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ОглавлениеLucho Gatica y México: encadenados
Marisol García
No tenía aún ni la idea de una estrategia promocional, pero hacia la primera mitad de los años cuarenta Lucho Gatica ya había hecho de la radio de México una referencia clave en su vida de futuro gran cantante. Era una estación de radio de ese país, la XEW, la que el entonces escolar de Rancagua captaba por onda larga para acceder a la música que más lo inspiraba, el bolero latinoamericano de creadores vigentes.
La estación, identificada como “La voz de la América Latina desde México”, se distinguía desde la década previa como un surtidor regional de radioteatros románticos, impecables locuciones, estrenos de grandes autores como Agustín Lara, y canciones en las voces de Jorge Negrete, Los Panchos, Los Tres Diamantes, Elvira Ríos y Pedro Vargas, entre otras estrellas. Ofrecía el tipo de autoeducación que el joven Lucho Gatica buscó darse a la espera de pistas sobre su futuro en el canto, incluso antes de siquiera poder compartir esa afición con cercanos. El alumno de los Hermanos Maristas en el Instituto O’Higgins aprendía así por cuenta propia sobre compositores, arreglos de tríos, conjuntos y orquestas, entonaciones y repertorio.
Allí donde la gente captaba un terreno ancho e indefinido de canción romántica en castellano, Gatica persistía en el esfuerzo de formarse a sí mismo a través de la escucha y la práctica a solas, y era ya capaz de entrever matices, texturas y estilos, habiendo comprendido por su cuenta que el gran mercado de la música hispanoamericana constituía un tejido firme que urdía hilos y talentos múltiples.
Era un adolescente aún, pero incluso en el alcance a distancia de los 6 600 kilómetros entre Rancagua y Ciudad de México contaba con un radar musical activado y preciso. Estaba en esa edad en la que entusiasmo y metas se mezclan con ilusión vaga y ambición desmedida. Sin pruebas con las que justificar su ambición, Luis Enrique Gatica Silva sabía que tarde o temprano iba a poder él mismo sumarse a esa irresistible colmena de trabajo.
Diría mucho más tarde, ya instalado en México como una gran figura de la música y la cultura de ese país:
Fui valiente, lo reconozco, pero yo tenía esa convicción del artista: querer ser algo. En México estaban todos los cantantes que yo admiraba, y en su época de gloria. Era la capital del bolero; la competencia era ¡tremenda! Quién me iba a decir que yo iba a terminar trabajando con todos esos artistas que antes sólo escuchaba por radio.
Las anécdotas con la radio mexicana iban a aparecerse de nuevo en la trayectoria de ascenso de aquel Lucho Gatica en camino a ser nombre universal. Convertido ya en un cantante respetado en varios países de Sudamérica, seductor de masas en Cuba y con grabaciones significativas junto a gente como Vicente Bianchi, Roberto Inglez y Tom Jobim —“La resurrección del bolero”, así lo había llamado la revista Cruzeiro en su primera visita a Brasil—, el chileno llegó por primera vez a México en 1955. No cumplía aún los 30 años de edad, seguía soltero, y una habitación del Hotel Regis pasó a ser a la vez su hogar y centro de operaciones.
Acumulaba para entonces varias grabaciones importantes en Chile, Brasil, Perú e Inglaterra —ya estaba su nombre en ediciones de “Contigo en la distancia”, “Nadie me ama”, “Sinceridad” y el famoso “Bésame mucho”—, pero sin producción local ni contactos el desafío de la conquista de México era todavía palabras mayores, que no pocos cercanos le describían como una ilusión imposible.
Lejos de amilanarse, el chileno redobló energías y esfuerzos. Fueron su propia motivación e ingenio sus principales asesores en esa inicial promoción en el Distrito Federal (DF).
Debutó en ese país en el espacio televisivo de la cadena XEM AM Revista musical Nescafé, junto a la orquesta del cotizado José Sabre Marroquín (1909-1995). Compositor y arreglista, el nativo de San Luis Potosí contaba al momento de conocer al chileno con grabaciones junto a Pedro Vargas, Agustín Lara y Olga Guillot, entre varios grandes nombres, además del éxito de un bolero de su autoría, “Nocturnal”. Encargos no le faltaban, pero vio en Lucho Gatica algo tan especial que no dudó en renunciar a proyectos personales para convertirse primero en su asesor musical, y luego en su representante y manager, volviéndose clave para la expansión de la fama del cantante en México.
Sabre Marroquín estuvo en los arreglos de las primeras grabaciones de Lucho Gatica en México. El debut de su sociedad a través de “Historia de un amor / No me platiques” (Odeon, 1955) no pudo haber sido mejor escogido, al aunar los respectivos boleros de Carlos Almarán y Vicente Garrido, en nuevas versiones que en la voz del chileno iban a quedar fijados en el estatus de clásicos.
Era todavía la radio la plataforma más importante para dar a conocer nuevas voces, figuras y tendencias, y por eso el recién llegado Lucho Gatica creyó conveniente llevar siempre un pequeño aparato consigo. Ubicó un par de programas que acogía peticiones de los escuchas, y entonces comenzó él mismo a llamarles tres o cuatro veces al día para pedir su propio tema. “Ponía un pañuelo sobre el teléfono para ir cambiando la voz sin que me reconocieran”, recordó años más tarde el cantante con una sonrisa traviesa.
Contactos permanentes, por carta y teléfono, con compositores y músicos que despertaban su admiración llenaban su tiempo de trabajo como hoy lo haría quien teje aquello que llamamos red de contactos. Era el modo artesanal que tenía un chileno para ubicarse en una gran trama de trabajadores de la industria del espectáculo, a la que primero se asomó como admirador pero a la que no tardó en sumarse como protagonista.
Así, antes de cerrar la década de los cincuenta sucedió lo antes impensable: canciones de grandes autores mexicanos se hicieron famosas en su país de origen en la voz de un chileno. Esa discografía de auténtico cruce intercultural incluye las versiones que Lucho Gatica grabó de “El reloj” y “La barca” de Roberto Cantoral, “Encadenados” de Carlos Arturo Briz, y “Solamente una vez”, “Noches de Veracruz” y “María Bonita” de Agustín Lara: estándares internacionales para el bolero todo de ahí en adelante.
“Lucho nos llevó a la cima a nosotros, los compositores mexicanos y cubanos”, dijo una vez Vicente Garrido, el autor de “No me platiques más”, el bolero que una vez el chileno describió como “la canción que me identifica, es la canción mía”, y cuyo éxito fue tal que incluso lo ubicó con un rol discreto en una película del mismo nombre (1956), su debut en el cine mexicano.
La gran industria del entretenimiento se volvió así campo fértil para Lucho Gatica, un inmigrante que llegó a ganar el estatus de gran figura local e incluso orgullo popular, y que en su conquista estuvo dispuesto a asumir nuevos roles (como el de actor), forjar alianzas sinceras de amistad y de familia, y al fin abrazar a México como la plataforma definitiva desde la cual proyectarse. Lo hizo, sí, “tratando de tener un propio estilo, muy diferente a otros cantantes: eso fue lo que me hizo triunfar”.
Del llamado “estilo Gatica” se ha escrito mucho, detallando el análisis sobre todo en su técnica vocal. Un intérprete naturalmente dotado, supo darle a esa ventaja rasgos de carácter, como su magistral uso del llamado rubato (ligera aceleración o retardo del tempo en el canto respecto al del acompañamiento instrumental), ganando con ello distinción y misterio, tanto en discos como en vivo.
Pero el estilo de Lucho Gatica fue en verdad fruto de decisiones más amplias, opciones hábiles de trabajo que abarcaban, por cierto, a su canto pero también a códigos de trato, presencia y colaboración creativa. Él mismo se definió una vez como “un cantante con la convicción de un artista”.
Su empuje profesional, sus acertadas intuiciones al decidir pasos claves de su trayectoria, su elección de asociados y de repertorio, y también la cercanía que eligió tener con la audiencia fueron también pruebas de su talento, aunque no quedasen evidentes al oído.
© Lucho Gatica, Marisol García y Carlos Contreras (2018, Hueders Editorial, Chile)
En la elección de los cientos de canciones que eligió grabar —boleros, sobre todo, pero no exclusivamente, si se consideran sus notables incursiones en tonadas, sambas, bossanovas, tangos y baladas en inglés— hubo varias anécdotas elocuentes de su personalidad y visión de trabajo, guiada en parte por el amor profundo por el repertorio latinoamericano y su potencial de cercanía con la historia y sentimientos de la audiencia.
Dos ejemplos, entre muchos: contaba que tanto le gustó “Sabor a mí” cuando se la tararearon por teléfono, que de inmediato se marchó de Barcelona a México para poder grabarla cuanto antes. Y está también su testimonio de cómo le llevó la contraria a un representante suyo que no quería que cantara “La barca” porque era “muy corriente”.
“Esas son las que me gustan, las corrientes. Porque van directas al pueblo”, le respondió Lucho Gatica. Y tenía razón.
Son sólo dos pruebas del excepcional olfato de quien buscaba apuntar con sus canciones “directo” a su audiencia. Parece extraño ahora, que ya sabemos de su fama universal, pensar que en algún momento el chileno tomó muchas de sus grabaciones como lo hace un apostador con un número que tan sólo le presenta un pálpito de triunfo.
El relato amoroso reconocible por el gran público era la brújula a la que el cantante estaba siempre atento. “Nadie escapaba a su embrujo; nadie se avergonzaba de adorarlo, de sentirlo, de hacerlo un espejo del alma cotidiana”, ilustra el ejecutivo de Odeon Rubén Nouzeilles en el texto de carátula para uno de sus discos.
La carga galante del canto y la sofisticación melódica de los arreglos en sus grabaciones, sumadas a la decisión de lograr con ello un cruce intergeneracional, fueron también parte de esa marca personal: del tan aplaudido “estilo Gatica”, capaz de diagnosticar su tiempo y aportarle al bolero dosis justas de sutiles innovaciones para su renovación.
Había en el primer repertorio de Lucho Gatica en México un doble cuidado hacia la tradición y la frescura. En la contraportada de uno de sus LP para Discos Musart, en los años sesenta, se destaca la rapidez de sus conquistas en la llamada “catedral del bolero”, y se desafía al auditorio con una tesis:
¿Cuál es el secreto de Lucho Gatica? Independiente de sus cualidades artísticas, de su buena voz y magnífica dicción, podemos aventurar una afirmación: Lucho Gatica ha triunfado rápida y plenamente en nuestro país, puesto que con su estilo original vino a romper la monotonía que ya caracterizaba a uno de los géneros musicales más populares entre nuestro público, el bolero […]. La mayor parte de los cantantes de la nueva generación imprimían a sus interpretaciones de boleros un sello parecido al que había hecho famoso a los grandes artistas consagrados en el pasado […]. El bolero vegetaba sin ir ni atrás ni adelante. Llegó Lucho Gatica y su estilo nuevo y sensacional llamó poderosamente la atención.
Aunque la rapidez de su ascenso en México quedó alguna vez descrita injustamente por una revista chilena como la excepción de un muchacho “mimado por la suerte”, Lucho Gatica mostró una disposición al éxito mediante arduo trabajo, que lo hizo cuidar tanto lo grande como lo pequeño. Una nota de la revista Ecran de diciembre de 1953 destaca:
[…] posee una extraña facilidad para adaptarse al medio en que se desenvuelve, lo que le ha permitido granearse la simpatía de sus compañeros. Lucho sabe reír, contar chistes y anécdotas; como también arrugar el ceño y escuchar atentamente consejos, palabras de aliento o críticas. Lucho Gatica escucha todo, y de cada cosa saca un provecho. Es un muchacho que está aprendiendo, que le gusta estudiar, y que tiene muchas y grandes ambiciones.
El entusiasmo de sus seguidoras puede también sumarse a todos aquellos nuevos códigos de época que el chileno no tuvo problemas en abrazar sin pudor. Sus retratos en revistas y en portadas de discos apoyaban la identificación de un talento joven al que admirar desde la cercanía: siempre sonriente, llano, sin restricciones de formalidad. Para mediados de los años cincuenta se asentaba en el dial chileno el programa Cita con Lucho Gatica, en torno al cual giraban cartas constantes, entusiastas socias y concursos que seguían su trayectoria a la distancia. Poco antes se había fundado un primer club de fans chilenas del cantante.
Los efectos de su encanto estaban en la repetición de adjetivos descriptivos en sus notas de prensa (guapo, atractivo, elegante), y quedaron registradas para la referencia de décadas en la novela La tía Julia y el escribidor (1977), en la que Mario Vargas Llosa convirtió la anécdota de una estampida en una radio de Lima en la certificación de una conquista: “Esa nube de muchachas era un homenaje a su talento”, da fe el Nobel peruano.
México se convirtió para Lucho Gatica en hogar elegido y país de adopción, pero también fue la sede de sus más relevantes alianzas y conquistas profesionales, así como el lugar de su primer matrimonio y la cuna para sus cinco hijos. Allí conoció a María del Pilar Mercado, actriz y ex Miss Puerto Rico, conocida como Mapita Cortés. Se casó con ella el 21 de mayo de 1960. La fiesta de boda, la temprana convivencia y el nacimiento de cada uno de sus hijos les dieron pauta a revistas del corazón, e incluso una foto para la carátula del álbum Lucho en la intimidad, en la que puede verse a la pareja junto a su hijo recién nacido.
Su fama en la música no tardó en llevarlo a la pantalla grande. Debutó en 1956 en el filme musical No me platiques, pero en pocos meses ya compartía elenco en otras cintas con figuras como Miguel Aceves Mejía (¡Que seas feliz!, 1956; Viva la parranda, 1960), Silvia Pinal y Pedro Vargas (El teatro del crimen, 1957), y José Alfredo Jiménez y Demetrio González (Cada quien su música, 1959).
El vínculo entre el chileno y México iba a ser firme hasta su fallecimiento, en un cruce entre generaciones de escuchas y admiradores que devolvería su nombre como referencia en el trabajo con superventas de Luis Miguel para su álbum Romance (1991), donde figuran varios boleros popularizados décadas antes por el chileno.
Pero desde mucho tiempo atrás había pruebas del respeto prodigado hacia el chileno por el espectáculo mexicano, en fotos y vínculos de amistad con celebridades como Mario Moreno Cantinflas, la actriz María Felix, el gran Agustín Lara —el brillante compositor de quien grabó decenas de composiciones y a quien le dedicó el álbum monográfico Lara by Lucho (1960)— y Armando Manzanero.
Este último había puesto su talento en el piano al servicio de Gatica incluso antes de brillar él mismo como bolerista y autor. Los presentó hacia 1958 el compositor Luis Demetrio, durante una cita en el DF a la que Manzanero llevó cuatro canciones suyas que quiso cantar al teclado. Cuando Lucho Gatica le escuchó “Voy a apagar la luz”, decidió de inmediato que la grabaría al año siguiente con su voz. Fue su versión la primera canción del yucateco convertida en éxito internacional.
El chileno en el micrófono y el mexicano al piano salieron de gira por Estados Unidos en 1959, fortaleciendo así una relación de trabajo y amistad. La sintonía entre ambos forjó más tarde nuevos créditos compartidos, cuando el cantante llevó a disco también composiciones como “Contigo aprendí”, “Cuando estoy contigo”, “Esta tarde vi llover” y “Adoro”.
Ambos se presentaron juntos en citas para la televisión hasta entrados los años noventa. Comentó una vez Manzanero: “Lucho Gatica llevó la música romántica a su máxima expresión. Su sello y distinción son inigualables. El gran Lucho Gatica es un señor que cantó hermoso para todos quienes hablamos este bello idioma que es el español”.
Los muchos lazos entre Chile y México tienen en Lucho Gatica un nudo poderoso, atado incluso de modo póstumo. En la capital federal fue que el cantante pasó sus últimos años de vida, y murió el 13 de noviembre de 2018. Fue un luto que excedió fronteras, con portadas en diarios de toda Hispanoamérica, y notas en medios franceses, italianos, estadounidenses y británicos con la noticia del duelo al día siguiente.
“LUCHO GATICA, THE KING OF BOLERO, DEAD AT 90”, anunciaba Billboard cuando aún su familia lo despedía en el Panteón Francés del DF.
Las cenizas de Lucho Gatica fueron depositadas a fines de noviembre en una cripta de la iglesia de la Santa Cruz, en El Pedregal, al suroeste de Ciudad de México. Volvían sobre la memoria reflexiones de su hija Juanita, quien pocos meses antes había visitado Rancagua en representación de la familia: “Mi padre siempre trabajó con la conciencia de que aportaba algo más allá de él, de su carrera. Era su amor por la música, y saber que la canción es parte de una herencia cultural mayor. Él siempre lo tuvo claro”.
Con Lucho Gatica en la distancia, ese ancho legado es ahora prueba viva de un cruce entre naciones.
Cortesía de Palmenia Pizarro