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Capítulo 2
ОглавлениеRILEY Murdock había estado de un humor de todos los diablos durante casi tres meses. Había hecho todo lo que estaba a su alcance para localizar a la misteriosa Hannah y se maldijo a sí mismo mil veces por no haberle preguntado su apellido.
Si la hubiera encontrado, no sabía qué le hubiera hecho. Estrangularla le parecía una buena idea. Esa joven lo había vuelto loco desde el primer momento en que tropezó con él en la acera durante el festival de Seattle.
Cuando se despertó aquella mañana y vio que ella se había marchado se había sentido desolado y se recriminó su actitud. Después se puso furioso. Las semanas siguientes su rabia no disminuyó. No sabía a qué jugaba ella pero por todos los medios trató de saberlo.
Si había alguien a quien culpar de este fracaso, Riley sabía que era él. Desde el principio supo que ella no era como las demás mujeres que frecuentaban los bares de los muelles. La historia que le había contado sobre dos hombres que la seguían era verdad. Ella estaba realmente asustada, temblando de miedo. La mirada de sus ojos, de sus preciosos ojos grises, no podía ser simulada. Riley no sabía por qué se había dirigido a él. Aquella joven estaba llena de sorpresas.
Si se asombró por el hecho de que ella se hubiera sentado a su mesa, debió de ser un buen candidato para un trasplante de corazón al descubrir que era virgen. Mientras más vueltas le daba a lo que había pasado entre ellos, no podía explicárselo.
Ella se le había acercado. Fue la primera en besarlo. ¡Demonios! Prácticamente lo había seducido. Seducido por una virgen. Debería haberse dado cuenta. En lugar de eso había tenido que enfrentarse a su increíble sentido de culpa. Si tan sólo no hubiera desaparecido sin explicarse. La ira se apoderaba de él cada vez que recordaba aquella mañana cuando al despertar se encontró con que ella había desaparecido. A punto estuvo de destrozar al encargado de la recepción para que le diera noticias de ella. Pero nadie la había visto marchar.
Riley todavía se culpaba. Temía que la hubiera asustado tanto que escapó aterrorizada. ¿La habría lastimado? Era tan frágil, tan pequeña… Todo lo que podía hacer era golpear la pared con sus puños cada vez que recordaba su fugaz encuentro, y eso era cada maldito minuto del día. ¿Qué habría sido de ella? ¿Estaría enferma? ¿Sola? ¿Asustada? ¿Embarazada?
Él había mantenido el control hasta que ella lo había besado. Recordaba la dulzura y timidez con que lo había hecho, sus labios con sabor a algodón de azúcar. Era cálida y delicada. Pero eso no era sólo lo que le atormentaba. Su fragancia continuaba obsesionándole. No era un perfume comercial. Sólo podía describirlo como si caminara por un campo de flores silvestres que le llegaran a la cintura.
La joven había irrumpido en su vida removiendo todos sus sentidos, y después, sin una palabra, se había desvanecido, dejándolo en medio de la confusión y la amargura.
¡Maldición! Había empleado demasiado tiempo y energía tratando de encontrarla. Regresaría a su vida ordenada y se olvidaría de esa joven, algo que probablemente ella ya habría hecho.
Si tan sólo pudiera olvidarla…
—Papá — suplicó Hannah suavemente y contuvo los sollozos—. Di algo.
La verdad estaba dicha y Hannah esperaba el estallido de ira que merecía.
Para su sorpresa, su padre no dijo nada. Se sentó en su silla, los ojos muy abiertos, aunque sin mirarla, y la cara carente de expresión. Se incorporó trabajosamente, como si hubiera envejecido de pronto, y salió por la puerta de atrás sin decir palabra.
Hannah lo siguió con los ojos llenos de lágrimas. Su padre atravesó el césped y entró en la antigua y blanca iglesia. Hannah esperó quince minutos y lo siguió. Lo encontró arrodillado delante del altar.
—Papá —susurró como una niña asustada.
Estaba asustada. No por lo que él pudiera decir o hacer, sino por las complejas circunstancias que rodeaban su embarazo.
George Raymond abrió los ojos y se incorporó apoyando la mano sobre su rodilla. La miró y trató de sonreír en un débil intento de consolarla. La tomó de la mano y juntos se sentaron en uno de los bancos.
La joven trataba de contener las lágrimas. Lo que había hecho era una irresponsabilidad. Motivada por su angustia se había rebelado contra todo lo que le habían enseñado, una actitud completamente opuesta a la que había observado siempre.
Si podía dar alguna excusa era que no había sido ella misma. Las horas pasadas al lado de Riley habían sido las primeras en días, en semanas, en las que pudo superar su pena por la pérdida de Jerry, el único hombre al que había amado. Se sentía abatida y había buscado el consuelo de un extraño. Y ahora debía enfrentarse al hecho de que la mayor indiscreción de su vida iba a dar frutos.
Aun cuando no hubiera estado embarazada, aun cuando hubiera podido esconder durante toda su vida lo que había ocurrido esa noche, ella había cambiado. No sólo física, sino emocionalmente. Había pensado que una vez que abandonara el hotel nunca pensaría en Riley otra vez. Pero pensaba en él constantemente, aun en contra de su voluntad.
—Lo siento, papá —susurró—. Lo siento tanto….
El reverendo la estrechó en sus brazos tiernamente.
—Lo sé, Hannah, lo sé.
—Se había equivocado… Estaba enfadada con Dios por haberse llevado a Jerry. Lo quería tanto…
Con una ternura que hirió su corazón, su padre le quitó los cabellos de la cara.
—Necesitaba estar a solas unos minutos para pensar en esta situación y me han recordado que Dios no comete errores. Ese niño que crece en tu interior está ahí por una razón. No puedo explicarlo, como tampoco puedo explicar por qué Dios se llevó a Jerry, pero tú vas a tener un bebé y lo único que podemos hacer es aceptarlo.
Hannah asintió sin saber qué decir. No se merecía un padre tan maravilloso.
—Te quiero, Hannah. Sí, estoy herido. Sí, estoy disgustado por tu falta de juicio. Pero no hay nada que puedas hacer para que deje de quererte, porque eres mi hija.
Hannah cerró los ojos y respiró hondo.
—Ahora dime su nombre —dijo y se apartó de ella.
—Riley Murdock —susurró y bajó los ojos—. Sólo nos vimos una vez, la noche del desfile de las antorchas. Está en la Marina, pero no sé dónde.
Encontrarlo sería imposible y Hannah se alegraba de ello. No quería pensar en lo que diría o haría al saber que esperaba un hijo suyo. No sabía siquiera si la recordaba.
George Raymond tomó la mano de su hija entre las suyas y nuevamente Hannah comprobó lo frágil que parecía. Las líneas de su rostro estaban muy acentuadas y tenía muchas canas. Era curioso que no lo hubiera notado antes. Los cambios habían ocurrido a partir de la muerte de Jerry, pero ella estaba tan sumida en su dolor que no se había dado cuenta de que él también compartía su pena.
—Lo primero que tenemos que hacer —dijo suavemente— es pedir una cita con el médico. Estoy seguro de que Doc Hanson te verá a primera hora del lunes. Lo llamaré personalmente.
Hannah asintió. Como no quería afrontar la verdad, había demorado la visita con el médico más de lo conveniente. Doc Hanson era amigo de la familia y sería discreto.
—Entonces —dijo Hannah con un profundo suspiro—, debemos decidir adónde debo ir.
—¿Ir? —preguntó el reverendo Raymond, su noble rostro oscurecido por la tristeza.
—No podré seguir viviendo aquí —dijo la joven.
No pensaba en ella, sino en su padre y en la memoria de Jerry.
—Pero ¿por qué, Hannah?
—Todos creerán que el niño es de Jerry y no puedo mentirles.
—Simplemente les explicaremos que no lo es.
—¿Crees honestamente que la congregación me creerá? Tengo que marcharme, papá —dijo con firmeza.
Por el bien de su padre debía irse de Seattle. Siempre había sido muy buen padre y seguramente habría en la iglesia quienes lo calumniarían por lo que ella había hecho. Por supuesto que habría también quienes lo apoyarían, pero ella no podría soportar verlo sufrir por su causa.
—Iré a vivir con tía Helen hasta que nazca el bebé.
—¿Y después qué? —preguntó su padre.
—No lo sé. Ya veré qué hago cuando llegue ese momento.
—Todavía no tenemos que decidir nada —dijo su padre, aunque con rostro preocupado.
La preocupación no desapareció del rostro de George Raymond a partir de entonces. Hannah había ido a ver a Doc Hanson, quien le confirmó lo que ella ya sabía. Le mandó a hacer análisis y le recetó hierro y vitaminas porque tenía anemia. Fue amable y no le hizo ninguna pregunta, lo cual Hannah agradeció.
Un viernes por la tarde Hannah llegó a casa extenuada después de su trabajo como auxiliar financiera de una importante compañía de seguros. Habían pasado dos semanas desde que le dijera a su padre que estaba embarazada. Al entrar, lo encontró sentado en su silla, algo que era inusual a media tarde.
—Buenas tardes, papá —lo saludó con una sonrisa y lo besó en la mejilla—. ¿Está todo bien?
—Sí, todo está bien —dijo devolviéndole la sonrisa con una expresión ausente—. No te quites el abrigo. Vamos a salir.
—¿A salir? —Hannah no recordaba que tuviera ninguna cita.
Su padre la tomó cariñosamente del brazo y la ayudó a bajar los escalones de la entrada. La furgoneta estaba aparcada enfrente.
—¿Adónde vamos? —preguntó Hannah. Raras veces había visto a su padre con una actitud tan resuelta.
Raymond no respondió y condujo en silencio algunos minutos antes de llegar a la autopista.
Una vez en ella, se dirigió a Tacoma. Hannah no pudo evitar quedarse dormida. Parecía como si no pudiera transcurrir el día sin que echara un sueñecito.
Hannah abrió los ojos cuando cruzaron el Puente Estrecho hacia la Península de Kitsap. Su padre paró el vehículo frente a unas dependencias militares.
—¿Dónde estamos, papá?
—En Bangor. Vamos a ver a Riley Murdock.
Riley estaba sentado en la oficina del capellán Stewart frente a Hannah Raymond y su padre. Miraba a la joven, pero ella no se dignó hacerlo ni una vez. Estaba sentada con la espalda tan rígida como la de él.
El día anterior, a primera hora, Riley había sido llamado por el teniente Steven Kyle, su jefe inmediato superior, y por el capellán Stewart.
—¿Conoces a una mujer con el nombre de Hannah Raymond? —le preguntó el capellán.
Riley reaccionó con sorpresa. Había estado buscándola frenéticamente durante tres meses. Había frecuentado los muelles de Seattle todos los fines de semana libres, preguntando si alguien había visto a una mujer con su descripción. Sus esfuerzos habían resultado inútiles.
—La conozco —respondió Riley.
—¿Cuánto?
—Lo suficiente —respondió muy serio.
—Entonces tal vez te interese saber que está embarazada —dijo abruptamente el capellán Stewart y lo miró como si Riley fuera un engendro del mal.
Riley sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies.
—Embarazada —repitió atónito, como si nunca antes hubiera oído esa palabra.
—Dice que el niño es tuyo —añadió su jefe—. Dice que ocurrió durante la Feria del Mar, lo que significa que está embarazada de tres meses. ¿Estás de acuerdo con la fecha?
La furia y la rabia se unieron dentro de Riley hasta dejarlo sin habla. Todo lo que pudo hacer fue asentir con la cabeza y apretar los puños con fuerza.
—¿En la Feria del Mar? —insistió el jefe.
—Puede ser —asintió nuevamente Riley.
—¿Cómo se puso en contacto contigo? —preguntó su jefe.
—No lo hizo —contestó el capellán Stewart.
—¿Entonces quién lo hizo? —preguntó el teniente.
—Su padre, George Raymond. Ha realizado una amplia investigación hasta dar con Riley.
Magnífico. Fantástico. Ahora tendría que enfrentarse a un padre airado. Eso era exactamente lo que necesitaba para empezar su día libre con el pie equivocado.
—George y yo fuimos juntos al seminario —continuó el capellán.
Estaba claro, por la forma en que hablaba, que habían sido buenos amigos.
—Cuando Hannah confesó que el padre de su bebé estaba en la Marina, George contactó conmigo para que te localizara.
Riley no podía creer lo que estaba pasando. El deseo de retorcerle el cuello a Hannah aumentaba por momentos.
¡Hannah estaba embarazada! Con suerte todo saldría mal. Bueno, ahora era él el que no pensaba correctamente. Pero fue ella quien se acercó a él. Riley había dado por hecho, al menos al principio, que ella usaba alguna protección. De no haber sido así, él habría tomado medidas al respecto. Sólo cuando supo que era virgen se preocupó.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó.
Pensó que tal vez estaba pidiendo apoyo, que pagara las facturas del médico, quizá hasta una asignación para cubrir sus gastos mientras no podía trabajar. Riley no tenía intención de evadir su responsabilidad. Él era el responsable y estaba dispuesto a afrontarlo.
El capellán Stewart se puso en pie, caminó por la habitación y se puso una mano en la nuca, como si tratara de ordenar sus pensamientos.
—Como ya te he dicho, George Raymond es un ministro de la Iglesia. En su mente sólo hay una cosa que se deba hacer.
—¿Y ésa es? —preguntó Riley sin olvidar que había dejado la chequera en su apartamento.
—Quiere que te cases con su hija.
—¿Qué? —Riley estaba tan conmocionado que casi suelta una carcajada—. ¿Casarme con ella? ¡Diantre! Si casi no la conozco.
—La conoces lo suficiente —le recordó el capellán—. Mira, hijo, nadie te va a obligar a casarte con ella.
—Puede estar completamente seguro de eso —respondió Riley acaloradamente.
—Hannah no es como las demás mujeres.
Riley no necesitaba que se lo recordaran. Ninguna otra a la que había besado sabía tan bien ni olía tan agradablemente como ella. Ninguna lo había amado como ella. Tanto era así que no podía pensar en aquella noche sin desearla ardientemente.
—Tienes que comprender que Hannah ha sido criada en la iglesia —continuó el capellán—. Su madre murió cuando ella tenía trece años y ella asumió las responsabilidades de la casa. Su hermano mayor es misionero en la India. Esta joven procede de un entorno muy tradicional.
Todo era perfecto. Ella había cuidado de su familia y no dudaba que poseía muchas cualidades, pero Riley no estaba convencido de que el matrimonio fuera la mejor solución al problema.
—Como no quería que su familia sufriera vergüenza, Hannah optó por alejarse de ellos para protegerlos —añadió el capellán.
—¿Adónde? —preguntó Riley alarmado y pensó que acabaría siguiéndola por todo el país antes de que todo esto terminara.
—Espero que no sea necesario que aleje de la zona —dijo el capellán Stewart.
—Lo que quiere decir el capellán… —recalcó el teniente Kyle— es que si te casaras con esa joven se solucionarían algunos problemas. Pero esa decisión es sólo tuya.
Riley se puso tenso. Nadie lo iba a obligar a casarse contra su voluntad. Prefería pudrirse en la cárcel antes que casarse con una mujer que no deseaba. Ante su silencio, el jefe de Riley hojeó una carpeta que estaba abierta sobre su mesa. Riley podría obtener un ascenso en un par de años, lo cual era muy importante para él. Muy importante.
—Piensa en lo que ha dicho el capellán Stewart —dijo el teniente Kyle—. La Marina no puede obligarte a casarte con esa mujer.
—Eso es cierto —añadió el capellán—. Pero creo que es la única cosa decente que puedes hacer.
Los dos hombres lo miraban como si él hubiera seducido a Hannah Raymond. ¡No podían creer que había sido ella quien lo había seducido!
Riley había meditado toda la noche sobre la reunión con el teniente Kyle y el capellán Stewart. Hannah esperaba un hijo suyo y el capellán le echaba la culpa a él. Aunque el teniente no lo había dicho, Riley tenía la impresión de que su ascenso estaba en peligro. Todo el mundo parecía saber lo que debía hacer. Todos excepto él.
Ahora, frente a Hannah, se sentía aún más inseguro. La recordaba como una encantadora criatura, pero no tan delicada y etérea. Estaba muy delgada y pálida, por lo que temía que el embarazo estuviera afectando su salud. No podía dejar de preocuparse por su bienestar. La necesidad de cuidarla y protegerla era muy fuerte, pero la apartó para dar lugar a la rabia que había estado anidando durante los últimos meses.
Tenía muchas razones para estar furioso con ella.
—¿Estás convencido de que el niño es tuyo? —le preguntó el capellán Stewart directamente.
El silencio se apoderó de la habitación, como si todos estuvieran en vilo esperando su respuesta.
—El bebé es mío —respondió firmemente.
Hannah lo miró con dulzura, como si le agradeciera que dijera la verdad. Riley deseó levantarse y recordarle que había sido ella quien había huido de él, que si alguien merecía una recriminación, era Hannah.
—¿Estás preparado para casarte con mi hija? —preguntó George Raymond.
—Papá —le rogó Hannah—, no hagas esto, por favor.
Su voz era suave y honesta, y Riley dudó que algún hombre pudiera rechazarla.
—Como tu padre, debo insistir en que este joven haga lo correcto.
—Capellán Stewart —dijo Hannah—. ¿Podríamos Riley y yo hablar unos minutos a solas?
—Está bien, Hannah —respondió el capellán—. Quizá eso sea lo mejor. Vamos, George, tomaremos una taza de café y dejaremos que resuelvan el problema a su modo. Tengo fe en que Murdock lo hará bien.
Cuando la puerta se hubo cerrado Riley se puso en pie y miró a Hannah fijamente, sin saber qué debía hacer, si sacudirla con rabia o tomarla dulcemente en sus brazos y preguntarle por qué estaba tan mortalmente pálida. Antes de que pudiera hablar, lo hizo ella.
—Estoy muy apenada por todo esto —murmuró—. No tenía la menor idea de que mi padre hubiera contactado contigo.
—¿Por qué te fuiste? —preguntó Riley con los dientes apretados, sin saber todavía qué decirle.
—Creo que también te debo una explicación por eso —dijo Hannah.
—Por supuesto que me la debes.
—Yo no quería que nada de esto sucediera.
—Evidentemente —replicó Riley con ira—. Nadie en su sano juicio lo querría. La cuestión es ¿qué diablos vamos a hacer ahora?
—No te preocupes. No es necesario que te cases conmigo. No sé por qué mi padre lo sugirió.
—Aparentemente tu padre no es de tu misma opinión. Parece que cree que si me caso contigo salvaré tu honor.
Ella asintió. Parecía una frágil muñeca de porcelana a punto de romperse.
—Mi padre es un hombre anticuado con valores tradicionales. El matrimonio es lo que esperaría ante una situación así.
—¿Y qué esperas tú? —preguntó Riley con tono más suave.
Hannah puso la mano sobre su vientre como si quisiera proteger al niño. Riley la miró y trató de analizar sus propios sentimientos. Allí crecía un niño. Su hijo. Pero sólo sentía arrepentimiento mezclado con preocupación.
—No estoy segura de que lo quiero de ti —respondió Hannah—. Como intenté decirte antes, me siento muy mal por haberte metido en este lío.
—Hacen falta dos. Tú no has creado ese niño sola.
—Sí, lo sé —dijo Hannah con una tímida sonrisa—. Es que nunca quise implicarte… después de todo.
—¿Así que pretendías huir y tener a mi hijo sin decírmelo?
—No tenía la menor idea de cómo encontrarte —respondió Hannah.
—No parece que tu padre haya tenido ningún problema para hacerlo.
—No sabía si querías que contactara contigo.
—La próxima vez no supongas nada —gritó—. ¡Pregunta!
—Te pido disculpas.
—Eso es otra cosa. Pro, por favor, deja de disculparte.
Riley se sujetó la cabeza con las manos, como si la presión sobre su cráneo lo ayudara a pensar.
—¿Es siempre tan difícil hablar contigo? —preguntó Hannah.
A Riley le gustó el tono de su voz. No se había equivocado. Era una mujer con entereza y fuerza de voluntad, lo que le aseguró que su salud no era tan mala como había sospechado.
—Sí, cuando estoy acorralado —explotó Riley.
Hannah se levantó y fue a buscar su abrigo.
—Entonces déjame asegurarte que no soy yo quien te fuerza a un matrimonio que evidentemente no deseas.
—Tienes razón. No eres tú. Es la Marina de Estados Unidos.
—¿La Marina? No entiendo.
—No espero que lo hagas —rugió Riley—. O bien me caso contigo o digo adiós a un ascenso que llevo varios años esperando. Así me lo ha insinuado el teniente Kyle.
—No tenía ni idea.
—Es obvio que no. Mi carrera podría irse al traste, cariño.
Era una exageración, pero de alguna forma Riley sentía que podía ser verdad.
Hannah hizo una mueca ante la forma despectiva en que pronunció la palabra «cariño».
—Pero seguro que si yo les hablo…si les explico…
—No hay nada que hacer —dijo Riley con tono sarcástico—. Tu padre se aseguró de ello.
—No lo sabía.
—De la forma en que lo veo, no tengo otra maldita elección que casarme contigo.
Ante esto, Hannah levantó la cabeza.
— No puedes pensar seriamente en la boda.
—Nunca en mi vida he hablado tan en serio.