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Capítulo 3

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LO primero que hizo Shana el lunes por la mañana fue llevar a Jazmine a la escuela primaria Lewis y Clark para matricularla. Tenía el estómago hecho un nudo. El patio estaba lleno de niños y una cola de vehículos aguardaba frente a la entrada. Grandes autobuses amarillos iban entrando en el aparcamiento que se extendía detrás del edificio.

Shana tuvo suerte de encontrar una plaza libre. Luego acompañó a la niña al colegio, aunque Jazmine iba tres pasos por delante de ella… como queriendo demostrar que no iban juntas.

El ruido del interior del edificio le recordó a un concierto de rock, hasta el punto de que empezó a dolerle la cabeza. O quizá la causa fuera el alboroto que estaban montando todos aquellos alumnos, que no dejaban de mirar a las recién llegadas.

El timbre empezó a sonar y, como por arte de magia, los pasillos se vaciaron. En cuestión de segundos todo el mundo desapareció detrás de las diversas puertas y se hizo el silencio.

Shana y Jazmine siguieron las indicaciones que llevaban a la oficina. La niña parecía tranquila… al contrario que su tía, que estaba a punto de devorarse todas las uñas.

—No es para tanto —le aseguró Jazmine, cargada con su enorme mochila—. Yo he hecho esto docenas de veces.

—Creo que no me quedaré tranquila dejándote aquí —habían pasado un día entero juntas y, aunque no había sido cómodo para ninguna, tampoco había sido tan malo como Shana había temido.

Cuando acompañaron a Ali al aeropuerto, quien se había echado a llorar había sido Shana. Madre e hija se habían abrazado durante un buen rato hasta que Ali se marchó. Fue también Shana quien llevó el peso de la conversación durante el trayecto de vuelta a casa. Tan pronto como pusieron un pie en ella, Jazmine se encerró en su habitación y no volvió a salir hasta después de algunas horas.

Durante la cena Shana volvió a hacer varios intentos por entablar conversación, pero sus preguntas fueron recibidas con gruñidos o monosílabos. Shana captó el mensaje. Pasados los diez primeros minutos, ya no volvió a decir nada. Mantuvieron un incómodo silencio hasta que Jazmine terminó de comer, fregó su plato y volvió a encerrarse en su cuarto.

Shana ya no volvió a verla hasta la mañana siguiente. Al parecer, los niños de su edad valoraban especialmente su intimidad. Lección aprendida.

—Debe de ser aquí —dijo Shana, señalando una puerta con un cartel que ponía Oficina.

Jazmine murmuró algo ininteligible y dejó la mochila en el suelo. Su tía no podía imaginar qué llevaba en aquella monstruosidad, pero todo indicaba que debía de ser algo tan fundamental como el contenido de su propio bolso.

—Estaba pensando que quizá quieras esperar un poco antes de matricularte… Quiero decir que… tampoco es necesario hacerlo ahora mismo… —balbuceó.

Estaba terriblemente preocupada. Los alumnos que antes habían visto en el pasillo no parecían particularmente amigables. Jazmine sólo tenía nueve años, y su madre iba a pasar medio año en el mar… Quizá debería contratar a un profesor particular o…

—Estaré perfectamente. No soy una cría, ¿sabes?

Entonces… ¿los niños de nueve años ya no eran unos críos? Shana prefirió dejar pasar el comentario.

Matricular a Jazmine resultó sorprendentemente fácil: no tuvo más que rellenar un par de formularios y entregar una copia de los documentos de la tutela. Una profesora se encargó de acompañar a Jazmine a una clase. Shana la observó marcharse, reprimiendo el impulso de seguirla como un perro faldero.

—¿Es su primera vez como tutora? —le preguntó la secretaria del colegio.

—Sí. Jazmine lo ha pasado muy mal —prefirió no contarle lo de la muerte de Peter y el hecho de que Ali estaba embarcada. Instintivamente pensó que cuanta menos gente supiera todas esas cosas, mejor sería para la niña.

—Se adaptará bien.

—Eso espero —pero Shana no estaba tan segura. Sólo quedaban unas pocas semanas para que terminara el año escolar. Justo cuando Jazmine empezara a adaptarse, comenzarían las vacaciones. ¿Y qué haría entonces Shana con ella? Ésa era una pregunta para la que no tenía respuesta. Por el momento.

Reacia, subió al coche y condujo hasta la pizzería-heladería Olsen. Había pensado en cambiarle el nombre, pero el local llevaba cerca de treinta años llamándose así. En esas circunstancias un nombre nuevo habría significado una desventaja, de modo que había decidido conservarlo de manera provisional.

La jornada transcurrió apaciblemente después de la visita al colegio. La preparación de Shana a cargo de los Olsen había terminado. El matrimonio le había insistido en que el secreto de sus pizzas era la salsa de tomate, hecha con una receta especial que había permanecido secreta durante treinta años… Sólo cuando hubo firmado las escrituras de traspaso había recibido Shana la famosa receta, que a primera vista no era nada espectacular. De hecho, su madre solía preparar una muy parecida para sus espaguetis…

En el local había una enorme máquina mezcladora. Siguiendo el ejemplo de los Olsen, lo primero que hacía cada mañana al entrar en la tienda era preparar la masa, que luego guardaba en el frigorífico, a la espera de los pedidos del día. El restaurante abría a las once. La cantidad de masa que pudiera necesitar era un completo misterio, no había forma de preverlo: el mayor temor de Shana era quedarse corta. Como resultado, a veces preparaba demasiada. Pero estaba aprendiendo.

El bullicio era constante: gente que entraba para esperar el ferry, estudiantes de instituto, jubilados, turistas… Shana pensaba contratar pronto a un trabajador a tiempo parcial. Otra idea que tenía era la de introducir una sopa en el menú.

Se puso alerta al ver aparecer de repente un autobús escolar. Jazmine bajó, ceñuda como siempre, y entró en el local. Sin pronunciar una palabra, se sentó a una de las mesas.

—¿Y bien? —le preguntó Shana, incapaz de disimular su nerviosismo—. ¿Qué tal ha ido?

Jazmine se encogió de hombros.

—¿Has aprendido algo interesante?

La niña se limitó a negar con la cabeza.

—¿Has hecho algún amigo?

—No —esa vez la fulminó con la mirada.

Era una manera enfática de decirle que las cosas no habían ido bien.

—Entiendo —suspiró—. ¿Tienes hambre? Puedo hacerte una pizza.

—No, gracias.

La campanilla de la puerta anunció la entrada de una clienta, que se dirigió directamente al mostrador de los helados. Shana fue hacia allí y esperó pacientemente a que la mujer eligiera sabor. Mientras le entregaba el cucurucho de menta con chocolate, se dio cuenta de que algo había pasado con Jazmine: la notaba diferente. Sólo cuando la mujer se hubo marchado, descubrió lo que era.

—Jazz… ¿dónde está tu mochila?

La niña no contestó.

—¿Te la has olvidado en el cole? Podemos volver para recogerla, si quieres —eso no sería hasta las seis, la hora de cierre del local, pero no se lo dijo.

Jazmine frunció el ceño con una expresión todavía más feroz. Hasta ese momento, Shana no había imaginado la cantidad de furia y odio que podía expresar una niña de nueve años con una simple mirada. Una furia y un odio que parecían concentrarse únicamente en su tía.

Evidentemente alguien le había quitado la mochila. No le extrañaba que estuviera de tan mal humor.

Sintiéndose triste e impotente, Shana se sentó al lado de su sobrina. Durante un buen rato no dijo nada. Luego le apretó suavemente la mano.

—Lo siento.

Jazmine se encogió de hombros como si no fuera un problema grave, pero lo era, y Shana no sabía qué hacer. Decidió hablar a la mañana siguiente con el director, sin que ella se enterara. Suponía que le habrían robado la mochila en el autobús o en el recreo.

—¿Puedo usar el teléfono? —le preguntó Jazmine.

—Claro.

Al menos se lo agradeció con una leve sonrisa. Aquello pareció animarla.

—Voy a telefonear al tío Adam. Él sabrá lo que hay que hacer.

Ese tío Adam parecía tener todas las respuestas… Ni siquiera lo conocía y ya le caía mal. Nadie podía ser tan perfecto.

El lunes a primera hora de la tarde Adam Kennedy abrió la puerta de su apartamento, en los alrededores de la base naval Everett, contento de regresar a casa. Le habían dado el alta del hospital naval, donde acababan de operarlo. El hombro le dolía y todavía estaba algo mareado, hasta el punto de que tuvo que apoyarse en la pared. Estaría completamente recuperado en un par de días.

El apartamento se hallaba a oscuras, con las persianas bajadas. Carecía de la energía necesaria para cruzar la habitación y subirlas.

Habría sido distinto si hubiera tenido una esposa, alguien que hubiera podido cuidarlo mientras se encontraba tan débil. No era la primera vez que pensaba esas cosas. Nunca había pretendido convertirse en un soltero de treinta y dos años.

Se sentó en su sillón favorito, esbozando una mueca de dolor por culpa del calambre que le recorrió el brazo. Con los ojos cerrados, se dedicó a imaginar cómo habría sido su vida si se hubiera casado. Una esposa se habría desvivido por atenderlo, preocupándose de que estuviera cómodo. Sí, comodidad era lo que más necesitaba en aquel momento. una esposa… bueno, tener una esposa significaba compañía, compartir cosas… una cama, por ejemplo. Pero también implicaba aquella palabra tan aterradora: «amor».

Si se hubiera casado, en aquel instante su mujer le estaría preguntando cómo se sentía, le prepararía un té y se preocuparía por él. La fantasía lo mantuvo entretenido, haciéndolo sonreír. Lo que necesitaba era una mujer adecuada. Y su historial en ese aspecto dejaba mucho que desear.

Había empezado bien. Cuando se graduó en el instituto ya estaba comprometido, pero mientras estuvo en la academia… Melanie cambió súbitamente de idea. En realidad seguía teniendo intención de casarse… pero no con él. La lacrimógena escena en la que le confesó que se había enamorado de otro hombre no era un recuerdo que le agradara mucho evocar, y menos en aquel momento. Su vanidad masculina había salido bastante mal parada.

Pero, contempladas las cosas retrospectivamente, Melanie había tomado la mejor decisión de las posibles. Sobre todo teniendo en cuenta las exigencias de una carrera en la Marina, salpicada de largas ausencias del hogar.

Lo peor era que Adam quería tener hijos. Uno de los momentos más felices de su vida fue cuando Peter le pidió que apadrinara a Jazmine. Estaba muy encariñado con la niña, y se había mostrado especialmente protector con ella desde que murió su padre. Hacía tiempo que no había vuelto a saber de Jazmine, más o menos desde que se mudó a San Diego. Tomó nota mental de llamarla cuando estuviera algo más recuperado.

Adam había envidiado a Peter por su matrimonio. Nunca había conocido a una pareja tan perfecta como la que había formado con Ali. Lo cual, según sospechaba, había obrado en detrimento suyo a la hora de buscarse una mujer: todavía seguía buscando una con la que pudiera encajar tan bien como Ali con Peter.

Si tal mujer existía sobre la Tierra, aún no la había encontrado… pero todavía no estaba dispuesto a renunciar. Una mujer con cerebro, coraje y corazón. Que pudiera hacer de él un hombre mejor, como había hecho Ali con Peter.

Se vio invadido por una ola de tristeza cuando pensó en su amigo. Adam tenía dos hermanos más jóvenes, Sam y Doug, y los tres estaban muy unidos, pero Peter y él lo habían estado aún más. Se habían conocido en la academia de oficiales y habían mantenido el contacto después, hasta que terminaron coincidiendo en Italia. Los fines de semana solían cenar juntos. Recordaba con placer aquellas veladas en la terraza de su casa, en la campiña italiana, bebiendo vino y charlando hasta la madrugada. Era uno de los más felices recuerdos de su vida.

Luego Peter murió en aquel accidente del que el propio Adam fue testigo. Todavía tenía pesadillas en las que volvía a experimentar aquella sensación de horror, ira e impotencia. Se ofreció a acompañar al oficial psicólogo para comunicarle la noticia a Ali. Fue entonces cuando se hizo la solemne promesa de cuidar a la madre y a la hija y velar por su bienestar. Pero la Marina no se lo había puesto muy fácil.

Ali estaba actualmente destinada en el hospital de San Diego, mientras que Peter se hallaba en Everett. La telefoneaba por lo menos una vez al mes para ver cómo estaban, y Jazmine lo llamaba a su vez en ocasiones, cuando necesitaba hablar. Le encantaba charlar con ella. Jazmine era una niña encantadora y Ali una madre maravillosa.

La luz del contestador automático estaba parpadeando. Sabía que debía de tener un montón de mensajes, pero en aquel momento no tenía ni la paciencia ni el ánimo suficientes para escucharlos. Ya lo haría al día siguiente, cuando estuviera más descansado.

Suspiró. No estaba acostumbrado a sentirse así, tan débil y dependiente. Volver a casa para encontrarse con un apartamento vacío subrayaba un hecho que se negaba a reconocer: el capitán de corbeta Adam Kennedy se sentía solo.

Continuó sentado con la mirada perdida, acariciando la idea de una posible relación con Ali. No necesitó más que unos segundos para convencerse de que no funcionaría. Quería a Ali… como a una hermana. Por mucho que lo intentara, no conseguía verla como una candidata al matrimonio. Era la viuda de su mejor amigo, una mujer a la que admiraba, y que en cierto modo formaba parte de su familia.

Aun así, seguía queriendo lo que ella había tenido, lo que Peter y ella habían compartido, la maravillosa felicidad que habían disfrutado juntos.

Intentó convencerse de que, a la mañana siguiente, se habría olvidado de todos aquellos anhelos. Llevaba tanto tiempo viviendo solo que, a esas alturas, debería haberse acostumbrado. Cuando estaba embarcado, la historia era distinta, porque se hallaba constantemente rodeado de gente. Como oficial de complemento estaba adscrito al Benjamin Franklin. Por desgracia, el Franklin había puesto rumbo al Golfo Pérsico. Hasta que terminara su convalecencia estaría destinado a un puesto de oficinas… y eso era algo que detestaba.

Al cabo de un rato se sintió algo mejor. La cabeza había dejado de darle vueltas y el dolor del hombro no era tan intenso. Nada le habría resultado más fácil que cerrar los ojos y dormirse, pero entonces se pasaría la noche entera en el sillón…

Una esposa.

Tenía que pensar sobre ello. Quizá debería retomar sus esfuerzos por buscar a alguien, esa vez con la perspectiva del matrimonio. La ocasión era la adecuada. Sus padres querían más nietos y él, por su parte, estaba más que dispuesto a contentarlos. Según Ali, era un excelente candidato tanto para marido como para padre. Incontables veces había intentado conseguirle una candidata, sin éxito alguno.

Una esposa. Se sonrió, ya más relajado. Él estaba dispuesto. Lo único que faltaba era… encontrar a la mujer.

Un novio en el mar

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