiempo que decía “¿Qué quieres tomar?”, pero García saltó de la silla, como impulsado por un resorte. “¡No te levantes!” dijo casi a voz en grito, y se disculpó atropelladamente, farfullando una excusa –había olvidado algo, tenía que marcharse– y salió de la terraza tropezando con las mesas, corriendo, sin preocuparse, sin querer ver el resultado de su extraña despedida, la cara de sorpresa y de desconcierto que debía poner su amigo en aquel momento.
García anduvo a toda prisa, sin rumbo fijo, impulsado en un principio por la simple necesidad de alejarse cuanto antes del lugar en el que quedaba Torrente, y después por una inercia ciega, ya sin objetivo alguno, que le hizo deambular erráticamente, siempre por las calles más céntricas, las más concurridas, posponiendo el momento de volver a su casa y quedarse a solas con sus obsesiones, aunque sólo fuera durante el tiempo de darse una ducha y cambiarse de ropa. Y no es que en ese momento, en la calle, no le atosigaran sus pensamientos; muy al contrario, le ocupaban por completo, le dominaban, le tiranizaban hasta el extremo de que sólo una pequeña porción de su voluntad quedaba libre, ocupada en la tarea banal de hacerle callejear sin descanso. Pero en la calle al menos podía andar, y sobre todo podía retroceder, dar media vuelta y escapar, si se encontraba con algo desagradable.
Cuando salió de la oficina todavía faltaba más de una hora y media para el momento en que debía encontrase con Mara. Pero ahora la noche iba cayendo, oscurecía a marchas forzadas, y cada vez le quedaba menos tiempo para una ducha que, por otra parte, resultaba más necesaria que nunca, a causa de la caminata larga y presurosa que estaba haciendo. García deambuló por aceras llenas de gente, por plazas y avenidas en las que reinaba una insólita animación, una vida en la calle que anticipaba ya la trasgresión y la indulgencia de las noches de verano. “Qué raro –pensó García, en un momento dado–, todavía no ha llegado el fin de semana, y ya parece que sea sábado.” Después se dio cuenta de que toda aquella actividad se debía sin duda a una campaña que habían promovido los bares del casco antiguo desde hacía algún tiempo, con unas ofertas y unos precios especiales que hacían que el público afluyese en abundancia las noches de los jueves. Pero ese razonamiento fue sólo una breve tregua, una reacción instintiva de su mente para alejarlo, por unos segundos, de su pensamiento constante y obsesivo.
El encuentro con su amigo Torrente le había sumido en un pesimismo cercano a la desesperación: no sólo confirmaba sus peores miedos, sus más negras previsiones, sino que además venía a añadir nuevos elementos en los que se podía propagar su delirio, pues ahora la aparente transformación, aquello que le decían con toda claridad sus sentidos, se había producido en una persona conocida, de la que García tenía una imagen muy clara y delimitada, elaborada durante años de trato y de encuentros ocasionales. En los peores momentos, mientras sus piernas le llevaban hacia adelante por puro instinto, García sentía que iba a perder el control, que se dejaría llevar por el pánico, y se imaginaba pidiendo auxilio, llamando a alguna puerta, al hospital, a urgencias, pidiendo una pastilla, una inyección, algo que le hiciera dormir o que le sumiera en la inconsciencia. Luego, al cabo de unos minutos, recuperaba la sangre fría, se decía a sí mismo que las alucinaciones habían sido siempre muy concretas, muy circunstanciales, y que por lo tanto no le sería difícil rehuirlas. Se consolaba pensando que en ese momento no veía nada raro, que al fin y al cabo había seguido los pasos correctos, y que tenía una cita con el psiquiatra, concertada para el día siguiente, a unas pocas horas vista.
En uno de esos momentos de combatividad, llegó a la conclusión de que tenía que controlarse, y seguir rigurosamente el programa de actuación que se había impuesto. Rechazó, no obstante, la posibilidad de comprar la fruta, porque significaba meterse en una tienda, en una encerrona que planteaba demasiadas incertidumbres; pero en cambió encontró la fuerza para vencer la inercia de su deambular y caminó por fin en dirección a su casa. Pensó que ojalá todo aquello fuera un sueño, una de esas pesadillas pegajosas que te van angustiando, que te amargan la vida, hasta que te das cuenta de que la vida no era tal, sino un sueño. Y entonces descubres lo agradable, el placer tan sencillo e infalible que es despertar a la verdadera vida; esa vida mediocre, de pequeños placeres y pequeñas miserias, que entonces, en el momento de escapar de la pesadilla, parece tan gratificante y maravillosa.
Mientras se aproximaba a su casa, García iba pensando que, por desgracia, esta vez no se trataba de un sueño, sino de una realidad terrible, de una enfermedad –mental, en este caso–: una de esas cosas que todo el mundo teme, pero que nadie, en su fuero interno, cree que vaya a padecer. Y su pensamiento le llevó a la reflexión, al razonamiento teórico de que tantos tópicos mil veces repetidos, como levantar los ojos al cielo, pedir ayuda a Dios o desear que todo sea un sueño, son un producto instintivo de la desesperación, proceden de la realidad, y no de la imaginación de escritores y guionistas.
Por fin llegó a su casa. El piso estaba vacío y silencioso, y García se encontró con buena parte de la compra –que había hecho Mara, por la mañana–, todavía dentro de las bolsas de plástico, encima de la mesa de la cocina. Sin ni siquiera pensarlo, impulsado por la costumbre, empezó a vaciar el contenido de las bolsas y a guardar cada cosa en el lugar correspondiente. Pensó en la irritación que le producía siempre esta actividad trivial, en el rencor sordo y mezquino que le inspiraba la dejadez de Mara, en la sensación de triunfo y de exagerada indignación con que descubría, en alguna de las bolsas, un producto que tendría que haber sido guardado en la nevera. Después, ella se defendería diciendo que tenía mucha prisa, que de todas formas, si lo guardase todo, él tampoco estaría satisfecho con el sitio en que había puesto las cosas. Ahora, desde la magnitud del drama que estaba viviendo, esas pequeñas rencillas le parecieron sórdidas y pueriles, ridículas en su diaria repetición.
García se duchó, se cambió completamente de ropa y sintió durante unos segundos la vaga satisfacción, la disposición renovadora que este sencillo acto siempre produce. Y sin embargo, no tardaron en asaltarle las incertidumbres oscuras que le venían atormentando desde hacía una hora, unidas a otras nuevas e inquietantes que suscitaba la inminencia de su encuentro con Mara. Por más que lo intentaba, no era capaz de imaginar cómo se desarrollaría su conversación ¡Hacía tanto tiempo que no hablaban de verdad de ellos mismos, de sus verdaderas preocupaciones! Todo se daba por sabido, por sobreentendido. Llegaron a conocerse tanto que ahora ya no había nada que hablar; conocían demasiado bien todos sus defectos, y sus virtudes; y sabían perfectamente lo que les estaba ocurriendo como pareja ¿qué necesidad había de hablar de ello, si los dos lo sabían? Eran demasiado inteligentes, demasiado lúcidos y analíticos como para ignorarlo. Pero ahora sí, ahora tendrían que hablar, ahora había algo realmente importante de lo que hablar, un problema serio, muy serio, que padecía él pero que también, como no podía ser menos, le afectaba a ella. Y al final García acabó pensando que la charla con Mara, la explicación de lo que le estaba ocurriendo, no sólo era inevitable, sino que además le resultaría beneficiosa –como beneficiosa había sido su conversación con Marqués–, porque le obligaría una vez más a poner orden en sus pensamientos, y además Mara era una mujer serena y receptiva, y no se dejaría impresionar por lo que García pudiera contarle, por muy terrible que fuese.
Con este ánimo, vestido ya y atildado, se decidió a salir de casa. Entonces se dio cuenta de que se le había hecho un poco tarde, porque el reloj marcaba precisamente la hora a la que había quedado con Mara. Pero el restaurante no estaba lejos. García se internó a buen paso en el intrincado laberinto de calles del casco antiguo, y en unos pocos minutos llegó al lugar de la cita. Acabó el recorrido casi a la carrera, en parte para no llegar tarde, y también por el temor a encontrarse con otra de sus visiones. El restaurante, en realidad una vinatería, era caro y con una carta reducida, a base de ensaladas y fiambres de calidad, pero García lo había escogido porque era tranquilo y acogedor, con una luz cálida que resultaba muy agradable y una serie de mesas colocadas en rincones estratégicos.
Todavía en la calle, García miró al interior por un ventanal amplio que había al lado de la puerta, y lo que vio le dejó clavado frente al cristal, incapaz de moverse, incapaz de dar los dos pasos que le separaban de la puerta de entrada al local. Lo primero que vio fue a un gigante, una mujer gigante que se movía allí dentro, por entre las mesas. Después se dio cuenta, con un estremecimiento de pánico, de que aquella mujer era Mara. García reconocía cada movimiento, cada gesto, la forma de andar, el peinado, la ropa que llevaba puesta, la sonrisa. Todo era lo habitual, lo de siempre, sólo que con un tamaño, en una proporción con todo lo que la rodeaba, que la convertía en algo monstruoso, y de alguna manera grotesco. El local era irregular, con espacios a diferentes niveles y algunas rampas de suave pendiente. Mara, con el abrigo colgado del brazo, seguía al camarero con cierta torpeza, encorvándose exageradamente y mirando hacia arriba, para no tocar el techo con la cabeza. Al final de una breve rampa, el camarero se detuvo frente a una mesa solitaria, resguardada entre una columna y la pared. Mara despidió al camarero con una sonrisa, inclinó y plegó trabajosamente su cuerpo hasta hacerlo caber en el espacio que quedaba entre la silla y la mesa, y en cuanto estuvo sentada empezó a consultar su teléfono móvil. De pronto alzó la cabeza, y miró a su alrededor. García se apartó de un salto, porque en su barrido rápido pero totalizador, los ojos de Mara habían apuntado por un instante a la ventana tras la que él se encontraba. Pero la de la giganta era la mirada miope de quien acaba de levantar la vista de la lectura y no ha tenido tiempo de enfocar, y era evidente que no le había visto, porque –según pudo comprobar García, asomando con cautela un único ojo– al poco rato estaba de nuevo consultando el teléfono con la misma indiferencia de hacía unos segundos.
De nuevo sintió cómo se derrumbaba, de un solo golpe brutal, toda la serenidad y la esperanza frágil que con tanta dificultad había conseguido edificar –después de su última alucinación– durante una interminable hora de dudas y reflexiones. Pero ahora, además, tenía que hacer algo, tenía que actuar, porque su mujer estaba allí, en el restaurante, esperando su llegada. Pero él no podía llegar. Por encima del miedo, de la sofocada angustia, de la necesidad que tenía en este caso de tomar alguna decisión y actuar cuanto antes, sintió García la certeza de que no podía entrar allí, que no sería capaz, que no tendría fuerzas para sentarse delante de Mara –de esa Mara absurda e inconcebible que ahora estaba viendo– y hablar con ella con una mínima coherencia, fuera para confesarle abiertamente lo que estaba viendo, o para disimular y explicarle tan sólo lo otro, las otras alucinaciones, las que nada tenían que ver con ella. No, no sería capaz, su mente retrocedía asustada en cuanto intentaba imaginar los detalles concretos de lo que sería aquella escena, el rostro de ella mirándole desde aquella altura, la posibilidad de que, sin previo aviso, alargara una mano para tocar la suya por encima de la mesa… Apartó de su mente aquellas imágenes estremecedoras. Una vez más sintió cómo la angustia se apoderaba de su mente, y una vez más hizo denodados esfuerzos por no dejarse arrastrar por ella. Se apartó de la ventana y empezó a desandar el camino que había hecho, como si quisiera volver a su casa; pero se alejó de ésta, la dejó atrás y siguió andando con un impulso centrífugo, que le llevaba hacia los barrios periféricos de la pequeña ciudad provinciana. Mientras tanto, iba pensando. Pensó en llamar a Mara por teléfono, después en enviar un mensaje, y después de nuevo en llamarla, aunque ello significaba preparar muy bien lo que pensaba decir, y tener capacidad de reacción, de improvisación, en caso de que ella le descolocara con alguna pregunta inesperada.
Al final decidió que le enviaría un mensaje. No sería ni rápido ni fácil, por su escasa habilidad en el manejo del teléfono, y porque la redacción del texto tenía que ser muy precisa y bien meditada. Buscó un banco para sentarse, bajo una farola –caminaba por una avenida ancha y solitaria, que moría ya a campo abierto– y sacó el teléfono con la intención de empezar a teclear. Entonces se dio cuenta de que tampoco podía ir a dormir a su casa esa noche, que no podía exponerse a un encuentro con Mara hasta que no hubiera hablado con el psiquiatra, hasta que no hubiera empezado a tomar la medicación que sin duda alguna iba a recetarle. Se trataba, tan solo, de un inoportuno desfase, de unas pocas horas que tenía que cubrir como fuese –tendría que buscar un hotel para pasar la noche–, y que ahora, con unas pocas palabras, tenía que justificar de forma que se entendiera, pero que tampoco resultara demasiado alarmante. Por su mente pasó la idea de inventarse una mentira, una inaplazable llamada de auxilio de algún familiar lejano, de su amigo Marcos, o mejor, de su hermano. Sí, eso: un viaje relámpago a París, por algún asunto que se tendría que inventar. Poco tardó en rechazar esa idea, por absurda, porque necesitaría –como todas las mentiras– de una cadena de pequeñas mentiras suplementarias, y porque Mara conocía todos sus contactos, e incluso era ella la que se había preocupado de guardar todos los teléfonos y las direcciones, y podía acceder en unos pocos segundos, con mucha más facilidad que él, a cualquiera de esas personas supuestamente necesitadas de auxilio.
Al final acabó redactando un texto muy neutro, en el que suprimió incluso cualquier referencia a la salud, y que en esencia incidía en su imposibilidad de contactar con ella hasta el día siguiente, aplazando para ese momento todas las explicaciones. Concluía el mensaje tranquilizando a su destinataria, y asegurándole que su ausencia nada tenía que ver con la infidelidad ni con su vida de pareja.
Una vez hubo repasado el texto varias veces, y enviado el mensaje, empezó a pensar en el asunto del hotel. Rechazó de buen principio la idea de ir a alguno de los hoteles del extrarradio, establecimientos de medio pelo, aunque modernos y confortables, que habían nacido al amparo de la autopista y la carretera general. Lo rechazaba porque significaba tener que sacar el coche del garaje, que estaba en los bajos del edificio de su vivienda, y por lo tanto le exponía a un encuentro con Mara. Por el mismo motivo, y considerando que se acababa de duchar y cambiar de ropa, no se arriesgó a pasar por el piso a recoger un pijama, una muda de ropa o el cepillo de dientes, convencido de que –aun en el hipotético caso de que tuviera que pasar una segunda noche fuera de casa– podía hacerse con esos objetos al día siguiente, por la tarde, antes de entrar en la oficina.
Decidió ir al antiguo hotel de la plaza del mercado, el único –aparte de algunas fondas de dudosa categoría– que estaba en el núcleo urbano de la población. El hotel, con un nombre que hacía referencia al pasado romano de la comarca, había recuperado hacía poco su tercera estrella, con una reforma que había traído consigo el último cambio de propietario.
García sólo quería dormir: cenar algo y acostarse cuanto antes, dormir como un tronco hasta las ocho, y luego pasar la mañana en la oficina, hasta la hora de ir a ver al psiquiatra. Se levantó del banco, dispuesto a recorrer, caminando sin prisas, el kilómetro escaso que le separaba del hotel. Entonces sonó su teléfono. Cuando vio que era una llamada de Mara, dejó que siguiera sonando en su bolsillo mientras empezaba a andar en la dirección contraria a la que le había llevado hasta allí.
Cenó en el mismo hotel, en un comedor silencioso y no muy bien iluminado, en el que él era el único comensal. Un camarero, tan silente como el propio comedor, asistió desde una esquina de la barra a toda la cena de García, con la única tregua de los pocos momentos en que desaparecía en busca del siguiente plato.
La habitación, en la que se notaba el reciente cambio de decoración, resultó limpia y acogedora. García –que por no traer, ni siquiera se había traído un libro– miró la televisión desde la cama, hasta que la somnolencia le hizo apagarla. Como le había ocurrido la noche anterior, se durmió sin ninguna dificultad, como si el cuerpo, sabiamente, compensase con el olvido transitorio del sueño los sufrimientos que estaba padeciendo la mente.