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Diplomático chileno en Sudáfrica

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¡Bienvenido a África! fueron las palabras que dichas en tono suave y de real amistad escuchó John Kelly mientras bajaba la escalera del avión de la Southafrican Airways que vía Londres lo había traído a Pretoria desde Nueva York, el año 1986. Pese al manifiesto signo de afecto que aquellas significaban, cayeron como una pedrada en la parte posterior de la cabeza de Kelly, quien las recibió mientras terminaba de descender y distraídamente observar el majestuoso espectáculo que se le presentaba ante los ojos. El cielo sobre el aeropuerto internacional Jans Smuts, ubicado a algunas decenas de kilómetros de Pretoria, estaba compuesto por una multiplicidad de colores particulares, típicos de las siete de la mañana de un mes de julio, momento en que el día pareciera que recién viene despertando y para ello emite una luz especial y clara en la que se mezclan el celeste, el azul, el rosado y hasta el rojo intenso, todo ayudado por la trasparencia del aire que allí existe. Quien había expresado las palabras de bienvenida era Juan Gómez, un consejero del Servicio Exterior de Chile que desempeñaba interinamente el cargo de segundo de la embajada de ese país en Sudáfrica. En realidad, era una abierta muestra de amistosa preocupación que a esa hora estuviera en el terminal aéreo para recibir al nuevo Ministro Consejero que llegaba a la Representación chilena y que por su grado pasaría a ser su jefe directo. Más lo era quizás el hecho de que el embajador chileno estuviera en la Sala VIP del terminal para dar la bienvenida al recién llegado, cosa que sorprendió de sobremanera al viajero, pues no lo esperaba. Pero el impacto que se produjo en Kelly cuando escuchó la palabra “África” generó una dimensión no prevista en la mente informada en materias diplomáticas que este tenía. Él sabía que venía a Sudáfrica, conocía las características de esa Nación, había indagado sobre cómo era la vida profesional allí y tenía muy claro que en lo personal y familiar este nuevo destino sería grato y poco demandante en cuanto a actividad. Pese a que su último cargo había sido segundo en la Delegación de Chile ante Naciones Unidas en Nueva York, donde el contacto con africanos y la amistad con muchos de ellos era una constante diaria, en su cabeza esa palabra apareció como un relámpago con las imágenes y las realidades de países como Somalia, Benín, Nigeria u otros que se identificaban todavía entonces como el África Negra, sitios en los cuales la vida diaria de un diplomático blanco dejaba mucho que desear, y no como acaecía en Sudáfrica misma. La conciencia ilustrada de John en la materia estaba cierta de que no había comparación posible entre ambas situaciones, pero muchas veces el inconsciente tiende a tomar rumbos que no se pueden controlar y que contradicen la realidad, por más seguro que se esté de esta.

John Kelly era un abogado que a los dos años de haberse recibido había ingresado al Servicio de Relaciones Exteriores de Chile, en 1968, y que había laborado como diplomático en Perú, Washington y Canadá, antes de ser enviado a Naciones Unidas. Había hecho sus estudios primarios en una escuela del pueblo minero de carbón de Lota, donde trabajaba su padre, y la secundaria en calidad de interno en el Liceo Alemán del Verbo Divino de la ciudad de Los Ángeles. La universidad la cursó en la de Concepción, en la Escuela de Leyes, y poseía el grado de Master en Ciencia Política (con mención el Política Internacional) otorgado por la Universidad de Virginia, Estados Unidos, después de haber obtenido una beca con tal propósito. Físicamente era un hombre de un metro 84 centímetros, de tez blanca, delgado y de pelo negro, pese a su ancestro inglés. Era tranquilo y buen amigo de sus amigos. En el trabajo era exigente consigo mismo y con los que estaban a sus órdenes y se esforzaba siempre por tener una buena relación con estos. En la Cancillería en Santiago se le apreciaba como un buen diplomático y las diversas funciones que había cumplido, tanto en Chile como en el exterior, eran bien evaluadas. Además, había tenido una activa vida académica. De allí que en su mente estuviera la idea de que después de la experiencia en Nueva York era posible que fuera ascendido al grado de embajador, pese a su relativa juventud, cosa que el traslado a Sudáfrica lógicamente frustraría. En cuanto a sus creencias, era católico practicante y tenía especial dedicación por su familia, formada por su cónyuge y dos hijos hombres. Era adepto a los deportes, con preferencias por el fútbol y el tenis, aunque en sus años de joven había sido campeón de natación. En una institución como la Cancillería donde casi todos sus miembros reciben de sus pares un sobrenombre –el diuca Parada, el guatón Marambio, el chico Errázuriz, el negro Tapia, el flaco Fernández, etc.– él era conocido como “el gringo Kelly”, el mismo apelativo que había recibido en Chile en todos los sitios donde había estudiado.

John no había pedido ir a Sudáfrica y nunca imaginó que llegaría allí. Es más, la lógica, como se señaló, indicaba que luego de Nueva York podría venir su promoción a embajador y partir en calidad de tal a un país que posiblemente estaría ubicado en Asia u Oceanía. Sus calificaciones habían sido siempre las más altas y en ese momento ostentaba el primer lugar dentro del Escalafón de los Ministros Consejeros, por lo que sus esperanzas de ascenso tenían una base sólida. Adicionalmente, el traslado específicamente a Sudáfrica resultaba incomprensible para sus colegas de los demás países en el seno de la Organización, ya que había ejercido como delegado chileno ante el Consejo de Namibia, órgano que de acuerdo a la ley internacional tenía la administración de ese territorio, la que era ejercida de hecho en forma ilegal por Pretoria. Además, era miembro del Comité de Descolonización o Grupo de los 24, donde Sudáfrica era casi una mala palabra. Pero nada de eso importó al momento de aplicar la severa sanción de traslado, la que había sido promovida e incluso insinuada por quien era el Representante Alterno de la Delegación de Chile en Nueva York. Se trataba de un hombre ajeno al Servicio Exterior que sufría de una severa incapacidad. Era muy cercano al entonces Presidente de Chile, general Augusto Pinochet, quien había resuelto darle a su amigo una cómoda situación en la Gran Manzana, lo que le permitía atender sus dolencias físicas en los mejores hospitales con cargo al erario chileno y al mismo tiempo poseer una actividad nominal que, además, le concedía status diplomático. Kelly, en un momento en que el embajador titular se encontraba fuera de Estados Unidos y el alterno ejercía algunas funciones, tuvo la mala idea de no aceptar que dicho personaje le alzara la voz en una reunión en que estaban presentes todos los diplomáticos de la Misión. Tres veces el embajador alterno le habló a gritos y las tres veces John, en forma respetuosa y calmada, le respondió: “Embajador, cada vez que usted me grite, le voy a representar que no puedo aceptar que lo haga”. Terminada dicha cita de coordinación, todos pensaron que las cosas habían quedado ahí y nada hizo suponer que lo sucedido podría tener las consecuencias que tuvo un mes después. El personaje se comunicó con su amigo el presidente y molesto le narró lo acaecido, a lo que Pinochet respondió que el ministro consejero involucrado debía inmediatamente ser expulsado del Servicio Exterior. Ante esa reacción, el propio embajador alterno le respondió que eso era mucho, pues se trataba de una persona que cumplía bien con su deber y que lo mejor era mandarlo castigado a Sudáfrica, cosa con la que estuvo de acuerdo el entonces dictador y que, lógicamente, debía cumplirse de inmediato. Pero la pregunta que se hacía John era por qué Sudáfrica, en circunstancias que si se deseaba aplicar un castigo ejemplar había muchos lugares del mundo donde realmente la vida era en extremo complicada, tales como el Zaire de Mobutu o la inestable y costosa Nigeria. Según supo, una hija del embajador alterno amigo de Pinochet, estaba casada con un diplomático chileno que había ejecutado actos condenables mientras laboraba en el Consulado en Nueva York, por lo que fueron trasladados a Sudáfrica. Seguramente Pretoria se transformó para él en el peor sitio del mundo, pues allí había sido “confinada” su primogénita y por ello al momento de seleccionar un destino donde realmente él pudiera pasarlo mal, de inmediato se le vino la capital de Sudáfrica. Todo lo narrado, como una película, pasó frente a John en una centésima de segundo mientras terminaba de descender la escala del Boeing 747 que lo había traído desde Londres y dejaba de admirar el panorama que lo rodeaba, para concentrarse en quien lo había recibido en forma tan grata.

Cuando Kelly pisó suelo firme, se fundió en un abrazo con Gómez. Se conocían, pues habían trabajado juntos en el Ministerio en Santiago. Este último era un hombre tranquilo, que se había casado ya con algunos años en el cuerpo con una chilena viuda que tenía dos hijos, a los cuales él quería y cuidaba como propios. Era de esas personas que nunca presentaba conflictos y que en lo laboral tenía siempre una buena disposición para cumplir su trabajo. Para Kelly sería un buen introductor a la realidad sudafricana y se apoyó en él desde un inicio. El embajador, que como se indicó, había tenido la inusual amabilidad de ir a esperarlo, era un general del ejército de Chile pasado a retiro hacía poco tiempo y que, de acuerdo a la costumbre de Pinochet de premiar con el cargo de embajador por el lapso de dos años a sus cercanos, le había otorgado dicha posición en Pretoria. El recién llegado pensaba que su jefe sería quien lo introduciría en detalle en la realidad política y económica del país y del área en general, ya que la guerra en Angola estaba en su plenitud, la demanda por la independencia de Namibia era cada día más fuerte, la estabilidad de los gobernantes de Mozambique era precaria y el rechazo que se estaba creando sobre quien ejercía el mando en Zimbabwe era muy extendido. Pero Kelly al poco tiempo se daría cuenta de que el asunto no era tan fácil. Pese a que en las últimas semanas había leído lo más posible sobre la realidad del área en general y de Sudáfrica en particular, la vivencia diaria proporcionaría detalles que no era posible imaginar solo con la lectura y sobre la cual el embajador tenía una muy particular visión que distaba de lo que indicaban todas las publicaciones especializadas.

Lo primero que hizo el diplomático recién arribado a Pretoria fue dedicarse a buscar una casa para los suyos que se habían quedado en Estados Unidos a la espera de saber que contaban con una vivienda y con matrícula asegurada en un colegio adecuado para los dos hijos del matrimonio. Esta búsqueda era de suma importancia, pues en la familia de John el sorpresivo traslado había producido un impacto emocional indescriptible. En Nueva York vivían en una pequeña localidad que se encontraba en el estado vecino de Connecticut, llamada Old Greenwich. En verdad era un diminuto pueblo sacado de una postal. No había peligro alguno, era seguro y la delincuencia, inexistente, al extremo de que las viviendas, en su gran mayoría, durante el día se mantenían sin llave. Todas las casas eran de dos pisos, incluso los establecimientos comerciales que estaban sitos en una longitud de apenas una cuadra, cercana a la estación de trenes. Allí había una librería, una lavandería, un negocio de regalos y confites –que era la delicia de los niños, pues los dos ancianos dueños les otorgaban créditos personales–, una farmacia, una bomba de incendios y una estación de expendio de gasolina. A unos veinte metros de esa calle estaba el único supermercado. El pueblo poseía una linda y pequeña playa donde el mar parecía una especie de lago que limitaba hacía el oriente, a lo lejos, con Long Island, lo que hacía que sus aguas fueran tranquilas y con la grata temperatura del Océano Atlántico. A su lado había un pequeño bosque donde pululaban conejos, zorrillos y varios tipos de roedores, el que estaba circunvalado por un camino que permitía la tranquila práctica del ciclismo. Cuando el día estaba claro, era posible divisar a lo lejos los grandes edificios de Manhattan. El ingreso a la playa estaba estrictamente restringido a los miembros de la comunidad, los que poseían una tarjeta sin cuya presentación era imposible traspasar el angosto camino de entrada. La hermosa playa era el centro de reunión con las amistades y los jóvenes de ambos sexos se juntaban en el extremo norte de ella, donde en las tardes de verano la cerveza era la gran compañera. Todo esto lo hacía un lugar gratísimo para la familia.

La esposa de Kelly, Mónica Menchaca, era una mujer buenamoza con la cual llevaba casado casi veinte años. La había conocido en Concepción mientras él estudiaba Derecho y vivía en un Hogar para Estudiantes Universitarios, ya que su padre trabajaba como ingeniero en las cercanas minas de carbón de Lota, ubicadas a algo más de 40 kilómetros al sur, localidad en la que él había nacido en 1941. Mónica en esos años era alumna del último curso del prestigioso colegio La Inmaculada Concepción y miembro de una de las familias más tradicionales de la ciudad. Era alta, con un pelo negro precioso, de modos distinguidos y poseedora de una esbelta figura. Al terminar la educación secundaria había ingresado a estudiar pedagogía en castellano en la misma universidad, pero ella no tenía entre sus proyectos definitivos de vida terminar esa carrera, pues pensaba más en un posible buen matrimonio que la liberara de la obligación de trabajar, como era la tendencia generalizada en esa época entre las parejas de clase alta. Pese a que John y Mónica estaban muy enamorados, se habían comprometido a que la boda no se celebraría hasta que él tuviera su título de abogado en el bolsillo. En el ambiente social eran conocidos como una pareja típica del entorno y para nadie cabía duda alguna de que el asunto terminaría frente a un altar. El novio era hijo de Inés Urrejola, quien había abandonado a su familia por otro hombre cuando John era un niño, y residía en el extranjero. Los Urrejola también eran una familia de antigua prosapia y una de las más tradicionales de la zona, por lo que el abandono de Inés los llenó de pena y de vergüenza. Pese a esa dramática situación, el amor y la preocupación de los padres de ella por esos dos nietos que había dejado abandonados en Lota nunca desapareció y estos sentían muy cercano el cariño de ellos. Las relaciones del marido de Inés con quienes habían sido sus suegros siempre fueron cordiales.

Concepción, que en tamaño y población era el tercer centro urbano de Chile después de Santiago y Valparaíso, tenía la particularidad de poseer una especie de aristocracia propia conformada por familias que por generaciones habían vivido en la ciudad, algunas desde la época en que aquella era el centro neurálgico del país, durante la colonización española. En la práctica entonces ejercía como la capital política y militar de Chile. Sita a orillas del río más ancho y caudaloso del país Chile, el Biobío, constituyó por siglos el límite con las tribus araucanas que por más de trescientos años resistieron a los conquistadores europeos. Los penquistas, como se llama a los habitantes de Concepción, tienen su propio orgullo local, el que defienden sin contemplación. La ciudad misma, fuera de tener una extensión importante, era el centro de la provincia del mismo nombre, la que en superficie era más bien pequeña en comparación con las otras en que estaba dividido el país, pero albergaba una dinámica política, social, cultural y económica que iba mucho más allá de su dimensión. Poseía centros industriales en Tomé, Penco y Chiguayante y se había construido la industria siderúrgica de Huachipato que sería el centro de la naciente actividad petroquímica; allí estaban ubicadas las minas de carbón de Lota y Schwager que daban empleo a alrededor de quince mil trabajadores.

Los Urrejola, como se señaló –al igual que los Menchaca–, eran una de esas familias con de abolengo. A John parecía no importarle lo acaecido con su madre y lo suplía mediante una estrecha relación con sus abuelos maternos y el resto de la familia. El tema del abandono se ignoraba, sin que hubiera habido un acuerdo expreso al respecto. El estudiante de derecho y su hermano Max habían superado el trauma que el hecho les había significado. Pero en el silencio del alma y en el fondo de sus corazones, nunca desaparecería y de alguna forma marcaría sus vidas. John había desechado el gentil ofrecimiento de su familia materna para vivir con ellos mientras estudiaba derecho. Deseaba conocer la verdadera realidad social chilena y por ello prefería compartir con otros de su edad, pero de diferente estrato económico en el Hogar Universitario, lo que no obstaba para que varios días a la semana se dejara caer a cenar en casa de los Urrejola, donde siempre encontraba afecto y la comida era de una calidad insuperable. Además, mantenía como su hogar el de su padre en Lota, al que visitaba todos los fines de semana.

El ambiente en la universidad de Concepción era mayoritariamente laico y el Partido Radical de izquierda y la masonería tenían una gran influencia tanto en el alumnado como en los profesores. Era una universidad de prestigio nacional e internacional en lo académico y competía de igual a igual con las de Santiago y Valparaíso, las otras dos ciudades que contaban en Chile con establecimientos universitarios. Su acción cultural había traspasado los límites del país. Esa tendencia hacia el radicalismo con el tiempo derivaría más a la izquierda y la universidad sería el lugar donde nacerían los grupos de ultra izquierda que años después encabezarían el movimiento rupturista que se instaló en la sociedad chilena. En política, Kelly pertenecía a la naciente Democracia Cristiana, que había sido la heredera de la Falange Nacional. Era un grupo de arraigo netamente cristiano que se inspiraba en la doctrina social de la Iglesia y en pensadores como Jacques Maritain. Era liderado por Eduardo Frei, Radomiro Tomic, Bernardo Leighton y otros políticos más bien jóvenes que habían tenido su origen bajo el amparo de la Universidad Católica de Santiago. Kelly tenía plena conciencia de que era políticamente minoritario en su ambiente, pero se daba cuenta de que le respetaban por su capacidad para dialogar y por su excelencia académica. Además, poseía un don especial para expresarse.

Mónica también era católica observante, por lo que la relación entre ambos jóvenes se llevaba dentro de los estrictos cánones que la moral cristiana les imponía. Ello, en cierto aspecto, constituía en la práctica un verdadero sufrimiento espiritual y a veces casi una tortura física paras los dos. ¿Hasta dónde se podía llegar en las expresiones de cariño? ¿Cuándo se entraba en el área del pecado? ¿Estaban permitidos los “toqueteos” recíprocos? Si él, en el éxtasis propio del contacto que producían los apasionados besos intercambiados en la soledad del living de la gran casa de la familia Menchaca, para gozo de ella, le acariciaba un seno, ¿tenía que confesarse antes de comulgar? O si ella, dentro del entusiasmo común que nacía al bailar muy juntos en ese mismo living, siguiendo el ritmo de canciones suaves con letras de amor, era capaz de percibir al inicio de sus piernas el nivel de los cambios físicos que se producían en John, ¿cometía pecado? Qué decir de la realidad que vivían cuando usando el automóvil del padre de ella iban a la entonces solitaria Playa Blanca, cerca de Lota, a presenciar la puesta de sol. Era un vehículo moderno y muy amplio, por lo que el espacio facilitaba la concreción del entusiasmo carnal que el hermoso espectáculo provocaba en ambos. Vivieron todos los años del noviazgo en esa verdadera caldera emocional, la que los llevaba a una especie de culpa espiritual constante. Ello, debido a la estricta formación católica que habían recibido, dentro de la cual en realidad había dos pecados condenables: no ir a misa los domingos y todo lo que tuviera que ver con la pureza, incluyendo la masturbación, la lectura de libros que contuvieran relatos “subidos de tono” y, lógicamente, los contactos corporales avanzados con una persona del otro sexo. No importaba que un católico faltara a la verdad o no fuera solidario o caritativo. Esas eran faltas veniales, pero las otras eran mortales y requerían de confesión, pues si una persona se moría tendiendo pendiente uno de ellas, se iba al infierno sin remedio. Pero en este caso concreto, al final, como si hubieran obtenido el más grande de los galardones a conseguir, ambos fueron capaces de llegar vírgenes al matrimonio.

La fiesta de bodas constituyó un destacadísimo evento social en Concepción dada la trascendencia y antigüedad de las familias de ambos novios, así como la fortuna de la familia de la novia. Los padrinos fueron los padres de ella y el progenitor y la abuela materna del novio. No faltó nadie de la elite penquista, con excepción lógica de la madre de John. En la preparación del matrimonio los padres de la novia pusieron todo su esmero. Dinero para tener una fiesta fastuosa no faltaba, ya que José Menchaca era uno de los más exitosos abogados de la zona. No se escapó detalle alguno. La ceremonia la celebró el arzobispo en la Catedral y la asistencia casi llenó el gran templo. Contó con la presencia de los más distinguidos políticos de la región, entre ellos cuatro de los cinco Senadores que en esos años elegían las provincias de Ñuble, Concepción y Arauco. En una época en que en Chile prácticamente no existía el whisky, lo hubo a destajo y el buffet ofrecido incluyó los más exquisitos manjares. La música y el baile duraron hasta la madrugada del día siguiente y los novios participaron activamente, y se retiraron tarde, más allá de lo que era la costumbre, pues sostenían que la fiesta a la larga era para ellos y quisieron gozarla lo más posible compartiendo con sus familiares y amigos. La primera noche de luna de miel no la pasaron en el mejor hotel de la ciudad, como era la tradición, sino que en una estupenda casa recién construida que les facilitó un gran amigo del novio. Estaba ubicada a la orilla de la laguna San Pedro, al otro lado del ancho Biobío, donde empezaban a levantarse las primeras viviendas modernas que después rodearían la laguna. En realidad, se trataba de un verdadero lago en cuyas orillas con los años habían crecido antiguos y hermosos árboles autóctonos y donde abundaba una gran cantidad de aves y arbustos típicos de la región. La sala así como el dormitorio principal eran amplísimos y tenían una vista privilegiada a la laguna. A este sitio llegaron los novios cuando ya despertaba la luz del nuevo día. Tenían a sus pies la soledad y la vista esplendorosa de aguas cristalinas. Era un ambiente en realidad idílico. Al ingresar se dieron cuenta de que sobre la mesa de caoba ubicada en el centro del living había una hielera con restos de hielo que contenía una botella de champagne Dom Perignon. Él, coquetamente, le dijo:

–Te invito a que nos tomemos nuestra primera copa de champagne como marido y mujer.

Ella respondió con un suave y cercano:

–Encantada.

Mientras John abría la botella y llenaba los vasos con el exquisito licor espumante, ella fue hacia el equipo de música que estaba en el rincón opuesto y buscó un disco para aquella ocasión única. Eligió un long play de Nat King Cole, y empezó a escucharse la suave e inconfundible voz con acento norteamericano que sonaba “Acércate más y más, pero mucho más…”. John le pasó una copa a Mónica y después de que ambos bebieron mientras se miraban a la cara, él le tendió los brazos y le dijo:

–¿Bailemos?

Ella, sin responder, se abrazó al cuerpo de quien era ahora su marido y se fundió con él de una manera que no lo había hecho nunca antes. Durante todos los años que duró el noviazgo en los instantes en que el enamoramiento los llevaba al umbral del límite permitido, ella siempre tenía una observación cariñosa para pedirle que se detuvieran. John nunca había sentido en Mónica la sensación de una entrega total y sin restricciones. Siempre percibía que al final había una barrera, una especie de freno que estaba listo para ser activado. En esta ocasión, cuando la apretó contra su cuerpo para iniciar el baile más especial y romántico de sus existencias, él se dio cuenta de inmediato de que esa cautela había desaparecido. Percibió que toda posibilidad de insinuar un límite se había esfumado. Por su parte, él también sintió en ese momento una sensación única, pues le llegaba a su cuerpo y a su alma el mensaje libre de ataduras que le estaba enviando su ser tan amado. Bailaron toda la primera canción del disco y cuando se iniciaba la segunda, él poco a poco empezó a derivarla con pequeños pasos que obedecían el compás de la música hacia el dormitorio, cosa que ella con gusto percibió y siguió. Ambos, lentamente, sin mediar palabra, iniciaron el proceso de desvestirse el uno al otro, debiendo resolver ciertos obstáculos propios de sus atuendos, que la falta de luz y de experiencia aumentaban. Para ella fue costoso desabrochar los dos botones paralelos que tenía la parte superior del pantalón de John y para él fue imposible abrir el sostén, situación que ella arregló acompañada de una complaciente sonrisa. Ambos, desnudos y abrazados, entraron al lecho y procedieron a entregarse el uno al otro en medio de un frenesí calmado pero muy intenso. Cuando John se sentía dentro de ella, percibió que los ojos de Mónica estaban húmedos.

–Perdona –le dijo con una voz suave y culposa–, no he querido hacerte daño.

Ambos sabían que la pérdida de la virginidad de la recién casada no estaba exenta de dolor físico. Esas lágrimas crearon en John un sentimiento especial de aflicción por ella, pese al inmenso gozo físico y espiritual que sentía, todo ello acompañado de una fuerza de amor que le nacía del alma.

–No lloro de dolor –le respondió dulcemente Mónica–. Lo físico que siento sabía que vendría y no me importa. Lloro de emoción, de felicidad. Lloro desde el fondo del corazón por tenerte a ti, por ser tu mujer y por tener la posibilidad de entregarme sin límite y sin cortapisa alguna. Lloro de alegría.

Estas palabras emocionaron a John de una forma difícil de describir, pero percibió con claridad que su corazón también estaba lleno de ternura, de pasión y de afecto por esa mujer que ahora sí era enteramente suya.

Permanecieron unidos por horas y el gozo de la entrega en común se repetía una y otra vez. Al final cayeron dormidos por el amor y por el cansancio, pero siempre abrazados Largo pasado el mediodía, abrieron los ojos para gozar de las delicias que el dueño de casa se había encargado de dejar en la cocina y en el comedor. Todo ese día lo pasaron en esa maravillosa casa, siempre muy juntos, sea gozando con la vista del lago, comiendo, sentados en la terraza que ofrecía un panorama sin igual del agua que rodeaba el entorno, o reposando tendidos en la cama. La segunda noche de luna de miel no fue muy diferente a la primera en cuanto a la entrega amorosa entre ambos y al mediodía siguiente salieron en el automóvil de la madre de ella en un viaje al sur de Chile, que llegaría hasta Chiloé, por unos caminos que en la época dejaban bastante que desear. Pero el vehículo era moderno y no tuvieron problemas para gozar con el Salto del Laja, cascada que producía el río del mismo nombre, con las ciudades de Valdivia, Puerto Varas y Puerto Montt, y con el recorrido que hicieron a la Isla de Chiloé. El regreso a Concepción se produjo veinte días después.

El proyecto de vida consistía en que John, haciendo uso de sus contactos sociales en Concepción y los de su suegro, abriera un estudio y ejerciera la profesión de abogado. Al mismo tiempo, aprovechando las buenas calificaciones que lo distinguieron en su paso por la universidad y el respeto ganado durante su trayectoria, sería profesor de la cátedra de Derecho Procesal, tema que dominaba ampliamente.

Mónica no demostraba mayor interés en terminar su carrera, aunque deseaba seguir vinculada de alguna forma a las actividades de la facultad donde había estudiado. Era una vida plácida, llena de seguridad y de felicidad y no se percibía nada en el horizonte que pudiera mutar esa idílica existencia. Se habían instalado en una moderna y cómoda vivienda ubicada en un buen barrio, cerca del Cerro Caracol. Como a los dos años de casados, John recibió una noticia que lo hizo cavilar debido a su siempre presente interés por los temas internacionales. Supo que habría un concurso para ingresar al Ministerio de Relaciones Exteriores en Santiago. Pensando en sus buenas notas como estudiante, en el hecho de que hablaba inglés sin acento, pues los diálogos con su padre siempre fueron en esa lengua, y en que su suegro poseía importantes contactos políticos que servirían de ayuda, se entusiasmó con la idea de ingresar al Servicio Exterior. Le consultó a su flamante esposa qué le parecía la posibilidad de trasladarse a Santiago y después empezar a deambular por el mundo, lo que la obligaría a alejarse de su familia y a perder la protección que significaba el ambiente social de Concepción donde ella se sentía absolutamente segura. Para el novel abogado era un desafío doble, en lo personal y en lo familiar, pues Mónica había vivido siempre con grandes comodidades y era la regalona absoluta de su familia, especialmente de su padre, por ser la hija mayor. John no la presionó. Le explicó que era una alternativa que a él le interesaba, pero era un requisito indispensable que los dos estuvieran dispuestos a emprender la aventura por el desafío mutuo que eso significaba. Ella, después de pensarlo y sin hablarlo con nadie, estuvo de acuerdo.

John ganó el concurso y pasó a ser miembro del Servicio Exterior de Chile, lo que llevó Mónica a empezar un verdadero peregrinaje por el mundo. Nacieron los dos hijos y la familia vivió tranquila y feliz las experiencias en Lima, Washington y Ottawa. Cada cinco años, tocaban los correspondientes regresos a Santiago, períodos en que gozaban la cercanía de los suyos. Cuando llegaba el momento en que la familia debía partir de un país, por cambio de destinación, siempre dejaban atrás un sinnúmero de amigos, con los cuales, pese a los años, mantenían contacto. Ella sostenía que cada una de esas experiencias le permitía interactuar con seres que pensaban distinto y que si se hubiera quedado en la tranquilidad de Concepción nunca los habría conocido. Esos contactos la “enriquecían” a ella y a los suyos, proceso que graficaba con la idea de que “les permitía robar lo mejor que tenían dentro de sí como seres humanos distintos a los chilenos”. Mónica estaba feliz en Nueva York y el traslado a Pretoria no le agradó en absoluto.

África para ella era la realidad que transmitían las películas de Tarzán o las atrocidades de que daba cuenta la televisión americana, por lo cual el universo donde poder continuar su “enriquecimiento” como persona no existiría. Adicionalmente, la alejaría aún más de Chile donde estaba su familia de origen. En definitiva, el traslado le produjo un shock inmenso en todo sentido y sintió que entraba, poco a poco, en una especie de depresión. John, conociéndola, imaginó esa posibilidad, por lo que era fundamental obtener en Pretoria una casa grande, bonita y cómoda que la hiciera olvidar a ella la mutación que se produciría en su vida. La vivienda que arrendaban en Old Greenwich era una construcción antigua y amplia, como casi todas las del pueblo, y que resultaba muy cómoda para la familia, ya que estaba ubicada a una corta distancia tanto de la estación de tren como de la playa, los dos sitios referenciales más sustantivos en la vida diaria, y desde allí John se movilizaba todos los días a Manhattan, a la Primera Avenida donde estaba ubicada la Delegación de Chile, frente al edificio de Naciones Unidas. Allí el Ministro Consejero tenía una linda vista que daba a los jardines de la Organización y poseía una amplia visión al East River, el que en la realidad era un brazo de mar que rodeaba Long Island y, en consecuencia, eran las mismas aguas con las que se deleitaba en “su” playa de Old Greenwich. A todo el agrado descrito, había que añadir la ventaja que significaba vivir con esa calma y seguridad a solo una hora en tren o en auto de Manhattan. Eso les permitía gozar de todas las posibilidades culturales que ofrecía la Gran Manzana sin tener que sufrir diariamente un ambiente saturado de gente e inseguro para los hijos. Entre otras cosas, los Kelly estaban abonados a los conciertos semanales de temporada de la Orquesta Sinfónica de Nueva York. Mónica se trasladaba en auto en la tarde, pasaba a buscar a su marido, concurrían al Lincoln Center, para después de la función cenar en algún restaurant de la ciudad y enseguida volver a la tranquilidad de Old Greenwich.

La pareja tenía dos hijos absolutamente distintos, Peter –pronto a cumplir quince años– y Thomas que era dos años menor. El mayor era un muchacho alto, delgado, atrayente para las niñas de su edad, tranquilo, estudioso, con sentido social, devoto de la religión católica, respetado por sus pares en el colegio y amante del fútbol (soccer), deporte para el cual tenía ciertas aptitudes. Thomas era inquieto, bueno para las bromas, poco amigo de los libros, poseedor de una simpatía única que le permitía tener buena amistad con sus pares y ser muy popular entre las niñas de su nivel, y era mejor jugador de fútbol que su hermano, a pesar de ser más bien bajo de estatura. Además, poseía una disposición poco común para aprovechar cualquiera ocasión que le permitiera hacer una travesura. Era en cierto modo la preocupación de su padre, aunque este al final caía rendido ante la simpatía y las expresiones oportunas de su hijo menor. Por lo demás veía que esa realidad familiar no era muy diferente a la suya, ya que su único hermano, Max, algo menor que él, había sido el retrato aumentado y corregido de Thomas, circunstancia que lo hacía tener una escondida predilección por ese hijo menor. Mientras Peter tenía una novia y compañera de clase llamada Lisa, que era una rubia bonita, buena alumna, y con la cual mantenía una relación fundada en la seriedad y en el respeto mutuo, Thomas a sus cortos años gozaba soñando con mujeres mayores y se deleitaba con los cuerpos que podía observar a través de los diminutos bikinis que las muchachas usaban en la playa local. Le brillaban los ojos frente a lo que él llamaba “un buen par de tetas”. Ambos, en sus respectivos estilos, tenían una vida plácida y feliz en Old Greenwich, por lo que el padre pensaba en lo frustrante que sería el cambio a Pretoria, especialmente para Peter quien debería dejar a su novia, la que se había transformado en una parte importante de su existencia. Cuando su hijo mayor supo la noticia del traslado de su progenitor, pese a su juventud, quiso revelarse y desafió a su padre, diciéndole que se quedaría en Estados Unidos en la casa de unos amigos; él no cambiaría Connecticut por la capital de Sudáfrica. El dejar a su novia, su equipo de soccer, la cercanía del mar y al ambiente donde se había ganado un importante respeto, le resultaba imposible. Hubo un problema serio entre padre e hijo, hasta que al final John, que cuando había que ser firme con los menores sabía serlo, le dijo categóricamente que no, y que era imposible que se quedara en Estados Unidos pues su pasaporte diplomático lo tenía él, y era menor de edad; sin su autorización no conseguiría uno ordinario. Para Peter la alternativa de quedarse en Estados Unidos como un ilegal era impensable, por lo que al fin tuvo, de mala gana, que doblar la cerviz ante la realidad laboral que se le había presentado al padre. Para Thomas no fue un problema. Consideraba el traslado como una aventura y el solo hecho de poder visitar los Parques Nacionales, donde estaría en contacto directo con los animales más extraños, lo deslumbraba. Además, había averiguado que las sudafricanas blancas eran estupendas. Es cierto que tenía buenos amigos en el colegio y en el barrio, pero poseía una confianza infinita en sí mismo y sabía que se haría un buen ambiente en Pretoria. Además, su deporte favorito era el fútbol americano, que era similar al rugby, y en Sudáfrica la práctica de ese deporte era extendida y de calidad.

Los compañeros de colegio de Peter y otros amigos suyos le organizaron una despedida en la playa de Old Greenwich. La fiesta comenzó casi al atardecer y los encargados de la comida habían llevado carne para ser asada en las parrillas públicas con que contaba el sector. Hubo otros encargados de las bebidas, en su inmensa mayoría cerveza, y un tercer grupo que llevaría la música. Bailaron, comieron y bebieron hasta tarde. Una vez que desapareció la luz natural, los faroles del alumbrado público fueron suficientes para continuar el “party”. Peter tenía sentimientos cruzados: felicidad por un lado por la forma afectuosa en que habían reaccionado sus amigos al organizar esa fiesta de despedida, pero por otro la perspectiva de dejar a Lisa le atormentaba el alma. Ambos bailaron por largo rato, uno muy junto al otro, y se besaron y acariciaron en una forma que les nacía al mismo tiempo del alma y del cuerpo. A pesar de que ya era de noche, ella estaba solo en bikini y él usaba un diminuto traje de baño. Se sintieron a plenitud y en un momento dado, en medio del éxtasis, se tendieron sobre la arena. Allí él la besó aún con mayor pasión, a lo que ella respondió de igual manera. Luego, al oído, le insinúo que lo único que deseaba era poseerla, pero que se daba cuenta de que ese no era el lugar para hacerlo y, además, ante su pronta partida, sentía que podría hacerle más daño que otra cosa. Ella estuvo de acuerdo en ese frenazo a las emociones y le agradeció su capacidad para reaccionar en un instante en que era difícil hacerlo. Todo lo acaecido aumentó en ambos, pese a su juventud, lo que ellos pensaban era un profundo amor del uno por el otro y el deseo de que esa relación no terminara nunca. Los dos quedaron con la idea que lo acaecido esa tarde era una manera de sellar el compromiso de una visita futura de ella a Pretoria, cosa que pese al hondo convencimiento que en ese momento tenían, en la práctica nunca se llevaría a efecto.

En esos instantes John, por su parte, fuera de las interrogantes propias en cuanto a su profesión, tenía la cabeza llena de preocupaciones: cómo su esposa resistiría la realidad del cambio, si ubicaría esa vivienda adecuada, si Peter dejaría atrás su rebeldía, si debería poner límites al entusiasmo de Thomas por el traslado. La búsqueda de una vivienda adecuada que satisficiera los requisitos necesarios para que su familia pudiera mantener al menos parte de la felicidad de vivir que había tenido en Estados Unidos fue, en la práctica, exitosa. A los pocos días de llegar a Pretoria encontró una casa que tenía cinco mil metros de terreno, donde cada niño podría tener su propio amplio dormitorio y su correspondiente baño. El dormitorio y el baño de la pieza matrimonial era espectacular, y la casa contaba con una habitación de alojados independiente para recibir a los familiares que quisieran venir de visita desde Chile. Estaba sita en el barrio de Waterkloof, en la calle Albert St., el mejor de la ciudad, donde se encontraban la mayoría de las embajadas. El elegante club de golf, donde se practicaba también el tenis, quedaba a solo cinco cuadras. La construcción de la casa contaba con una piscina de veinte metros de largo por ocho de ancho y el dueño se había encargado de plantar árboles que ya estaban crecidos y que adornaban el amplio jardín en forma armónica, a pesar de la sequía que por años afectaba a Pretoria. Había creado lo que en esa época era todo un invento: con un primitivo computador que había conectado al sistema de agua que fluía del pozo propio, hacía que el regadío automáticamente funcionara por tres minutos cada cinco horas. En realidad, el panorama de la casa era idílico y la ubicación privilegiada. El obtener el arriendo de esta propiedad tranquilizó bastante al diplomático y, pensando en sus muebles y sus adornos, llegó a la conclusión de que vivirían en una casa mejor, más amplia y más bonita que la que habían tenido en Old Greenwich. En cuanto al colegio, el establecimiento público, que era de gran calidad pues estaba destinado a satisfacer las necesidades de los hijos de la elite blanca que vivía en la zona, también poseía las condiciones como para no recibir mayores reclamos de los suyos. Compró dos automóviles nuevos, un Honda pequeño para ella y un Toyota Cressida para su uso y para los viajes que como grupo familiar pensaban hacer dentro del país. Además, contrató dos empleadas domésticas negras, que resultaron ser excelentes personas y que a la larga se encariñaron con la familia que servían, en especial una ellas, Moly, quien desde el comienzo adoró a los “children”. En este aspecto la novedad fue grande para los chilenos: el servicio doméstico negro no podía vivir en el mismo lugar que sus patrones blancos, por lo que la casa tenía unas dependencias al lado, separadas de la construcción principal, donde se ubicaban los dormitorios, un baño para su exclusivo uso y una cocina donde ellas preparaba sus propios alimentos. Este aspecto curioso llegaba a extremos sorprendentes, tales como que las dos mujeres se negaban a comer de la misma comida de sus “masters” y pedían que se les compraran las mercaderías a que ellas estaban acostumbradas, las que lógicamente era de una calidad y precio muy inferiores a las que adquirían los Kelly. Pero no hubo caso de cambiar esto, por más esfuerzos que hizo Mónica. Ellas cocinaban una especie de harina de maíz, la que acompañaban con una carne que los dueños de casa consideraban de desecho. Lo mismo que la mermelada, por ejemplo. Muchas veces Mónica las instó a comer una finísima traída de Inglaterra, pero ellas cortésmente rechazaban el ofrecimiento y solicitaban que se les proporcionara otra local de una calidad inferior. Por otra parte, como el lugar del servicio doméstico les pertenecía a ellas, podían invitar a quienes quisieran, incluso a alojar, sin necesidad de solicitar la autorización de los dueños de casa. Eran costumbres que se arrastraban por años y que era imposible romper, y lógicamente en este caso fueron respetadas.

Los tres miembros faltantes de la familia Kelly llegaron quince días después de John, y el container que traía su menaje demoró otros diez días. La verdad es que tanto Mónica como los niños se encantaron con la casa y el recibimiento recibido por estos últimos en el colegio los hizo olvidar casi totalmente la angustia del cambio, aunque Peter extrañaba sobremanera a su Lisa.

Instalado adecuadamente el grupo familiar, John se introdujo de lleno en lo que sería su trabajo. Leía todo lo que podía sobre la realidad sudafricana. Diariamente pasaba revista a las publicaciones que circulaban en inglés y visitó a la totalidad de los colegas de las otras embajadas. En este sentido el espectro era pobre, ya que la mayoría de los países no tenían representación diplomática en Pretoria en señal de protesta por la política de apartheid de Sudáfrica. Latinoamérica estaba representada por el embajador de Chile y el de Paraguay, mientras Brasil mantenía un encargado de negocios. De los países europeos estaba el embajador español y un encargado de negocios de Suecia, país que pese a tener una conducta política muy contraria a Pretoria, tenía presencia como una forma de ayudar a las sustantivas ventas de herramientas y equipos que las empresas suecas hacían a las compañías mineras sudafricanas. Estados Unidos tenía un embajador, el que al poco tiempo de llegar Kelly fue sustituido por otro de raza negra, lo que constituyó todo un problema, ya que no le pudieron negar la posibilidad de vivir en la residencia americana situada en el barrio de Waterkloof, que como se dijo, era exclusivo para blancos. Para los americanos Sudáfrica era importante en el cuadro de la guerra fría pues servía de coto a la penetración soviética en los países del área y era, además, proveedor de una serie de minerales estratégicos necesarios para Washington. Con este cuadro objetivo, poco a poco el Ministro Consejero recién arribado se fue dando cuenta de la realidad política que significaba Sudáfrica y de las serias diferencias raciales con que vivía el país, las que antes solo conocía de oídas. La comprobación del grado que en realidad tenía el apartheid solo hizo aumentar el rechazo visceral que le creaba la discriminación racial.

Importante en este conocimiento del país fue el diálogo que tuvo con el encargado de negocios de Suecia, a quien había conocido en Naciones Unidas. De consejero en Nueva York había sido promovido a jefe de misión en Sudáfrica. Mientras trabajó en la Organización se había especializado en África y en particular en el tema de la discriminación racial. Johan vivía en una casa de fábula y su gobierno era dueño de un buen departamento en Cape Town, por lo que se trasladaba a dicha hermosa ciudad cuando el gobierno sudafricano se mudaba allí durante los veranos cuando funcionaba el Congreso. Para Johan el hecho de ir a Sudáfrica no solo le significó un ascenso en su carrera, sino que también la posibilidad de vivir cotidianamente una vida llena de facilidades domésticas. Adicionalmente, tenía relaciones constantes y fluidas con los más altos ejecutivos de las grandes empresas suecas fabricantes de maquinaria para la minería, lo que le permitiría a su retiro intentar una vinculación profesional con aquellas. Era un tipo capaz, que había estudiado periodismo antes de ingresar al Servicio Exterior. Conocía la realidad sudafricana como nadie. Recibió a Kelly con amabilidad, pues se había creado entre ellos un lazo cercano cuando ambos eran miembros del Comité de los 24 en Naciones Unidas y muchas veces viajaron juntos a diversas misiones encargadas por la Organización. John le pidió que compartiera con él su percepción sobre lo que estaba pasando en el país y cuál sería el futuro de esta verdadera caldera, donde la inmensa mayoría negra tenía conculcados sus derechos más fundamentales, mientras una pequeña minoría blanca se había apropiado del país y mantenía su poder en base a la fuerza y la represión.

El mayor interés de John en esas semanas iniciales se centraba en determinar exactamente cuál era la condición del African National Congress, el Partido de Nelson Mandela, el cual, de acuerdo a lo que sostenía el Ejecutivo sudafricano y ciertos militares chilenos que se sentían atraídos por la amistad que el gobierno de Pretoria mostraba con el de Santiago, no era más que un antro de comunistas que obedecía los designios de la Unión Soviética. Le interesaba, además, conocer con cierta exactitud hasta dónde se extendía la influencia real de Mandela, quien desde la cárcel aparecía como el jefe indiscutible del movimiento negro y la cabeza visible de la oposición a la opresión de los blancos. Las preguntas eran cuál era su poder real en el Partido y cuán efectiva era en la práctica su influencia.

Johan le explicó al chileno que el liderazgo de Mandela en el ANC y sobre la totalidad de los negros en general era indiscutible, y que el respeto hacia él era incuestionable, lo que hacía que el gobierno tuviera verdadero pavor a lo que podría pasar si lo liberaba, ya que la situación podría resultar inmanejable.

El Partido Nacional gobernaba en forma absoluta el país desde las elecciones de 1948 y había dictado las leyes más draconianas contra los negros, entre otras la segregación absoluta en los colegios, en la formación de las familias, en el deporte, en la convivencia en las ciudades, en la movilización, en la actividad política que impedía votar a los negros y en todo lo imaginable. Su trilogía dirigente, conformada por el Primer Ministro P.W. Botha, el Ministro de Defensa Magnus Malan y el Ministro de Relaciones Exteriores Pick Botha, estaba decidida a enfrentar con todos los medios a su alcance los movimientos tanto internos como externos que pretendieran morigerar y al final terminar con el sistema de segregación vigente.

Para ello contaban con el poder de sus Fuerzas Armadas, que en su totalidad estaban conformadas por blancos, y la policía, que aunque tenía miembros negros, garantizaba su obediencia gracias a un muy estricto control interno. El alto precio que había tenido el oro en el último tiempo (Sudáfrica era el principal productor del mundo), así como los diamantes y otros minerales estratégicos, le permitía al país poseer unas inmensas reservas internacionales, por lo que todos los bloqueos que se dictaban en su contra producían casi un nulo efecto. Ningún país estaba dispuesto a aparecer públicamente negociando con Pretoria, aunque la mayoría lo hacía en forma subrepticia, especialmente los propios países africanos y sobre todo sus vecinos. Era una suerte de comedia de equivocaciones entre lo que se decía y se acordaba internacionalmente, con lo que en la práctica se hacía. El sustantivo caudal de divisas que poseía Sudáfrica le había permitido al país comprar grandes cantidades de crudo que le garantizaba un stock que embargo alguno podía hacerla sentir en riesgo.

En cuanto a la posibilidad de que Sudáfrica hubiera sido capaz de construir una bomba atómica y la tuviera dentro de su arsenal, como se especulaba en ciertas revistas especializadas, el sueco le indicó que no había certeza de ello, pero que era absolutamente posible dada la cantidad de científicos de diferente origen que había venido al país atraídos por los buenos sueldos que se les ofrecían y por los abundantes recursos que el país poseía. Pretoria no contaba con bombarderos apropiados como para transportar una bomba atómica. Sus aviones de transporte en su mayoría eran unos muy bien cuidados C47, la versión militar de los viejos DC 3 de la Segunda Guerra Mundial, y sus cazas más modernos eran antiguos Mirage, a los cuales se les habían introducido importantes avances y que por su versatilidad se les denominaba Cheetas, pero su alcance y capacidad eran muy limitados. La verdad era que no poseía capacidad alguna para amenazar con un arma nuclear –de poseerla– a un país ubicado más allá de 500 kilómetros de sus fronteras. Pero la sola circunstancia de tener capacidad para desarrollar en forma exitosa un proyecto como aquel, ponía a sus Fuerzas Armadas en un sitial respetable frente al resto del mundo y producía temor entre sus vecinos

En lo que decía relación con el Partido African National Congress, Johan insistía en que Mandela era reconocido como el líder indiscutido, pero algunos de los dirigentes que estaban en libertad y que de hecho ejercían la dirección del grupo, tenían serias diferencias con otros opositores al apartheid, especialmente en cuanto al universo humano que el movimiento liberador debía aceptar. El ANC cobijaba a todos aquellos que estaban por terminar definitivamente con los privilegios de los blancos, por lo que en su seno había indios, blancos, “colors” y todas las minorías víctimas del sistema que se había impuesto por la fuerza. Los grupos más radicalizados sostenían que la lucha debía ser llevada a cabo por y para los negros, que eran los habitantes originarios del país, la inmensa mayoría y a quienes pertenecía la tierra. Así como América fue para los americanos, África debía ser para los negros. Pese a las diferencias internas y a las dificultades con otros grupos anti apartheid, la directiva del ANC contaba con hombres valiosos y decididos, los que poseían una visión más realista de lo que el común de la gente pensaba. Es más, no era desconocido que en varias capitales del mundo personeros suyos se reunían con los directivos superiores de la Empresa Anglo American, la más importante del país y controladora en la práctica de la mayoría de las explotaciones mineras sudafricanas. En esas citas ambos actores se esforzaban por llegar a ciertos consensos básicos acerca de cómo llevar a Sudáfrica a una nueva realidad, reuniones que al Primer Ministro P.W. Botha no le agradaban en absoluto. Luego, el sueco se refirió en forma negativa a Winnie Mandela, cosa que a Kelly extrañó sobremanera, pues poseía la percepción generalizada que había en el exterior en el sentido de que ella era en la práctica la alter ego de su marido preso. En verdad, así había sido antes, pero existía información creíble en el sentido de que Winnie se había dedicado a formar grupos radicalizados dentro del Partido como una manera de obtener poder personal e independiente, fomentando las diferencias y llegando al extremo de promover actos de violencia contra quienes no aparecían como sus incondicionales. En lo que respecta a Nelson Mandela mismo, le informó que la trilogía en el poder por motivo alguno permitiría su liberación, aunque cumpliera con la condición que se le había impuesto como precio a su libertad y que consistía, entre otras exigencias, a la renuncia pública a todo tipo de violencia. El diplomático nórdico especuló que si Mandela quedaba libre de hecho pasaría a ser el líder indiscutible de los más de treinta millones de negros que vivían en el país y que la suerte de los menos de cinco millones de blancos quedaría en sus manos. La idea más generalizada, añadió, es que el líder del ANC cuando abandone la cárcel reclamará la totalidad del poder, que no buscará acuerdo alguno con los dirigentes del Partido Nacional y que no habrá consideración alguna con los blancos, especialmente para con aquellos que de una manera u otra habían sido parte de las camarillas encargadas por años de ejecutar actos de abuso contra los negros. Agregó que, si Mandela era liberado, lo más probable sería que el país estallara en llamas por los cuatro costados y que todo aquel que fuera blanco correría peligro. “De allí es que ante la posibilidad de que aparezcan signos de liberación del jefe del ANC he estructurado un plan para cerrar la embajada, si ello fuera necesario, y para marcharme del país si resultara indispensable”, sostuvo. Estas últimas palabras, pronunciadas por un hombre sensato y especialista en el tema, cayeron como un bombazo en la cabeza de John, pues nunca había siquiera pensado en una posibilidad como esa. Dichas expresiones quedaron grabadas en su mente, pero no las compartió con nadie de la embajada.

Amor en cuatro continentes

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