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ОглавлениеArribo y consolidación de la música mexicana en Chile
Juan Pablo González
Si se realizara en nuestro país (Chile) una encuesta para determinar cuál es la música que más escucha y repite el pueblo, seguramente no constituiría una sorpresa el que fueran las repeticiones al infinito de los cantos sobre medida del cine mexicano.
Enrique Bello (1959), ensayista chileno
La llegada de música mexicana a Chile antecede bastante a la eclosión producida por la influencia del cine mexicano en América Latina, pues la música de salón decimonónica encontró una salida hacia el exterior en México gracias a la apertura comercial desarrollada durante el extenso gobierno de Porfirio Díaz (1876-1911), por ejemplo, en los valses “Amelia” y “Sobre las olas” de Juventino Rosas (1868-1894).
Desde comienzos de la década de 1920, la editorial Casa Amarilla en Chile incluía el rubro “canción mexicana” en su catálogo de música popular, publicando bajo este concepto canciones tan diferentes como “Estrellita” de Manuel M. Ponce, “Ojos tapatíos” de José Elizondo, “Mi viejo amor” de Alfonso Esparza Otero y “Las mañanitas”, del folclor.
En esa época, México no contaba aún con una música que lo representara ante sí mismo y el mundo. Mientras el tango, la rumba y el foxtrot invadían las radios, cines y pistas de baile de América Latina, lo que hoy denominamos música mexicana no estaba totalmente definida como tal. La variedad y riqueza del folclor mexicano resultaba más un impedimento que un elemento facilitador para el desarrollo de un repertorio aglutinador de representación nacional. ¿Por cuál género decidirse? ¿Qué región favorecer? ¿Qué difundir en las ciudades y qué irradiar a los campos?
Resulta entonces sintomático que tres de los cuatro bailes difundidos en la primera transmisión de la emblemática radio XEW de Ciudad de México en 1930 fueran el tango, el foxtrot y el one-step, ya que todavía no estaba consolidado el mariachi urbano, dirigido a la gran clase media que formaría el nuevo público radial. Además, simultáneamente surgía un público rural y de inmigrantes urbanos de insospechadas dimensiones, el que unido por poderosas cadenas radiales y por una industria discográfica que llegaba a cada rincón del planeta requería de un repertorio de expresión simple y directa, vinculado a valores tradicionales del campo y de la vida en el rancho. Estos requisitos fueron plenamente satisfechos por la canción ranchera, el corrido y los grupos de mariachis, desarrollados de la mano de la pujante industria cinematográfica y musical mexicana; desarrollo del que Chile se verá muy beneficiado.
La canción ranchera surgía de la necesidad de adecuar la canción romántica y el bolero al gusto de los sectores rurales mexicanos expuestos a la cultura de masas, intensificando su carácter machista y dejando de lado los refinamientos y ambigüedades del mundo urbano moderno, expresados en el nuevo bolero de Agustín Lara. El género ranchero, en cambio, desarrollado a partir de la polka —que gozaba de gran popularidad en América Latina–, logró tipificar “lo mexicano” tanto dentro como fuera de México, atribuyéndose su invención al empresario Emilio Azcárraga. Las canciones de Manuel Esperón en la música y Ernesto Cortázar en la letra —el dúo de autores más prolíficos del cine mexicano de la década de 1930— consolidaron el estilo de la canción ranchera que, diseminada por México y exportada a toda América Latina, alimentó la imaginación y el sentir de amplios sectores de chilenos que a partir de fines de los años treinta comenzarían a proveerse sus propios músicos rancheros.
La canción ranchera fue desarrollada por grupos urbanos de mariachis que sumaban dos o más trompetas a la tradicional formación jalisciense de guitarrón, vihuela y violines. Estos grupos se constituyeron en emblema nacional mexicano no sólo por la difusión que lograron con una industria musical y cinematográfica que apoyaba decididamente el nuevo género, sino debido al renovado nacionalismo surgido durante el gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940), que expropiaba el petróleo de manos de compañías estadounidenses, con el consiguiente temor a una invasión. Como señala el doctor Roberto Cantú, el mariachi eclipsaba otras tradiciones mexicanas en virtud de la unidad nacional, reafirmaba la naturaleza mestiza del mexicano e idealizaba la herencia campesina patriarcal cuando México avanzaba claramente hacia su industrialización.
El género ranchero constituyó el sustento central del pujante cine mexicano de fines de los años treinta, contribuyendo a fijar uno de los tipos característicos de la cinematografía mexicana: el charro cantor, el macho de opereta. Entre los charros cantores que llenarían las pantallas de los cines mexicanos y latinoamericanos destacan Tito Guízar (1908-1999) y José Mojica (1895-1974) en la década de 1930; Jorge Negrete (1911-1953) y Pedro Infante (1917-1957) a partir de los años cuarenta y Miguel Aceves Mejía (1915) desde la década de 1950.
Todos ellos, salvo Infante, llegarían a Chile en la cima de sus carreras. Negrete, por ejemplo, arribó a Santiago a mediados de 1946 y fue recibido en andas en la Estación Mapocho, procedente de Viña del Mar, creando un tumulto que produjo destrozos, desmayos y heridos. La comitiva de periodistas, admiradoras, carabineros y curiosos tapizaron, como nunca se había visto, el centro de Santiago hasta llegar al elegante Hotel Carrera frente al Palacio de la Moneda.
Negrete actuó en el Teatro Baquedano de Santiago y ofreció cinco audiciones en Radio Prat, transmitidas en cadena con radios de Valparaíso, Rancagua, Curicó, Talca, Chillán, Concepción, Temuco y Valdivia. Como señala el historiador César Albornoz, la visita de Negrete a Chile demostró que una estrella de la canción podía producir conmoción pública, lo que resultaba especialmente preocupante para los sectores conservadores, debido al “éxtasis fuera de todo pudor” con que las chilenas recibieron al macho cantor. Algo similar sucedería más tarde con la actuación de Aceves Mejía en el Teatro Municipal de Iquique, quien entró sobre su característico caballo blanco al escenario cantando “Allá en el rancho grande”, lo que causó el delirio del público.
El corrido, a diferencia de la canción ranchera, tenía raíces históricas profundas y una existencia popular no mediatizada, lo que puede explicar, en parte, la atracción que ejerció entre los sectores campesinos tanto mexicanos como latinoamericanos. Es a partir de los sucesos revolucionarios ocurridos entre 1910 y 1928 en México que el corrido alcanzó mayor visibilidad, narrando hechos de la Revolución en forma concisa, transmitidos en hojas sueltas y a través de un canto sobrio pero de una expresividad con ribetes épicos. Cuando el corrido parecía llegar a su fin al desaparecer el contexto revolucionario que lo había difundido, fue tomado por una industria musical ya en consolidación. A través de la radio, del cine sonoro y de la grabación eléctrica, alcanzaría una nueva vida.
Durante la década de 1930 se continuaron componiendo corridos en México en recuerdo de figuras de la Revolución, que ahora se difundían a través de la industria musical, como el “Corrido villista” (1935) del chileno Juan S. Garrido con letra de Ernesto Cortázar para la película El tesoro de Pancho Villa; “El rifle” de Lorenzo Barcelata y Ernesto Cortázar, y el “Corrido a Emiliano Zapata” (1938) de Concha Michel, junto a corridos referidos a la figura del presidente Lázaro Cárdenas y su apoyo a sectores campesinos y obreros. Desde la década de 1940 se escribirán corridos en homenaje a las grandes estrellas de la música ranchera en el año de su muerte, como el “Corrido de Lucha Reyes” (1944) de Pepe Castillo, y el “Corrido de Jorge Negrete” (1953), los nuevos héroes populares de la cultura de masas.
El cine fue un importante difusor del corrido en Chile desde 1938 y, al igual que sucedía con el tango y el bolero, sirvió de tema y argumento cinematográfico, como en el filme La feria de las flores (1942) de José Benavides, por ejemplo, basado en un corrido que narra la vida de Valentín Mancera.
Los grandes tenores del bolero, como Pedro Vargas, que actuaban en Chile desde 1934, incluían también el corrido en sus presentaciones, permaneciendo en el repertorio que difundieron en el país durante los años cuarenta. Los profesores de baile lo incluirán dentro del repertorio enseñado en sus academias, junto al tango, la rumba, el foxtrot, el vals y la cueca durante la segunda mitad de esa década. Paralelamente, era editado en partituras desde 1935 y el sello Victor mantenía desde 1938 una oferta creciente de corridos, ahora con estribillo, según la tendencia desarrollada en la música popular desde comienzos del siglo XX.
Luego de la llegada de los primeros espectáculos costumbristas mexicanos de revista, exhibiciones de charros y películas, comenzaron a visitar Chile auténticos músicos rancheros. La presencia más impactante se produjo después del devastador terremoto que azotó el sur de Chile en 1939, con el envío, por el gobierno de México, del barco Cuauhtémoc, que desembarcó en Valparaíso insumos y personal médico junto a grupos de charros y mariachis que caminaban por las calles llevando un poco de alegría a la atribulada población. Dos años más tarde llegó el afamado Trío Calaveras, anunciado como grupo artístico exclusivo de la National Broadcasting de Nueva York, que se presentó durante las fiestas patrias en la boite Lucerna de Santiago.
El trío era dirigido por el guitarrista, cantante y compositor Lorenzo Barcelata (1898-1943), considerado uno de los precursores del cine sonoro en México. El sello Victor ofrecía en Chile, en 1940, una abundante discografía de Barcelata y el Trío Calaveras, destacándose los corridos “Jalisco nunca pierde”, de la película La rancherita del Carmen, y “Tú ya no soplas”, de la película ¡Ora, Ponciano! (1936), ambos editados en partitura por Casa Wagner en 1937 y 1938. El Trío Calaveras, que acompañaría a Jorge Negrete en su visita a Chile, también fue visto en el país en la película La feria de las flores (1942) con Pedro Infante.
Entre tanto macho cantor destaca una mujer, Lucha Reyes (1906-1944), una de las máximas exponentes de la canción ranchera. Apodada “La reina del mariachi”, se hizo conocida en el país luego de triunfar en Estados Unidos, como ocurría con muchos artistas latinoamericanos de las décadas de 1930 y 1940.
El pueblo chileno se sintió atraído por la música mexicana, identificándose con la temática rural, pasional y machista imperante en ella, e impactándose con una música orquestal ranchera como la del mariachi, y con el macho de opereta, primera estrella masculina de la canción adoptada en el mundo campesino chileno. Asimismo, existían ciertas condiciones para la incorporación de géneros mexicanos binarios al acervo musical chileno. Como en la música tradicional chilena predominan los metros ternarios de danza —además, la tonada no se baila y la cueca es compleja para bailar—, el corrido, un baile simple de pareja enlazada con movimiento lateral, contribuía a prolongar el baile y ponerlo al alcance de todos, accediendo también al contacto físico de la pareja, algo que la cueca no permitía.
El deseo del propio chileno de acercar la música mexicana a su vida cotidiana y festiva produjo primero la incorporación del corrido al repertorio de los dúos femeninos del campo y masculinos de la ciudad, y finalmente, la aparición de solistas y conjuntos chilenos especializados en los estilos mariachi y norteño. El dúo Bascuñán-Riquelme, intérpretes urbanos de tonadas y cuecas, sumó con naturalidad el corrido mexicano y la ranchera argentina a su formación de arpa y guitarra. En “Adiós, huasita linda”, corrido grabado para Odeon en 1946 como lado A, el dúo chileniza el corrido popular mexicano, incluyendo tópicos del campo chileno en la letra, introduciendo punteos de tonada, manteniendo una pronunciación campesina y absteniéndose de emitir los característicos gritos en falsete en los interludios instrumentales a cada estrofa, práctica que constituye una marca de identidad mexicana. La primera cuarteta dice:
Mañana dejo el fundo
en que tengo mi amor
me voy para Santiago
mandao por el patrón.
La modernidad asociada a un género llegado del exterior y la identidad tradicional conseguían un sincretismo inédito en el país.
Los conjuntos chilenos especializados en música ranchera y regional mexicana empezaron a aparecer en Santiago a fines de los años treinta, destacándose Los Queretanos, Los Veracruzanos y Los Huastecos del Sur, considerados los mejores exponentes chilenos del cancionero azteca en los años cincuenta. Hacia 1940, Los Queretanos realizaron su primera gira al exterior, recorriendo toda la costa del Pacífico en el barco mexicano Durango, que había venido a Chile con una embajada de deportistas, músicos y bailarines. En México fueron contratados por la emisora XEW como intérpretes de música chilena y mexicana, proyectando la música nacional a través de esta potente emisora a todo México y los países vecinos. Asimismo, realizaron giras por el país azteca mezclando siempre repertorio chileno y mexicano. Antes de su regreso a Chile, fueron despedidos en el Teatro Orfeón y Mario Moreno Cantinflas los anunció diciendo: “¡México para Chile, y Chile para los mexicanos!”.
Los conjuntos chilenos de charros —que también se incorporaban a elencos de compañías de revistas, tan proclives al costumbrismo musical— grababan desde 1944 para el sello Odeon repertorio de películas mexicanas exhibidas en Chile, aprendido, en muchos casos, por los músicos chilenos durante las funciones de cine. Realizaban además publicitados viajes a México para traer nuevo repertorio, lo que aumentaba su legitimidad frente al público nacional. A comienzos de la década de 1940, la revista Radiomanía elegía el mejor conjunto de estilo mexicano del año, y en 1943 le otorgó el galardón a Los Queretanos. La revista Ecran destacaba la calidad y la permanencia en nuestro medio de este grupo, comparándolo con Los Quincheros y Los Provincianos. Ese mismo año, Los Queretanos habían grabado para Odeon los corridos de Manuel Esperón y Ernesto Cortázar “¡Ay, Jalisco, no te rajes!”, de la película homónima de 1942, y “Así se quiere en Jalisco”, y en 1947 comenzarían a grabar con acompañamiento de mariachi. Sin embargo, los intereses comerciales de los sellos impedían que grabaran música mexicana regional, debiendo enfatizar los ritmos bailables.
De este modo los músicos chilenos desarrollaban un repertorio que alcanzaría altos índices de consumo, satisfaciendo sus necesidades económicas con música mexicana y sus necesidades espirituales con música chilena, como ellos mismos confesaban.
Junto a los conjuntos chilenos especializados en música mexicana sobresalió una cantante, Guadalupe del Carmen —Esmeralda González Letelier— (1917-1987). Se inició en la vida artística a comienzos de los años cuarenta cantando en el tren de Santiago a Valparaíso junto a un músico ciego, y con los Hermanos Campos en la Vega Central de Santiago. Debutó en el Teatro Cousiño como Sandra la Mejicanita y en 1949 adoptó el nombre que unía a las patronas de México y Chile: la Virgen de Guadalupe y la Virgen del Carmen.
Comenzó interpretando canciones de Jorge Negrete, a quien admiraba y del que sabía todo su repertorio difundido en Chile, destacándose “Tequila con limón” y “Así se quiere en Jalisco”. Junto con los Hermanos Campos y con Jorge Landy realizó extensas giras de Arica a Punta Arenas, presentándose en cada pueblo y ciudad como una compañía chileno-mexicana. En sus presentaciones mezclaban tonadas y cuecas con canciones rancheras y corridos de compositores mexicanos y chilenos, ya que los sellos incentivaban a los músicos nacionales a que escribieran su propio repertorio.
Este es el caso de “Ofrenda”, corrido de Jorge Landy grabado para RCA Victor en 1949, y con el cual Guadalupe del Carmen obtuvo en 1954 el primer Disco de Oro otorgado en Chile, por la venta de 175 mil ejemplares. Tanto los punteos de las guitarras de Los Hermanos Campos como la letra ponen de manifiesto la temática de la tonada chilena mezclada con el corrido de ritmo binario. El estribillo dice:
Y en su blanca cordillera
donde el cóndor se pasea
allí en lo alto flamea
el emblema nacional.
Por eso canto a esta tierra
tan hermosa y soberana
igual a la mexicana
por su historia y lealtad.
En noviembre de 1952, la revista La Voz de RCA Victor informaba que Guadalupe había nacido en Chihuahua de madre mexicana y padre chileno, que había llegado a Chile a los tres años y que cuando niña era acunada con canciones mexicanas. En realidad no era más que una estrategia publicitaria de RCA Victor para legitimarla como exponente del cancionero mexicano en Chile.
Sin embargo, su legitimación se la daba el propio público, que abarrotaba los cientos de presentaciones que hacía cada año a lo largo del país. Sólo en 1954, la compañía chileno-mexicana de Guadalupe del Carmen recorrió 76 ciudades y pueblos del sur de Chile. Desde 1955 actuaba en Santiago y Valparaíso, en especial en la Quinta El Rosedal y en la boite Zeppelin de la capital, en el Rancho Criollo y la Quinta Forestal del puerto. “Me gusta lo mexicano, tiene alegría y tristeza, tiene de todo, es tan complejo que a una la llena por todas partes”, decía Guadalupe del Carmen.
Las hermanas Violeta e Hilda Parra también contribuyeron al cultivo de la música mexicana en Chile con sus actuaciones en los bares La Popular y El Tordo Azul del barrio Matucana y El Banco de Franklin, así también en boites del centro de Santiago como El Patio Andaluz y Casanova. En abril de 1944 cantaban en el programa semanal de Radio Agricultura llamado Rapsodia Panamericana, que era presentado como “Un saludo de la tierra de Méjico”. Su participación se realizaba en forma alternada con grabaciones de Agustín Lara, Pedro Vargas, Alfonso Ortiz Tirado y Jorge Negrete. “Me sobran los Valentinos, los Gardeles y Negretes”, cantaría Violeta dos décadas más tarde.
El cine mexicano, que trataba temas de charros, amores fatales o la dura vida del desposeído, en melodramas rurales y urbanos, incluía con bastante frecuencia canciones interpretadas por los propios protagonistas del filme o por artistas invitados. Sin duda que este cine, en especial el llamado ranchero, influyó en la popularidad de la música mexicana, que penetró hondamente en el corazón del chileno. La fama que Jorge Negrete tenía en Chile desde el impacto de su gira de 1946 continuaba con Pedro Infante, quien heredaría gran parte del público que dejaba Negrete luego de fallecer en 1953, y con Miguel Aceves Mejía, que empezaba a hacer giras hacia América del Sur acompañado de mariachis en 1954 y filmaría 64 películas entre 1955 y 1962, de amplia difusión continental. Asimismo, con el cine mexicano de temática urbana —de gánsteres, cabarés, mulatas de fuego y boleros—, continuó la difusión en Chile del cancionero de Agustín Lara, Pedro Vargas, María Antonieta Pons, Toña la Negra, Los Panchos y Libertad Lamarque, quien trabajaba en México, lejos del gobierno de Perón. Todos ellos se convirtieron en figuras de culto para el público chileno y latinoamericano.
Es así como la música mexicana, una vez consolidada como producto de exportación, alimentó el sentir y la imaginación de amplios sectores de chilenos que expandían sus horizontes culturales. Al mismo tiempo, esta música nutrió las carreras de muchos músicos nacionales, que pudieron vivir gracias a ella, proporcionándoles nuevos materiales para desarrollar expresiones modernas enraizadas en elementos tradicionales, que ponen de manifiesto aspectos comunes de la cultura mestiza latinoamericana.
Cortesía de Marisol García