Читать книгу Un mar de amor - Debbie Macomber - Страница 5
Capítulo 1
ОглавлениеDE rodillas en el baño, Hannah Raymond sentía cómo su estómago se bamboleaba como una pequeña canoa en medio de un torrente. Gruesas gotas de sudor bañaban su frente. Cerró los ojos tratando de contener las náuseas.
«Dios mío», oró en silencio. «Por favor, que no esté embarazada».
No hizo más que terminar su ruego y no pudo aguantar más. Sintió cómo una oleada ácida le hacía devolver todo el desayuno.
Dos meses habían transcurrido desde su última regla. Creyó que esta demora se debía al estrés y a la pena. Hacía cuatro meses que Jerry había muerto. Había sufrido mucho su pérdida y estaba segura de que así sería hasta el final de sus días. Lo había amado durante seis años y creyó que viviría siempre a su lado. Ahora no se celebraría la boda que habían planeado para principios de año. Jerry ya no existía.
Cerró los ojos para contener las lágrimas. No sólo era el sufrimiento que sentía por la pérdida de Jerry, sino la certeza de que si estaba embarazada no era de él.
El rostro del marinero se había grabado en su mente. Era alto, bien formado y fuerte. Trató de borrar su imagen, negándose a pensar en aquella noche de julio.
—¿Hannah? —su padre tocó suavemente en la puerta del baño—. Querida, debes darte prisa o llegarás tarde a la escuela dominical.
—No me siento muy bien, papá.
Su estómago se revolvió y vomitó nuevamente.
—Parece como si tuvieras gripe.
Hannah lo bendijo por ofrecerle una disculpa.
—Sí, creo que es eso —respondió.
Rogó a Dios que fuera un virus intestinal. Hija de un predicador, siempre se había comportado como una buena chica con todo el mundo, así que había llegado el momento de hacer algo por ella misma.
—Vuelve a la cama y si te mejoras, ven más tarde. Hoy voy a predicar sobre la Epístola a los Romanos y me gustaría saber tu opinión.
—Seguro, papá.
Pero lo cierto era que si se seguía sintiendo así, probablemente no saldría de la cama en una semana.
—¿Podrás arreglártelas tú sola? —dijo el padre preocupado.
—Estaré bien. No te preocupes.
Sintió que su estómago atacaba de nuevo y volvió a vomitar.
—¿Estás segura de que estarás bien?
—Me pondré bien enseguida —respondió con un hilo de voz.
—Si me necesitas —insistió George Raymond— llámame a la iglesia.
—Por favor papá, no te preocupes por mí. Me pondré bien pronto.
Hannah oyó los pasos de su padre alejándose por el pasillo y suspiró con alivio. No sabía qué iba a hacer si estaba embarazada. Pensó en desaparecer hasta que naciera el bebé. Era preferible antes que tener que decírselo a su padre frente a frente.
George Raymond había dedicado toda su vida al servicio de Dios y de los demás. Hannah no podía soportar la idea de tener que confesarle lo que había hecho. Lo amaba profundamente y al pensar en que podía herirlo se le llenaron los ojos de lágrimas.
Volvió a rogar a Dios para que su embarazo no fuera verdad y se incorporó lentamente. El cuarto de baño giraba a su alrededor. Se dirigió tambaleándose hacia su dormitorio y cayó pesadamente sobre la cama. El sueño la envolvió suavemente como si un mar en calma la acariciara con sus olas. Sintió que escapaba de la realidad y su alma atormentada lo agradeció.
Había ocurrido a mediados de julio, sólo tres semanas después del trágico accidente que había costado la vida a su novio. Su padre tenía que ir a Yakima a oficiar una boda y no volvía a Seattle hasta el sábado por la tarde. Hannah también había sido invitada, pero no podía soportar la idea de acudir al feliz acontecimiento cuando su vida estaba llena de angustia. Se había sentido muy agradecida de que su padre no le hubiera pedido que lo acompañara, aun cuando ella sabía que le habría gustado que lo hiciera.
Antes de marcharse, George Raymond le había pedido que llevara unas cajas a la Casa de la Misión en el centro de Seattle. Hannah sabía que se lo había pedido para sacarla del letargo en el que estaba sumida desde la muerte de Jerry.
Esperó a que avanzara la tarde, retrasando el encargo tanto como pudo, y colocó las cajas en la parte trasera de la vieja furgoneta Ford de su padre, sin mucho entusiasmo. Le sorprendió el intenso tráfico que había en la ciudad, hasta que recordó que ese fin de semana Seattle celebraba la Feria del Mar, el festival de verano. Había algunos barcos de la marina atracados en la bahía de Elliott y esa tarde tendría lugar el famoso desfile de las antorchas.
Sin embargo, nada de esto le interesaba. Cuanto antes entregara las mercancías más rápidamente podría regresar al seguro refugio que era su hogar. Ya se marchaba de la Misión cuando la interceptó su director, el reverendo Parker. Estaba muy preocupado por saber cómo se encontraba e insistió en que tomara una taza de café con él. Tuvieron una amable charla hasta que Hannah, impaciente por marcharse, le dijo en tono firme que estaba bien. Era una mentira, bien lo sabía, pero no quería hablar de lo enfadada que estaba y de la gran desilusión que sentía. Otros habían sufrido pérdidas aún mayores que la suya, y el tiempo había restañado sus heridas. Pero su dolor era muy reciente, muy lacerante.
El reverendo Parker la acompañó cariñosamente hasta la puerta.
—Los caminos de Dios son insondables —dijo.
Hasta la muerte de Jerry, Hannah nunca se había cuestionado su papel en la vida. Cuando otros sufrían ella los había confortado, consciente de que su pena era la voluntad de Dios. Eso era lo que había aprendido desde pequeña, pero… si Dios era tan amoroso y bueno, ¿por qué había permitido que Jerry muriera? No tenía sentido para ella. Jerry era un hombre singular, bueno y amante de Dios. Estaban muy enamorados y aunque se iban a casar, sólo se habían besado y acariciado. Se deseaban como todas las parejas profundamente enamoradas; pero Jerry se las había arreglado para que no sucumbieran a la tentación. Ahora Hannah deseaba aunque fuera sólo una vez más poder estar en sus brazos. Daría todo lo que pudiera tener en este mundo por haber sentido su tacto y entregarle su virginidad.
Pero eso ya no sería posible.
Hannah se despertó temblando. Miró fijamente a la pared y sintió que su estómago se había calmado. Miró el reloj y vio que ya era muy tarde para ir a la iglesia. De todas maneras no le apetecía escuchar el sermón de su padre. No le haría ningún bien. Las lágrimas inundaron sus ojos y el sueño se apoderó de ella nuevamente.
Los ojos oscuros del marinero volvieron a mirarla como aquella noche en que la llevó a la habitación del hotel. Hannah nunca olvidaría su mirada conmocionada al darse cuenta de que ella era virgen. El tormento y la incredulidad que había leído en sus ojos la perseguirían hasta la tumba. Por un momento temió que la alejara de él, pero se alzó en la punta de los pies hasta alcanzar su boca, y lo besó con fruición. Entonces…
Hannah lanzó un gemido y con un gran esfuerzo volvió a apartarlo de su mente. No quería pensar en Riley Murdock. No quería recordar nada de él. Ni siquiera la afectuosa manera en que la consoló después ni las graves preguntas que adivinaba en su mirada al abrazarla.
«Vete», pensó Hannah sin fuerzas. «Déjame en paz».
Y volvió a caer en un sueño agitado donde la esperaba Riley.
Después de su conversación con el reverendo Parker, Hannah había ido hacia el callejón donde había aparcado la furgoneta. Disgustada, vio que varios coches habían bloqueado la salida. Podía haber ido a la policía para que remolcaran los coches con cargo a los dueños, pero eso habría sido un comportamiento mezquino.
Como el desfile estaba a punto de comenzar, Hannah había decidido quedarse en el centro para verlo. No tenía ninguna prisa por volver a casa.
Los muelles estaban abarrotados de turistas. Los marineros estaban por todas partes. Sus blancos uniformes destacaban entre la multitud.
Las gaviotas, que volaban en círculos, proyectaban sombras gigantes sobre los embarcaderos. El fresco olor a mar se mezclaba con el aroma del pescado frito y la sopa de almejas. El olor a comida le hizo recordar que no había comido nada desde el desayuno. La sopa de almejas se le antojaba un delicioso manjar, pero las colas eran largas y no le apetecía esperar.
Qué diferente habría sido todo esto si Jerry estuviera a su lado, había pensado Hannah en se momento. Recordó los innumerables momentos felices que habían pasado juntos. El año anterior Jerry había participado en la carrera de la feria y se habían quedado al desfile, riendo y bromeando, abrazados uno al otro.
Se sentía extenuada después de subir desde el muelle hasta el mercado Pike. De pronto se encontró en la ruta del desfile, la gente apiñada junto al bordillo de la acera.
Los vendedores recorrían la calle y los niños, como pequeños juglares danzantes, les compraban sus artículos. Hannah los había mirado distraída, sin fijarse por donde caminaba. Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, tropezó y fue a dar contra un sólido pecho masculino. Por un momento pensó que había chocado contra un muro de ladrillos, pero el par de fuertes brazos que sujetaron sus hombros la convencieron de que no era así.
—Lo siento —se disculpó con voz trémula.
Era un marinero alto y musculoso. Aunque se le antojaba una tontería, a Hannah le pareció que se trataba de un pirata. Un pirata osado y valiente. Tenía el pelo y los ojos oscuros. No era precisamente guapo. Sus facciones eran demasiado marcadas. Entonces el hombre esbozó una encantadora sonrisa, sus dientes blancos y perfectos.
—Lo siento —volvió a disculparse Hannah, avergonzada de la forma en que lo había mirado, tan detalladamente.
No había podido evitar ser curiosa. Él parecía tan distante y retraído, que Hannah se había sentido forzada a ampliar su disculpa.
—No estaba mirando por dónde iba —agregó con una débil sonrisa.
—¿No se habrá hecho daño? —preguntó el joven.
—No, estoy bien. ¿Y usted?
—Perfectamente —respondió y continuó su camino tras mirarla de arriba abajo.
Después de este breve encuentro, Hannah había decidido quedarse en un lugar desde donde pudiera ver bien el desfile, que acababa de empezar.
Cautivada casi contra su voluntad, se había quedado hasta el final, cuando ya había anochecido. Cuando la multitud comenzó a dispersarse se dirigió hacia el callejón, con la esperanza de que la furgoneta no estuviera bloqueada. Como todavía había bastante gente en la calle, no pensó que habría ningún peligro en ese lugar apartado de la ciudad. Pero según se acercaba al callejón se dio cuenta de que apenas se veía a nadie.
Cuando vio las dos sombras que la seguían pensó ingenuamente que no había ningún problema, al tratarse de dos personas. Pero al darse la vuelta y ver que se acercaban demasiado y con actitud amenazante, supo que estaba en peligro.
A medida que se acercaba a la calle de la Misión, detrás de la cual había aparcado, vio que todavía la seguían. Apretó el paso y agarró su bolso fuertemente. El miedo recorría su cuerpo. Aunque caminaba todo lo rápidamente que podía, los dos individuos acortaban la distancia cada vez más. Había hecho mal en separarse de la multitud. Su padre siempre le había advertido sobre eso. Quizá deseaba morir. Pero de ser así, ¿por qué estaba tan terriblemente asustada?
De pronto vio las luces de un bar del muelle y sin pensarlo dos veces entró apresuradamente. Atravesó una gruesa cortina de humo de cigarrillos y sintió como si todos los hombres la miraran fijamente por encima de sus vasos de cerveza. Al fondo había una mesa de billar donde jugaba un grupo con cazadoras de cuero negro, lo que le hizo pensar que se trataba de una banda de moteros.
Maravilloso. Había saltado directamente de la sartén al fuego. Hannah trató de comportarse naturalmente, como si estuviera acostumbrada a frecuentar esos sitios, pero se había convertido en el centro de atención.
Entonces lo vio. Era el marinero con quien había chocado esa tarde. Estaba en una mesa, su mirada fija en el vaso de cerveza que sostenía. Parecía ser el único que no se había fijado en ella.
Nunca se había preguntado de dónde sacó el valor para dirigirse a él.
—¿Esta silla está ocupada? —preguntó.
Él la miró sorprendido y después frunció el ceño. Lo único que lo hacía menos amenazador que el resto de los que estaban allí era su uniforme de marinero.
Sin esperar respuesta, Hannah se sentó. Sus rodillas temblaban tanto que no sabía si podría mantenerse erguida mucho tiempo.
—Dos hombres me seguían —dijo—. No quiero ser descortés, pero pensé que lo mejor era entrar aquí. Por lo menos ha funcionado por ahora.
—¿Por qué escogió sentarse conmigo?
Parecía divertido y mostró una media sonrisa que Hannah no estaba segura que fuera de bienvenida.
—Usted era el único que no llevaba cazadora de cuero y pinchos.
De todas formas no sabía si había sido ése el motivo o el hecho de haberlo visto antes. Además él era tan serio, tan irresistible. Presentía que era un hombre íntegro.
El marinero sonrió ampliamente ante el comentario sobre la cazadora y los pinchos. Levantó la mano para llamar al camarero.
—Dos de lo mismo —pidió.
—No sé si es una buena idea —dijo Hannah.
Sólo pretendía quedarse un rato hasta que los dos que la esperaban afuera desistieran de su empeño.
—Estás temblando como una hoja.
Tenía razón. Hannah estaba temblando, pero no sabía si era el miedo o algo en su interior que la hacía sentirse atraída hacia él, segura de que nunca le haría daño.
El camarero sirvió dos vasos de una bebida que ella no conocía y al probarla sintió una bola de fuego en el estómago, aunque el sabor no era desagradable, sólo muy fuerte.
—¿Tienes nombre? —le preguntó.
—Hannah. ¿Y tú?
—Riley Murdock.
Hannah sonrió, intrigada por el nombre.
—Riley Murdock —repitió la joven lentamente.
Lo observó mientras llevaba el vaso a sus labios y se admiró de lo sensual que era su boca. Hannah había notado que en algunos hombres los ojos eran lo más expresivo de su rostro. Pero Riley era diferente. Sus ojos eran impersonales, pero su boca expresaba sus pensamientos claramente. La forma en que levantaba las comisuras de sus labios le decía que se sentía intrigado y divertido con ella.
—¿Estás aquí para la feria? —preguntó Hannah.
Riley asintió.
—Estamos en el puerto sólo por unos días.
—¿Te gusta Seattle? —añadió la joven, tratando de establecer una conversación normal.
Tomó otro trago y sintió que el calor asomaba a sus mejillas. Estaba más relajada, aunque un poco mareada, pero no era una sensación desagradable.
—Seattle está bien —respondió él, con el tono de quien estaba acostumbrado a visitar muchos puertos—. Termina de beber y te acompañaré hasta tu coche.
Hannah agradeció su oferta y su paciencia. Demoró todavía algunos minutos hasta vaciar el vaso. Murdock no parecía muy conversador y ella tampoco tenía demasiadas ganas de hablar.
Afortunadamente los dos hombres que la seguían habían desaparecido. Hannah se sintió aliviada, pues no le apetecía una confrontación, aunque se sorprendió al ver la formidable estructura de Murdock cuando se puso en pie. Tenía dos metros de altura o tal vez un poco más y era sólido como una roca. Además de su fuerza física, se adivinaba en él gran fortaleza emocional. Aparentaba tener treinta y pocos años. Hannah sólo tenía veintitrés.
Comenzaron a andar bajo el cielo estrellado. Riley descansaba su mano sobre el hombro de la joven con gesto protector. Hannah se sentía muy bien. Si cerraba los ojos era como si Jerry estuviera a su lado y no un marinero que apenas conocía. Estaba tan cerca de ella, era tan fuerte… Hacía que desapareciera el dolor que la había acompañado las últimas semanas. No quería que este momento terminara. Todavía.
Se pararon en una esquina y Hannah le sonrió tímidamente, aunque con más atrevimiento que nunca, quizá por la bebida, pensó. Murdock la estudiaba atentamente, intentando leer sus pensamientos. Hannah le sostuvo la mirada. Él acarició suavemente el cuello de la joven y Hannah, seductora, rozó los dedos de él con su barbilla. Una cálida sensación de bienestar la embargó. La misma que había perdido. Sin pensarlo, rodeó el cuello de Riley con sus brazos y lo besó. Sabía que lo había sorprendido, pero aunque existían otras formas más sutiles de hacerle saber lo que quería, Hannah era nueva en el juego amoroso y reaccionaba impulsivamente, sin obedecer a razones. Besar a un extraño era algo impensable para alguien como ella. Todo era tan irreal…
Riley no estaba seguro de lo que ella quería. Hundió los dedos en el cabello de la joven y la miró fijamente durante algunos segundos antes de besarla. Hannah suspiró y se inclinó hacia él. Sus besos eran cada vez más intensos, cálidos, húmedos. La lengua de Riley exploró la boca de la joven ansiosamente.
Cuando se apartaron, ninguno habló. Hannah sentía que la escudriñaba, pero no quería pensar y volvió a besarlo. Sus besos borraron cualquier pensamiento lógico de su mente y gradualmente sintió cómo el placer se apoderaba de la parte inferior de su cuerpo. Hannah comenzó a mover sus caderas, presionando donde más le dolía a Riley.
Él la tomó por la cintura y la hizo estarse quieta.
—Hannah —susurró su nombre de forma extremadamente sexy antes de continuar—. ¿Sabes lo que me estás pidiendo?
Ella asintió.
—Entonces vamos a un hotel, pero no a uno cualquiera.
Hannah debería haberse detenido en ese mismo instante. Tal vez lo habría hecho si él no la hubiera besado otra vez. El caos que sentía dentro de ella cuando él la tocaba era demasiado fuerte para resistirse, sus inhibiciones se desplomaban como fichas de dominó.
Hannah sólo recordaba haber entrado en la habitación del hotel y que Riley la tomó en sus brazos. No encendió las luces. Las cortinas estaban abiertas y la luna, como un río de plata, se derramaba suavemente sobre la cama.
Él la besó apasionadamente, tomando la cara de Hannah entre sus manos. Lentamente, desabotonó su blusa, se la quitó y después hizo lo mismo con el sostén. Tomó sus pechos suavemente entre sus manos, levantándolos.
—Eres muy hermosa.
Hannah pestañeó, sin saber qué decir.
—Y tú también.
Él sonrió y besó sus pezones. Hannah gimió de placer y se movió instintivamente hacia su sexo.
—Tranquila, nena —murmuró y abrió la cremallera de los vaqueros de Hannah.
Una vez desnudos, la tomó en brazos y la llevó hacia la cama. Ansioso, sin poder controlarse, se puso sobre ella. Hannah no estaba segura del dolor que experimentaría. Apretó los dientes y volvió la cabeza hacia un lado. Él la penetró implacablemente y sólo paró al encontrar la barrera de su virginidad.
Se detuvo, congelado. Hannah advirtió su confusión.
—Está bien —le susurró suavemente, con temor de que no continuara.
Rodeó el cuello de Riley con sus brazos y lo besó salvajemente. Era una batalla de voluntades.
Hannah no estaba segura de quién había ganado. De todas formas no importaba. Lentamente, determinado a darle todo el placer que pudiera, Riley continuó hacia delante, poco a poco, hasta el fondo, seguro de haber llegado a lo más profundo de ella.
Hannah se debatía entre el dolor y el placer. Poco a poco este último venció al dolor. Riley se movía lentamente dentro de ella. Al final la joven sintió por primera vez una explosión inenarrable que elevaba su cuerpo por encima de la cama una y otra vez.
Riley la abrazó largo tiempo. Acarició suavemente la cabeza de la joven y eliminó la humedad que había en sus ojos. Quería preguntarle muchas cosas, pero no lo hizo. Se limitó a abrazarla y eso fue más que suficiente.
Hannah se durmió y cuando despertó estaba helada. Riley la arropó con las mantas y la atrajo hacia sí.
—¿Por qué? —preguntó impaciente.
Hannah no podía explicarlo con palabras. Volvió a besarlo.
—Eso no explica nada —dijo Riley.
—Lo sé —respondió la joven.
No tenía respuestas. La sensación de vacío la invadió de nuevo y para calmarla volvió a besarlo. Él quería respuesta, no besos, pero pronto el deseo se antepuso a todo y le hizo el amor por segunda vez.
Hannah se despertó al amanecer. Se sintió culpable y se recriminó por su comportamiento. Salió sigilosamente de la habitación. Ésa fue la última vez que vio a Riley Murdock.
Se quedó en la cama con los ojos abiertos mirando al techo. Había llegado el momento de saber la verdad. Hacía una semana que había comprado un test de embarazo en la farmacia y lo había escondido debajo de una revista hasta llegar a la caja. Ahora estaba en el cajón de su ropa interior.
Siguió las instrucciones cuidadosamente y esperó los quince minutos más largos de su vida para conocer el resultado.
Positivo.
Estaba embarazada. Según sus cálculos, estaba de casi tres meses. ¡Dios mío! ¿Qué podía hacer? Hannah no tenía ninguna respuesta. Si su madre viviera tal vez podría haber confiado en ella y seguir su consejo. Pero su madre había muerto cuando ella tenía trece años.
Puso un asado en el horno y esperó a que su padre regresara de la iglesia. A las doce y media entró por la puerta de atrás y sus ojos se iluminaron cuando la vio sentada a la mesa de la cocina.
—¿Así que te sientes mejor?
Hannah le dirigió una débil sonrisa y apretó las manos sobre su regazo.
—Papá —susurró sin mirarlo a los ojos—. Tengo algo que decirte.