Читать книгу COVID-19 - Debora MacKenzie - Страница 5
PREFACIO
ОглавлениеEn noviembre de 2019, un coronavirus de un pequeño murciélago común pasó, de alguna manera, a un ser humano, o quizás a unos pocos. Y ello se tradujo o bien en que el virus ya podía difundirse fácilmente entre los humanos, o bien en que evolucionó con rapidez, como estos virus pueden hacerlo. En diciembre, ya había un grupo de personas con neumonía grave en hospitales de Wuhan (China), y no se trataba de la gripe.
No se hizo lo suficiente para contener este nuevo virus hasta el 20 de enero, cuando China le dijo al mundo que era contagioso. Para entonces, había ya tantos casos en la ciudad de Wuhan que hubo que confinarla tres días después para con tener el virus; pero para entonces ya se había extendido por toda China, y por otros países. El virus recibió el nombre de SARS-CoV-2,* porque se parecía mucho a otro al que habíamos vencido a duras penas en 2003. Como el lector ya sabe, la enfermedad que causa se denominó COVID-19: CO, por corona; VI, por virus; D, por enfermedad,** y 19, por el año en el que apareció. Mucha gente la llama simplemente coronavirus.
Tres meses después del confinamiento de Wuhan, unos dos mil millones de personas de todo el planeta se hallaban asimismo sujetos a alguna forma de contención, y todo el mundo, en todas partes, se enfrentaba a la infección por parte del virus, con pocos tratamientos efectivos y ninguna perspectiva de obtener una vacuna a corto plazo.
La COVID-19 ha infectado a todo el mundo humano. Esta pandemia ha sido como un perro enorme que haya agarrado con sus dientes a nuestra frágil y compleja sociedad y la haya sacudido. Ha muerto muchísima gente. Mucha más seguirá muriendo, ya sea por el virus o por la pobreza a largo plazo, por la disrupción política y económica y por los sistemas sanitarios sobrecargados que serán la herencia de la pandemia. Algunos aspectos de nuestra sociedad cambiarán a peor, y algunos quizás a mejor; en todo caso, estos cambios serán permanentes.
Y, durante todo este período, hemos estado sometidos a un aluvión de noticias y reportajes de interés, de análisis instantáneos, de desgarradores informes de primera línea, de instrucciones gubernamentales revisadas y de nuevos consejos médicos, y, probablemente, del mayor y más abrumador flujo global de investigaciones científicas de la historia, todas las cuales intentan predecir qué es lo que vendrá después y descubrir la manera de mitigar el destrozo producido por esta enfermedad.
Pero todo esto ya lo sabe el lector.
Y, aun así, la pregunta sigue vigente: ¿Cómo pudo ocurrir esto? Estamos en el siglo XXI. En gran parte del mundo disponemos de medicamentos milagrosos y retretes de cisterna, ordenadores y cooperación internacional. Ya no morimos de peste.
Por desgracia, como ahora todos sabemos, sí, nos morimos de peste. Pero lo que resulta especialmente triste para una periodista científica como yo, que escribe sobre enfermedades para ganarse la vida, es que esta pandemia no ha sido lo que se dice una sorpresa. Los científicos llevaban décadas advirtiendo, con una urgencia creciente, de que esto iba a ocurrir. Y los periodistas como yo transmitíamos sus advertencias de que se acercaba una pandemia y no estábamos preparados para afrontarla.
¿Qué nos puso en esta situación? De manera muy resumida, en el mundo hay cada vez más habitantes, muchos de los cuales han ejercido cada vez más presión sobre los recursos naturales para obtener el alimento, el trabajo y el espacio vital que necesitan. Esto significa introducirse en la naturaleza que alberga nuevas infecciones, e intensificar los sistemas de producción de alimentos de maneras que pueden generar enfermedades. La COVID-19, el Ébola y otras enfermedades peores provienen de la destrucción de bosques. Algunas cepas preocupantes de gripes y bacterias resistentes a los antibióticos provienen del ganado doméstico. Pero hemos desatendido la inversión en todo aquello que frustra la aparición de las enfermedades infecciosas: salud pública, puestos de trabajo y viviendas decentes, educación y saneamiento.
Después, el impacto de los nuevos patógenos que sacamos a la luz se ve magnificado por nuestra conexión global cada vez mayor, pues nos hacinamos en ciudades y comerciamos y viajamos en una red global de contactos cada vez más densa, de modo que cuando la sanidad pública fracasa y aparece el contagio en algún lugar, este se desplaza a todas partes. Sabemos mucho acerca de cómo vencer a las enfermedades, pero nuestras estructuras de gobierno fragmentadas, la falta de responsabilidad global y la pobreza persistente en muchas regiones son la garantía de que estos fallos van a producirse... y propagarse.
A pesar de dichos fallos, sabemos qué es lo que necesitamos: comprender mucho mejor las infecciones potencialmente pandémicas, una detección rápida de nuevos brotes y maneras de responder rápidamente a estos. En este libro analizaré todos estos aspectos. Hasta ahora, hemos sido incapaces de aunar todos estos elementos de manera efectiva, allí donde más se los necesita.
En 2013, dos laboratorios, uno chino y otro estadounidense, investigaron una tribu de virus de murciélagos que casi con toda seguridad son el origen de la COVID-19. Reconocieron la amenaza de inmediato. Un laboratorio los calificó de «prepandémicos» y una «amenaza para su emergencia futura en poblaciones humanas». El otro escribió que «todavía suponen una amenaza global considerable para la salud pública».
No se hizo nada. Podríamos haber descubierto más facetas de estos virus, diseñado algunas vacunas, buscado test y tratamientos, estudiado cómo estos virus podrían introducirse en poblaciones humanas, y haber confinado a dichas poblaciones. No ocurrió nada de esto. Nadie tenía encomendado llevar a la práctica todos los asuntos relacionados con una amenaza de este tipo, incluso cuando esta se materializó.
Pero era absolutamente necesario que estuviéramos preparados ante la posibilidad de que uno de estos virus se hiciera global, que fue lo que uno de ellos hizo. No hace falta que se lo recuerde al lector. Test. Respiradores. Medicamentos. Vacunas. Equipos de protección para médicos y enfermeras. Un plan para declarar cuarentenas y aislamientos anticuados que impidiesen que este tipo de virus se extendiera. Un plan para tratar el impacto económico. Medidas para contener la amenaza del virus y que ni siquiera necesitáramos estas cosas. Los expertos y los gobiernos se han pasado casi dos décadas hablando y hablando acerca de cómo debíamos prepararnos para afrontar la pandemia, y aun así no estábamos preparados.
Y este tipo de virus no era (ni es) siquiera la única amenaza vírica que nos acecha, pero estamos igual de mal preparados para las demás. Escribí el siguiente texto para la revista New Scientist en 2013, el año en que se descubrieron los virus del tipo COVID. Hablaba de una visita a la sala de estrategia de la Organización Mundial de la Salud (OMS), entonces nueva y flamante, y de lo que podría ocurrir si la gripe aviar, H7N9, el virus que por aquel entonces preocupaba, se hiciera pandémica:
Tal como están las cosas, los mandamases de la Organización Mundial de la Salud observarán la aparición de cualquier pandemia de la H7N9 desde su centro de operaciones estratégicas. La información llegará de forma masiva; el número de bajas aumentará. A los gobiernos se les dirá que es imposible atender sus demandas de vacunas y medicamentos. Emitirán declaraciones, celebrarán reuniones, organizarán la investigación, le dirán a la gente que se lave las manos y que se quede en casa. Pero, sobre todo, no harán más que observar sin poder hacer nada.1
¿Les suena familiar, sobre todo la parte en que se le pide a la gente que se lave las manos y se quede en casa?
No me considero una profeta: no lo soy. Otros periodistas y científicos han dicho lo mismo que yo o incluso han ido más lejos. Ya en 1992, los principales científicos especialistas en enfermedades infecciosas de los Estados Unidos advirtieron acerca de «infecciones emergentes» y declararon que la amenaza procedente de «microbios causantes de enfermedades [...] continuará e incluso puede intensificarse en los próximos años».2
Si este lenguaje parece insólitamente cauto, incluso para venir de unos científicos, ello se debe a que temían que un lenguaje más contundente provocaría incredulidad. Esto es casi todo lo que ha cambiado.
No es que no los escucharan. En los años transcurridos desde entonces, se puede decir que todos esperábamos una pandemia. Las pandemias se convirtieron en parte del ruido de fondo cultural, que se reflejó, con equilibrios diversos entre ciencia y entretenimiento (y zombis), en filmes tales como Estallido, Contagio o Soy leyenda. Se puso en marcha cierta vigilancia sobre las enfermedades, se aprobaron nuevas normas internacionales y se llevaron a cabo muchas investigaciones sobre virus. Algunos países prepararon planes para actuar frente a pandemias... sobre el papel. Pero cuando empezaron los confinamientos, en muchos lugares hubo mucha más demanda de otro papel: el higiénico.
La única sorpresa auténtica cuando al final se produjo el ataque de la COVID-19 fue hasta qué punto la mayoría de gobiernos simplemente no habían escuchado los avisos. Fuimos incapaces, a nivel planetario, de reunir a tiempo nuestros considerables conocimientos científicos sobre las enfermedades para mitigar el golpe, y no digamos evitarlo, para empezar. Y, como explicaré en las páginas que siguen, podríamos haberlo hecho; al menos, muchísimo más de lo que hicimos. En realidad, lo que nos falló no fue la ciencia, sino la incapacidad de los gobiernos para actuar con arreglo a sus pautas y todos juntos.
Los expertos habían advertido tanto sobre la falta de preparación como sobre el riesgo de que se declarase una pandemia. Los pocos estados que habían trazado planes en caso de pandemia los habían preparado en función de un virus muy diferente, el de la gripe, y aun así muchos no lograron almacenar o adquirir los artículos esenciales más básicos para asegurarse de que dichos planes funcionaran. No sabría decir si habrían respondido de una manera mucho más efectiva si esta hubiera sido una pandemia de gripe. Que tendremos en un momento u otro.
La Organización Mundial de la Salud dejó bien claro cómo contener el virus..., pero pocos países siguieron sus consejos por entero. Unos pocos hicieron lo que tendrían que haber hecho todos. Los demás se decantaron por algunas variantes del consejo de la OMS o el de sus asesores científicos o políticos. Casi todos los países llegaron un poco o muy tarde para limitar el daño en lo relativo a cómo deberían haber actuado, y el dolor de los confinamientos y el cierre de la actividad económica resultaron casi peores que la enfermedad.
Pero el lector ya sabe todo esto.
De modo que, además de «¿Cómo pudo haber ocurrido esto?», las otras grandes preguntas son: «¿Puede ocurrir de nue vo?» y «Podremos hacerlo mejor la próxima vez?». La respuesta a ambas preguntas es afirmativa. Ahora hay que preparar alguna planificación real para las pandemias, porque la COVID-19 quizá ni siquiera sea la peor que podamos padecer. Cabe incluso la posibilidad de que la COVID-19 guarde todavía algunos ases escondidos bajo su minúscula manga.
Pero en primer lugar, estudiemos el futuro inmediato desde el punto de vista del virus.
Para finalizar, después de tantas muertes y tantos trastornos, la mayoría de los habitantes del planeta se habrán expuesto a la COVID-19 o habrán sido vacunados contra ella y como resultado serán, así lo esperamos, inmunes ante infecciones ulteriores por el mismo virus, al menos de manera temporal. De modo que, al haber cada vez menos personas sin infectar, los nuevos casos deberían aparecer con cuentagotas. Incluso es posible que la enfermedad desaparezca de una manera discreta, como hizo su virus hermano, el SARS, cuando en 2003 limitamos al máximo sus posibilidades de propagación.
También cabe la posibilidad de que se adapte a su nueva situación. Los virus de ARN como este pueden evolucionar rápidamente, aunque el virus de la COVID-19 no es tan volátil como otros. Al igual que la gripe, podría mutar para evitar las defensas inmunes que nuestro cuerpo acabará por aprender a organizar, y empezar otra devastación global, esta vez quizás un poco menos letal.
O quizás un poco más. El mito tranquilizador de que los virus se vuelven necesariamente más benignos cuando se adaptan a nosotros no es cierto. Analicémoslo desde este punto de vista: todo depende de lo que funciona para el virus, y puede ocurrir una cosa o la otra. Consideraremos este aspecto más avanzado el libro.
O bien podría circular y aumentar de manera esporádica, y tal vez afectar a humanos nuevos y susceptibles, y convertirse en otra enfermedad infantil.
Esta pandemia se ha desplazado rápidamente desde que empezó. El lector quizá sepa ya algo acerca de cuál de estos escenarios se está produciendo. Por lo general, una enfermedad no admite muchos más posibles comportamientos, sometida como está a las leyes implacablemente cuantitativas de la epidemiología, la ciencia que estudia las epidemias.
Hasta entonces, y por horrenda que haya sido a veces, podemos estar muy agradecidos de que no haya sido peor. La COVID-19 no tiene una tasa de mortalidad enorme; en el momento en que escribo esto, los cálculos más optimistas nos dicen que es menos letal de lo que nos temíamos en un principio, pero que aun así puede ser diez veces más letal que la gripe común. El SARS era diez veces más letal que esta. Por suerte, no aprendió a extenderse como la COVID-19 y, con suerte, la COVID-19 no aprenderá a matar como el SARS. Piénsese en lo que esta pandemia habría sido con una tasa de mortalidad diez veces mayor.
Y como muchos de nosotros hemos descubierto de manera dolorosa, mata sobre todo a personas de edad avanzada. Al serlo también yo, no querría ser displicente sobre esta cuestión, pero la cruda realidad es que perder a personas ancianas no causa tanto trastorno económico o social como perder a personas en edad laboral o reproductiva. E incluso esto sucederá: en uno, dos o tres años, con suerte, quizá tengamos medicinas y vacunas para protegernos a todos, incluso a los ancianos.
Así pues, ¿por qué escribir un libro acerca de todo esto cuando todavía hay muchas cosas que no sabemos? Porque ya sabemos lo suficiente como para decir algunas cosas importantes, y necesitamos hacerlo mientras los recuerdos de estos duros tiempos son lo bastante recientes como para que la gente las escuche.
Lo primero que hay que decir es que esto se predijo y que, en gran medida, podría haberse evitado.
En cuanto a la predicción, solo soy una de los muchos periodistas que han advertido acerca de la amenaza de una pandemia desde los años noventa, y algunos lo habían hecho antes. Desde al menos 2008, el director de la Inteligencia Nacional de los Estados Unidos ha advertido al presidente del país de que una pandemia ocasionada por un virus respiratorio nuevo y virulento sería la amenaza más seria a la que había de enfrentarse el país. En 2014, el Banco Mundial y la OCDE, el club de países ricos, consideraron que una pandemia suponía el máximo riesgo catastrófico, superior incluso al terrorismo. Bill Gates lleva años advirtiendo de que no estamos preparados para una pandemia.
Lo segundo es que esta pandemia no será la última. Lo cierto es que existen ahí fuera demasiados gérmenes potencialmente pandémicos como para predecir cuál será el próximo que emerja. Pero antes de que sucediera la COVID-19, ya sabíamos que los coronavirus se contaban entre las principales posibilidades: figuraban en una lista de virus que la OMS recomendaba vigilar. Ni siquiera con estas advertencias trabajamos lo suficiente para preparar medicamentos y vacunas para coronavirus como la COVID, lo suficiente para permitirnos adaptarnos fácilmente y producirlos ahora... y todavía no los tenemos para otros muchos virus que suponen una amenaza, entre ellos el H7N9 y los de su familia. Necesitamos hacerlo ahora.
También necesitamos planificar con rigor la respuesta a una pandemia para cuando se presente la próxima. El Centro para la Seguridad Sanitaria, de la Facultad Johns Hopkins Bloomberg de Salud Pública, era una de las instituciones que ya intentaron hacerlo. Entre otros proyectos, realizaban simulaciones informáticas de pandemias hipotéticas como ejercicio de formación para funcionarios públicos. Un mes antes de la aparición de los primeros casos en Wuhan, estaban llevando a cabo uno, denominado Event 201, cuyo virus ficticio era casi el vivo retrato del causante de la COVID-19. No se me ocurre ningún ejemplo más ilustrativo de hasta qué punto sabíamos que esto estaba al caer.
Me gustaría insistir en que se trataba de una auténtica casualidad: era una situación hipotética de «qué ocurriría si...», que funcionaba en un modelo informático de la sociedad estadounidense, con un virus inventado. Eligieron un coronavirus para la simulación en parte porque querían mostrar lo perturbador que puede llegar ser un virus relativamente inocuo.
Y lo consiguieron. El resultado de la simulación fue lo que ahora estamos viviendo: sistema sanitario colapsado, cadenas de suministros globales rotas, muertes innecesarias y trastornos económicos. Y una mesa llena de funcionarios del gobierno y de la industria sentados a ella y sentenciando: «Si sucediera algo así, mi sector/departamento/ministerio no podría hacer gran cosa al respecto».
Y las personas que habían escrito esta simulación fueron pacientes con los funcionarios, y quizá por ello estuvieron sentados allí toda la tarde y no se asustaron cuando estos salieron discretamente a tomar un café, tratando de olvidar lo que habían visto hasta entonces. Existen virus mucho peores que podrían desencadenar una pandemia y matarían a más gente, y más joven.
Esto no será de mucho alivio para los que han perdido a seres queridos debido a la COVID-19, y los siguen perdiendo, mientras escribo esto. Pero hasta ahora, lo crea el lector o no, hemos tenido suerte.
Además, antes de que llegara la COVID-19 casi nadie se dio cuenta (y no sé cuánta gente se percata de ello ahora) de lo que una pandemia puede hacer a una sociedad compleja como la nuestra, que vive al día, y que el efecto dominó de sus consecuencias económicas puede transmitirse a través de unas redes de apoyo tan fuertemente conectadas como las nuestras.
Pero lo que debemos recordar es que habrá otra pandemia. Y que podría ser peor.
De modo que tenemos que hacerlo mucho mejor; y podemos hacerlo. La buena noticia, que hemos aprendido a un coste enorme, es que la COVID-19 nos ha enseñado lo que es necesario que hagamos. No podemos dejar que un virus coja de nuevo por sorpresa y de una manera tan estúpida a nuestra comunidad interconectada global. Tampoco debemos permitir que quiebre dichas interconexiones, o al menos no todas ellas. Si esta pandemia nos ha enseñado algo es que, frente a una enfermedad contagiosa, todos estamos juntos. Una lección grande que aprendimos muy pronto fue que ya no hay ningún país que pueda cerrar de verdad sus fronteras, o actuar solo. Nuestra sociedad es global; nuestro riesgo es global; nuestra respuesta, y nuestra cooperación, deben ser globales.
No puedo pensar en un momento en el que esta pandemia esté lo bastante «terminada» como para que tengamos una mejor perspectiva privilegiada con la que valorar todas estas cuestiones. Cuando el virus se detenga por fin, o lo domestiquemos con vacunas, parece muy probable que regresemos a un statu quo consistente en gastar nuestros presupuestos en guerras y armas (y, ciertamente, a recuperarnos de los daños económicos que la COVID-19 está provocando), pero no en prepararnos para el próximo virus. Necesitaremos olvidar esta pesadilla y, a juzgar por las pandemias anteriores, lo haremos.
Pero en estos momentos el asunto capta nuestra completa atención. Ya podemos decir algo acerca de cómo ocurrió esto, y por qué, y cuáles son nuestras opciones para empezar a hacer mejor las cosas. Muchos científicos lo saben, y los gobiernos, así lo esperamos, lo aprenderán. Pero hay muchísimas personas que también tienen que pensar en ello, se dediquen a lo que se dediquen, en el tipo de detalles que nos permitirán ayudar a llevar a cabo los cambios que necesitamos.
En cualquier emergencia sanitaria, y ciertamente en una pandemia, es de vital importancia decirle a todo el mundo toda la verdad, lo que sabemos y lo que no sabemos, y no callar por miedo a asustar a la gente. Este es un error que los gobiernos y otras autoridades suelen cometer con las malas noticias, como las relacionadas con enfermedades.
Lo que está ocurriendo podría ser alarmante, pero decirlo podría estimular a la gente a emprender acciones más efectivas. A veces el miedo es necesario. Por eso lo tenemos.
Pero no hay por qué llegar a estos extremos. Aquí es donde el lector desempeña su papel. Aprender de esta pandemia y evitar la siguiente exigirá una acción política de todo tipo, por parte de todos.
Cuanta más gente comprenda qué necesitamos hacer, más probable es que se haga. La gente vota. La gente se manifiesta. La gente presiona. La gente decide estudiar virología, o salud pública, o enfermería, o producción de vacunas, o comunicación. El activismo público impulsó el desarrollo de medicamentos para el VIH, y los hizo asequibles. Impulsó la introducción de instalaciones sanitarias, el enorme éxito de la vacunación, el principio del fin del hábito de fumar.
Podemos hacerlo de nuevo. Debemos hacerlo.
Para saber lo que está ocurriendo ahora mismo con la COVID-19, el lector debe leer las noticias. Para las denuncias y análisis de lo que este o aquel gobierno o político hicieron mal en relación con la enfermedad, debe leer asimismo las noticias, y los reportajes que irán saliendo a la luz a lo largo de los próximos años. Yo sé que lo haré.
El libro ofrecerá al lector un panorama general. Observaremos en detalle lo que ocurrió y si podríamos haberlo detenido, antes de analizar el pasado reciente para conocer la historia natural de algunos de los fenómenos naturales más sorprendentes que nos hacen contraer enfermedades mortales. Veremos cómo las pandemias previas y las amenazas de pandemias nos tuvieron que haber preparado, y habernos hecho aprender las lecciones que no conseguimos aplicar después de la aparición de la COVID-19. Después podremos hablar acerca de lo que debemos hacer mejor antes de que la próxima pandemia nos golpee.
Espero que, al final, hagamos algo más que hablar.