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Lawrence y Daniel Kelly

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Existen antecedentes históricos según los cuales los romanos estaban ya al tanto de que en las islas británicas existían ricos yacimientos de carbón, localizados en varios sitios. Si bien la industria carbonífera se desarrolló lentamente sin tener mayor importancia dentro de la economía de Gran Bretaña, ciertos hechos hicieron que ese desenvolvimiento cansino, en un determinado momento, al inicio del siglo XVIII, adquiriera una velocidad vertiginosa que tuvo una influencia trascedente no solo desde el punto de vista de la economía, sino también en cuanto a la movilidad social del país y a su realidad política. De las diferentes regiones donde estaban localizados los mantos carboníferos, las más importantes eran Gales y lo que se llamó el North East, que incluía los territorios de Newcastle y Sunderland. Posiblemente, en concreto, donde se notaron con mayor intensidad los efectos de este fenómeno expansivo fue en la ciudad de Newcastle y sus áreas periféricas. Antes del comienzo de la verdadera fiebre del carbón, las tierras de la zona en su totalidad pertenecían a un puñado de miembros de la más alta aristocracia y estaban dedicadas básicamente a la crianza de ovejas. Para ello aprovechaban los ricos pastos de la región y el hecho de encontrarse cerca del río Tyne, circunstancia que les permitía enviar la carne a Londres a través de barcos de gran capacidad, lo que les otorgaba una ventaja sustantiva desde el punto de vista del transporte en comparación con el resto de los productores ovinos; así, llegaban con precios muy competitivos a los centros de consumo. Repentinamente esos terrenos pasaron a tener un valor extraordinario antes impensado, ya que lo que existía debajo de aquellos era por lejos más rentable que la superficie misma.

Desde el momento en que la industrialización del país adquirió un impulso intenso y acelerado, en que el aumento de barcos a vapor no cesaba y en que la carencia de carbón de otros países de Europa los obligaba a importarlo desde Inglaterra, la demanda por el oro negro se incrementó de una forma por pocos prevista. Los ricos latifundistas del área contrataban jugosas concesiones con industriales que se encargaban de abrir y explotar las minas, lo que permitía a los primeros obtener sustantivas ganancias sin tener que desplegar actividad alguna. Seguían preocupándose de los pastos, de controlar las enfermedades que afectaban a las ovejas y de las dificultades del traslado al puerto, pero todos ellos agregaban a sus ingresos una lucrativa riqueza que se daba solo por el hecho de que debajo de sus dominios hubiera carbón. Era una manera cómoda de ser más ricos. Por otra parte, los visionarios empresarios mineros no tenían problemas en pagar el costo de esas concesiones, ya que las utilidades que obtenían con la explotación de las minas eran realmente cuantiosas. Aquellos eran pocos y a fin de establecer una especie de unidad de explotación en los diferentes emprendimientos que iban abriendo, cada uno de ellos creó su propia empresa matriz que se encargaba de sus intereses en el área. En general los establecimientos mineros mismos no eran de grandes dimensiones, pero eran muchísimos en cantidad. El hecho de que fueran relativamente pocos los trabajadores en cada uno de los laboreos, les permitía a las empresas controlar fácilmente a sus mineros e imponerles condiciones de trabajo realmente abusivas. La creación de sindicatos para defenderse de esos abusos se dificultaba por el reducido número de trabajadores en cada mina y por la distancia que había entre una y otra, la que pese a ser relativamente corta, no posibilitaba aunar opiniones y tener la alternativa de presentar un frente común al sector empresarial. Pero ello fue poco a poco cambiando en el tiempo y en muchas minas se formaron sindicatos, los que en sus demandas fueron uniéndose a otros. Así se creó un consenso acerca de las mejoras que se reclamaban y de los medios para obtenerlas. Todo esto llevó a que se generaran asociaciones regionales primero, para luego llegar a la formación de una poderosa Federación Nacional del Carbón, la que adquirió tal fuerza que era capaz de poner en jaque la estabilidad del gobierno nacional, tal como sucedió en la prolongada y extendida huelga de 1926. Pese a esa fuerza política y social que poseían los mineros del carbón, que cada vez era más considerada por los partidos políticos debido al alto número de votantes involucrados, y por el gobierno consciente del poder que acumulaban, las condiciones laborales seguían siendo pobrísimas y las leyes que se empezaron a dictar para mejorarlas se ignoraban o se llevaban a la práctica en forma parcial, sin que los infractores tuvieran que pagar por ello. La influencia de los concesionarios, por su parte, era grande e imponerles obligaciones resultaba complicado para las capas dirigentes, las que por lo demás relativizaban su preocupación en el tema. Debía agregarse a todo lo anterior la acción de ciertos dirigentes sindicales destinada más bien a mejorar su propia condición personal que la de sus colegas en general. Quizás el mejor ejemplo para graficar la explotación a que estaban sometidos los mineros y la carencia de sensibilidad oficial sobre esta actividad lo constituye el calendario que se siguió en la determinación del límite mínimo de edad que la autoridad impuso para quienes quisieran trabajar en el interior de las minas. En 1872 se estableció que se podía bajar a los piques desde los 12 años, en 1900 se subió dicho límite a 13 años, en 1911 se determinó que lo podían hacer desde los 14 años, en 1944 se incrementó a los l5 años y en 1957 a los 16 años. Pensar que todo el país dormía tranquilo cuando en pleno siglo XX se permitía a los niños de 13 años bajar a las minas de carbón, resulta hoy casi imposible de imaginar.

Por otra parte, para un minero la alternativa de perder el trabajo significaba además de no recibir su ingreso monetario semanal, la pérdida del modesto hogar donde habitaba, el que era proporcionado por la empresa, y de las demás regalías a las que accedía, como educación para los niños y calefacción. El despido se constituía en el paso directo a la mendicidad. Por ello los trabajadores lo pensaban dos veces antes de intentar una acción sindical contra el patrón. En 1894 a nivel nacional eran alrededor de 76.000 los sindicalizados, número que se fue incrementando aceleradamente en los años siguientes. En 1913 había 203.400 sindicalizados.

El proceso de crecimiento de la industria del carbón hizo que los dueños de las concesiones mineras pasaran a formar parte importante de la alta burguesía del país y con ello adquirieran influencia no solo económica, sino también política. Siendo un número reducido de empresarios les era más fácil ponerse de acuerdo para defenderse de los movimientos sindicales y sus peticiones, y presionar a las autoridades en su propio beneficio. Pudieron delinear con facilidad estrategias que los hicieron pasar a ser verdaderos polos de empleo y por ende poseedores de un poder difícil de equilibrar. Es así, por ejemplo, que en 1894 la empresa Lambton tenía en la zona North-East 7.500 trabajadores, número que en 1913 había subido a 13.905, mientras que la compañía Bolckow Vaugha poseía 5.743 obreros en 1894 y en 1913 contaba con 9.463.

Para formarse una idea de la transformación económica y social que produjo en el país el auge carbonífero, baste pensar –considerando la población inglesa de la época– en las cifras de incremento de la producción de carbón y la cantidad de gente que ello requirió. En 1770 hubo una extracción de 6 millones de toneladas, la que subió a alrededor de 30 millones en 1836, para alcanzar en los primeros años del siglo XX las 242 millones de toneladas. Lo anterior, lógicamente, trajo como consecuencia cambios demográficos radicales por la cantidad de personas que se necesitaban en las faenas, lo que generó traslados masivos a las zonas carboníferas. Hubo un profundo efecto migratorio. Trabajadores procedentes de todo el país y sus familias se mudaron a las áreas donde se abrían las minas. En la región de North-East los migrantes no solo venían de Escocia, que estaba relativamente cerca del río Tyne, sino que los hubo de las más diversas partes del territorio. Basta acotar algunos datos estadísticos relacionados con Newcastle para apreciar la magnitud del fenómeno. En el año 1660 la ciudad tenía una población de 12.000 habitantes, la que se incrementó sucesivamente a 28.000 en 1800, a 87.000 en 1850 y a 215.000 en 1900. En los primeros años del siglo XX era la tercera ciudad del país en cuanto a tamaño y se decía que era la más rica.

Dentro de la estampida económica y social descrita existía un pequeño grupo de mineros que no ingresaron a la actividad debido a este estallido carbonífero. Ellos estaban desde antes allí. Pertenecían a familias que durante generaciones habían laborado en el carbón en la zona del North-East cuando aún la industria no adquiría la relevancia que tuvo posteriormente. Eran orgullosos descendientes de otros mineros, los que a su vez procedían de ancestros cuya única meta en la vida era introducirse diariamente a las profundidades de la tierra para robarle el oro negro. No poseían otro objetivo que convertirse en mineros del carbón y cumplir luego con la tradición familiar de ser capaces de traspasar esos ideales a sus descendientes. Sabían que sus salarios eran misérrimos y que cada vez que bajaban a la mina su vida corría peligro, ya fuera por un derrumbe, por la precaria seguridad con que estaban afirmados los socavones, por la carrera loca de un carro lleno de mineral que se escapaba de su curso o por una explosión mortal de gas metano, que denominaban grisú. Ellos y los suyos estaban conscientes de todo eso, pero el orgullo de ser minero del carbón constituía una vocación irrenunciable.

Lawrence Kelly era un hombre delgado, de piel muy blanca, callado, de mediana estatura y que se caracterizaba por una mirada que llegaba a ser casi triste. Corría la parte final del primer decenio del Siglo XX y él se encontraba en sus tempranos treinta años de edad. Desde los 12 años había trabajado en una mina de carbón de tamaño regular situada a unos 50 kilómetros al norte de Newcastle en un campamento denominado Fatmill. Era hijo y nieto de mineros, lo que lo llenaba de orgullo. Había en esa precisa faena un número de alrededor de 600 trabajadores, los que bajaban todos los días a los laboreos divididos en tres turnos de ocho horas cada uno, tiempo que se contaba desde el momento que llegaban al frente de trabajo, lo que en la práctica hacía que la jornada diaria durara más de diez horas. Si se agregaban los obreros de superficie y las familias de todos ellos, la población del campamento era cercana a las 3.000 personas. Casi al frente de la mina y separada por una hermosa extensión de tierra plana de algo más de dos kilómetros de verde y hermoso pasto, que los dueños del suelo dedicaban a la crianza de ovejas, estaba el pueblo del mismo nombre, donde se encontraban los servicios públicos, la estación de tren, dos establecimientos comerciales, una residencial y hasta tenía la peculiaridad de contar con un templo masónico de hermosa construcción. Ese pedazo de tierra verde brillaba en los escasos días de sol, lo que le otorgaba alegría al ambiente circundante que contrastaba con el lúgubre espectáculo del interior de la mina y el aire enrarecido que allí se respiraba. En el pueblo estaban también los dos bares donde los mineros y los habitantes de la comarca se juntaban en la tarde a beber cerveza. Para los primeros, por razones obvias, el regreso a casa era más complicado por la distancia a recorrer después de haber habitualmente ingerido cerveza en cantidades mayores a las adecuadas.

La mujer de Lawrence, Mary, algo menor que él, tenía características similares, ya que también era delgada, de piel muy blanca y mirada taciturna. Dentro del hogar trataba de pasar inadvertida, pero tenía la particularidad de ser tremendamente observadora y de poseer una inteligencia y una capacidad de resolución extraordinarias, las que astutamente sabía esconder refugiándose en su forma callada de actuar. Estaba plenamente consciente de su realidad y de lo difícil que sería cambiarla, pero no quería que sus hijos debieran repetir en sus vidas el ciclo inexorable en que se fundaba el futuro que se presentaba ante sí. Identificaba claramente cuáles eran las posibilidades en su devenir y en el de los suyos, y que aquellas los arrastrarían inexorablemente a una vida plana, sin mayores expectativas. Esto lo pensaba con certeza, pero lo callaba, pues entre los suyos no habría sido comprendida. Mujer de acendrada fe, compartía sus dudas con el pastor de su iglesia, un religioso bonachón que entendía perfectamente la mentalidad y los temores de Mary. Lawrence y su esposa eran originarios del mismo pueblo, se conocían desde la infancia y después de un breve noviazgo se habían casado hacía cuatro años. Tenían una hija de dos años a quien habían bautizado como Elsie, en homenaje a una abuela de ella.

Habitaban en Fatmill una casa tipo igual a la que la empresa propietaria construía para todos sus trabajadores, a excepción del pastor de la iglesia, quien además de sus labores religiosas tenía un trabajo específico relacionado con la producción. Dichas construcciones tenían un muy pequeño patio anterior que daba ingreso a una habitación que era usada como dormitorio, la que estaba unida con una puerta de por medio con otra donde estaba ubicada una chimenea que servía de cocina y de calefacción. Es decir, se ingresaba por el dormitorio que daba al patio delantero y la cocina-comedor-sala daba al patio trasero. La sala-comedor, por sus dimensiones aceptaba una mesa de regular tamaño, cuatro sillas y un espacio donde colocar algún mueble como un pequeño sillón. Pegado a la chimenea-cocina había un espacio donde estaba instalado un balde metálico que tenía capacidad para cinco litros, con lo que se conseguía obtener agua caliente al llenarlo con el agua fría que traía la única canilla que tenía la casa. En ese mismo lugar, una vez a la semana, se instalaba sobre la mesa del comedor un gran tiesto de latón que permitía llenarlo de agua caliente y así cada miembro de la familia, a su turno, procedía a bañarse por partes. Durante el resto de la semana el aseo personal se hacía con el agua corriente de la llave de agua fría. Pegado al techo se instalaban unos cordeles que se bajaban durante la noche para que se secara la ropa que se había lavado o se había mojado producto de la lluvia. El segundo piso estaba constituido por una especie de buhardilla pues tenía un techo de baja altura en forma de V invertida, por lo que resultaba difícil para un adulto estar de pie. Mientras los hijos eran pequeños no había mayor dificultad, pero una vez que estos crecían la ubicación de los camastros se hacía más complicada, dificultad que era directamente proporcional al número de descendientes de la pareja. La cocina daba a un pequeño patio interior que a una distancia de unos cinco metros de la construcción principal poseía dos piezas separadas, una era la entrada al pozo séptico y la otra a la carbonera donde se almacenaba el combustible que se usaba en la chimenea. Estas piezas dejaban un espacio de unos tres metros entre ellas, donde se ubicaba una puerta que daba salida a la calle trasera. Las casas estaban unidas una a otra, en grupos de más o menos quince de ellas. Cada bloque, en la parte posterior de las construcciones, tenía un horno de barro que podía ser usado por los habitantes. Ahí se cocinaba cierta comida y se horneaba el pan, y muchas veces algunas familias se juntaban a su alrededor para una celebración especial u organizaban en conjunto encuentros donde la comida y la bebida era aportada por todos.

Lawrence, siguiendo la profunda y arraigada tradición de la familia, se sentía cómodo con su existencia en Fatmill. Si bien es cierto que las condiciones de vida eran precarias, ya que las jornadas de trabajo eran largas y duras, la paga escasa, el trato de los capataces seguía el padrón heredado desde siempre en orden a que –para mejorar la productividad– se debía ser “duro” con los subordinados, y la posibilidad de perder un miembro del cuerpo o incluso la vida debido a los múltiples accidentes provocados por la falta de seguridad era real, él estaba satisfecho con su propia realidad. Tanto para él como para el resto de sus compañeros que “traían la mina en la sangre”, todo eso resultaba normal. Se sentían herederos de una especie de orgullo por faenar extrayendo ese “precioso mineral negro”, el que era un signo básico del poder de Inglaterra, pues en ese entonces, más que nunca, se había constituido en el motor sobre el cual se sustentaba la revolución industrial de la cual tanto se hablaba. Ellos extraían el carbón de mejor calidad en el mundo. La educación de los esposos Kelly era escasa y la comprensión de lectura era mejor en ella que en él, a lo que se sumaba en favor de Mary la callada diferencia en cuanto a la inteligencia e inquietudes de ambos cónyuges. Las jornadas laborales eran tan intensas, que el dueño de casa –quien trabajaba en el primer turno– llegaba a su hogar alrededor de las seis de la tarde agotado y solo con deseos de comer algo y luego tenderse en su cama. El diálogo de la pareja era pobre y la opinión de Lawrence se imponía sin contrapeso pues ella evitaba toda confrontación, aunque muchas veces al final se seguía, gracias a su astucia, el camino que ella silenciosamente había ideado. Él, como dueño de casa, dentro de los esquemas que existían en esa parte de Inglaterra, trataba con un respeto poco usual a su cónyuge, aunque ella no daba motivos con su conducta para que hubiera algún conflicto. En el fondo, además de quererla, era incapaz de ofenderla de palabra o con actos violentos.

Lawrence tenía muy cercanas las consecuencias que podría traer aparejada la faena, ya que su padre había sido víctima de un gran derrumbe, el que lo había dejado cojo de por vida. Dicho accidente no impidió que continuara desempeñando su labor, pese a que la incapacidad física parcial a veces le pasaba la cuenta al sentir fuertes dolores. Lawrence mismo había sido testigo directo de la suerte corrida por sus cercanos en la mina y la muerte de alguno de ellos no había estado ausente. Pero eso, pensaba, era parte de la vida.

El minero del carbón poseía por la mina un sentimiento lleno de contradicciones que resulta complicado de explicar. La odiaba por ser el vehículo que lo llevaría a tener una existencia absolutamente plana y humilde, y porque sabía que la alternativa de que su salud se deteriorara en cortos años o que repentinamente su vida se esfumara, eran efectivas. La cantidad de obreros que llegaba a una edad cercana a los cuarenta años padeciendo de silicosis y que al final morían ahogados por la incapacidad de sus pulmones para absorber el oxígeno que el cuerpo necesitaba, era grande y todos estaban contestes que ese destino era con seguridad el propio. Las estadísticas, que para la inmensa mayoría de los mineros eran desconocidas, resultaban lapidarias. Entre 1901 y 1910 en el país habían muerto 10.977 mineros del carbón producto de accidentes habidos en las minas y se habían contabilizado 1.097.700 accidentes no fatales.

Pero por otra parte esos hombres sentían por la mina un amor irrenunciable, una aventura diaria a la que no se podía dejar de ir, un sitio que contenía las viejas tradiciones, un lugar de encuentro con quienes habían crecido juntos desde niños. La imposibilidad de ser minero era casi un estigma social, pues todos llevaban grabado en la mente el amor al túnel oscuro y frío que día a día los recibía para seguir un destino común. Buscar un trabajo diferente constituía una alternativa impensable. Bajar al fondo de la tierra resultaba una novedad diaria única. Hasta la familiar relación con los ratones que se ocupaban de hacer desaparecer las suciedades de la mina era algo visto casi con afecto. Estaba en sus genes la determinación de que, si se provenía de una familia de mineros, debía honrarse la tradición. Por otra parte, el tema casi único de conversación entre todos los que compartían la experiencia diaria de arrancar el tesoro negro, era la mina y sus actividades, las presentes y las que formaban parte de la historia casi mitológica que cada uno de los piques tenía. Los encuentros en las modestas cervecerías del pueblo, que al final constituían la única real entretención de que disfrutaban, estaban casi en su totalidad destinadas a comentar lo que pasaba o lo que había sucedido años atrás en el fondo del socavón.

Todos los compañeros de Lawrence habían tenido y tenían la misma meta, tanto para su propia vida como para la de sus hijos hombres y para sus nietos: diariamente internarse en lo más profundo a bordo del primitivo ascensor que los llevaba a su destino, el que era movido por esas dos grandes ruedas que giraban en sentido contrario, las que hacían que aquel ascendiera o descendiera según el caso. Esta forma de pensar y proceder había creado una especie de parecido físico entre ellos, pues eran de contextura delgada y muy blancos de piel debido a la falta de luz existente en sus vidas. La oscuridad de la mina y el escaso sol que durante todo el año brilla en esa parte de Inglaterra, hacían que sus contactos con el astro rey fueran escasos. A lo anterior había que agregar que muchos aumentaban su palidez por lo extendida que era la tuberculosis entre los habitantes de esa región, lo que le daba a todo este cuadro una característica aún más dramática. Adicionalmente estaban presentes los estragos, especialmente en los niños, que causaban las continuas epidemias de difteria. Pero para ellos nada de lo anterior valía, ya que la mina era el destino natural de su existencia e incluso lo amaban.

Mary Kelly, en el mes de enero de 1908, recibió a su marido con la noticia de que parecía que estaba embarazada. En realidad, la tendencia entre las familias locales era la de tener muchos descendientes, en lo posible varones. La estrechez de las viviendas no constituía un elemento que hubiera que considerar. Todos debían acomodarse. El índice de mortalidad infantil debido a las malas condiciones sanitarias, a ciertas enfermedades comunes y en muchos casos a lo frugal de la dieta diaria, era alto, pero la existencia de niños hombres daba la posibilidad de un rápido ingreso al mundo laboral en la mina, y de esa manera dar a la familia un cierto desahogo económico. Por todo ello el anuncio de la llegada de una nueva criatura siempre resultaba bienvenido, sentimiento incrementado por la importancia que al hecho le otorgaba el pastor en sus homilías dominicales, las que en realidad eran la orientación espiritual única que recibían. El arribo de un hijo, les decía, es una bendición directa del Señor al seno de una familia y hay que recibirlo con esperanza, alegría y agradecimiento. Cuando Lawrence escuchó la nueva que le tenía Mary no estuvo ajena de su mente la esperanza de que el sexo de la criatura por venir fuera masculino, pues ello le permitiría mantener la tradición recibida de su padre en orden a que otro Kelly tomara la posta en la mina.

La espera y el alumbramiento para la madre fueron normales. La felicidad de Lawrence fue inmensa cuando la matrona que atendió a Mary durante el parto llevado a cabo en la habitación que a ellos les servía de dormitorio, le dijo que se trataba de un niño. Esa noche el hombre se dirigió lleno de gozo a una de las cervecerías, la preferida de él, y bebió con sus amigos hasta embriagarse, lo que dificultó sobremanera el despertar del día siguiente para concurrir con puntualidad al trabajo. Sabía que una ausencia a las labores le podría traer consecuencias serias, las que serían más gravosas ahora que tendría una nueva boca que alimentar. Pero para él levantarse con la “cabeza pesada” no era inusual.

Con el tiempo supieron que el parto, si bien pareció normal y el niño había sido robusto y saludable, produjo en Mary lesiones interiores serias derivadas del mal manejo de la matrona, lo que la dejó en la imposibilidad de volver a quedar embarazada. Ella se dio fácilmente a la idea de solo dos hijos, y daba gracias a Dios que tendría una niña que la acompañaría por muchos años y un varón que desde el mismo momento en que supo de su existencia ocupó en su corazón un lugar de absoluto privilegio. La madre intuyó desde el primer instante que la relación con ese niño sería muy cercana y que se transformaría para ella en la mayor dedicación y felicidad de su vida. Claro que esos sentimientos no los compartió con nadie y los mantuvo dentro de lo más profundo de su ser, acariciándolos e incrementándolos. Quien menos debía saber de ello era su marido, pues de seguro le enrostraría que estaba criando a un hombre que carecería de la osadía y la valentía que requería un minero. Tampoco era la intención de Mary crear celos en Elsie, su hija, a la cual cuidaba con todo el esmero que una madre puede proporcionar y a la que enseñó desde muy pequeña los valores necesarios para enfrentar su propia existencia y, sobre todo, la que tendría como adulta cuando decidiera formar su propia familia, lo mismo que ciertas habilidades manuales que a su vez ella había heredado de quien la había traído al mundo. La madre tenía una secreta esperanza sobre el futuro de su primogénita y poco a poco orientó su vida en la dirección deseada.

El niño fue bautizado en una muy simple ceremonia en la iglesia de la localidad y a insinuación del pastor Charlie recibió el nombre de Daniel, pues el presbítero narró que el profeta de ese nombre había sido uno de los más trascedentes en el Antiguo Testamento y que se caracterizó, según la Biblia, por su fortaleza. Ello hizo nacer en el alma de Lawrence la idea de que su retoño sería un hombre destacado y fuerte, como ese profeta, lo que le permitía esperar que tuviera un futuro expectante dentro de la mina cuando fuera adulto. El religioso, a su vez, contaba con la simpatía y la confianza del pueblo entero y quizás una de sus más entusiastas admiradoras era Mary. El pastor Charlie, que pertenecía a la iglesia metodista, era un hombre de mente abierta que trataba de orientar a su grey dentro de la realidad social y económica que se presentaba en la mina. Sus pensamientos, los que expresaba cuidadosamente ya que resultaban avanzados para su tiempo, y su capacidad especial de comprensión hacia su gente, le daban una oportunidad única para penetrar en los hogares del poblado, lo que hacía que su opinión fuera un referente obligado al instante de adoptar una resolución familiar de trascendencia. Tenía su oficina en la sacristía misma y existía una puerta lateral que permitía la entrada a aquella sin necesidad de ingresar al templo, lo que proporcionaba la alternativa a los mineros o sus familias que no profesaban la religión de conversar con el presbítero independientemente de su credo. Por ser pastor tenía una vivienda más confortable, que incluso poseía un pequeño piano, pese a tener oficialmente la calidad de un obrero común de la empresa. La iglesia misma estaba ubicada en la calle principal del poblado y su construcción primitiva de piedra había sido levantada en 1854, y recibido modificaciones y ampliaciones en 1879 y en 1904. El templo llenaba de orgullo a la población local.

La infancia del sano y robusto Daniel trascurrió dentro de la normalidad habitual de los niños de su edad. Fue a la escuela local que estaba ubicada prácticamente al lado del templo. El establecimiento educacional, mixto, había sido levantado en 1891. Pertenecía al “County” respectivo, el que establecía estrictas órdenes de funcionamiento y mantención, según las cuales la colaboración de los padres resultaba fundamental. Estaba regido por el acta de 1870 que indicaba claramente: “El colegio debe ser manejado de acuerdo con las condiciones establecidas para cualquier colegio primario y en caso que ello no sea así no podrá obtener una subvención parlamentaria anual”. Además, debían cumplir estrictamente las instrucciones generales impartidas por el Comité de Educación del County dictadas en 1905. Por otra parte, las reglas de disciplina para los alumnos eran estrictas y de acuerdo al decálogo que regía debían ser estudiantes esforzados y ordenados, como una manera de preparase para servir adecuadamente al país y al rey. Esa meta hipotéticamente alta se contradecía con la realidad, especialmente en los niños, pues los hechos de la vida harían que “la alta calificación” los llevara inexorablemente a un mismo destino: la boca de una mina. El establecimiento daba educación hasta que los alumnos cumplían catorce años, pero en la realidad la mayoría de ellos abandonaba la escuela a los once para ingresar a trabajar a la mina, aunque todo el mundo estaba consciente que se vulneraba la ley en cuanto a los límites de edad establecidos. Las niñitas normalmente continuaban hasta los catorce años, para después dedicarse a ayudar a sus madres en las labores propias del hogar y a esperar tener los años suficientes para ser pretendida por algún minero joven, al que habitualmente habían conocido en la escuela.

Desde el momento mismo en que ingresó a estudiar, Daniel se destacó por su inquietud, inteligencia, capacidad de observación y tranquilidad. Todo le interesaba y trataba de asimilar la mayor cantidad de información. Su madre seguía muy de cerca esta conducta intelectual inquieta del muchacho y le causaban gran alegría los adelantos que demostraba y los triunfos que obtenía con sus calificaciones. Además, lucía condiciones para jugar al fútbol, otra cosa que en la comunidad minera era muy apreciada. La totalidad del poblado, como también la totalidad de los habitantes de la región, eran hinchas del equipo Newcastle United que jugaba en la primera división de la Liga Inglesa. Había sido fundado en 1892 y ese mismo año se había iniciado la construcción de un moderno estadio. Para todos los hombres del área, en especial los jóvenes, escuchar las transmisiones radiales domingueras cuando jugaba el Newcastle United era un programa obligado. Se juntaban en la casa de aquel que tuviera el mejor receptor y gozaban o sufrían de acuerdo al movimiento del marcador. Daniel sería un hincha incondicional de ese club durante toda su vida y su sueño consistía en asistir alguna vez a presenciar uno de sus encuentros.

Lawrence no le daba mayor transcendencia al quehacer escolar de su hijo y a sus inquietudes. Solo le interesaba que tuviera buena salud y que supiera defenderse a sí mismo, por lo cual siempre le predicaba que era fundamental para un hombre saber enfrentarse con otro cuando llegaba el turno de las bofetadas. Mary, en consideración a los proyectos no escondidos del padre respecto del futuro del hijo, sentía honda preocupación por el porvenir de Daniel. Como primera medida consiguió el acuerdo del padre para que el niño terminara la escuela a los catorce años y que por motivo alguno lo retirara antes de esa edad. Con ello, pensó, a lo menos podía postergar por un lapso los deseos paternos de que el hijo debería ser un buen minero del carbón. Cuando comenzó a acercarse el cumpleaños décimo catorce de Daniel, Mary inició la estrategia que por años había pensado destinada a conseguir un futuro diferente para su hijo. Un día, en una conversación de absoluta confidencia y sabedora que el religioso guardaría reserva, le confesó a Charlie que no quería que su hijo fuera un minero como el padre. Poco le importaba “la tradición familiar” de que tanto se hablaba. Ella entendía la atracción que la mina producía en todos los hombres locales, incluyendo a quienes habían sido su padre y su suegro, pero no deseaba que su hijo estuviera condenado a tener una vida pobre en lo económico y absolutamente chata en lo espiritual e intelectual. Le agregó que incluso pensaba que sería una traición hacia la bondad divina por haberle dado un hijo con tantos talentos como los que tenía Daniel y temía a Dios por no haber hecho lo necesario para intentar que él buscara caminos que le pudieran dar alternativas más promisorias en todos los aspectos de la vida. El jefe de la iglesia local comprendió perfectamente lo que Mary pensaba y decía, y se mostró dispuesto desde un comienzo a tener una especie de sociedad secreta con ella para logar sus objetivos.

A su vez Daniel, en la medida en que fue creciendo, se percató de que nacía desde el fondo de él una inquietud por saber y conocer más de todo. Le gustaba estudiar y lo que sucedía a su alrededor lo motivaba. Es cierto que las conversaciones en el seno de su casa se limitaban a la vida de lo que acaecía dentro de la mina y en la superficie a su alrededor. Esa era, por lo demás, la realidad que se vivía en la casa de todos sus amigos. Él no odiaba la mina. Todo lo contrario. Las historias paternas referidas al presente y al pasado de lo que sucedía en ella lo cautivaban y también soñaba con la posibilidad de que algún día él podría formar parte de ese grupo de hombres que con orgullo se declaraban mineros del carbón. Ahí residía la contradicción, pues tener que iniciarse como minero a los catorce años era una limitante para el cumplimiento de los sueños que la lectura de los libros que calladamente conseguía de la biblioteca local hacían florecer en su cabeza. Por su mente pasaban una y otra vez los relatos que Emilio Salgari hacía de Malasia, de la selva africana y de Estados Unidos. En las noches, antes de quedarse dormido, su imaginación volaba a una velocidad increíble y él se sentía de alguna manera parte de los escritos del autor italiano. A su vez, siendo todavía un niño, los relatos de los hechos que habían sucedido en Europa Continental con motivo de la Primera Guerra Mundial lo llenaban de curiosidad y ansiedad. En este último aspecto influyeron de una manera determinante las historias, ciertas o creadas, narradas por el tío de un compañero de colegio, quien tempranamente volvió del frente de batalla sin un brazo. Le angustiaba pensar en las trincheras donde hombres menores que su padre pasaban semanas esperando que el bando contrario los atacara o intentando preparar ellos mismo un ataque para avanzar sus posiciones en lo que en definitiva no eran más que unos pocos metros. En las noches de lluvia invernal, cuando además del agua que caía el frío arreciaba, no podía borrar de su cabeza a esos individuos que habían vivido y dormido con el barro hasta las rodillas y donde habían debido permanecer porque la táctica de la guerra lo necesitaba. Tenía pesadillas viendo en sus sueños las nubes de gas mostaza que se acercaban a la trinchera donde él hipotéticamente estaba y como muchas veces no encontraba a mano la máscara protectora o se la ponía defectuosamente. Todo ello hacía que despertara con tremendas angustias y mojado en transpiración. Indudablemente era un tipo de muchacho que poseía una sensibilidad especial, la que desde muy temprano supo esconder para no tener dificultades con su progenitor y con el destino que este le había marcado, o con sus amigos, para quienes todos esos temas estaban muy lejos de sus preocupaciones.

La relación con su padre era buena, ya que Lawrence en el fondo se sentía contento por el hijo que tenía. El hecho que en la escuela se destacara y que sus notas fueran siempre buenas, le producía cierto orgullo que no manifestaba. Quizás el hecho más conflictivo en esta relación padre e hijo se produjo cuando Daniel debe haber tenido unos trece años. El padre volvió de la taberna con unas cuantas cervezas de más y dando muestras de una agresividad verbal poco habitual en él. Por un motivo sin trascendencia alguna retó a la madre, la que intentó contestar la injusticia que dicho enojo significaba, lo que provocó que el padre intentara agredirla, en una reacción que no había acaecido en todos los años que llevaban casados. Daniel se puso en medio de ambos y desafió a Lawrence, diciéndole que si le tocaba un pelo a su madre él haría uso de cualquier elemento que tuviera a mano para defenderla, sin importarle las consecuencias que su acción pudiera tener. No toleraría por motivo alguno que siquiera rozara a Mary. El minero en un comienzo intentó desatar su furia en su hijo, quien por talla y peso estaba en una situación evidente de inferioridad. Sin embargo, fue tal la decisión que vio en los ojos del muchacho, que más allá de los grados de alcohol que tenía en el cuerpo comprendió que provocaría un incidente con características policiales cuyas consecuencias resultarían impensables. A fin de no aparecer disminuido frente a los suyos, ya que Elsie muy asustada también presenciaba la escena, decidió salir de la casa y no regresar hasta un par de horas después con una actitud evasiva, callada y de no confrontación. Esa fue la única vez en la vida en que ambos se vieron tan interiormente separados, pero a la totalidad de los presentes no le cupo duda alguna de que Daniel estaba realmente dispuesto a todo y cuando se decía a todo, era textual.

Poco antes del incidente entre padre e hijo que casi termina por la vía violenta, Mary había dado cuerpo en su mente a la soterrada operación que por tanto tiempo había planeado, en cuya concreción resultaba pieza básica el pastor Charlie. A su vez, ella tenía en su cabeza un proyecto diferente y especial para Elsie y se lo había comunicado en secreto a ella, sin darle mayores detalles, pero tenía primero que salvar el paso de los catorce años de edad de Daniel, para lo cual no faltaba mucho tiempo. Le pidió a su hija, después de terminar los estudios que se daban en la escuela local, que se esforzara en las lecciones de costura que ella le daba, las que se fundaban en técnicas que a su vez ella había aprendido de su madre. Le puso de relieve la necesidad de que se divirtiera con la gente de su edad, pero que por motivo alguno aceptara algún noviazgo serio, pues casarse con un minero sería condenarse a limitar su existencia para siempre. Esa petición no era fácil de cumplir, pues la niña era especialmente bonita y poco a poco empezaron a rondarla un variado número de pretendientes locales. Mary se percató de que su hija tenía unas manos privilegiadas para la costura y constantemente la instaba a desarrollar esas habilidades, las que se constituirían en la base de su proyecto. Si continúas esforzándote como lo has hecho hasta ahora –le decía– y sigues aprendiendo nuevas modalidades de costura, te garantizo que pronto estarás en condiciones de postular a algún trabajo en Newcastle, pero por ahora deja todo esto en reserva, como un secreto entre ambas, y persiste en tu empeño.

En cuanto a Daniel, Charlie continuaba decidido a asistir a la madreen la materialización de sus planes. Al pastor le impresionaba la claridad mental de aquella mujer sobre el futuro de sus hijos y la capacidad de resolución excepcional que tenía si se comparaba con la visión del resto de las madres del pueblo. Para concretar el proyecto ideado lo había invitado a compartir su humilde mesa dos o tres veces a fin de producir una cercanía entre el clérigo y su marido. A su turno, había aconsejado a Daniel ir a conversar con el religioso, a objeto de encontrar en él no solo un guía espiritual, sino también una conducción de vida, pues era “un hombre sabio”. La madre pretendía que esos diálogos ayudaran a abrir aún más la mente de su hijo. El consejero espiritual al poco tiempo ratificó su idea previa en orden a que en el niño existía una dualidad que aparentemente no tenía solución. Por una parte, quería seguir interesado en estudiar y en estar al tanto de todo lo que pasaba a su lado, pero por otra la mina y sus historias ejercían sobre él un magnetismo casi imposible de evitar. A eso se agregaba la segura desilusión que para su padre significaría que no quisiera iniciar su vida de minero después de finalizada la enseñanza en el colegio local, perdiéndose así la tradición familiar que él tanto acariciaba. Frente a ese cuadro el pastor decidió primero encontrar una solución a las inquietudes y preocupaciones del niño, para luego intentar, en la misma línea, una aproximación con el padre.

Daniel, a través del pastor, supo que, al sur Newcastle, algunos kilómetros más allá del río Tyne, en un lugar alejado de centros poblados, existía una afamada escuela técnica especializada en materias relativas al carbón y su explotación, la que tenía categoría de universidad. Gozaba de gran renombre en todo el país, en especial entre los conocedores del tema. Los estudios allí estaban al nivel de los mejores del mundo en minería carbonífera. Por otra parte, había una organización relacionada con su iglesia que estaba en condiciones de ofrecer unas pocas becas para niños sin recursos y académicamente aprovechados con el objetivo de que hicieran en aquella institución estudios avanzados en minería del carbón. El buen Charlie le mostró folletos y le expuso la posibilidad cierta de que él, si continuaba con el mismo ritmo de estudios en lo que le quedaba de colegio y con la conducta de individuo decente que había demostrado a lo largo de su vida privada, podía aspirar a que dicha alternativa se transformara en certeza. De ese modo podría seguir pensando en la mina como algo importante en su vida, pero al mismo tiempo podría alcanzar un nivel gigantescamente superior al que obtendría como un minero común y corriente, no solo en el campo económico, sino también en los aspectos social y cultural. Daniel vio la luz a la salida del túnel para todas sus dudas y la solución que se le planteaba tenía la particularidad que resolvía la totalidad de sus temores y satisfaría la unanimidad de sus expectativas, a excepción del posible desencanto paterno. Ante la expresión de esa duda, el presbítero le pidió que esa parte se la dejara a él. De paso, le confesó que estaba cierto que una aventura como esa haría inmensamente feliz a su madre. Los diálogos entre Daniel y el pastor rindieron el fruto buscado por este último y de común acuerdo adquirieron el compromiso de mantener todo en secreto.

En una reunión posterior en casa de los Kelly, junto con saborear una comida especial dentro de la habitual frugalidad, el canónigo preguntó a Daniel qué estaba pensando sobre su futuro cuando pusiera término a sus estudios en la escuela local. Antes de que el muchacho pudiera pronunciar una sílaba, Lawrence respondió que ya había hablado con su capataz mayor y que estaba todo listo para que apenas terminara ese año escolar recién iniciado, se incorporara a las labores de la mina, con lo cual podía seguir viviendo en esa casa, ahorrar un tanto por ello y al mismo tiempo cooperar con algo en la mantención de la familia. El jefe de la iglesia, con la sabiduría que da la profesión de dar sermones diferentes todas las semanas y con la habilidad y la capacidad propias para tocar las fibras más sensibles de los seres humanos, hizo un inteligente alegato en que comenzó poniendo de relieve la importancia de las tradiciones familiares y la conveniencia que los jóvenes se percataran de ellas y de las obligaciones que les imponían. Luego se detuvo en la personalidad de Daniel, en sus condiciones humanas e intelectuales sobresalientes y en la capacidad de ejercer un liderazgo entre sus iguales. Agregó que dichas condiciones debían ser aprovechadas y que era obligación de los padres intentar que sus hijos, junto con honrar las tradiciones familiares, aprovecharan adecuadamente los “talentos” que el Señor les había otorgado. De ahí que esa responsabilidad de los progenitores tenía no solo una dimensión humana, sino también conllevaba una connotación sobrenatural de la cual tendrían que darle cuenta al Señor. El Padre, dijo Charlie, ha puesto a tu cuidado un ser bastante excepcional y “tú algún día, Lawrence, le tendrás que dar cuenta de ello”. Añadió que frente a todo lo dicho entendía que era fundamental mantener la tradición familiar de continuar unidos a la mina y la conveniencia que hubiera algo más de dinero en el hogar, pero que no se podía eludir la responsabilidad de orden espiritual que les había mencionado.

Las palabras del pastor provocaron un impacto evidente en el dueño de casa, que pese a sus esfuerzos le resultaba imposible de disimular. El remezón interno que le había producido oír palabras tan hermosas respecto de su hijo había traspasado la dura coraza que poco a poco crea en los mineros el hecho diario de bajar a las profundidades de la tierra. De las mejillas de la madre rodaron unas lágrimas estudiadas en el contexto de una cara artificialmente sorprendida, pero en el fondo emocionada por las expresiones que acaba de escuchar. Elsie no escondía su alegría por oír cosas tan hermosas respecto de su hermano y de alguna forma sentía que también le llegaban a ella, pues tenía conciencia que poseía “talentos” que iban más allá de lo común entre sus iguales y por ende sus padres también deberían velar por cumplir adecuadamente sus responsabilidades ante el Señor.

Lawrence, con su emocionado silencio, dio pie al presbítero para seguir elucubrando sobre el futuro de Daniel. Agregó que él creía haber encontrado una solución que satisficiera el cumplimiento de todos sus deberes y expectativas como familia. Le dijo que existía un instituto técnico de altos estudios encargado de capacitar profesionales para la industria del carbón, el que estaba localizado cerca de Newcastle. Le narró detalles del instituto y le contó sobre la existencia de la beca que él creía poder conseguir para su hijo. Si este con su esfuerzo era exitoso en aprender las técnicas altamente especializadas en minas de carbón que allí se enseñaban, seguiría ligado al oro negro de por vida de acuerdo con la tradición familiar, pero desde un sitial que pondría orgullosos a sus antepasados y que les reportaría beneficios a todos. Por otra parte, le dijo, al tener su hijo la calidad de becado en el instituto de altos estudios mineros, tendrás una boca menos que llenar aquí en casa y se abre la alternativa de que si él demuestra interés y es un buen alumno, el propio Instituto, desde el segundo año en adelante, le podría otorgar la condición de asistente de cátedra, con lo cual obtendría una paga que no dejaba de ser significativa para el nivel de ingreso de los mineros. Claro que esta última alternativa significaría que Daniel debería dedicarse ciento por ciento a sus estudios, sacrificando incluso los fines de semana, por lo que pasaría largos periodos sin que se pudieran ver.

El alegato del pastor fue tan convincente, que él mismo después confesó a Daniel que estaba seguro de que el Espíritu de Dios le había “dado una mano” especial durante esa frugal pero bien preparada comida. Lawrence estuvo de acuerdo con lo planteado por la visita y en forma emocionada le dijo que en realidad para él sería un orgullo impensado que un hijo suyo bajara todos los días a la mina en una condición de jefe y de director de faena. Hablaría con el capataz, acotó, para echar atrás la petición de contrato de su hijo. La madre, una vez que hubo terminado la cena, quedó lavando los platos en la cocina por un largo rato, pero la extensión de esa función no se debió a la cantidad de trastos a limpiar, sino al hecho que no podía dejar de llorar de felicidad. Sus lágrimas caían silenciosamente y nunca había sentido en el fondo del corazón esa dulce y calentita alegría que la conmovía en ese instante. Daba silenciosas gracias al Señor por cómo habían resultado las cosas en referencia a la posible reacción de su marido y se percató que la figura del pastor Charlie había adquirido un lugar de absoluto privilegio en su alma. Daniel se dio cuenta del estado de su madre y a propósito no se dirigió a la cocina, pues comprendió que esa emoción ella la quería vivir sola. Se hizo la promesa de que nunca, pasara lo que pasara, dejaría de estar al lado de ella en todo sentido, por más grande que fuera la distancia física que los pudiera separar.

Pero hubo una parte final de la exposición de Charlie que dejó preocupada a toda la familia, ya que tendía un manto de dudas sobre la concreción del proyecto esbozado. Había que buscar un medio para que Daniel terminara su educación secundaria y aumentara sus conocimientos debido a que los proporcionados por la escuela local eran comparativamente débiles. El asunto tenía aparejados varios problemas no fáciles de resolver, ya que en las cercanías no había un establecimiento educacional que satisficiera esos requerimientos. Daniel debía partir necesariamente a Newcastle e ingresar a una escuela estatal que le permitiera completar sus estudios, lo que a primera vista no representaba mayor dificultad ya que el establecimiento educacional correspondiente al lugar en que viviría tenía la obligación de recibirlo. La dificultad casi insalvable decía relación con el sitio donde el estudiante habitaría y cómo se mantendría, ya que los padres no estaban en situación de financiar una pensión en la ciudad y menos los gastos que la vida allí demandaría. El pastor les adelantó que él creía no tener problemas para obtener, llegado el momento adecuado, la beca del Instituto Minero, pero mediaba un lapso de casi cuatro años de estudios para llegar a ese estadio y para llenar una laguna sustantiva de conocimientos. Les adelantó que tenía una complicada idea en mente, sin aportar mayores detalles. Es una iniciativa dura, pero de concretarse hará posible conseguir el objetivo final, enfatizó.

Charlie tenía una confianza ciega en la seriedad y capacidad del muchacho e intuía que poseía la fuerza suficiente para vencer todas las dificultades que aparecieran en su camino. Ya antes de esa cena familiar en casa de los Kelly había cavilado sobre la alternativa de conversar el asunto con su antiguo amigo el párroco de la iglesia San Juan Bautista de Newcastle, con quien, pese a pertenecer a otra versión del cristianismo, lo unía una amistad que había nacido desde que eran niños. En la práctica se consideraban como parientes lejanos.

El templo de San Juan Bautista era conocido en todo el país por su antigüedad y por el tipo de construcción que poseía. El primer edificio que había alojado a la parroquia empezó a levantarse en el año 1130, el que lógicamente había sufrido con el tiempo variadas y sucesivas mutaciones y ampliaciones. Era completamente de piedra y su interior, imponente. El primer órgano que tuvo había sido instalado por allá por el año 1570, había sufrido un proceso constante de modernización y era reconocido por su belleza. La iglesia estaba ubicada en un lugar privilegiado de la ciudad, en la esquina de las importantes calles Grainger St. y Watergate Road. Años después, durante el reinado de la reina Victoria, la nueva estación de trenes quedó prácticamente al otro lado de Watergate Road, o sea casi al frente de la parroquia. Poseía un área que, en los primeros años, como era la costumbre de la época, sirvió de cementerio, y luego con el tiempo, en dirección a Grainger St., se había construido una ampliación de apoyo que seguía más o menos el estilo de la construcción principal, la que se usaba para reuniones de los feligreses e incluso para que se realizaran fiestas de bautismo o matrimonio.

En un viaje a la ciudad “capital del carbón”, Charlie pasó a conversar con su colega de la iglesia de San Juan Bautista, el presbítero Eric Scott, como lo hacía habitualmente cuando visitaba la ciudad. Hablaron de muchos temas de interés común, en especial de las dificultades laborales y sindicales que los mineros planteaban, las que si bien en ciertas oportunidades eran justas y comprensibles, en otras excedían las posibilidades propias de la actividad. Como estaban acostumbrados a la realidad que se vivía en el área y en ciertas partes del país, no consideraban extremadamente dura la vida de la mina y si se comparaba con el trato que en ese tiempo recibían trabajadores de otras actividades, el saldo, según ellos, era favorable para los mineros. Tenían casa, calefacción y educación aseguradas, lo que constituía una excepción en el medio laboral inglés. Compartían el temor de que la aceleración de los procesos de paros de labores pudiera llevar a una cesantía en el sector, lo que traería serios problemas sociales. Aprovechando un momento en que el dueño de casa servía una taza de té, Charlie le planteó a su colega el caso de Daniel Kelly. Le narró en detalle las acciones emprendidas por la madre y la visión que tenía del muchacho, enfatizando que en todo el tiempo en que había ejercido su ministerio en Fatmill no había visto un joven más íntegro, serio, inteligente y estudioso. Le contó sobre la necesidad de que terminara sus estudios secundarios y la imposibilidad de sus padres para financiarlos. Acto seguido, le sugirió la alternativa de que lo recibiera en la parroquia como asistente general, encargado de la limpieza de la iglesia, de ayudarlo en labores administrativas y que fuera una especie de guardián del templo, para lo cual podría cobijarlo en una pequeña dependencia. A cambio de todo ello Daniel no recibiría salario alguno y debería esforzarse para, junto con cumplir con el horario del colegio y sus deberes de estudiante, ser capaz de realizar las tareas que le impondría su condición de asistente del párroco. Charlie le agregó que estaba seguro de que Daniel podría hacer bien ambas cosas. A Scott no le disgustó la idea y el hecho de pensar que conseguiría un trabajador solo por casa y comida, le atrajo. Era un buen negocio y si el proyecto de asistente que le presentaban poseía todas las condiciones que le decía, no tendría las mañas de otros colaboradores de mayor edad que tuvo y que habían sido fuente de dificultades. Adicionalmente, pensó, su residencia en el sitio mismo le permitiría vigilarlo de cerca y obligarlo a cumplir. Por lo demás, si no se desempeñaba con la eficiencia que él impondría, lisa y llanamente le pediría que se fuera. El trato se había propuesto de tal forma que significaba que el estudiante no tendría días libres y que en la práctica debería tener una vida que se desarrollara entre el colegio y la parroquia. Acordaron que Charlie le explicaría a Daniel con lujo de detalles las condiciones del acuerdo y que, si este aceptaba, viajaría poco después de finalizar el año escolar que ponía punto final al ciclo de educación impartido en la escuela de Fatmill. Charlie se comprometió que le haría llegar dentro de poco, por carta, la determinación de Daniel. Le agradeció a su colega la buena acogida dispensada a su iniciativa, a lo que este respondió que entre amigos siempre había que ayudarse, pero sin sacarse de su mente la idea que estaba haciendo un buen negocio.

Al regresar a Fatmill el religioso conversó el asunto con Daniel y le planteó las cosas en forma lata y franca. Le adelantó que no solo sería muy penoso salir del hogar de sus padres y alejarse del medio y de sus amigos, sino que además las perspectivas de vida diaria eran un tanto oscuras, ya que la vida en Newcastle se le presentaría en extremo dura. No tendría tiempo para él y debería trabajar con dedicación para el párroco –que a veces no era un hombre fácil– y al mismo tiempo tenía que ser de los primeros de su curso, para que al final pudiera obtener una beca ingresar al Instituto. El hecho mismo de la alternativa que se le abría lo alegró, pero la realidad que se le planteaba era objetivamente muy dura para un muchacho de catorce años. Daniel era fuerte, pero con los sentimientos e inseguridades que todos los seres humanos tienen a esa edad. Seré casi un esclavo, se dijo a sí mismo, pero la alternativa era ser esclavo de la mina, la pobreza y la ignorancia. El joven le agradeció a Charlie todo lo que había hecho y le pidió que le diera un par de días para evaluar los pros y los contras.

No tenía un amigo cercano con quien conversar el tema. Los pensamientos que lo envolvieron en las noches siguientes no solo le impidieron dormir, sino que lo confundían aún más mientras revoloteaban en su mente. De momento sentía que la puerta que se abría frente a él debía aprovecharla de todos modos, pero en otros instantes su interior le decía que se metería en un laberinto en que lo pasaría mal, que estaría a merced de la voluntad de un religioso a quien no conocía, que perdería su medioambiente y dejaría de encontrar la cara de su madre cada mañana cuando se levantara para desayunar. No dejaba de amedrentarlo el hecho de asistir a un colegio en el que no tendría amigo alguno y donde las exigencias seguramente serían mucho mayores de las que estaba acostumbrado, lo que por primera vez lo podría hacer sentirse académicamente disminuido frente al resto. Nunca había tenido esa experiencia. Imaginaba que sus noches serían de una soledad absoluta y extrañaría los ruidos habituales que el padre producía mientras dormía y cuando se levantaba. No dejaba atrás cavilar sobre la circunstancia que no vería a su madre por meses y meses y que los instantes de pesar o de enfermedad debería enfrentarlos solo, sin la asistencia de un ser querido. Le daba miedo la realidad de una ciudad grande, con mucha gente y movimiento y se le producían dudas sobre si tendría la personalidad suficiente para adecuarse a la vida de un lugar en que Fatmill entero sería una minúscula parte de un suburbio. Todas esas ideas y otras iban y venían en su mente, sin orden y en forma alocada, y lo único que conseguía era estar cada vez más confundido. Al tercer día posterior al planteamiento que le había hecho Charlie, tomó la determinación de ir a la iglesia en un momento en que no hubiera nadie y con la asistencia del Señor pensó que podría encontrar algún punto de salida a la encrucijada que tenía frente a sí. Después de almuerzo tomó rumbo al templo e ingresó sin que nadie lo viera. Se sentó en la fila de más atrás y con la cara sujeta por las manos cayó en una meditación profunda que lo hizo abandonar cualquier otro pensamiento que no tuviera relación con la inquietud que lo poseía y que estaba en la necesidad de resolver. Respiró hondo muchas veces y fijó su mente en el ritmo de su propia respiración, como una manera de producir dentro de sí el aislamiento que buscaba. Cayó en un estado de tranquilidad cercano al sueño e hizo que su mente fuera de un sitio a otro, que sola enfrentara una posibilidad con la otra, que se le aparecieran las dificultades una por una y que al mismo tiempo le viniera de alguna manera la solución más adecuada para cada una. Estuvo en ese estado de letargo casi dos horas y cuando se paró estaba tranquilo y al mismo tiempo decidido respecto a la dirección que debería tomar su vida. El Daniel que había ingresado al templo era por dentro absolutamente diferente a aquel que lo dejaba. Aceptaría la proposición de Charlie.

Poco a poco todos los amigos de la familia se enteraron de la resolución adoptada por Daniel y respaldada por sus más cercanos. Los que eran más próximos al núcleo familiar se alegraron de lo decidido, pero hubo algunos, mayormente entre los compañeros de labores de Lawrence, que no podían entender esto de que el muchacho no continuara la tradición de incorporarse a la mina cuando había sobrepasado la edad para ello y cuando el capataz mayor ya había concedido su visto bueno. Daniel, por su parte, como si nada nuevo hubiera pasado, continuó su vida en forma normal, poniendo en sus estudios la dedicación de siempre, quizás ahora con más ahínco que antes. En muchos de sus amigos el camino que había elegido de terminar su educación secundaria en Newcastle produjo una sana envidia y entre las niñas del pueblo que eran de su edad una admiración que les costaba disimular, temas ambos que supo manejar pues se había propuesto no variar su modo de ser. Nadie se enteró de que esa estada en Newcastle era solo el primer peldaño de una escalera que tenía un segundo y definitivo desde el punto de vista de su preparación profesional. La admiración femenina del grupo de jóvenes del pueblo hacia Daniel fue mayor en Elizabeth, una muchacha rubia de ojos celestes que estaba en un curso paralelo al de él. Ambos sabían que entre ellos se estaba creando una comunicación especial que sentían en su mente y en sus cuerpos, pero el tema lo llevaban con gran discreción y ninguno de los dos se atrevía a confesar siquiera en parte lo que sentía por el otro. Además, el futuro se presentaba como el mayor obstáculo para darse la posibilidad de establecer conversaciones que los hicieran llegar a confesarse lo que había en el fondo del corazón de uno respecto del otro.

Al saber la resolución de su hijo, Mary sintió pena porque dejaría de tenerlo a su lado, pero se percató de que se abría ante ella la realización de sus sueños por tanto tiempo acariciados y silenciados, realización que en verdad iba mucho más allá de cuanto había cavilado para el cumplimiento de sus secretos proyectos. La alternativa abierta daba paso a la concreción de lo mejor que la vida podría haber presentado para su retoño. Pensó que la iglesia allí sería un buen centro de contactos para él, donde podría conocer gente y así abrirse paso poco a poco en una sociedad que de acuerdo a lo que ella había escuchado era cerrada. Pero como en Mary las ideas se unían unas a otras con gran facilidad y coherencia cuando de los suyos se trataba, apareció una que significaba una puerta adicional, en este caso en beneficio de Elsie. Como era su costumbre, no se precipitó. Alineó los detalles, buscó el momento oportuno y dio el paso latamente meditado. A solas abordó a Daniel y le representó que allá en Newcastle conocería a través de la iglesia a mucha gente y era posible que en un determinado momento apareciera una persona que tuviera necesidad de emplear en un negocio especializado a una persona que poseyera las habilidades de Elsie, por lo que le pidió que mantuviera los ojos muy abiertos en tal sentido y apenas supiera de algo se lo comunicara. En el intertanto, le añadió, esta idea debía ser guardada entre los dos. Mary, con su visión e inteligencia que a primera vista no podían colegirse de su modesta personalidad, estaba consciente de que el futuro natural de su hija era seguir el resto de su vida “enterrada” en Fatmill, en circunstancias que tenía talento y prestancia para mucho más. Se daba cuenta de que su hija poseía todas las condiciones que los habitantes masculinos del pueblo soñaban para la madre de sus hijos, por lo que los acosos hacia ella serían más y más serios cada día. La muchacha, a su vez, progresaba con rapidez en el aprendizaje de los secretos de la costura y sus aptitudes naturales se veían reforzadas con ciertas revistas especializadas que Mary subrepticiamente compraba. La madre soñaba con la alternativa de que se estuviera produciendo el inicio del proceso finamente urdido, ya que de seguro habría una tienda especializada en la confección o reparación de prendas femeninas en Newcastle que pudiera interesarse por sus servicios y Daniel podía ser el vínculo que permitiera hacer realidad aquello. Aunque le dolía en el alma pensar que debería dejarla partir y que a la larga se quedaría sola con su marido, estaba dispuesta a asumir ese dolor si es que la recompensa era que su hija consiguiera lo que para ella nunca estuvo al alcance. Pero la concreción de su plan requería al menos de dos supuestos básicos: mantener en la ignorancia más absoluta al padre y esperar que Daniel asumiera sus responsabilidades en la Parroquia de San Juan Bautista y se diera la casualidad casi milagrosa de que conociera a alguien que requiriera los servicios de una persona como Elsie. Sabía que la parte más dura sería convencer a su marido. Dejar irse a un hijo ya había sido difícil, pero ver partir a una hija cuando recién había cumplido la edad suficiente como para considerarla adulta, le iba a ser casi imposible de aceptar. Sería ahí donde debería entrar nuevamente a tallar el buen Charlie.

En ese año, el último de colegio, Daniel vio cómo muchos de sus amigos abandonaban la escuela para integrarse a las labores mineras y así seguir la tradición inserta en ellos desde el momento mismo del bautismo. Desde que tomó la decisión de emigrar para intentar una nueva vida, aquella posibilidad le parecía más abominable. Su mente, en forma imperceptible, les había dado cada día mayor altura a sus sueños. En lo personal le era recurrente el sentimiento de atracción que sentía por Elizabeth y los deseos que aquello le causaba. Pensaba que ambos ya no eran niños, aunque el desarrollo de ella en lo físico era comparativamente mayor que el de él. Sin decírselo el uno al otro, ambos pensaban que ella había iniciado el tránsito de ser una niña a ser mujer antes que Daniel hiciera el suyo para llegar a ser un hombre. Por ello, a veces tenía dudas acerca de si esa mutación física diferente podría de alguna manera “enfriar” en ella lo que él percibía dentro de sí como una cosa íntima especial y que pretendía que fuera correspondida de igual forma. A su vez, estaba consciente de que poseía por naturaleza una especie de incapacidad para expresar adecuadamente sus sentimientos, más allá de la limitación que le imponía su edad, y no le era ajena la circunstancia de que Elizabeth, en menor grado que él, padecía de la misma limitante. Él deseaba hacerle saber que nunca antes había sentido por una niña lo que sentía por ella, pero no se le escapaba que la partida suya –no lejana– a Newcastle era un inconveniente adicional que le hacía más difícil aún expresar sus sentimientos. Buscó el momento y el lugar adecuados, y con cuidado le confesó sus ideas y sus temores. Para ella, lógicamente, la respuesta no fue fácil de elaborar, pues debía responder en frío a un discurso que Daniel había meditado por semanas y sabía casi de corrido. Elizabeth, con una indisimulada vergüenza inicial, fue capaz de hacerle saber que sentía en su corazón algo similar y con un análisis sereno fue despejando los posibles problemas que le había planteado. Le confesó que para ella el hecho de que tuvieran la misma edad no constituía dificultad alguna y la circunstancia de que él en un plazo relativamente breve tuviera que partir del pueblo tampoco le creaba un obstáculo insalvable, aunque ello requeriría de un esfuerzo especial de ambos para sobrellevarlo. Daniel le insistió que él era muy malo para expresar lo que sentía y que el control que tenía sobre su vida y sobre sus expresiones lo había llevado a crear una especie de barrera para traducir en palabras cosas que sucedían en su interior. Ella le respondió que lo comprendía y que los años que habían vivido cerca siendo estudiantes de la misma escuela la habían hecho llegar, sin hablarlo con él, exactamente a esa conclusión. Le pidió que no se preocupara, que lo comprendía y que esperaba que poco a poco, con el transcurso de los días, ese velo que había entre su corazón y su boca fuera desapareciendo. Ella le confesó que también tenía dificultades similares, pero tenía una visión romántica de la vida, la que alimentaba con lecturas furtivas de ciertos libros de amor. Se comprometió a ayudarlo en el proceso de abrir su corazón y le dijo que en el instante en que debiera partir del pueblo y las posibilidades de verse en forma continua fueran casi inexistentes, pensara que las cartas serían un buen vehículo para lograr que la relación entre ellos fluyera de una manera natural y libre de tapujos. Le propuso que intentaran esa vía. Lo expresado por esa muchacha de ojos hermosos y de cabello luminoso produjo en Daniel un verdadero huracán interno y sintió que su corazón se llenaba de una felicidad exquisita que antes nunca había conocido. Le agradeció sus palabras y le añadió que la idea de las cartas le agradaba sobremanera, pero la previno que de seguro pasaría un tiempo antes de que pudiera poner en blanco y negro lo que realmente le nacía del alma. Elizabeth le contestó que no le importaba y que estaba en disposición a que juntos hicieran el camino. Daniel, pese a sus cortos años, estaba entusiasmado con la realidad amorosa que se le presentaba y estaba dispuesto en su mente a continuar queriendo a esa niña. Pese a todo el verdadero terremoto de sentimientos que tenía dentro de sí, no compartió con Elizabeth su proyecto profesional después de terminada la etapa escolar de Newcastle.

El tiempo que medió entre ese diálogo y la partida de Daniel dio espacio para que ambos se juntaran continuamente y en el pueblo ya no era un secreto para nadie la relación que se había creado entre la niña rubia y el futuro estudiante secundario. Se paseaban por las calles de la comarca e incluso desafiando el mal tiempo, buscaban sitios algo aislados para poder tocarse y hasta besarse, pero el acercamiento físico tenía un límite impuesto por las costumbres locales, la educación de ambos y el respeto que su fe les imponía. En esos largos paseos que hacían en especial los fines de semana por sobre las verdes colinas que rodeaban el valle y desde donde se podía apreciar la mina y a la lejanía el pueblo mismo, se fue creando una relación sincera entre los dos y al final habían adquirido una soltura de expresión que estaba muy lejos de la rígida existente al inicio, lo que les permitió decirse cosas hermosas cargadas de romanticismo. La soledad de esas hermosas colinas ayudó a que la intimidad les permitiera iniciar un conocimiento de sus cuerpos, lo que satisfacía a ambos. Él con gusto sentía sus pechos y los acariciaba por sobre el vestido de ella, acción que en ambos producía un cuestionamiento moral, pero que no dejaba de ser muy grato. Ella, a su vez, sentía algo no experimentado previamente cuando se percataba de que Daniel –fruto de la cercanía de sus cuerpos– aumentaba en forma constante el ritmo de respiración y que cada vez que la besaba su cuerpo reaccionaba en una forma que era perfectamente perceptible para ella.

Al final de año se llevó a cabo en el colegio la ceremonia habitual de graduación y se procedió a la repartición de distinciones a los alumnos sobresalientes. Daniel, sin excepción fue el primero del curso en todas las áreas, lo que provocó el gozo en los suyos. Para nadie era un misterio que las cosas iban a ser así, pero llegado el momento mismo en que una y otra vez se pronunciaba su nombre cuando se voceaba un área determinada de la actividad escolar, la emoción de sus padres, su hermana y Elizabeth era superlativa. El muchacho no exteriorizaba muestras especiales de satisfacción y mantuvo su conducta habitual de bajo perfil, lo que le proporcionaba aún mayor estatura frente a sus iguales que estaban al tanto de que ya había recibido confirmación de su ingreso al colegio secundario de Newcastle. Al final de la ceremonia escolar había en el mismo establecimiento una especie de recepción en que los padres de los egresados compartían junto con aquellos y con los profesores la ocasión especial que el término de los estudios allí significaba. En Daniel había, en el fondo, una especie de pena inconsciente, pues del número de graduados el único que se proyectaba fuera de Fatmill era él. Para ellos el camino a seguir era solo uno, el interior de la mina de carbón. En esa fiesta de fin de ciclo Daniel compartió casi toda la noche con Elizabeth, lo que fue del agrado de los padres de ambos. Hubo al final un pequeño baile, amenizado con algunos discos primitivos que se tocaban en un viejo aparato que usaba agujas especiales, las que había que reemplazar cada cuatro o cinco piezas. Daniel y su pareja aprovecharon todas las melodías, especialmente las más románticas, lo que les facilitaba sentir más cerca sus cuerpos. Ambos se sentían en una especie de paraíso y los deseos de uno eran percibidos con claridad por el otro. En realidad, esa temprana relación romántica fue una buena experiencia de vida para el muchacho, ya que pese a su juventud sintió muy de cerca lo que el cariño de una niña podía significar en su interior. Esa aventura le sería útil en el futuro y guardaría de ella un especial recuerdo. Pero lo que resultó más sustantivo, es que lo hizo cavilar sobre la alternativa de abrir su mente y poner sus sentimientos por escrito, lo que al final resultó beneficiosamente aceptada.

A las pocas semanas de terminadas las actividades escolares en Fatmill, Daniel sabía que se avecinaba el instante en que tendría que dirigirse a la estación de ferrocarril para tomar el tren a su nuevo destino. Había hablado largamente con Charlie y este lo había puesto al tanto de la personalidad de quien sería su jefe en el lugar donde habitaría y trabajaría. El hombre, le dijo el pastor, no es fácil, y muchas veces tendrás que morderte la lengua para no responderle como se lo merece. Pero siempre ten en cuenta que en el fondo es un buen tipo, que los sacrificios que tengas que sufrir son parte de un todo y que los malos ratos que puedas pasar allí, en el futuro, no serán más que una anécdota de tu vida y una demostración práctica de aquel proverbio que indica que el incremento paulatino de la altura del salto no es para que el jinete se caiga, sino para que su triunfo sea más espectacular. El día antes de la partida, Daniel había pasado una linda tarde con Elizabeth, durante la cual se habían reiterado el cariño recíproco y habían intercambiado actos de ternura que fueron la dicha de ambos. El amor en esa ocasión afloró por los poros de ambos jóvenes y el beso de hasta pronto fue prolongado y sensual.

La mañana de la despedida de Daniel fue muy especial en el hogar de los Kelly. Él se levantó temprano para desayunar con su padre, cosa que no sucedía habitualmente pues Lawrence partía a la mina cuando el muchacho aún estaba durmiendo. Mientras tomaban café y comían el pan que acompañaban con mermeladas que la madre producía en los veranos, el diálogo transcurrió sobre cosas intrascendentes. El dueño de casa no tenía la personalidad como para verbalizar una especie de “últimos consejos” a Daniel, pese a que le habría gustado haber poseído la habilidad necesaria para expresar lo que sentía en el alma. El hijo estaba consciente de esa falencia paterna y no forzó el asunto. Solo al final, cuando ya los dos habían terminado sus respectivos cafés, se produjo la despedida formal que se tradujo en un abrazo emocionante y mudo, en que ambos no pudieron contener las lágrimas y durante el cual el padre solo pudo balbucear un “que Dios te bendiga y que te vaya bien”, a lo que él contestó con breves palabras llenas del más grande amor que su alma podía traslucir en “gracias, papá, por todo lo que has hecho por mí”.

Cuando Mary sintió que su marido había cerrado la puerta, apareció en la cocina, pues había intuido perfectamente lo que allí había sucedido. Daniel se había vuelto a sentar en su silla y la madre se le acercó sin decir palabra. Le puso la mano sobre el pelo y empezó a rascarle calmada y amorosamente la cabeza, a lo que el hijo reaccionó cerrando los ojos para que esos cariños maternos se extendieran por todo su cuerpo. Deseó que aquello no terminara nunca, pues había caído en un verdadero sopor que le brindaba una paz interior que mitigaba todas las dudas e interrogantes que en las últimas semanas le habían dado vueltas en el cerebro. Sentía las manos de su madre como las de un ángel y esos instantes de caricias no se borrarían nunca de la mente del estudiante que ese día abandonaba la casa paterna para ir a un sitio que conocía solo de nombre y donde iniciaría una vida absolutamente diferente; sentía “mariposas en su estómago”, como se lo confesaría luego a Mary. Pasados unos minutos, esta preparó dos desayunos, un segundo para él y un primero para sí misma. El destinado al viajero esta vez estaba pleno de un cariño especial y por ello batió fuertemente el café antes de agregarle la leche, lo que hizo que el brebaje quedara en su parte superior con una espuma que olía muy bien y cuyo gusto con el agregado del azúcar lo transformó en una bebida gratísima al paladar. Terminado ese segundo desayuno, Daniel fue a su dormitorio, tomó sus pocas pertenencias, las que había introducido en una vieja maleta que existía en casa, y con un beso muy cercano y emotivo se despidió de su madre y de su hermana, en una escena que por voluntad de los tres estuvo exenta de lágrimas. Al cerrar tras de sí la puerta, el muchacho se dio cabal cuenta de que en adelante debía actuar como un verdadero hombre. La madre, a su vez, tan pronto lo vio partir, dio rienda suelta a sus emociones y lloró con un dolor que le salía desde sus entrañas. Algo parecido sucedió a Elsie. Ambas sabían que la naturaleza del trabajo y del estudio que Daniel encontraría en Newcastle le haría imposible por largo tiempo volver a visitarlas, pese a que la distancia no era considerable. Luego de un lapso, Mary volvió a sentir en su interior esa especie de triunfo total y esa tranquilidad especial que le señalaban que ya “he completado una de las partes más importantes de mi tarea”. Tenía muy claro que ahora su vida se limitaría a la compañía de Lawrence y a los diálogos con él, pero esa futura monotonía no la incomodaba. Además, quedaba Elsie, que siempre era una buena compañía y cuyo futuro si bien la preocupaba no le quitaba el sueño, pues tenía plena fe en que el plan ideado para ella también funcionaría. Era una mujer con una infinita fe en sí misma y tenía la convicción más absoluta de que el Señor estaba de su lado, por lo que no constituía una alternativa válida pensar que sus proyectos respecto de sus hijos podrían fracasar.

El tren de Daniel llegó a media tarde a la estación de ferrocarril de Newcastle y de acuerdo con lo que le había indicado Charlie, apenas la abandonó se encontró con la imponente iglesia. Cruzó la calle y golpeó la puerta lateral que daba a la vivienda de quien sería su jefe, la que a los pocos instantes fue abierta por un hombre que obedecía exactamente a la descripción que le diera el pastor. Se trataba de un hombre más bien bajo de estatura que debería tener unos cincuenta y cinco años, algo barrigón, con un pelo rubio mezclado con canas, amable, pero serio, que de inmediato le dijo:

–Tú debes ser Daniel. Bienvenido a casa.

Le agradeció el recibimiento y le manifestó que para él era un honor servirlo en la parroquia y que haría todo lo posible por satisfacer sus exigencias. Añadió que le agradecía la oportunidad de vivir allí y al mismo tiempo de poder estudiar para completar su enseñanza escolar. El pastor le respondió que estaba seguro –por lo que le habían dicho de él– que cumpliría tanto con su trabajo como con sus estudios. Luego lo llevó a la que sería su habitación. Se trataba de un lugar más bien estrecho, donde había una cama, un velador, una especie de tablón adherido a la muralla, que le serviría de escritorio, una silla y un armario, que resultaba inmenso para la escasa ropa con que contaba. La precariedad de las pertenencias del recién llegado no pasó inadvertida para el religioso. No lejos de lo que sería su habitación había un baño, el que servía para el uso de los feligreses que por las más diversas razones visitaban el templo durante los variados actos que se llevaban a cabo todos los días. Contaba con un W.C., un lavatorio y un rincón donde había una ducha, la que estaba rodeada por una lona de mala calidad que permitía no mojar el exterior a quien la usara. No se le escaparon a Daniel varios detalles. El W.C. no estaba conectado a un pozo séptico como en su casa, y tanto el lavatorio como la ducha contaban con dos llaves de agua, por lo que coligió que tendría agua caliente en ambos, lo que para él desde ya constituía un verdadero lujo. Eric le dijo que debería ser especialmente cuidadoso con la mantención del baño, ya que no deseaba que los visitantes que lo ocuparan le dieran quejas al respecto. El muchacho le respondió que se despreocupara, pues se haría cargo del tema dos veces al día, en la mañana y en la tarde cuando llegara del colegio, y que lo invitaba a que cuando quisiera, a cualquier hora, hiciera una inspección para comprobar que sus instrucciones se habían cumplido. Esta especie de desafío le pareció bien al religioso.

Eric era viudo y de las tareas del hogar se hacía cargo una señora de edad llamada Claire, que no recibió a Daniel con cara de muy buenos amigos. El pastor le señaló las horas de desayuno, almuerzo y comida, y le dijo que compartiría con él su comedor. Le hizo hincapié que el tema del horario de las comidas era algo importante para él. Luego hicieron un recorrido por las dependencias del resto de la casa, del templo y de las oficinas. Una vez terminado, se encerraron en el escritorio donde el dueño de casa le hizo una descripción de cuáles serían sus labores, las que se concentrarían esencialmente en los días sábados y domingos, ya que deseaba que durante la semana diera preferencia a sus estudios. Sin perjuicio de lo anterior, debía programar adecuadamente su tiempo para llevar al día los libros de la iglesia, donde se dejaba constancia ordenada de los diferentes trámites que durante la semana hacían los feligreses, los que se anotaban primeramente en una especie de cuaderno en borrador que era llevado por la secretaria, del cual obtendría los datos para pasarlos al libro oficial. Le puso acento en explicar que ese libro era en la realidad la historia de la parroquia, por lo que debería ser hecho en forma ordenada y con letra clara. Enseguida, debería hacer una revisión de las cuentas de cada semana, como una manera de supervigilar la labor que había efectuado la secretaria en días anteriores. Esto último asustó un tanto al recién llegado, pues era algo que nunca había hecho. Pese a ello, no dijo nada y pensó que sería cosa de revisar cómo se habían hecho las cosas con anterioridad para continuar por el mismo camino. Por último, lo instruyó para que todas las mañanas, temprano, antes de irse al colegio, revisara el estado de limpieza del templo y en el evento que algo no estuviera en orden, debía representárselo al antiguo encargado del tema con que contaba la iglesia, a fin de que corrigiera lo que debía ser enmendado. Eric le advirtió, una vez más, que esperaba que todas las labores fueran perfectamente realizadas, por lo que debía tener presente que su dedicación a la parroquia durante los fines de semana debía ser preferencial y que habría espacio para algún entretenimiento solo en la eventualidad que los trabajos hubieran sido bien finiquitados. Daniel estuvo de acuerdo en todo lo que se le instruyó. Respecto al día domingo en la mañana, debería estar presente en todos los oficios que se celebraran y después de ello debería compartir con la comunidad cuando hubiera actos en el edificio que estaba adjunto al templo. Le agregó que más de una vez pediría que lo ayudara en ceremonias como bautizos, matrimonios u oficio fúnebres. Esto último no fue muy del agrado de Daniel, pero calló. Terminaron la reunión alrededor de las ocho de la noche, hora indicada para cenar. Durante la comida, Eric le dijo que debía tomarse libre los dos primeros días para ir a presentarse al colegio, verificar los útiles que debería adquirir, tomar conciencia del camino que diariamente debería recorrer y medir el tiempo que necesitaría para ello, pues no deseaba que por motivo alguno llegara tarde a sus clases. En lo que respecta a los útiles, Eric le indicó que le dijera el costo, pues él le daría el dinero necesario para adquirirlos. Al final le hizo entrega de un mapa bastante primitivo pero muy claro del centro de la ciudad a fin de que pudiera ubicar sin dificultades el colegio y el resto de los lugares aledaños. Terminada la comida, se dieron las buenas noches y Daniel se dirigió a su habitación. Pero antes de ello, fue al baño y tomó una larga ducha de agua caliente, lo que para él constituyó un placer difícil de definir. Estuvo largo rato inmóvil debajo del agua dejándola escurrir por su cuerpo.

Ya acostado y relajado por el baño que había tomado, se dio cuenta de que estaba en un estado de excitación interno que le haría difícil dormirse. Muchas cosas pasaban por su cabeza. Recorrió los hechos que había vivido ese día y caviló en cada uno de ellos. Le dolió pensar en la despedida con los suyos y en la alternativa cierta de que pasaría mucho tiempo antes de que los pudiera volver a ver. Valoró en toda su dimensión, una vez más, a su madre y nuevamente sintió aflorar con fuerza desde sus entrañas el amor indescriptible que sentía por ella. Se detuvo a pensar en que el camino que el Señor le estaba poniendo ante sí no era fácil, pues afectivamente estaría muy solo, pero se dio cuenta de que poseía las fuerzas suficientes como para enfrentar esa soledad. Luego analizó calladamente la personalidad de Eric y llegó a la conclusión de que no le sería difícil ganárselo, pues estaba seguro de poseer la capacidad para cumplir en forma adecuada las tareas que le había asignado. El “futuro laboral” lo tenía sin cuidado, pero lo que le dejaba un gusto amargo en la boca era el hecho de que no tendría un momento libre para él mismo y la limitación de los fines de semana le daba prácticamente la calidad de esclavo, pensó una vez más. Pero enseguida se respondió que “era parte del precio que tenía que pagar para alcanzar las metas que deseaba conseguir y que no sería para siempre. Recordó otra vez aquello de que la altura del salto no es para que el caballo se caiga, sino para que el triunfo del jinete sea más espectacular. Rezó por los suyos y dio gracias a Dios por haberle puesto delante de sí esa oportunidad, por dura que pudiera parecer. Ya tarde logró conciliar el sueño.

A la mañana siguiente se levantó para llegar a la mesa del desayuno a las 07:30, como estaba dispuesto y cumplió por primera vez con la tarea del chequeo previo del templo. Allí se encontró con el viejo hombre encargado permanente de la iglesia, quien ya sabía de la llegada de Daniel y de la función que cumpliría. Desde el inicio hubo una buena química entre ambos, lo que le dio una especial alegría al muchacho, que tenía dudas acerca de cómo iba a reaccionar un hombre con experiencia y con mañas acumuladas por lustros frente a un casi niño que venía a supervigilarlo, cuando perfectamente podría haber sido su nieto. Pensó que el cumplimiento en ese primer día de las reglas que se le habían impuesto sería determinante para sus relaciones con el párroco en el futuro. El religioso llegó al comedor prácticamente junto con él, se saludaron y se sentaron a degustar un desayuno que era muy superior al que Daniel tenía diariamente en su casa. Había abundancia de pan, mantequilla, varios tipos de mermeladas y frutas, por lo que el recién llegado no tuvo pudor alguno en probar todo lo que se había dispuesto en la mesa. Mientras tomaban una segunda taza de café, Daniel le dio cuenta a Eric de la revisión que había hecho del templo en compañía del encargado y que salvo detalles que ya habían sido corregidos, todo estaba en orden. El párroco nada dijo, pero tomó nota del actuar de su nuevo asistente. Terminado el desayuno, el chiquillo le manifestó que usaría la mañana para salir a caminar por la calle a fin de comenzar a ubicarse en la ciudad y luego se dirigiría al colegio. Sabía que este atendía a los nuevos alumnos a contar de las nueve de la mañana, por lo que tendría tiempo durante el día para hacer todo lo que necesitaba realizar, incluso la cotización de sus útiles escolares.

Salió a la calle Grainger St., que de acuerdo a lo que le había dicho Eric era la principal de la ciudad. La iglesia quedaba al comienzo de esta y su prolongación hacia el centro constituía una pequeña ruta ascendente que invitaba a desplazarse con paso cansino. Daniel se impresionaba con todo lo que veía. El comercio que comenzaba a abrir, el tráfico de vehículos y el modernismo de sus modelos, la elegancia y la gran cantidad de personas que transitaban por la calle, la belleza y tamaño de los edificios. Todo lo sorprendía sobremanera. Hizo el camino de subida con la idea de ir grabando en su mente verdaderas fotografías de cuanto percibía, incluso de los mínimos detalles, para tener una especie de álbum mental de lo que había captado. Después de caminar unas cinco cuadras y habiendo dejado a su espalda el edificio de la estación de ferrocarril, llegó a lo que sería la cima de la calle Grainger St., donde encontró una gran columna de tipo romano en cuya parte superior había una estatua dorada que la hacía aparecer como si fuera de oro y que correspondía a un hombre revestido de un imponente ropaje. El tamaño era el natural de un hombre alto. El monumento era impresionante y Daniel estuvo largo rato observándolo y analizándolo. Por las inscripciones que poseía a su alrededor pudo verificar que había sido levantado en 1838 en homenaje a Charles Earl Grey, K.G. como un modo de honrar la memoria de un ciudadano fundamental en el desarrollo de la región. Era una columna no solo alta, sino además maciza, que de acuerdo con los libros que él había visto en su escuela era casi una copia de la que se había levantado en Londres como homenaje al Almirante Nelson, el héroe máximo de la Armada británica. Por su juvenil mente pasó la idea de que no había proporción entre ambos homenajeados, aunque desconocía lo que podría haber hecho el señor Grey por esa zona, lógicamente no podía tener comparación con lo que para los ingleses significaba el héroe de Trafalgar. La columna tenía una altura que Daniel calculó en unos 20 metros. Lo que tenía ante sí lo dejó inmóvil por largo rato, hasta que empezó a fijarse en otros detalles que lo rodeaban. Todo alrededor era un gran espacio de adoquines, que dejaba el monumento libre de edificaciones cercanas a fin de realzar su majestuosidad. Indudablemente ese debía ser el punto neurálgico de la ciudad. La plaza de adoquines estaba circunvalada por un despliegue de tiendas, todas con vitrinas de gran tamaño que mostraban lo que deberían ser cosas muy finas. Había, por ejemplo, una especializada en ropa de señoras que exhibía vestidos de telas exclusivas, de acuerdo con lo que se leía al pie de cada uno de ellos. Al percatarse de los precios de cada uno, el muchacho tuvo una impresión mayúscula. Nunca en su vida había pensado siquiera en la posibilidad que un traje para una señora, por más fino que fuera, podía tener ese valor. Antes de recorrer en bajada una calle que corría en una dirección oblicua a Grainger St., se percató de que el monumento ya descrito era como el centro de una especie de sol, en que las calles estaban construidas de tal forma que coincidían al final como si fueran sus rayos. Bajó dos cuadras y torció a la derecha, para luego de caminar unos cincuenta metros encontrar el edificio del Newcastle School. Ingresó al establecimiento y se presentó en la secretaría, identificándose por su nombre y señalando que era un alumno nuevo que venía a iniciar su educación escolar superior. Le respondieron que estaba ya inscrito y debería presentarse al inicio de las clases, lo que se verificaría cinco días después. A su requerimiento, le dieron la lista de útiles que necesitaría en el curso del año y el calendario de clases. En cuanto a los útiles, algunos de ellos serían proporcionados por el propio establecimiento y en la nómina había una identificación exacta de cuáles debían ser adquiridos por el alumno. Luego fue invitado a que recorriera por sí mismo el edificio, que lógicamente estaba vacío, y le indicaron que su sala de clases estaba en el segundo piso. Era la tercera a la derecha en relación con la escalera. Daniel subió lentamente uno a uno los peldaños, pensando en que ese sería el lugar donde pasaría los próximos cuatro años y por ello intentó mirarlo con los mejores ojos. Se trataba de una construcción antigua, pero bien mantenida. Tenía un gran patio central al cual daban todas las salas del primer piso y los corredores del segundo. Al llegar a la que sería su propia aula se quedó observando uno a uno los detalles. Se trataba de un sitio espacioso, en el cual había unos treinta pupitres individuales bien cuidados y se notaba que el espacio había sido pintado hacía poco. Le llamó la atención un sistema especial de calefacción, garantía de que en invierno no sentiría frío dentro de su sala de clases.

Luego de abandonar el edificio del colegio, se dirigió a una librería que había visto en su camino al monumento a Charles E. Grey. Entró, le explicó al dependiente su situación y le solicitó que le proporcionara los precios de los útiles que aparecían marcados en forma especial en la lista que tenía en la mano y que correspondían a los que debían ser financiados por el alumno. Al poco rato Daniel tenía claro lo que debía adquirir y los precios de cada unidad. La suma de todo era una cantidad que al recién llegado le pareció altísima, pero se alivió cuando recordó que Eric le había prometido hacerse cargo del gasto. Volvió rápidamente a la iglesia para llegar puntual al almuerzo. Tuvo tiempo de lavarse las manos y dirigirse al comedor, donde el religioso ya estaba sentado. Este lo recibió amablemente y le pidió que le narrara su experiencia de esa mañana. Daniel le contó una a una sus impresiones, partiendo por lo activo y bonito que encontró el comercio de la ciudad, lo impresionante que le resultó la estatua de Grey, lo caro de los vestidos femeninos –cosa que a Eric le produjo risa– lo agradable que le pareció el colegio y lo bien que lo habían atendido, para finalizar con la narración de la visita a la librería, aprovechando el momento para poner sobre la mesa la lista de útiles requeridos y el costo a que debería hacer frente, esto último dicho en forma normal y sin mayor aspaviento, sin demostrar sorpresa frente a la suma final. El clérigo miró la cifra y le dijo que terminado el almuerzo le daría la cantidad de dinero que necesitaba, a fin de que terminara la “operación útiles” ese mismo día. Esta conversación se realizó en medio de dos platos abundantes de comida, donde el primero consistió en una sopa de calabaza y el segundo en una carne con puré de papas que al paladar del recién llegado le pareció un majar de dioses. De postre había un dulce y grato arroz con leche. Terminada esa merienda, Eric le dijo a Daniel que pasara por su oficina alrededor de las tres de la tarde para darle la suma necesaria para la adquisición de los materiales escolares.

A la hora indicada se presentó en la oficina del párroco, quien en un sobre le entregó el dinero necesario. Al mismo tiempo y para sorpresa mayúscula de Daniel, le indicó que se dirigiera a un local comercial que estaba a dos cuadras de la iglesia, siguiendo por Watergate Rd. Allí, en la vereda del lado derecho encontraría un negocio grande que vendía ropa para hombres. Le agregó que el dueño era amigo suyo y que le había hablado para que Daniel lo visitara y le proporcionara ropa adecuada de vestir, incluyendo un abrigo y zapatos, ya que con la cantidad y calidad de vestimenta con que había llegado no sería muy bien visto en el colegio y tampoco resultaba presentable para la comunidad de la parroquia, especialmente para el evento que se realizaba todos los domingos después de los oficios. El muchacho, entre asustado y sorprendido, le respondió que él no tenía dinero para cubrir esos gastos y que le importaba poco lo que pudieran pensar sus compañeros de clase. En cuanto a los eventos de la parroquia, le agregó que haría un gran esfuerzo para que su ropa luciera limpia y ordenada para así no ponerlo a él en una situación inconfortable ante sus feligreses. Eric lo miró de reojo y le dijo:

–Eres una buena persona, pero estás muy lejos de ser el Señor, único capaz de hacer milagros. Anda a la tienda que te digo y procede como te he indicado. Tómalo como un regalo del cielo y olvídate de costos y devoluciones de dinero.

A Daniel lo impactó profundamente el acto de desprendimiento del párroco, su preocupación por él y la parquedad con que era capaz de dar ese tipo de “instrucciones”. Concluyó que, pese a lo que le había dicho Charlie sobre su amigo de Newcastle, estaba en presencia de un hombre generoso, pero al mismo tiempo formal y observador.

El nuevo estudiante se dirigió primero al local de los útiles escolares donde adquirió todo lo que se le había pedido. El camino a dicho establecimiento le permitió seguir observando a la gente y sus reacciones, lo que solidificaba en su cabeza la imagen que había comenzado a formarse sobre lo que era una gran ciudad. No se le escapaba que los cánones con los cuales él había vivido toda su vida estaban en las antípodas de esa urbe que se desplegaba ante sus ojos, pero si bien le costaba concentrarse debido al impacto que todo eso nuevo le producía, en el fondo de su ser tenía la seguridad de que pronto todo ello constituiría una rutina que le parecería absolutamente normal.

Luego de sus adquisiciones escolares, volvió a la parroquia y ordenó en su habitación los útiles en lo que era su primitivo escritorio. Enseguida salió para dirigirse por Watergate Road al negocio que se le había indicado, que estaba en dirección a la izquierda de la puerta de salida de la iglesia, perpendicular a Grainger St. Caminó las dos cuadras y media y se encontró con un negocio de ropa de hombre que carecía del lujo de los que había visto cerca del monumento a Charles E. Grey, pero tenía un tamaño importante y una amplia selección de ropa. Preguntó por el dueño y lo hicieron dirigirse a una oficina estrecha situada en uno de los rincones del negocio. Apenas entró, el hombre que estaba sentado detrás de un escritorio revisando papeles, levantó la vista y le dijo:

–De seguro que eres la persona de que me habló Eric. Bienvenido, muchacho. Sé perfectamente de qué se trata y no temas que yo personalmente te ayudaré.

Daniel, un tanto avergonzado, le dio las gracias y le confesó que la ayuda ofrecida era fundamental para él, pues no tenía idea de elegir prendas de vestir, ya que las pocas que poseía se las había comprado su madre. El hombre miró al chiquillo con cara afectuosa y le dio un pequeño golpe en la espalda junto con decirle “vamos”. Partieron, de acuerdo a las indicaciones del adulto, de abajo hacia arriba, es decir por los zapatos, para terminar en una especie de sombrero que debía usar los días de lluvia y de frío en el invierno. Sacó calcetines, calzoncillos, camisetas, camisas, dos chalecos, una chaqueta, tres pantalones y un abrigo. Luego fueron a las cosas más pequeñas, como un cinturón, un par de corbatas y unos pañuelos. La verdad es que Daniel estaba absolutamente atónito, pues en su vida había imaginado tener tal cantidad de ropa y de esa calidad. Fue una tarea larga, pues el hombre insistía en que las tallas fueran realmente las adecuadas y que las prendas, sin ser de las extra finas, fueran buenas y bonitas. Luego de dos horas de trabajo de selección, Daniel salió del negocio con un paquete que le costaba trabajo llevar en sus brazos por su peso y volumen.

Tan pronto llegó a la parroquia se dirigió a la oficina de Eric y sin siquiera golpear la puerta puso sobre el escritorio el gran paquete. Pese a que el párroco estaba sentado, le nació de adentro al muchacho darle una especie de abrazo, mientras eran visibles su emoción y gratitud. El clérigo lo miró con cara afectuosa y le dijo:

–Agradécele esto al Señor, y en cuanto a mí se refiere, la mejor manera de retribuirme es que hagas tus labores en forma adecuada y que seas un buen estudiante.

Daniel abandonó el escritorio y se dirigió a su cuarto para ordenar como verdaderas reliquias santas cada una de las prendas que se le habían obsequiado. En verdad no podía salir de su asombro cuando comprobó que el ropero se veía ahora bastante lleno. Como una manera de dar rienda suelta a lo que tenía dentro, se sentó en su escritorio para escribir sendas cartas a su madre y a Charlie, contándoles en detalle sus primeras horas en esta nueva aventura. Les expresaba a ambos su infinito agradecimiento a Eric por la forma en que lo había recibido y por el cuidado que había tenido en sus necesidades personales y escolares. Les agregaba que era difícil encontrar en el mundo de esos días a seres humanos que tuvieran ese nivel de desprendimiento y preocupación por los demás, lo que no solo lo comprometía como individuo, sino que también le indicaba una senda de cómo comportarse con el prójimo. Por último, les narraba sus impresiones sobre esa gran ciudad, su ambiente y su gente.

En los breves días que restaban para el inicio de las clases se esmeró en aprender hasta el más mínimo detalle de las labores que debía desarrollar los sábados y domingos. Dedicó lapsos especiales al tema de la contabilidad, que le seguía preocupando. Pero en esos días también aprovechó algunas horas para salir y exhibir en la calle sus nuevas prendas. Tenía la idea de que todo el mundo lo miraba y que se sorprendía por lo elegante que caminaba. Esa reacción no era de extrañar en un muchacho venido de Fatmill. Si hubiera salido con esa vestimenta a las calles de su pueblo minero original, habría causado sensación en todo el mundo. En Newcastle la verdad es que nadie se fijó en él.

En una de esas salidas quiso cumplir un sueño y fue a conocer el estadio en que jugaba el equipo del Newcastle United. Estaba a cercana distancia del centro de la ciudad, por lo que era fácil caminar hasta él. Había allí fotos de quienes eran sus héroes y datos históricos sobre la fundación del club y su trayectoria. En ese momento el equipo se encontraba en un muy buen nivel y era protagonista de la Primera Liga Inglesa. Tanto era así que dos años después, en 1924, ganó la Liga al derrotar al Aston Villa en el estadio de Wembley en Londres. En esos años brillaban jugadores como Stan Seymour, Joe Harris, Frank Hudspeth y Hughie Gallacher, este último el máximo goleador del torneo en 1927 con 39 goles, año en que el Newcastle nuevamente ganó el campeonato. Lo que había sido la historia del Club y lo que vendría en los años venideros ocupó gran parte de la preocupación y de los sueños del joven hijo de minero procedente de Fatmill.

El primer domingo en que le correspondió cumplir los deberes que se le habían asignado se levantó, nervioso, más temprano que nunca, pues estaba consciente de lo importante que era para su jefe esa ocasión y como este se fijaría en su actuar. Revisó la iglesia palmo a palmo y con su ya amigo cuidador verificaron que todo estuviera en su sitio. Además, y sin que formara parte de sus obligaciones directas, fue hasta el local anexo donde se llevaría a efecto la reunión social de los domingos de toda la feligresía, donde se servía café y cosas dulces de comer, y que constituía la ocasión semanal para que los habituales fieles de la parroquia compartieran por un par de horas sus inquietudes espirituales y personales. Allí se juntaban las familias completas, incluyendo niños, los que apreciaban más que nadie los pasteles disponibles. Entre los asistentes había bastante gente joven y algunas de las niñas eran más que atrayentes, hecho que desde esa primera oportunidad no pasó inadvertido para el principiante. La verdad es que ese domingo todo salió perfecto y el párroco estaba muy satisfecho de la forma en que Daniel había enfrentado sus responsabilidades. Así se lo hizo ver a la hora de almuerzo. Terminado este, el chiquillo se dirigió a las oficinas de la parroquia para hacer el trabajo que le correspondía, en especial poner al día el libro oficial de las actividades parroquiales. Esa labor le llevó toda la tarde y solo se levantó de allí para cenar y luego ir directamente a su dormitorio a fin de prepararse para el día siguiente, el que sería su primer día de colegio y el inicio de una nueva rutina de vida que se prolongaría latamente en el tiempo.

El cosquilleo en el estómago que todo ser humano siente, en mayor o menor medida el primer día de clases, cuando siendo joven debe cambiarse de colegio, no estuvo ausente en el caso de Daniel. Por más que la noche anterior trató de dormir bien, no pudo conciliar el sueño en la mejor forma. Pese a lo anterior, se levantó muy temprano para dirigirse a la iglesia y realizar su labor de inspección. Una vez terminada, estuvo listo para el desayuno con una antelación que lo obligó a esperar a Eric un rato prolongado. El diálogo mientras desayunaban no fue muy fluido. El dueño de casa se dio cuenta del estado en que se encontraba la cabeza del muchacho y coligió que el “horno no estaba para bollos” para iniciar una conversación. Se despidieron en forma amable y el clérigo tuvo un especial “que te vaya bien” al momento de separarse.

Daniel llegó al Colegio cuando ya había en su sala de clases algunos alumnos y tuvo la sensación de ser un pájaro en jaula ajena, pues entre los que serían sus compañeros varios ya se conocían, fuera porque venían del mismo colegio primario o porque habían creado entre ellos una relación previa en alguna de las diversas actividades que se desarrollaban en una gran ciudad. Ellos mantenían una viva conversación, sin siquiera percatarse de la llegada del novato. El muchacho venido de Fatmill se fijó que a cada alumno se le había asignado un pupitre, el que se identificaba con una tarjeta que tenía el nombre y apellido de quienes serían durante el año miembros de esa sala. El buscó su lugar y lo encontró en la segunda fila al lado izquierdo, pegado a la muralla. Para sus adentro pensó que era una buena ubicación, ya que no estaría expuesto a la misma observación directa de los profesores de los de la primera línea y, al mismo tiempo, estaría lo suficientemente cerca de los maestros para seguir en forma atenta sus disertaciones sin preocuparse del común desorden que normalmente emana de las últimas filas. No hubo nadie que se le acercara antes de que se iniciara la primera sesión, cosa que anhelaba para sus adentro, pues se sentía incómodo al estar sentado solo en ese rincón. La primera hora de la mañana estuvo destinada a matemáticas y se pudo dar cuenta claramente de que los conocimientos que había aprendido en su colegio primario eran absolutamente insuficientes para seguir las enseñanzas del profesor. Se percató de inmediato que ahí tendría un problema y que debería poner especial énfasis en ese ramo para llenar el vacío existente. Terminada esa sesión inicial, vino el primer recreo y sin darse cuenta se vio involucrado en la charla que tenían tres muchachos que hablaban de fútbol y de las actuaciones del cuadro local en la Liga. Se podría decir que fue aceptado en forma tácita por quienes conversaban el tema y cuando intervino con una acotación que tuvo como base los conocimientos que había adquirido en su visita a la sede del club, el resto de los dialogantes consideró que era un aporte a la conversación por lo que lo miraron con buenos ojos. Uno de ellos le preguntó su nombre y su lugar de origen. El proporcionó ambos datos y lógicamente la interrogante cayó de cajón. ¿Dónde está Fatmill? Daniel explicó donde se situaba y la actividad minera que se desarrollaba en el lugar, agregando que su padre laboraba allí, sin mencionar el hecho que era un simple minero. La información fue tomada en forma natural por el resto lo que produjo un alivio en el chiquillo, quien desde ese momento empezó a ser considerado por los otros tres miembros del grupo como uno más. Esta actitud positiva la fue recibiendo en todos los recreos que vinieron después, a veces con uno y otras con dos o más chiquillos, por lo que al término de la mañana una cantidad importante de sus compañeros de clase lo identificaba perfectamente. Como el colegio funcionaba en dos sesiones diarias, a la hora de almuerzo algunos se quedaban en el establecimiento, donde había un servicio especial para almorzar, pero Daniel prefería ir a “su casa” pues le quedaba cerca y ello le permitía, además, no tener que pedir dinero para cancelar el costo de la merienda en la escuela. Cuando ese día se sentó a la mesa junto a Eric su actitud era diametralmente opuesta a la que había tenido durante el desayuno. No paró de hablar de su primera mañana colegial y de compartir lo contento que se sentía por haber sido bien recibido, hecho que causó la alegría del dueño de casa que había temido, no sin razón, que el muchacho por su origen sintiera un cierto rechazo del colectivo. Eso sí que Daniel omitió toda referencia a sus dudas en cuanto a su capacidad para enfrentar el ramo de matemáticas. Vuelto al establecimiento educacional en la tarde, el asunto funcionó en forma similar a como había acaecido en la mañana. En los días siguientes todo caminó en la misma dirección, por lo que empezó a sentir una seguridad mayor y una sensación de que el asunto iba sobre ruedas, ello hasta el instante en que alguien le consultó en cuál sector de la ciudad estaba su domicilio. Él, con la mayor aparente naturalidad –pese a su incomodidad y a que tenía conciencia que su respuesta no estaría dentro de lo esperado– confesó que residía en la iglesia de San Juan Bautista, lo que causó la sorpresa de algunos y la hilaridad de otros. Pensó que lo mejor era ser franco, decir la verdad y que de una vez por todas el asunto dejara de ser tema, sin consideración a cómo sería recibida su respuesta. Confesó que su padre era un humilde minero del carbón y que estaba allí gracias a la generosidad del pastor Eric, quien lo había recibido y lo había ayudado a ingresar a ese colegio a fin de cursar su educación secundaria. Añadió que pagaba su estada por medio de trabajos que se le asignaban y que si alguno de ellos iba a los oficios de los domingos se podría percatar de que estaría colaborando en las labores propias de la iglesia. Esa confesión abierta, franca y sencilla, provocó en la gran mayoría de sus compañeros un sentimiento de admiración, pues entendieron que se trataba de un tipo trasparente que en base de esfuerzo deseaba surgir en la vida. Contrario al temor primitivo de Daniel en orden a que contar la verdad le podría traer como consecuencia bromas desagradables de los otros miembros de la clase, casi todos sintieron hacia él una especie de solidaridad, la que le fueron demostrando en diversos grados y formas a través del tiempo. Esa reacción trajo a su mente la repetida enseñanza que desde muy chico había oído salir de los labios de Charlie: “Siempre hay que decir la verdad. La mentira lleva solo al despeñadero”. No se fijó en ese instante cuál fue la dimensión que sus dichos habían producido entre sus iguales, pero la forma deferente con que fue tratado desde ese día lo hizo darse cuenta poco a poco de la generalizada admiración que produjo la narración de su historia. Se propuso responder a esa reacción de la mejor forma y se hizo el propósito de aparecer frente a sus condiscípulos como una persona colaboradora y leal.

Su vida como estudiante del colegio de Newcastle, que empezó de tan buena manera, en el futuro continuaría por la misma senda. Daniel, diariamente, al llegar a su pieza y empezar a hacer sus deberes, dejaba un tiempo para estudiar matemáticas a fin de acortar la distancia existente con sus compañeros en ese ramo. Se pudo percatar de que poco a poco la brecha inicial se iba cerrando, lo que se demostró en el mejoramiento de las calificaciones que fue recibiendo en los sucesivos controles habituales. Los primeros fueron un verdadero desastre, pero ello no lo amilanó, sino que, por el contrario, lo impulsó a conseguir esa meta inmediata y adicional que la vida ponía frente a él. Los sucesivos certámenes le demostraron que el esfuerzo estaba dando frutos concretos, circunstancia que lo instó a perseverar aún más en su dedicación. En cuanto a su vida diaria en el colegio, sentía que el ambiente entre sus compañeros era cada día mejor y que a ellos, además, les sorprendía la forma en que iba llenando los vacíos propios de su débil formación primaria. En los recreos, en los días en que no había lluvia, muchas veces se organizaban pequeños partidos de fútbol en los que Daniel participaba con más entusiasmo que calidad. Se dio cuenta desde un comienzo de que su empeño por ese deporte era muy superior a los resultados que conseguía cuando estaba frente a la pelota y que entre sus amigos había algunos que tenían condiciones sobresalientes para dominar el balón. Pero todo lo anterior no mermó su entusiasmo por participar en esos lances que se llevaban a cabo en la primitiva cancha que era el patio del colegio. Donde sí se constituía en una autoridad era en las conversaciones sobre el presente y futuro del club local que participaba en la Primera Liga, área en la que demostraba una sabiduría mayor que el resto de sus amigos. Era capaz de recitar de memoria las alineaciones que el Newcastle United había tenido en los últimos años e incluso recordaba los resultados de la mayoría de los juegos y el nombre de los autores de los goles. Los lunes era tema obligado el comentario sobre la actuación del equipo el día anterior, él participaba activamente gracias a una primitiva radio que había en la oficina de la iglesia y que mantenía encendida mientras laboraba en los libros parroquiales. Claro que había varios de sus compañeros que le llevaban una ventaja apreciable en esos intercambios de opiniones de inicio de semana, pues cuando el equipo jugaba de local asistían al estadio y podían graficar exactamente cómo había sido un gol determinado o cómo se había gestado una jugada específica. Ir al estadio a ver al Newcastle United era para Daniel un sueño escondido de larga data y que esperaba poder cumplir algún día.

La parte emotiva la manejaba a través de sus cartas semanales a su madre, las que eran respondidas en forma lacónica, no porque Mary no deseara expresarle el inmenso amor que le tenía, sino porque sus conocimientos para expresarse por escrito eran más bien escasos, cosa que el hijo comprendía perfectamente. Pero el solo hecho de ver un sobre con la letra de su madre le producía una alegría inmensa. Pese a lo breve de las misivas, se imponía que estaban todos bien y que Elsie seguía siendo una hija y compañera ideal. En cuanto al padre, ella en todas sus misivas le hacía continuas referencias a su preocupación por la tos persistente que tenía. Daniel sabía que aquella era producto de la silicosis que avanzaba y sabía también cuál sería el final, pero prefería no pensar en el tema. Su hermana de vez en cuando le escribía, siempre en forma muy afectuosa, pero la base de sus cartas consistía en interrogantes acerca de cómo era vivir en una gran ciudad. Como mujer le preguntaba cosas relacionadas con la moda o la vida social, materias en las cuales Daniel se declaraba abiertamente ignorante y no tenía interés alguno en profundizar. Pero para dar alguna satisfacción a esos intereses de su hermana, empezó a fijarse en la forma de los vestidos y en los colores que usaban las niñas los días domingos cuando asistían a los oficios, observaciones que transmitía en la forma menos primitiva posible. En cuanto a la posibilidad de mantener una correspondencia con Elizabeth, ambos se dieron cuenta muy pronto de que, pese a las promesas recíprocas, el asunto no funcionaría y poco a poco las cartas entre los dos se fueron distanciando hasta que al final cesaron en forma definitiva. Daniel entendía que para una niña como ella no era nada de atrayente mantener un vínculo con un tipo de su edad al cual no tenía posibilidad alguna de ver ni con el cual compartir, en circunstancias que en Fatmill había varios muchachos mayores que la cortejaban. Se podría decir que la relación tuvo una muerte natural lógica previsible.

Cuando al final del año se dieron a conocer las notas obtenidas por los alumnos en cada uno de los ramos, Daniel resultó ser el tercero de su clase, lo que lo llenó de satisfacción. Llegó donde Eric a mostrarle el certificado que acreditaba lo anterior con un entusiasmo desbordante. El religioso, quien ya lo consideraba casi como un hijo, se puso en extremo contento y lo felicitó efusivamente con un gran abrazo. Le dijo que eso había que celebrarlo como se merecía y procedió a invitarlo a cenar a un restaurant del centro de la ciudad, que Daniel ubicaba por haber pasado frente a su puerta, pero nunca había imaginado siquiera la posibilidad de ingresar y sentarse en una de esas mesas vestidas de albos manteles y rodeadas de sofisticadas sillas. Para el muchacho, la invitación se constituyó en una experiencia única y una buena manera de demostrar al presbítero que todas las correcciones que diariamente le hacía sobre las maneras de comportarse en la mesa, la forma como se tomaban los cubiertos, el uso de la servilleta y el cuidado para tomar la copa en que se ofrecía el líquido que estaba sobre la mesa, habían sido aprendidas. Era capaz de mostrar modales propios de una persona proveniente de un estrato social muy diferente al suyo. Resultó una cena estupenda que quedó grabada en la mente del estudiante no solo por el lugar y el ambiente existente, sino también por la excelente calidad de lo que comieron. La carne que degustaron a insinuación del presbítero, quien era un sibarita encubierto, fue inolvidable. Pero por sobre todas esas emociones, en Daniel reinaba en forma brillante y única la idea de que si continuaba con igual éxito en los próximos años podría aspirar a la beca mencionada por Charlie. No olvidaba que ese era su objetivo final.

Venían las vacaciones de verano y Daniel sabía que no podía abandonar sus labores en la iglesia, pues ese había sido el trato. Empezó a pensar en qué usar su tiempo libre, que en la práctica era casi todo el día de las jornadas laborables. Le comentó su inquietud a Eric y le dijo que él no estaba dispuesto a ser un vago durante el período estival, por lo que le compartió la idea de buscar un trabajo que tuviera un horario similar al que tenía en el colegio, a fin de no descuidar los deberes a los que estaba comprometido con la parroquia. El religioso le encontró la razón y le dijo que lo dejara pensar un poco el tema. Dos días después le preguntó qué le había parecido el dueño de la tienda donde había conseguido la ropa a comienzos de año, el que además de ser un fiel feligrés de la parroquia, como él sabía, era un buen amigo suyo. Este había comentado al pasar que en su establecimiento se le había producido una vacante, por lo que había allí una oportunidad laboral. Daniel le respondió que le tenía gran aprecio a Mr. Lodge por la forma como lo había tratado en su primer encuentro y por lo interesado que se mostraba en las reuniones dominicales respecto de sus estudios, por lo cual para él sería un agrado trabajar allí.

–Bueno –le respondió el presbítero–, mañana a las nueve de la mañana debes presentarte en la tienda donde trabajarás de lunes a viernes, ambos inclusive, cosa que puedas realizar tus labores aquí en la misma forma en que lo has hecho durante el año. Ah… y no olvides que debes continuar con tu obligación de realizar todas las mañanas temprano una revisión del templo. Esta nueva actividad no puede por motivo alguno interferir en el cumplimiento de tus labores aquí, pues de ser así deberás dejar el trabajo con Mr. Lodge en el acto.

Daniel le respondió que no se preocupara y que le garantizaba que no tendría queja alguna al respecto.

Al día siguiente, a las nueve de la mañana en punto, Daniel se presentó ante Mr. Lodge, quien lo recibió en forma cariñosa. Le dijo que se encargaría de la mantención de los inventarios, pues había notado que en esa área había una falencia y que tenía serias sospechas de que alguien estaba escamoteándole mercaderías. Le pidió que hiciera todo en forma callada y que cualquier duda o anomalía se la comunicara directamente a él. Le previno que, en materias relacionadas con el trabajo mismo, no compartiera sus comentarios con nadie. Lo llevó a un pequeño despacho no lejano al de él y le indicó que ese sería su lugar. Allí, en la soledad de esa habitación, le indicó cuánto le iba a pagar semanalmente, lo que para Daniel resultó una suma importante, pero en la realidad era un salario muy inferior al que el dueño debería haber cancelado a otro trabajador. Para el propietario de la tienda resultó ser un buen negocio la contratación del muchacho. Cuando Daniel quedó solo en la que sería su oficina durante todo el verano, se sentó en la silla y se preguntó para sí: “¿Qué es un inventario?”. No dijo nada y guardó su secreta ignorancia como un valioso tesoro. Durante ese primer día se dedicó a conocer la tienda en todos sus detalles, a interiorizarse de su funcionamiento y a presentarse ante el resto del personal, tratando de demostrar la mayor humildad posible. No deseaba crearse anticuerpos desde el inicio o que alguien pensara que él iba allí para quitarle su trabajo o para controlarlo. Ayudó a esta especie de ingreso social el hecho de que varios de los trabajadores eran feligreses de la iglesia. Allí pudo conocer al hijo menor del dueño, de nombre Albert, quien tenía unos seis o siete años más que él y que había resuelto no ir a la universidad y solo estudiar un breve curso de comercio que le permitiera secundar a su padre. Un hijo de Mr. Lodge lo recibió amistosamente y desde un comienzo hubo química entre ellos. Los hijos del dueño eran tres. El mayor había estudiado economía y una vez recibido había ingresado a un Banco local, el que lo trasladó luego a la casa matriz en Londres y, debido a lo brillante de su desempeño, en ese momento tenía una alta responsabilidad en la oficina que el Banco tenía en Nueva York. El segundo se había recibido de dentista y cumpliendo un sueño que tenía desde niño se había mudado a Londres para ejercer allí su profesión, pues sostenía que no había comparación alguna entre la grandiosidad del Támesis y la fealdad del Tyne River. Producto de todo lo anterior, era un hecho de la causa que quien se quedaría a cargo del emprendimiento una vez que el padre se jubilara o falleciera, era el hijo más pequeño, hecho que la familia completa tácitamente había internalizado. En lo que respecta a ese primer día laboral de Daniel, en la tarde apenas llegó a “su casa” se fue directo al viejo diccionario que existía en la pequeña biblioteca y buscó el significado de la palabra inventario. De la definición leída trató de extraer otros elementos que le permitieran en verdad formarse una idea más completa, aunque primaria, del tema. Había llegado a la conclusión de que Eric era la única persona a la cual le podía confesar su dificultad laboral y la única que guardaría el secreto respecto de su ignorancia. El religioso, ante la pregunta explotó en una gran carcajada, pues se daba perfecta cuenta en el atolladero en que estaba atrapado el muchacho. Con calma y usando palabras sencillas y términos alcanzables para una persona ignorante en la materia, le explicó de qué se trataba y de la importancia que para esos efectos tenían los libros que deberían existir en la tienda, en donde encontraría una narrativa de las cosas adquiridas y sus precios, así como de aquellas que se habían vendido y las sumas que se habían percibido. Todo lo anterior le permitía al dueño del negocio saber con cuánta mercadería contaba en cada uno de los rubros y delinear un plan adecuado para las futuras compras. Le añadió que dado el éxito que Mr. Lodge había tenido en su negocio, de seguro que todo estaba bien y que posiblemente habría solo una especie de desorden que el dueño deseaba solucionar. Que no se te escape, le agregó, que tu jefe allí es un buen hombre, pero tiene una cierta tendencia a la avaricia y a la desconfianza. Le añadió que la experiencia que había adquirido llevando los libros de contabilidad de la parroquia, cosa que hacía muy bien, le serviría como base. Daniel preguntó variadas cosas, hasta los detalles más ínfimos, pues deseaba llegar al día siguiente mostrándose como una persona ducha en materia de inventarios.

La experiencia veraniega en el local de Mr. Lodge fue positiva para Daniel en todo aspecto. Le permitió juntar un poco de dinero y darse algunos gustos, tales como enviarle a su madre una bonita y fina bufanda para el invierno y adquirir a precio muy conveniente ropa para él, ya que se había ido desarrollando en él un gusto por las prendas finas y bonitas. Por otra parte, pudo darse dos antiguos deseos. El primero, fue hacerle un buen regalo a Eric, de quien tanto había recibido. Eligió un buen abrigo, el que pese a la rebaja que Mr. Lodge le otorgó, le consumió una parte importante de sus primeros salarios, pero aquello nada le importó. Lo hizo con gusto y cuando se lo entregó, el presbítero en un comienzo no quiso recibírselo, pero luego de sus reiterados ruegos lo aceptó emocionado. Se lo probó y le quedó perfecto.

–Ahora los feligreses van a empezar a pensar que me estoy robando el dinero del templo para comprarme cosas finas –bromeó.

El otro deseo que cumplió, previa conversación con el dueño de “su casa”, fue ausentarse una tarde de domingo para ir al estadio a presenciar un partido de fútbol en que jugaba el Newcastle United nada menos que con el antiguo y poderoso Manchester United, equipo que tenía un lugar de privilegio en la afición británica y cuya tradición se remontaba a 1878, cuando la poderosa institución de esos días había dado sus primeros pasos. Compró la entrada más barata, una en que el partido debía verse de pie, pero para él aquello era un detalle insignificante. Fue uno de los primeros espectadores en ingresar al estadio y sentirse dentro de ese coliseo le produjo tal emoción que lo llevó a elevar una especie de oración para agradecer a Dios por estar ahí. No lo podía creer. Tuvo oportunidad de entonar todos los cantos que la barra del equipo coreaba durante el juego, los que se conocía de memoria, y de ser parte de los gritos de los parciales del club. Estaba ronco cuando se escuchó el pitazo final; el Newcastle United había resultado ganador dos goles a uno. Dentro de esa indescriptible felicidad le apareció en su interior una especie de pena, pues los noventa minutos de juego le habían parecido absolutamente insuficientes y si hubiera sido por él, el partido debió haber durado una hora más, por lo menos. Esa noche le costó mucho quedarse dormido, pues la excitación de la experiencia de esa tarde no cesaba y cada una de las jugadas del equipo y cada uno de los goles presenciados le daban vueltas en la cabeza. En determinados momentos pensaba que todo había sido un sueño y solo la presencia del gorro del club que había adquirido al ingreso al estadio y que había clavado en una de las murallas de su dormitorio le daba la seguridad de que lo vivido había sido real.

Terminado el verano, Daniel volvió al colegio y ese segundo año no fue diferente al anterior. Cada día se sentía más cómodo y comprobaba con satisfacción que el ambiente dentro de la clase era amistoso, que su desempeño escolar seguía siendo muy bueno y que su relación con Eric marchaba sobre rieles. En pocas palabras se sentía muy cómodo con la forma en que se le estaba dando la vida en todo sentido. Además, había hecho un trabajo lento pero seguro de convencer a Eric de que podía mantener los libros de la iglesia en orden sin necesidad de usar la tarde de los domingos, pues se quedaba los sábados hasta muy tarde y se iba a la cama solo cuando había finiquitado esa labor. Lo anterior le permitió usar los domingos en la tarde para repetir de vez en cuando la experiencia de ir al estadio cuando el Newcastle United jugaba de local, lo que financiaba con lo que había ahorrado mientras trabajó con Mr. Lodge. Por otra parte, en su planificación futura estaba el hecho de repetir todos los veranos siguientes su aventura laboral, lo que lo habilitaría monetariamente para satisfacer algunas necesidades personales y al mismo tiempo dejar una pequeña cantidad de ahorro que le diera cierta libertad monetaria el resto del año. Pero quizás el hecho más destacable en este segundo año, fue la relación más cercana que cada domingo fue estableciendo con la comunidad de la iglesia en esas reuniones que se llevaban a efecto después del oficio religioso. Su presentación personal había mejorado ostensiblemente con la ropa adquirida en la tienda de Mr. Lodge y poco a poco los feligreses lo fueron identificando por su nombre de pila y distinguiendo con su amistad. Daniel aparecía como un tipo correcto y había consenso en la mayoría de los asistentes a esas reuniones de que se trataba de un muchacho aprovechado en el colegio, que no negaba su origen humilde cuando el tema salía a la superficie –cosa que él no evitaba–, que deseaba salir adelante en la vida y que se había constituido en la mano derecha del párroco. Este, a su vez, estaba satisfecho con la conducta del joven estudiante y sin decírselo se lo transmitía a través de la forma afectuosa con que lo trataba. En varias oportunidades escribió cartas a Fatmill para representarle a Charlie el acierto que había sido confiar en su recomendación en cuanto a recibir en la iglesia a Daniel.

Esos encuentros dominicales tuvieron al fin de ese segundo año una connotación especial. Desde hacía algunos meses Daniel se había fijado en una niña que domingo a domingo asistía a los oficios en compañía de sus padres. El progenitor era un conocido médico de la ciudad que trataba a Daniel con deferencia, pero no imaginaba siquiera que su hija le estaba llenando el ojo. La chiquilla era recatada, pero percibía a través de sus miradas que no era indiferente a las preferencias del asistente del párroco, las que ella correspondía de igual forma. Se llamaba Elizabeth y no se le escapaba al estudiante la coincidencia de nombre con quien había sido su primer amor en Fatmill. Esta también era rubia y linda de cara. Poseía una especial distinción, pues era alta de estatura y se vestía en forma sencilla, pero elegante. Daniel se esmeraba en que los mejores dulces estuvieran cerca de ella y que no le faltara té, que era lo que ella bebía en esas jornadas dominicales. Poco a poco tuvieron sus primeros diálogos y después de algunos meses se trasformaron en conversaciones que tenían la extensión que les permitían los momentos en que Daniel no debía atender alguna necesidad del resto de la comunidad. Eric, que tenía experiencia de vida más que suficiente para captar el comportamiento de los seres humanos, se percató de esa amistad, lo que le produjo alegría porque venía a llenar un vacío emocional en el alma de su asistente.

Al término de ese segundo año, cuando se entregaron los resultados finales, Daniel apareció con el segundo promedio del curso. Obtener esa distinción le produjo alegría, pero estuvo lejos de nacer en su interior esa explosión de sentimientos que le había producido el tercer lugar que le habían otorgado el año anterior. Esto último fue una sorpresa que no esperaba, en cambio el segundo lugar en esta ocasión le era algo imaginable. De todos modos, estaba en extremo contento pues era un año menos para concretar su sueño. Fue raudo a hacer partícipe del resultado al párroco, quien lo felicitó efusivamente y le agregó que había que repetir la ceremonia anterior, por lo que lo invitaba a cenar al mismo restaurant al que habían concurrido entonces. Todo fue una copia de lo acaecido doce meses antes, incluso la remisión de sendas cartas a su madre, a Charlie y una especial a Elsie. Al inicio de la cena Eric le recomendó que esta vez probara un pescado especial que preparaban allí, el que iba bañado con una salsa en base de mostaza. Daniel comprobó una vez más que su jefe no solo era un gran clérigo, sino también un muy buen gourmet. El plato resultó exquisito. En cuanto al postre, le recomendó una crema de leche caliente con cerezas, bañada con helados. La mezcla le pareció rara a Daniel, pero comprobó que en temas de comidas el presbítero era infalible.

El verano en la tienda de Mr. Lodge transcurrió sin mayor novedad. Quizás lo más destacable fue que había quedado tan satisfecho con la labor desempeñada por el estudiante el año anterior, que le ofreció un salario más sustancioso, lo que lógicamente colmó de satisfacción al virtual empleado. Daniel no solo había aprendido bien el asunto de los inventarios, sino que fue capaz de desempeñarse eficientemente con la nueva responsabilidad que se le dio: ser una especie de revisor de la contabilidad general de la tienda. El dueño le pasó el primer día un pequeño libro con el título de Manual tributario y que contenía las normas básicas que debían seguir los contribuyentes al momento de cancelar sus obligaciones con el Estado. Ahí sí que Daniel tuvo problemas serios, pues la terminología usada le era absolutamente desconocida. No tuvo escrúpulos en confesarle lo anterior a Mr. Lodge, quien le respondió que intentara entender lo que mostraba el manual y que hiciera una lista de las cosas que no comprendía para que él pudiera posteriormente satisfacer sus inquietudes y dejarlo así en condiciones de trabajar con el contenido de aquel. Daniel, con la dedicación que le era proverbial, fue escribiendo una a una sus dudas y cuando terminó esa tarea la lista lo avergonzó por lo lata que había resultado. Eran varias páginas, y el pudor lo hizo dudar de recurrir a su jefe y pensó lisa y llanamente tomar el camino fácil de declararse derrotado. Pero por otro lado ello iba contra su principio de siempre: “poner la proa” a las dificultades. No se le escapaba, asimismo, que su rendición anticipada afectaría desfavorablemente el afecto y la admiración que le tenía Mr. Lodge por no haberse esforzado a fondo. Al mismo tiempo, ante la desnudez de su ignorancia, pensó en aquello que le había escuchado a Eric: “Vale más la pena ponerse una vez colorado que diez veces amarillo”. Con los papeles en la mano entró a la oficina del propietario del establecimiento, el que necesito de varias largas sesiones para dar respuesta a todas las interrogantes, ya que muchas veces sus explicaciones daban lugar a nuevas consultas. Pero al final Daniel fue capaz de asimilar el manual en su totalidad y con esos conocimientos dio inicio a la labor adicional de comprobar la situación tributaria de la tienda. Después de más de un mes de rigurosos estudios y de retiradas revisiones, se fue a conversar con el dueño del negocio y le presentó por escrito variadas observaciones a la declaración de impuesto que había realizado el año anterior. Dicho documento arrojó como resultado que no se habían usado ciertas excepciones vigentes, las que de haberse hecho efectivas lo habría hecho cancelar, por concepto de tributos, una suma inferior a la pagada. Mr. Lodge quedó sorprendido y agradecido por el informe y le dijo que ese trabajo merecía una recompensa especial que iba más allá del salario acordado, lo que lógicamente cayó en los bolsillos de Daniel como un chorro de agua en medio del desierto.

Cuando terminó el verano y el estudiante finiquitó su trabajo en el negocio para prepararse a volver a sus actividades escolares en lo que sería su tercer año de secundaria, el balance monetario que realizó a solas en su habitación era más que positivo. Fue tanto que le consultó a Eric qué podía hacer con el dinero. Este le hizo ver que lo mejor era ir al Banco y abrir una cuenta de ahorro, a lo que el muchacho le respondió que le daba vergüenza hacerlo, ya que si bien para él la suma recolectada era importante, para el Banco sería casi una miseria que no calificaba para la apertura de una cuenta. El párroco le respondió que estaba equivocado, pues había un sistema especial para recibir los ahorros de dueñas de casa y de personas como él, por lo que no causaría sorpresa alguna su requerimiento. Para Daniel ingresar al Banco, donde no había estado nunca, y acercarse a un dependiente en la sección ahorros fue toda una experiencia que no estuvo exenta de nerviosismo. El empleado bancario se percató de ello y lo atendió de la mejor manera, haciendo hincapié en que le consultara a él toda duda que tuviera en ese instante o en el futuro. Le agregó que podía retirar parte de su dinero cuando tuviera cualquiera necesidad y que no había límite para ello, por más pequeña que pudiera aparecer la suma requerida. El estudiante tomó el fajo de billetes que tenía y se los pasó, restando previamente una suma destinada a su madre y otra pequeña para lo que podrían ser sus gastos más próximos. Luego abandonó el Banco con su libreta de ahorros en el bolsillo, teniendo la idea de que la sensación que lo invadía debía ser similar a la de un hombre de negocios en Londres cuando había realizado una importante operación bursátil en la Bolsa de Comercio.

Un aspecto sustantivo en esa etapa de su vida eran los diálogos con Elizabeth, los que se veían incrementados domingo a domingo. Se, estableció una relación que no pasó inadvertida para ninguno de los habituales a las citas de los domingos, incluyendo lógicamente a los padres de la niña. De allí es que el penúltimo domingo, previo a la entrada al colegio, y cuando ya estaba por terminar sus labores en el negocio de Mr. Lodge, se atrevió a invitarla a un lugar muy conocido y especial en pleno centro de la ciudad a tomar una taza de té a las cinco de la tarde del domingo siguiente. Ella le dijo que lo consultaría con su madre, cosa que hizo en ese mismo instante. Al obtener una respuesta positiva, el corazón de Daniel dio una verdadera vuelta de emoción, la que lógicamente no dejó traslucir. Quedaron en juntarse al domingo siguiente a las cinco de la tarde a los pies del monumento a Grey, ya que el local elegido estaba a corta distancia de ese sitio. Para suerte de Daniel ese domingo fue un día soleado, lo que hizo que todo resultara más grato. En ese encuentro ambos hablaron de cosas triviales, especialmente de las experiencias que cada uno había tenido en el colegio y cómo veían el nuevo periodo que al día siguiente comenzarían. Elizabeth era alumna del más prestigioso colegio religioso privado de toda esa parte del país, el Sagrado Corazón, que pertenecía a unas monjas que estaban distribuidas desde hacía muchos años en las principales ciudades del mundo y que tenían como tarea educar a la elite femenina de cada país. Si bien ella no era católica, sino protestante, las religiosas no habían tenido problema en aceptarla dada la connotación y el prestigio profesional del padre. Elizabeth estaba en el mismo grado educacional que Daniel y era una buena alumna, claro que al momento de las comparaciones resultó con una calificación general dentro de su clase inferior a la del muchacho, circunstancia que este dejó pasar sin comentario. Al ser preguntado por ella sobre su procedencia, sin dar mayores detalles le dijo que su padre trabajaba en una mina de carbón en la pequeña localidad de Fatmill. Ella pensó de inmediato que, dada la presentación exterior de su interlocutor, la forma inteligente en que se expresaba y la manera como se desempeñaba, incluso en cuanto al modo de comer, se debía tratar del hijo de un importante ingeniero de la mina o del dueño de ella. Le agregó que la razón por la cual vivía con Eric se debía a una recomendación especial del párroco de la localidad de su origen, el que era muy cercano a su familia. Toda la explicación cuadró sin dejar espacio a dudas. Fue una velada grata para ambos y la química recíproca que había aparecido en las conversaciones dominicales se hizo más explícita.

Elizabeth regresó a su casa feliz por la cita que había tenido esa tarde. Durante la cena narró a sus padres, con lujo de detalles, como había resultado todo, poniendo especial énfasis en la rica personalidad de su anfitrión y en su refinada educación, agregándoles que su padre trabajaba en una mina de carbón donde seguramente sería un importante ingeniero. Lo que la niña no sabía era que su padre antes de dar el visto bueno final al encuentro le había consultado a Eric sobre Daniel. El párroco había sido franco y le había contado toda la verdad, sin guardar detalle alguno, y le había aconsejado autorizar a su hija a concurrir al encuentro, pues era difícil encontrar en todo Newcastle un muchacho más serio y cumplidor que su asistente. El médico, que era un tipo de mente abierta, había dado su consentimiento sabiéndolo todo, pero mantuvo ante los suyos el secreto acerca de cuál era en realidad el origen de Daniel. En los domingos siguientes el chiquillo estableció diálogos no solo con Elizabeth, sino también con sus padres. La madre de ella estaba encantada con él, pues no solo era bien parecido, sino que su presentación no daba lugar a comentario negativo alguno y era sumamente educado con ella y con su hija. De allí que le adelantó a ella que contaba con su autorización para salir a tomar té con Daniel cada vez que este la invitara. Eric, con su habilidad especial para captar a las personas, se dijo asimismo que su ayudante no solo era eficiente en su trabajo y un buen alumno, sino que además era un gran actor. El hijo del minero de Fatmill repitió la invitación al domingo siguiente y a la larga se transformó aquello en una especie de rutina dominical, la que producía tanto entusiasmo en el muchacho que muchas veces dejó de asistir al estadio a ver jugar al club de sus amores, para estar a la hora del té con Elizabeth. Había calculado que los fondos acumulados en su cuenta le permitían sin problemas darse “ese lujo”.

Durante la hora del té correspondiente a lo que resultaba ser la quinta invitación consecutiva, Daniel le narró a ella la verdad. Había cavilado largo tiempo acerca de cómo lo haría y le habían nacido reiteradas dudas sobre si sería conveniente hacerlo o no, y en caso afirmativo, cuándo. Pero le parecía que esta actitud de esconder la realidad de su origen y no enfrentar de una vez por todas la verdad lo intranquilizaba y al mismo tiempo sentía que era una especie de traición a la forma en que se estaba desarrollando su amistad con esa niña hermosa que tanto admiraba y por la cual sentía algo más que aprecio. En esa ocasión le contó quién era su padre, cuál era el trabajo que desempeñaba en la mina, cuál era su origen familiar, cuán pobres eran, cómo había llegado a la Parroquia de San Juan Bautista, cómo el párroco Eric le había enseñado modales, cuál había su trabajo con Mr. Lodge y todo el resto de lo que había sido su vida. Terminó añadiéndole que lo único que le podía garantizar era que él seguiría haciendo todo lo que estaba de su parte para ser alguien importante en la vida, y que podía estar cierta de que la apreciaba sobremanera y la respetaría como ella se merecía. Elizabeth quedó muda con la sorprendente confesión y no supo reaccionar. Inteligentemente cambió el tema y, cuando la velada había terminado, se despidieron como si nada hubiera pasado. La chiquilla, mientras hacía el camino a su casa, no podía salir de su sorpresa y se percató de que se había producido una verdadera revolución dentro de ella, de la que no estaba ausente la desilusión. Tenía sentimientos muy encontrados. Por una parte, sentía admiración, respeto y aprecio especial por Daniel; pero por la otra, le resultaba difícil aceptar el origen del muchacho de acuerdo a los estándares sociales de su familia y del medio en que había sido educada. La verdad es que no tenía idea de cómo hacer frente a esta nueva realidad. Ante tanta duda, optó por el medio que encontró más breve, seguro y saludable para todos. En la cena de ese día narró a sus padres lo que había escuchado a la hora del té. La madre quedó casi petrificada, pensando en qué dirían sus amistades si supieran la realidad de la vida de Daniel y comprobaran que la historia que se comentaba entre los feligreses de la parroquia en el sentido que este vivía en la iglesia porque era sobrino del párroco, era mentira. El padre, en cambio, sin que se le moviera un músculo, siguió dando cuenta de la sopa que le habían servido, silencio que causó extrañeza en su cónyuge y más aún en su hija. Cuando hubo terminado con la última cucharada de la sopa, lacónicamente dijo:

–Yo lo sabía –afirmación que cayó como un rayo en medio de ese bien puesto comedor.

Compartió con las dos mujeres el diálogo que había tenido al respecto con Eric y las seguridades que este le había dado sobre Daniel, por lo cual él, en vez de sentir rechazo, le tenía admiración por su sentido de superación y por la forma como había puesto la proa al mar turbulento de la realidad de su existencia. Agregó que él estaba convencido de que si el país en el futuro no era capaz de cambiar esos rígidos paradigmas sociales y no estaba dispuesto a dar cabida en la elite a personas jóvenes provenientes de clases sociales distintas a las tradicionales, no tenía futuro. Añadió que si se analizaba lo que había sucedido en Rusia con la caída de los zares, lo que había llevado a la implantación de un comunismo brutal, se podía afirmar que la estructura política y la social de ese país eran las culpables de lo acaecido al no dar espacio a ideas y a gente ajenas a la aristocracia, y él temía que el Imperio Inglés se podía venir abajo si no miraban el futuro con una mente más abierta. Concluyó diciendo que él no tenía objeción si Elizabeth quería seguir viendo a Daniel, pero que esa decisión le competía a ella y nadie debería interferir. La dueña de casa continúo muda y la sorpresa que le produjeron los dichos de su marido no le permitió hablar durante el resto de la cena. La madre era una admiradora de la visión abierta y moderna que tenía su marido frente a las cosas de la vida y cómo con su trabajo en el hospital daba muestras de que sus pensamientos no eran teóricos, sino una verdad en la que creía y practicaba. Pero admirar a su esposo por ello y vivir una realidad en su casa como la que se había planteado esa noche, eran dos cosas absolutamente diferentes. Ella, por familia, pertenecía a lo más alto de la elite de Newcastle y le resultaba imposible aceptar que su hija tan llena de condiciones físicas, intelectuales y espirituales, estuviera sintiendo admiración por el hijo de un minero. Para ella lo anterior era impensable y ni siquiera se podía imaginar qué diría el resto de la sociedad local cuando supiera la verdad. Ella no lo resistiría. Pero al mismo tiempo sabía que intentar en ese momento una resistencia frontal ante los planteamientos de su marido habría sido contraproducente. Por lo cual debió mantenerse en un silencio que le corroía las entrañas. Ahora, la verdad sea dicha, en la forma en que el médico había planteado el asunto, la pelota quedaba en el lado de Elizabeth, quien al instante se dio cuenta de ello. Con su calma habitual, pensó que no había para qué precipitarse, pues restaban siete días antes de que volviera a ver al hijo de un simple minero de Fatmill. Había tiempo para cavilar.

Daniel, a su turno, pasó esos siete días con la inquietud de cómo sería el reencuentro al domingo siguiente y esa duda se transformó en una especie de espina interior que no lo abandonaba. No le contó nada a Eric. Deseaba que pasara la semana con la mayor velocidad posible y para ello se concentró más que nunca en sus estudios a fin de que el encuentro dominical por venir no le produjera una especie de parálisis intelectual. Por fin llegó ese día crucial. El asistente de la iglesia se vistió para la ocasión con las más finas ropas que había adquirido en su recién terminado paso por la tienda de Mr. Lodge. Se miró varias veces al espejo para comprobar que todo estuviera en orden, desde el peinado hasta el nudo de la corbata; era por lejos la mejor que tenía y la más fina. Terminado el oficio, todos pasaron al salón para iniciar la reunión social habitual y el joven saludó a los padres de Elizabeth con toda naturalidad. Se percató de que la madre tuvo un ceño más serio que en ocasiones anteriores, por lo que dedujo que estaba en conocimiento de lo que había sucedido. En cambio, el padre fue absolutamente natural cuando se saludaron. En cuanto a Elizabeth, ella también actúo en forma natural, lo que hizo que se incrementaran sus dudas. En un momento imaginó que esa naturalidad de ella era un buen síntoma, en cambio en otro coligió que se podría haber propuesto hacer una especie de actuación inicial para mantener la privacidad de lo que pasaba y actuar definitivamente en forma negativa. Adoptó la decisión de no tocar el asunto con ella y continuar comportándose con toda naturalidad, omitiendo cualquiera mención a una nueva invitación para tomar juntos el té en el sitio donde habían concurrido los domingos previos. Todo transcurrió con aparente normalidad y al momento de las despedidas Daniel estrechó las manos de los padres de Elizabeth como si nada hubiera pasado. En el instante de despedirse de ella, hizo un esfuerzo especial para aparecer tranquilo, simulando todas las dudas que subían y bajaban en su interior. Luego de darle la mano de despedida y desearle que tuviera una buena semana, le dijo: “Hasta el próximo domingo”, a lo que ella en forma risueña y libre de toda emoción le respondió: “Y cómo, ¿no me vas a invitar a tomar té hoy día?”. Daniel tuvo que hacer serios esfuerzos para disimular la palidez que él sabía estaba apareciendo en su rostro y con una cara entre sorprendida y feliz le contestó: “Por supuesto, se me había olvidado que no te lo había dicho. Nos encontramos donde siempre a las cinco de la tarde”. Los padres de ella escucharon el diálogo. El doctor sintió una especie de satisfacción interior por la personalidad que había demostrado su hija para resolver una situación del todo compleja, en cambio la madre tuvo la sensación que debe tener un tuerto cuando recibe una pedrada en su ojo bueno.

La relación entre Elizabeth y Daniel siguió desarrollándose al ritmo de los tés dominicales, con excepción de aquellos en que el equipo de Newcastle United recibía en su estadio a alguno de los conjuntos de fútbol más destacados de la Liga, oportunidades en que era ella la que le insinuaba que no se juntaran en la tarde y que comprendía perfectamente lo importante que era para él asistir a un determinado juego. Esa comprensión femenina llenaba de ternura al estudiante. Un domingo cercano ya a la Navidad, en el momento de la despedida del encuentro social mañanero habitual, el doctor al despedirse le dijo a Daniel: “¿Por qué no te vas a almorzar a casa? Aprovecha, pues me han dicho que hay un buen pedazo de carne con salsa de menta que nos está esperando”. Fue tal la sorpresa del muchacho que le costó hacer salir de su boca la respuesta afirmativa y mirando a Eric que escuchaba el diálogo le respondió: “Muchas gracias. Por supuesto sería para mí un agrado almorzar con ustedes”. Dicho lo anterior, abandonó el salón en compañía de Elizabeth y se treparon todos al automóvil del médico, mientras el párroco no disimulaba su complacencia por lo que había visto y escuchado. Al llegar a casa de Elizabeth el estudiante quedó impresionado por la hermosura y por lo fino del mobiliario. El anfitrión le pidió a una sirvienta que trajera algunas bebidas y un whisky para él. La madre acotó que se iría a la cocina a supervigilar los detalles de la comida. En el fondo ella prefería participar lo menos posible en lo que consideraba una verdadera tragedia personal. A juicio de Daniel la velada fue estupenda y si bien al inicio resultó un tanto estirada y los diálogos algo forzados, poco a poco la conversación fue girando sobre los temas de interés común de los dos hombres presentes. El médico le consultó sobre las modernas técnicas de la actividad minera del carbón, tan importante para la zona, a lo que Daniel respondió con detalles específicos, confesándole de paso que su proyecto universitario una vez terminado el colegio y siempre que obtuviera una beca a la que iniciaría su postulación a comienzos del año próximo, era ser ingeniero de minas de carbón graduado en el prestigioso Instituto Minero del Carbón que estaba no lejos de la ciudad. El doctor le señaló que esa era una muy buena opción, pues quienes egresaban de ese establecimiento eran reputados en todo el mundo como los mejores en esa especialidad. Luego hablaron de fútbol, tema sobre el cual Daniel demostró un conocimiento que dejó perplejo al dueño de casa, ya que una vez más dio a conocer su capacidad para recordar las alineaciones que el equipo local había tenido en los últimos años, incluyendo datos estadísticos sobre goles convertidos y recibidos. Su opinión acerca del colegio y de la calidad de la enseñanza que recibía no estuvo ausente, mencionando de paso cuáles habían sido los resultados académicos que había conseguido hasta ese momento. Daniel se percató de que había conquistado al doctor, pero tenía vivas dudas sobre su cónyuge, la que mantenía una actitud distante, aunque exenta de menciones que le pudieran haber resultado incómodas. Elizabeth participaba activamente en los diálogos y no escondió su orgullo acerca de la destreza con que Daniel se manejaba en los diferentes tópicos. Su conducta traslucía su felicidad ante la iniciativa paterna de haber invitado a almorzar a Daniel, cosa que no le había adelantado a nadie. Terminado el almuerzo, el doctor se retiró a dormir siesta y le hizo un disimulado gesto a su señora para que dejara a los dos jóvenes solos, cosa que no fue del agrado de ella. Elizabeth y Daniel estuvieron toda la tarde conversando animadamente sobre múltiples cosas y cambiando impresiones sobre temas propios de sus respectivos cursos. A las cinco de la tarde ella le ofreció una taza de té, previniéndole con picardía pícaramente que no esperara encontrar en su casa los ricos pasteles con que ambos gozaban en el salón de té donde ya eran clientes domingueros habituales. Alrededor de la siete de la tarde el chiquillo le dijo a ella que era hora de partir y que no deseaba llegar muy tarde de regreso a “su casa”. Le pidió que les agradeciera a sus padres por la invitación y que en su nombre lo despidiera de ellos. Se dijeron adiós en la puerta de calle con un apretón de manos especial, el que fue capaz de transmitir hacia el otro la emoción que cada uno sentía. Estuvieron con las manos tomadas un rato, mientras se miraban dulcemente a los ojos.

Daniel llegó a la parroquia rebosante de alegría y fue recibido por Eric con una cara de picardía que dejó traslucir todo lo que pensaba, sin necesidad de decir una sola palabra. Solo le comentó que no se olvidara de que debía encargarse personalmente del arreglo del salón parroquial después de los encuentros sociales domingueros y que, en esta ocasión, debido a su ausencia, lo había tenido que hacer él. Dado el tono usado por Eric, Daniel no supo distinguir si se trataba de una broma o de una admonición. Confundido le contestó que había sido un error que él se hubiera encargado de ese menester, en circunstancias que había pensado llevarlo a cabo tan pronto regresara del prolongado almuerzo en el que había participado. Quedaron que en el futuro sería así, que el párroco no se preocuparía del tema y que dejaría el salón tal cual había quedado y que el asistente haría su trabajo más tarde. En los domingos venideros la realidad fue que en los hechos la hora del té de los domingos en el salón habitual se transformó para Daniel en un almuerzo dominical en la casa de Elizabeth, ya que la invitación original tomó carácter de permanente. Desde ese instante, todos los domingos el muchacho almorzó en la casa de esa niña que admiraba, salvo cuando había un partido de fútbol especial, espectáculo al cual se adhería el doctor. Luego ambos se dirigían a la casa de este para tomar té allí, lugar donde continuaban los comentarios sobre lo acaecido en la cancha.

Se creó una relación muy especial entre el estudiante y el médico, en la cual este fue llenando el vacío que le producía la circunstancia de no haber tenido un hijo hombre, ya que Elizabeth era hija única. La joven estaba contenta por la forma en que se habían ido dando las cosas entre ambos hombres. La madre, a su turno, empezó lentamente a transformar su enojo y preocupación social iniciales y en cierta manera comenzó un proceso en que percibió que ese hijo de un minero del carbón la estaba conquistando. En algo debió haber influido la circunstancia de que Daniel llegara a almorzar los domingos con una especial caja de chocolates para ella, la que gracias a los consejos de la chiquilla resultaba siempre ser de los preferidos de su madre.

Como a los tres meses de la primera invitación a almorzar, ya era un hecho que entre los jóvenes había nacido algo más que una amistad. Una tarde en que se encontraban solos en el salón de la casa después de almuerzo, Daniel le declaró a Elizabeth su amor y le dijo que nunca había sentido por nadie lo que sentía por ella, y que ya hacía tiempo que estaba acariciando el sueño distante de que algún día pudieran ser marido y mujer. Le añadió que sabía que para que eso sucediera faltaba mucho tiempo, pero le aseguró que continuaría poniendo todo su esfuerzo para salir adelante con la carrera que deseaba seguir y que esperaba que ella tuviera la paciencia de esperarlo.

–Sé que somos muy jóvenes para planear algo así, pero déjame al menos soñar con ello –agregó.

Ella le contestó que también estaba enamorada y que sentía hacia él, el más grande de los afectos que una mujer pudiera sentir por un hombre. Le añadió que no solo lo quería con todas sus fuerzas, sino que además sentía por él una tremenda admiración por lo que era y por cómo había logrado llegar adonde había llegado. No tengo dudas, le acotó, de que triunfarás y ten la certeza que yo también siento hoy el anhelo de ser tu mujer, pese al tiempo que media para que aquello pueda acaecer. Sellaron esas declaraciones con una seguidilla de apasionados besos, en cada uno de los cuales los dos pusieron, junto al cariño que sentían por el otro, la pasión que brotaba desde lo más íntimo de sus entrañas. Daniel nunca fue capaz de recordar siquiera un minuto del viaje de regreso a la parroquia. Era tal su felicidad, que el trayecto le pareció haberlo hecho no a pie, sino montado sobre una nube.

Esa noche, a la hora de la cena, Elizabeth narró a sus padres las declaraciones de amor que mutuamente se habían manifestado y les agradeció por haber sido tan generosos en aceptar a Daniel en la forma en que lo habían hecho. Les expresó su inmensa felicidad y les confesó que nunca había sentido por una persona ajena a su casa el amor que sentía por el muchacho de Fatmill. Les añadió que tenía plena conciencia de que por la edad de ambos no era posible pensar con cierta certeza sobre un proyecto más serio, pero que les daba gracias a ambos por no ser un obstáculo en esta maravillosa primera experiencia amorosa. El doctor le respondió que contaba con la comprensión suya y con la de su madre, y que ambos tenían plena confianza en que ella sabría conducirse acorde con los principios y valores que desde chica le habían inculcado. En cuanto al muchacho, le indicó que lo encontraban una gran persona, digno de todo reconocimiento, y que les parecía que él también estaba imbuido en los mismos principios y valores de ella. Daniel, por su parte, durante la cena hizo una confesión similar a Eric, quien lo felicitó y lo instó a gozar sanamente de esa relación y a respetar a esa niña que Dios había puesto en su camino, cosa que el muchacho se comprometió a hacer.

Habían pasado casi tres años desde que Daniel llegó a Newcastle con un objetivo claro y preciso: terminar de la mejor manera su formación escolar para ingresar al Instituto Minero del Carbón. Pero, además, había llegado allí en busca de otra meta que no había olvidado: buscar un trabajo para su hermana, aventura para la cual él sabía que ella continuaba preparándose en Fatmill. Un domingo salió con Elizabeth por el centro de la ciudad después del ya tradicional almuerzo en casa de la joven. Ese panorama le encantaba, pues la ciudad, exenta del ajetreo propio de los días laborales, ofrecía ferias artesanales y exhibiciones de artistas callejeros que, especialmente alrededor de la plaza de la estatua a Grey, brindaban una característica alegre y festiva. Llegaba a sorprender la variedad de las ofertas, muchas de ellas entretenidas o convenientes, según el caso. Habían permanecido allí por un largo rato observando una muestra de productos vegetales de la zona, que incluía flores muy hermosas, cuando decidieron transitar colina abajo por Grainger St. Al momento de enfrentar Nelson St., decidieron entrar a una especie de puerta ancha que tenía el título de “Central Arcade”, lugar que ella conocía bien, pero al cual él nunca había ingresado. Se trataba de una especie de pasadizo corto y ancho que terminaba en un amplio espacio rectangular abierto, cuya parte central estaba adornada con árboles pequeños. Alrededor de la parte central había tiendas dedicadas a diversos rubros, pero especialmente a ropa elegante, tanto para hombres como para mujeres. Quedaba patente allí la preocupación británica por la elegancia masculina. El conjunto había sido construido en 1906, tratando de imitar ciertos lugares especiales que existían en el centro de Londres. En la esquina opuesta, por el lado de Nelson St., existía un edificio importante de líneas rectas que albergaba una famosa biblioteca, la que había sido visitada por ilustres extranjeros, entre otros en 1854 por el patriota italiano Garibaldi, cuya presencia en el lugar había quedado grabada en una placa metálica que era posible leer desde la calle. El plano de edificación de la galería Central Arcade consideró que todos los negocios que contenía fueran de solo un piso, lo que le daba luminosidad y amplitud al lugar. Era un ambiente distinguido y único en la ciudad. Contaba con dos cafés que cuando el clima lo permitía instalaban mesas en la parte exterior, al frente de los locales mismos. Deben haber sido unas veinte tiendas las que circundaban el amplio rectángulo, algunas más grandes que otras. Pasearon de la mano, a paso lento, observando las vitrinas y comentando lo que se exhibía. Cuando se encontraron frente a la que parecía ser la más grande y elegante tienda de ropa femenina del conjunto, Elizabeth le comentó que dicho negocio pertenecía a Mrs. Lange, a quien identificó como una señora de pelo blanco, de unos cincuenta años de edad, que era feligrés de la parroquia y que asistía habitualmente a los encuentros dominicales posteriores a los oficios. No ingresaron al negocio a saludar a la dueña. Daniel, en base a la descripción que le hizo Elizabeth, recordó de inmediato la cara y el aspecto de esa mujer, la que siempre le había llamado la atención por su distinción y por sus modos amables. En ese instante no se le escapó que había un pequeño aviso pegado en el vidrio del negocio que ofrecía un empleo para una persona que tuviera conocimientos de costura y que pudiera desempeñar el trabajo de ayudanta de la jefa de taller. El muchacho no hizo comentario alguno en ese momento, pero para sus adentro se dijo que el domingo siguiente de todos modos abordaría a Mrs. Lange para hablarle de su hermana y sobre la posibilidad de que postulara al empleo ofrecido. Tal como lo había ideado, se esforzó al inicio del próximo oficio dominical para dar una especial bienvenida a la dueña de la elegante tienda de Central Arcade, recibimiento que la distinguida mujer acogió de muy buena gana. Una vez terminada la ceremonia y cuando se encontraban en el salón parroquial, Daniel se acercó a ella y le comentó lo hermosa que era su tienda y el estilo distinguido que tenía la ropa que ofrecía. Le agregó que el domingo anterior había estado allí en compañía de su enamorada y que por largo rato se habían quedado comentando el buen gusto de lo exhibido y la forma armoniosa en que estaba presentada la vitrina. Mrs. Lange agradeció con entusiasmo los cumplidos comentarios del muchacho. A continuación, él le mencionó al aviso en el cual ella solicitaba una asistente de la jefa de costureras y le agregó que su hermana era una muchacha que sabía mucho del tema, que poseía muy buen gusto, que era soltera, seria y trabajadora. Añadió que tenía buena presencia y que él estaba seguro de que podría estar interesada en el cargo ofrecido. Ella le respondió de inmediato que con agrado entrevistaría a Elsie, para lo cual Daniel le propuso un encuentro para el martes subsiguiente, calculando lo que demoraría la carta que debía remitir a su casa con la proposición, el tiempo que se requeriría allí para la toma de decisión y el lapso suficiente para que su hermana hiciera el viaje. Quedaron en eso.

Cuando finalizó el evento en la parroquia y estuvieron solos en su casa después del ya tradicional almuerzo, Elizabeth le preguntó de qué había conversado tan largo rato con Mrs. Lange. Daniel, bajo promesa de secreto absoluto, le narró el plan que tenía para su hermana y le pidió la mantención de reserva, ya que cualquier filtración podría hacer abortar el proyecto. Le contó en detalle cómo procedería, cosa que Elizabeth aprobó. Sin decir nada, se dijo para sí misma que el hombre que tenía al frente demostraba una vez más ser no solamente inteligente, recto y afectuoso, sino que también profundamente solidario, característica que siempre aparecía cuando se tocaba el tema de las personas que requerían ayuda. Esa misma noche, tan pronto llegó a su habitación, Daniel escribió una carta a su madre narrándole lo acaecido y pidiéndole que Elsie viajara el lunes subsiguiente a Newcastle. Le añadía que no se preocupara por el alojamiento y por la permanencia en la ciudad, que él se encargaría de eso, pero que era fundamental que estuviera en Newcastle el lunes temprano, ya que la entrevista con la dueña debía llevarse a cabo el martes. La misiva fue enviada en calidad de suma urgencia, lo que garantizaba que al día siguiente estaría en manos de su destinataria. Apenas recibió la carta, Mary le comunicó el contenido a Elsie, a quien la invadió una sensación que contenía una mezcla de sentimientos, tales como temor por tener que abandonar la vida tranquila de Fatmill, alegría por la oportunidad que se le otorgaba, pena por dejar a sus padres, temor a fracasar en la aventura, orgullo por la preocupación de su hermano y angustia por la alternativa de vivir sola y tener que valerse tan repentinamente por sí misma. Pero en el conjunto de ideas descrito, se imponía el entusiasmo por el futuro que se le abría, lo que la llevó a seguir la tradición familiar en el sentido de que cuando acaecían cosas importantes en la vida había que elevar internamente una oración de gracias al Señor. La madre le dijo que debía guardar secreto sobre el tema frente a su padre y que calladamente debía empezar a preparase para hacer el viaje en los próximos días. En cuanto a las dudas de la hija por la reacción que podría tener Lawrence, Mary le contestó que ese asunto lo dejara de su parte y dicho esto partió a conversar con el pastor Charlie. Lo encontró en su oficina revisando algunos papeles. Al verla, le dio la bienvenida y le preguntó qué la llevaba a visitarlo. Mary le narró con lujo de detalles todo lo que había pasado y le rogó que al día siguiente fuera a su casa a cenar y le planteara a su marido el asunto, para lo cual debería recurrir a una mentirilla piadosa. Debería mencionarle a Lawrence que él por conducto de un amigo se había enterado de la búsqueda de personal en una prestigiosa tienda de ropa femenina ubicada nada menos que en la Central Arcade en Newcastle, destacándole el lugar de privilegio que ese sitio tenía en la ciudad. Luego debía argumentar, en la forma convincente en que él lo sabía hacer, que esa era una oportunidad única para Elsie, que no se debía dejar pasar y que dada la forma en que se presentaba el tema, era necesario adoptar una resolución de inmediato. Mary le añadió que debía ser tan convincente como lo había sido en el caso de Daniel y ella estaba segura de que sus palabras producirían el efecto requerido. Charlie le contestó que un pastor no debería decir mentirillas, pero que dada la situación estaba dispuesto a caer en ese pecado venial. Quedaron en que el religioso llegaría al día siguiente a la casa de los Kelly. Cuando Mary abandonó la iglesia, el párroco no pudo dejar de pensar una vez más en lo extraordinaria, resuelta y visionaria que era esa mujer.

Esa tarde, cuando Lawrence regresó del trabajo, su mujer le dijo como una cosa sin importancia que se había encontrado en la calle con el pastor, quien le había preguntado con gran cariño por Daniel y que habían charlado un rato al respecto, lo que la había llevado a invitarlo a cenar para el día siguiente a fin de ahondar en las noticias que el hijo les remitía habitualmente. El minero encontró el asunto como la cosa más natural. Es más, se alegró de que el párroco tuviera interés en seguir de cerca la evolución experimentada por su hijo en Newcastle, pues no olvidaba que este sería un factor sustantivo al momento de postular a la beca en el Instituto del Carbón.

Al día siguiente, alrededor de las 19:30 horas, el pastor golpeó la puerta de la casa de los Kelly. Mary se había esmerado en que la calidad de la comida fuera superior a la habitual. Mientras los hombres compartían una cerveza, Charlie entró suavemente en materia, narrándole a Lawrence la supuesta información que había recibido desde la ciudad. Durante la cena continuó con el asunto, aterrizando todo con la afirmación de que esa era una gran oportunidad para Elsie. La reacción inmediata del padre fue negativa, ya que la sola posibilidad de ver partir a su hija le creaba una tremenda pena interior que no podría resistir. Charlie le respondió que comprendía todo aquello, pero, por otro lado, al igual que en el caso de Daniel, era una oportunidad única para que su hija se abriera camino en la vida y tuviera una posibilidad futura mucho mejor que la que le podría ofrecer Fatmill. El clérigo nuevamente apeló a la parábola de los talentos, tal como lo había hecho antes, y a la responsabilidad que él tenía de intentar lo mejor para el futuro de sus hijos. A todo esto, las dos mujeres escuchaban con cara de sorpresa y en completo silencio las expresiones del religioso, como si lo que él estaba diciendo les fuera totalmente desconocido. Los argumentos de Charlie una vez más calaron hondo en el minero y produjeron un ablandamiento paulatino en la negativa inicial. Lawrence, confundido por la noticia y por la emoción que le había producido, miró a su hija y con voz débil le preguntó que qué pensaba ella de lo que se había dicho en la mesa. La muchacha respondió, pese a haber estado al tanto de todo, con genuina emoción, provocada por las elocuentes palabras de Charlie, que lo que había planteado el pastor le hacía nacer una dualidad casi imposible de resolver –lo que era cierto–, pues si bien le interesaba sobremanera la alternativa que se le abría, le daba una pena infinita pensar en dejarlos solos. Pero que ante esa complicada disyuntiva, ella se inclinaba por aceptar el desafío. Ante lo anterior, con un tartamudeo fruto del impacto emocional que había recibido, Lawrence se mostró de acuerdo. Esa noche el minero se acostó con el corazón apretado por la angustia, a diferencia de la madre que ya había asumido antes el costo emocional, por lo que primaba en ella la alegría que le provocaba el inicio del cumplimento del proyecto que por años había trazado para Elsie. Al día siguiente, temprano, Mary partió a la estación y con los ahorros que siempre guardaba para emergencias, compró el pasaje para el tren de la mañana del lunes siguiente, lo que comunicó a su hijo por correo ultra rápido. Elsie usó el tiempo que mediaba antes de su partida para revisar su ropa a fin de dejarla en la mejor situación para presentarse como correspondía ante la dueña de la tienda. Ese trabajo preparatorio, además de distraerla en los momentos en que la ansiedad la consumía, sirvió para darle más seguridad acerca de su presentación externa ante quien tendría en sus manos la posibilidad de decidir en parte sustantiva su futuro.

Por su parte, Daniel, cuando hizo su aproximación a Mrs. Lange, no tuvo consideración alguna con los problemas prácticos a los que debería hacer frente si se concretaba el plan. Por ello, cuando el sábado en la mañana recibió un sobre que tenía el rótulo de suma urgencia y venía escrito con la letra inconfundible de su madre, se percató de la realidad que tenía frente a sí, ya que existía un cúmulo de asuntos por resolver y para lo cual no tenía ni la más remota idea de cómo proceder, ni siquiera por donde comenzar. Después de cavilar por un buen rato, se dijo a sí mismo que debería tomar el toro por las astas. Se dirigió a la habitación de Eric, quien se encontraba leyendo, y le contó toda la verdad. El párroco permaneció impertérrito durante la narración, pero adivinó casi al instante la dirección que tomarían las cosas. Daniel le pidió que lo autorizara a que su hermana se alojara por unos días en su habitación, para lo cual él instalaría un camastro junto a su cama, que le cedería a Elsie. Le añadió que si conseguía el trabajo, él mismo se encargaría de buscarle un lugar donde vivir acorde con el salario que le ofrecieran. Por el contrario, en el evento en que el resultado fuera negativo, la chiquilla volvería de inmediato a Fatmill. Por ello, agregó, la petición que le planteaba en la práctica significaba que el alojamiento de Elsie en su habitación duraría unos pocos días, cualquiera fuera la respuesta final de Mrs. Lange. Al párroco no le sorprendió grandemente lo planteado por Daniel, pues ya hacía tiempo que tenía la convicción que para ese muchacho no había problema alguno en la vida que tuviera la característica de insalvable. Se rio para sus adentros, pero seriamente le contestó que aceptaba su proposición por esta única vez y que debía tener en consideración que su parroquia no era una pensión, afirmación que produjo turbación en Daniel, pero al mismo tiempo le dio tranquilidad. Dio gracias al Señor por tener el asunto resuelto y solo le nació agradecer a Eric en la forma más explícita posible por el gesto de grandeza que había tenido hacia él y su hermana.

Ese domingo lo primero que hizo una vez terminados los oficios, fue narrarle a Elizabeth la novedad respecto de su hermana y le añadió que ella llegaba al día siguiente, por lo que se ausentaría del colegio el lunes y martes, tema que ya había solucionado con el Inspector Mayor del establecimiento, a quien le había explicado lo que acaecía. Asimismo, ratificó con Mrs. Lange la cita para el martes alrededor del mediodía. Daniel había decidido estar toda la tarde del lunes con Elsie para ayudarla a contener en algo el impacto y la natural ansiedad que le produciría su llegada a la ciudad. También había planeado que saliera esa tarde a conocer algo del centro de Newcastle, especialmente las cercanías de la Central Arcade, y mostrarle desde lejos la tienda donde se llevaría a cabo le entrevista de trabajo y el área en la que se desarrollaría su futuro si llegaba a ser contratada. Igualmente, había resuelto acompañarla al día siguiente hasta la puerta misma del lugar donde se verificaría la entrevista, pero sin ingresar al local. La reacción de Elizabeth fue en extremo positiva y le indicó que ella haría todo lo que estuviera en sus manos para asistirlo en el aterrizaje de su hermana en la ciudad. Daniel le confidenció que su mayor preocupación era el lugar donde ella podría vivir en el caso que todo resultara favorable, pues no se ubicaba en la ciudad como para identificar un barrio adecuado donde hubiera disponible una pieza para arrendar y que tuviera cerca un sistema de transporte expedito con el área donde estaba ubicada la tienda de Mrs. Lange. Elizabeth le dijo que ella se encargaría de eso, ya que en el periódico normalmente había ofertas de ese tipo y que con el conocimiento que ella tenía de las diversas áreas no le sería difícil encontrar un sitio que cumpliera con las características que él deseaba. Durante el almuerzo de ese día comentaron el tema con los padres de ella, lo que le produjo al doctor una nueva sensación de admiración por esa empeñosa familia y una no disimulada sorpresa de la madre, ya que no era una cosa fácil ser parte del equipo de Mrs. Lange, tienda a la cual ella recurría habitualmente para satisfacer sus necesidades personales. Sin embargo, no dijo nada y tuvo una expresión de aprobación, enfatizando la calidad del sitio donde Elsie pretendía trabajar e indicando que ayudaría a Elizabeth a ubicar un lugar adecuado para la recién llegada.

Con la promesa de Elizabeth de que ella se preocuparía del problema habitacional de su hermana en el evento en que la entrevista del martes diera como resultado su contratación, Daniel sintió una grata sensación de alivio y pensó que los astros se estaban alineando favorablemente. Esa noche, una vez que estuvo solo en su pieza, sintió un nerviosismo interior ante la proximidad del arribo de la viajera e imaginaba la despedida familiar, que seguramente seguiría más o menos los mismos parámetros que había tenido la suya cuando abandonó el hogar. Pero lo que lo atormentaba era la alternativa de que Elsie no consiguiera el empleo, lo que significaría un tremendo golpe para ella y del cual ignoraba si sería capaz de reponerse. Además, no se le escapaba la casi inimaginable frustración materna. De ahí que la entrevista del martes sería como una luz a la salida del túnel, pero con la duda de si ella significaba que realmente se estaba por llegar al final o si por el contrario era la luz de una locomotora que se aproximaba rápidamente para atropellarlos a todos. En caso negativo, caviló, tenía que empezar a pensar en un plan alternativo que por el momento le era inimaginable. Tarde consiguió dormirse.

A la mañana siguiente preparó el camastro que había adquirido en una tienda local. No se había preocupado de que fuera cómodo y buscó el más económico, pues lo usaría él y cualquiera fuera el resultado de la cita del martes lo requeriría solo por pocos días. Se preocupó especialmente de que el baño estuviera limpio y compró una toalla de calidad para ser usada por su hermana, así como los otros útiles de aseo personal ante la eventualidad de que arribara sin alguno de ellos. En seguida, esperó con una disimulada intranquilidad que llegara la hora de arribo del tren, teniendo en consideración que lo separaba del andén solo Watergate Road. Poco pasado el mediodía, Elsie visiblemente emocionada descendió y se fundió en un largo y afectuoso abrazo con Daniel, lo que hizo que a él le resultara difícil esconder lo que realmente sentía. Preguntó por Mary y Lawrence, cómo estaban, cómo habían quedado, cuál era el nivel de la tos del padre, cuán nerviosa se encontraba ella y otras interrogantes propias de ese encuentro tan particular. Cruzaron Watergate Road y entraron a la casa, yendo de inmediato a la habitación que ambos ocuparían. La recién llegada recibió una serie breve de instrucciones acerca de cómo era la vida en la casa de Eric y cuáles eran las principales reglas que se debía respetar, entre ellas, le dijo, estar siempre a la hora para las comidas y como son las 12:30 horas, añadió, es tiempo que nos aproximemos al comedor. El párroco arribó al lugar un poco después de ellos, momento en que le presentó a Elsie, la que fue recibida amablemente. El dueño de casa le indicó que estaba al tanto de todo lo que venía por delante y que esperaba que en los cortos días que pasaría allí se sintiera como en su casa. Ella le agradeció la bienvenida y le señaló que le traía especiales saludos de Charlie, quien siempre hacía muy buenos recuerdos de la antigua amistad que los unía. El dueño de casa le agradeció el mensaje y estuvo largo rato hablando de las cualidades del religioso de Fatmill, comentarios a los que los Kelly se sumaron en forma entusiasta.

Después de almuerzo Elsie fue a la habitación a deshacer su maleta y a ordenar sus cosas. Comprobó con cierta inquietud que la falda del vestido que pensaba usar al día siguiente había llegado sumamente arrugada, pero no se afligió demasiado por ello, pues al conocer previamente el baño y para su satisfacción, se había dado cuenta de que la ducha contaba con agua caliente, por lo cual ya tenía resuelto el problema. Por otra parte, la sola idea de disponer de un aparato para ducharse y que además no tendría que usar una letrina, le dio una sensación especial de agrado. Se terminaban, si todo andaba bien, esos baños semanales en el medio de la sala de la casa en el cual se usaba esa primitiva y estrecha bañera portátil que debía llenarse manualmente con agua caliente. No hizo comentario alguno al respecto. Finalizada la labor de ordenar su ropa, Daniel la invitó a pasear por la ciudad y así aprovecharía de mostrarle por fuera donde estaba la tienda en la cual pretendía laborar. Así lo hicieron. La muchacha, lógicamente y al igual a lo que le había sucedido antes a Daniel, no paraba de sorprenderse con la ciudad grande. No se le escapaba el tráfico de vehículos, la gente, la actividad del comercio, lo hermosas y grandes que eran las tiendas, los bonitos vestidos de las mujeres y la exuberancia de las vitrinas de los establecimientos que ofrecían ropa femenina. Al pasar frente a la Central Arcade se enteró de que allí se celebraría la cita del día siguiente, pero solo la visitaron por afuera, sin entrar al espacio interno por miedo a ser vistos por Mrs. Lange.

Regresaron a la parroquia más o menos a la hora de la cena y después se dirigieron al dormitorio. Conversaron de sus respectivas vidas como hasta las dos de la madrugada, tratando de llenar el vacío de información personal que se había producido entre ellos por el largo lapso en que no se habían visto. Había tantas cosas que contarse y los dos estaban hambrientos de saber de la vida del otro. Durante la conversación se atropellaban para preguntar sobre los más diversos tópicos. Elsie escuchó con agrado el relato de Daniel respeto a la relación que tenía con Elizabeth y le dio una gran tranquilidad saber que ella la ayudaría a encontrar un sitio donde vivir. A la mañana siguiente se levantaron temprano para estar a la hora establecida para el desayuno, previa la inspección de rutina de la iglesia que debía hacer Daniel. Elsie, a su turno, se fue al baño con la falda que usaría ese mediodía y usando un colgador de ropa la puso en una percha y tomó una larga ducha lo más caliente posible, no solo para sentir la satisfacción que le producía el tener acceso a ese aparato moderno y casi desconocido para ella, sino que también para producir la mayor cantidad posible de vapor, pues había leído en una revista de modas que si las prendas recibían el vapor que se expandía por la sala de baño poco a poco las arrugas tendían a desaparecer y al final no quedaba rastro de ellas. Comprobó con alivio que el método funcionaba y tranquilamente se volvió a su dormitorio con lo que parecía una falda perfectamente planchada. Después del desayuno Daniel trató de instruir a su hermana sobre cómo plantearse en la entrevista. Le indicó que debía actuar con seguridad, sin demostrar sorpresa o temor frente a las cosas que le mostraran, por más novedosas que ellas fueran; que debía observar ante la dueña un respeto que no demostrara sumisión, sino seguridad; que debía tratar de ser lo más cortés posible con la jefa de las costureras, pues a la larga su opinión sería determinante al momento de adoptarse una resolución final, y que debía demostrar sin complejos el buen gusto que ella tenía, pues él estaba convencido de que lo poseía.

Terminada la conversación, ambos hermanos se dirigieron a la Central Arcade e ingresaron al amplio espacio interior. Elsie quedó impresionada por lo hermoso y novedoso del conjunto arquitectónico. A la hora acordada, ingresó sola al negocio, donde Mrs. Lange la estaba esperando. La recibió amablemente y le dijo de inmediato:

–Tú debes ser Elsie, la hermana de Daniel.

Ante la respuesta afirmativa, la invitó a que ingresaran a su oficina, la que estaba finamente adornada. Los muebles eran del estilo de los que la muchacha había visto en las escasas revistas de moda y de actualidad social que conseguía en Fatmill. El diálogo entre ambas duró algo más de una hora y las preguntas formuladas tendían más a saber de ella como persona que de las habilidades que poseía para ejecutar las funciones a las cuales debía dedicarse. Mrs. Lange era de la teoría de que lo sustantivo era la calidad de la gente con que se laboraba, pues el ambiente del negocio era fundamental para mantener su prestigio. Lo que los empleados no sabían lo podían aprender, pero lo que traían dentro era difícil de mutar. Luego de aquel lapso le presentó a la jefa de costuras, una mujer de unos 50 años, seria, pero amable. Esta fue más incisiva en cuanto a los conocimientos de costura de la postulante e incluso le trajo unos pedazos de tela para que sugiriera las combinaciones de colores que le parecían y los modelos específicos en que podrían usarse, pruebas que Elsie pasó sin problema alguno. Terminada la entrevista, la dueña de la tienda le dijo que volviera en la tarde a eso de las 18:00 horas, pues le tendría una respuesta en cuanto a su postulación. La muchacha salió contenta por la forma en que se había llevado a cabo la entrevista y por la química que ella sintió que se había creado con sus dos interlocutoras, pero no se le escapaba que se trataba de personas cultas y educadas y que más allá de proporcionarle un buen recibimiento, en el fondo decidirían acorde a la impresión con que se habían quedado respecto a sus condiciones humanas y sus capacidades profesionales. A la salida y sentado en una mesa de un café, encontró a Daniel, quien con avidez manifiesta le pidió que le narrara todo, sin omitir detalles. Una vez que Elsie hubo terminado el relato a su hermano, en el que incluyó la totalidad de sus impresiones, el muchacho le respondió que a su juicio las cosas habían salido bien y que no era pecar de optimismo el pensar que la respuesta sería positiva. Se alejaron para comer algo en un negocio cercano, ya que la hora de almuerzo había pasado hacía rato.

A la hora acordada Elsie ingresó a la tienda de Mrs. Lange, quien la recibió con la misma cortesía con que lo había hecho en la mañana. Daniel quedó afuera, ahora sentado dentro del local del café pues el clima no era grato como para permanecer a la intemperie. La dueña del negocio le dijo que ella le había causado una muy buena impresión, lo mismo que a su jefa de costuras, por lo cual el trabajo era suyo. Le aclaró los horarios y la suma que ganaría semanalmente, la que se incrementaría a fin de año con un bono cuyo monto sería proporcional a las ganancias obtenidas durante los doce meses precedentes. Le añadió que debía elegir qué día de la semana deseaba no trabajar, ya que los domingos la tienda permanecía abierta y era fundamental que ella estuviera ahí. Finalizó expresándole que debía iniciar su actividad el lunes siguiente. Elsie le agradeció cortésmente, disimulando, tal como había sido instruida, la emoción interior, y le prometió que haría todo lo que estuviera de su parte para corresponder satisfactoriamente a la responsabilidad que se le estaba confiando. En lo que respecta al día libre semanal que le había propuesto, le dijo que al comienzo y hasta nuevo aviso ella prefería renunciar lisa y llanamente a él, pues quería estar en el local la mayor cantidad de tiempo posible a fin de compenetrarse en forma cabal de sus labores. Lógicamente esa resolución suya no significaba alteración alguna en sus emolumentos ya que era una decisión voluntaria. Por lo demás, le agregó, no conozco a nadie en la ciudad todavía, por lo cual un día libre me sería más bien tedioso. Mrs. Lange le agradeció su disposición y en el fondo ese gesto incrementó la primera buena impresión que la chica le había causado. En lo que a la remuneración ofrecida respecta, le dijo, tal como se lo había instruido su hermano, que le parecía adecuada, sin agregar comentario alguno. Pero la verdad era muy distinta, pues la suma significaba para ella una cantidad de dinero con la cual nunca había soñado. Salió feliz.

Cuando llegó al lado de Daniel no tuvo necesidad de decirle cuál había sido la respuesta de la dueña del negocio, ya que de su cara se colegía. Él sintió una tremenda alegría y un significativo alivio ante la realidad que se le habría presentado en el caso que la respuesta hubiera sido negativa. La abrazó cariñosamente. Luego le consultó por el salario, a lo que ella respondió con la suma que le habían indicado, añadiendo que le parecía demasiado dinero. No te creas, le dijo Daniel, pues con él deberás conseguir un lugar adecuado como pensión y cancelar tu movilización; el sobrante no será mucho. A ella esa acotación del muchacho le pareció inadecuada, pero no dijo nada. Pareciera que su hermano no se había percatado del salto sideral que significaba haber obtenido ese trabajo y, lo que era más importante, las puertas que se le habían abierto para intentar un futuro seguro. Le importaba un rábano el que no le sobrara dinero para gastos adicionales.

Ambos volvieron a la iglesia donde compartieron con Eric el resultado de la entrevista, hecho que puso contento al religioso. Según él deberían celebrar esa noche durante la cena, para lo cual ordenó a la cocinera un menú algo mejor que el habitual.

La cena realmente fue buena y abundante, lo que dejó agradecidos a los Kelly. Luego se fueron a la cama. Daniel le entregó allí un pequeño mapa de la parte central de Newcastle y le dijo que aprovechara esos días que restaban hasta el lunes para caminar por la ciudad a fin de ubicarse perfectamente en ella. Le agregó que no contaría con su ayuda durante la semana pues entre el colegio, sus deberes escolares y las obligaciones en la parroquia era muy poco el tiempo que le quedaba libre. Que la mejor hora para que intercambiaran impresiones era un poco antes de la cena y después de esta, cuando se juntaran en el dormitorio. Elsie le respondió que entendía la situación y que no se preocupara, pero no podía dejar de mencionarle su temor acerca del sitio en el cual viviría en forma definitiva. Daniel le respondió que eso se lo dejara a Elizabeth y que estaba seguro de que el día domingo tendría novedades al respecto. Enseguida él le proporcionó un poco de dinero por si necesitaba algo y le sugirió que, a la mañana siguiente, a primera hora, le escribiera una carta a su madre contándole el resultado de la entrevista y dándole tranquilidad respecto de su futuro. Le señaló en el mapa dónde quedaba la oficina del correo y le advirtió que debía remitir la misiva con el carácter de suma urgencia, cosa que Mary la recibiera al día siguiente. En todo eso quedaron de acuerdo antes de dormirse.

Al día siguiente Elsie se sentó frente al estrecho escritorio de Daniel y escribió una larga carta a sus padres, narrándoles con lujo de detalles cómo había sido el viaje, la recepción en la iglesia, el contacto para obtener un empleo, cuáles habían sido las reacciones de la dueña del negocio durante la entrevista y el resultado final. Les detallaba, además, las características del sitio donde iba a laborar y les afirmaba en forma categórica que estaba feliz y agradecida de todos los que habían hecho posible la concreción de este sueño, poniendo énfasis en el papel fundamental que ellos como padres habían tenido hacia ella y en la conducta de Daniel, quien, acorde con sus palabras textuales, más que un hermano era un ángel.

El domingo en la mañana, después de los oficios, Daniel se dedicó a presentarles a su hermana a todos sus conocidos. Elsie y Elizabeth hicieron buenas migas y su madre calladamente se impresionó por la belleza de la hermana de Daniel. Elizabeth le señaló que había encontrado ya un lugar ideal para que ella viviera. Se trataba de una dueña de casa viuda que tenía una pequeña vivienda ubicada en un suburbio seguro que estaba a una distancia razonable del centro de la ciudad. Contaba con movilización pública a dos cuadras, la que después de más o menos 35 minutos de viaje, la dejaría a tres cuadras de su trabajo. Le agregó que el precio le parecía razonable, pero que era necesario que visitara el lugar y conociera a la dueña, cosa de estar ciertos de la existencia de una aceptación recíproca, todo ello antes de arribar a la concreción de un trato definitivo. La madre de Elizabeth, que estaba presente en el diálogo, le acotó:

–Por qué no vienes a almorzar a casa y después yo misma los llevo a visitar el lugar y a conversar con la casera.

Elsie aceptó con gusto la invitación y después del evento en la parroquia los cinco partieron en el automóvil del doctor. Elsie había sido prevenida por su hermano que debía extremar sus modales de comportamiento en la mesa y que si tenía alguna duda de cómo proceder siguiera sus movimientos a fin de no cometer equivocaciones. Le agregó que no se sorprendiera en forma abierta con la casa de Elizabeth y que en todo momento mantuviera una conducta natural. Al llegar, Elsie dio gracias por la prevención de su hermano, pues de no haberla realizado le habría sido imposible contener los comentarios que le nacían de adentro frente a lo hermosa que era esa vivienda. Todo transcurrió perfectamente y después de almuerzo, mientras el dueño de casa dormía su acostumbrada siesta dominical, las tres mujeres y Daniel se dirigieron a lo que podría ser el sitio de residencia de Elsie. Llegaron a una casa más bien pequeña, situada en un barrio bien mantenido, típico de clase media local, que se veía seguro. Les abrió la puerta una mujer de unos 60 años que amablemente los hizo pasar. Juntos procedieron a recorrer la vivienda, la que estaba bien tenida. Sus dimensiones no eran muy amplias en la planta baja. Subieron al segundo piso, donde había dos dormitorios y un baño cómodo y limpio. Una de las habitaciones la ocupaba la dueña de casa y la otra estaba en oferta para arriendo. Se trataba de una pieza que Elsie consideró confortable y luminosa, que contaba con una cama amplia con frazadas abundantes y de buena calidad. El clóset disponible era más que suficiente para la cantidad de prendas que ella poseía y quedaba espacio para posibles futuras adquisiciones. Le gustó de inmediato, cosa que expresó sin mayor tapujo, reacción natural que no fue muy del agrado de su hermano, pues ello debilitaría la capacidad de negociación que tenía en mente al momento de conversar sobre el monto de la renta. Bajaron a la sala del primer piso y allí la casera indicó que ofrecía proporcionar las comidas y el desayuno, que el aseo y mantención de la habitación debía correr por cuenta de Elsie, así como el lavado de su ropa, y que para ella existía una condición fundamental, la cual era la limpieza del baño que ambas deberían compartir. Puede que yo sea una vieja maniática en este aspecto, acotó la casera, pero ese es un ítem no transable. En cuanto a las sábanas, habría un lavado semanal cuyo costo sería de cargo de la casa. Recalcó, una vez más, que para ella el asunto del baño era fundamental y que el no cumplimiento de esa condición haría que el acuerdo a que pudieran llegar quedara nulo de inmediato. En lo que respecta al canon de arrendamiento, materia que ella no deseaba negociar, pues se trataba de una suma que creía justa y dio una cifra que hizo trabajar de inmediato la mente de Daniel. Calculó que considerando el salario que su hermana recibiría, el gasto de movilización en que incurriría, el valor de su almuerzo diario y la necesidad de quedarse con algo en el bolsillo para algún menester diferente a los anteriores, era posible aceptar el negocio propuesto. Eso sí que no habría espacio monetario para gastos extras desmedidos. Se miró con su hermana y le hizo una señal de aprobación con una disimulada inclinación de cabeza, por lo que Elsie le dijo que estaba conforme con la propuesta, que no tuviera cuidado con el asunto del baño ya que ella también era de la opinión que esa parte de casa debía ser mantenida siempre en forma impecable, que estaba cierta de que se llevarían bien y que pensaba que en ese momento se iniciaba para ella una relación de amistad que las beneficiaría a las dos. Esta última expresión llamó positivamente la atención de la casera. La nueva pensionista previno que raramente almorzaría en casa debido a su trabajo, pero podría haber excepciones en que lo hiciera, posibilidad que fue aceptada sin problema por la dueña de casa.

La madre de Elizabeth, en una disposición que sorprendió extraordinaria y gratamente a Daniel, acotó que podían ir a la parroquia y traer de inmediato los enseres de Elsie, con lo cual ella podría al día siguiente iniciar en forma completa su nueva vida, desde la toma del bus matinal hasta el regreso en la tarde por la misma vía. La proposición no fue muy del agrado de la nueva inquilina, pues se dio cuenta de que todo se le venía encima de una sola vez, pero sí lo fue de su hermano, quien pensó que durante la semana no tendría tiempo para ocuparse del asunto, por lo que haciendo la mudanza de inmediato solucionaba las dificultades en su totalidad, además de que sería gratis pues no deberían pagar un medio de transporte. Adicionalmente el proceder de la manera propuesta le permitiría cumplir con su compromiso con Eric en orden a que el alojamiento en la parroquia de la recién llegada sería breve, tema que también le preocupaba. Daniel, sin consultar nada, le agradeció a la madre de su enamorada el gentil ofrecimiento y de inmediato se dirigieron a Grainger St. Procedieron con la mudanza y una vez terminada Elsie se quedó sola en lo que sería en el futuro su dormitorio, invadida por una especie de soledad, abandono y miedo, todo junto, que la hizo sentarse en la cama y extrañar por primera vez su casa de Fatmill. La casera, cuyo nombre era Joan, comprendió la angustia de la joven que llevaba solo días en la ciudad y la invitó a compartir una taza de té, de ese modo, le dijo, podemos empezar a conocernos e intercambiar las experiencias que cada una ha tenido en sus respectivas vidas. Esa invitación hizo que Elsie pasara el mal momento y empezara a narrar a Joan como había sido su vida, la actividad de su padre, como era su pueblo natal, cuáles eran las realidades de las minas de carbón, cómo era la escuela local y el resto de cosas que le habían acaecido, hasta llegar a la obtención del trabajo en la tienda de Mrs. Lange, cosa que la tenía muy contenta pues se daba cuenta de la calidad del negocio donde laboraría y de la responsabilidad que debería enfrentar. Joan le respondió que en realidad era afortunada en trabajar en ese establecimiento, pues era el lugar que vestía a las mujeres más importantes de la ciudad y que su dueña era respetada por todo el mundo. Ella, por su parte, le contó que hacía ya años que había quedado viuda, que su marido había muerto relativamente joven de un ataque al corazón, que tenía dos hijos grandes que se habían mudado a Londres y que estaba a menudo en contacto con ellos. Le añadió que cuando había fallecido su marido decidió vender la casa grande que poseían y había intentado darles la parte que le correspondía a cada uno de los hijos, cosa que estos rehusaron, señalándole que ese dinero lo usara para sus necesidades y para enfrentar la nueva vida de la manera que a ella le pareciera. Ante eso había decidido adquirir esa casa que por su tamaño era manejable para ella, pero llegó un momento en que se sintió un poco sola lo que le había traído la idea de tener una pensionista, no por necesitarlo desde el punto de vista económico, sino por la conveniencia de contar con compañía. Si bien sus hijos eran cariñosos y se preocupaban de ella, lo que incluía variadas invitaciones a que los visitara en la capital, ella no había querido moverse de Newcastle en atención a que ahí estaba su ambiente y ese era el sitio donde había transcurrido toda su vida. La charla se prolongó hasta que llegó la hora de comida, momento en el cual ambas mujeres se dirigieron a la cocina para preparar en conjunto la cena de ese día. Todo lo anterior desvió la mente de Elsie e hizo que esa primera experiencia fuera menos dura, aunque ello no impidió que. en la noche, cuando estuvo sola, llorara calladamente ante lo incierto del futuro inmediato. En un instante sintió un renovado reproche interior hacia su hermano por la forma precipitada con que había procedido respecto de ella, pero después, ya más calmada, se dijo para sí que posiblemente aquello pudo haber sido un error de Daniel, pero que aquello era la nada misma frente a todo lo que había realizado por ella. Quizás, pensó, fue mejor que procediera así pues todo había acaecido tan rápido y en forma tan eficiente que la prontitud con que se habían solucionado hasta los detalles más pequeños hizo que ella casi no se diera cuenta de lo ocurrido. Pero la forma como se había desarrollado el asunto no fue casual, pues Daniel había pensado que era indispensable dar solución a esas situaciones prácticas de una sola vez, cosa que la mente de su hermana desde el primer día de trabajo se concentrara en su labor en la tienda. Había que tomarse el contenido amargo del vaso de un solo trago.

Al día siguiente Elsie estuvo a las 07:30 horas en punto en el comedor para desayunar con Joan. Luego ella le indicó la esquina donde paraba el bus cada cuarto de hora, el que la depositaría de regreso en el mismo sitio. En cuanto al arribo al centro de la ciudad, había estudiado en el primitivo mapa que le había confeccionado su hermano la ruta para dirigirse desde el paradero final hasta su trabajo. Hizo el camino de ida sin novedad alguna y llegó a sus nuevas actividades a la hora que se le había indicado. Fue recibida por la jefa de costura, quien le asignó un lugar dentro del taller interior que tenía la tienda y le mostró el vestido sobre el cual quería que trabajara, dándole las indicaciones del caso. Elsie entendió sin problemas las instrucciones que se le habían dado y puso manos a la obra. Al poco rato llegó la dueña, quien se dirigió al lugar donde laboraba y le dio la bienvenida. Elsie pensó que ya todo estaba en su sitio y que se había subido a ese nuevo tren con mucha mayor facilidad de lo que ella había esperado, por lo que se comprometió consigo misma a escribirle esa misma noche otra carta a su madre dándole detalles. Pensó que la escritura no solo le haría bien a Mary, sino que le daría gozo a ella misma pues el solo hecho de estampar en un papel la orientación positiva que habían tomado las cosas le produciría una gran satisfacción personal. Pasado el mediodía, junto a las otras personas que laboraban en el taller, se dirigió a un lugar cercano donde se podía almorzar bien y a un precio razonable.

Al terminar ese primer día, Mrs. Lange la citó a su oficina para consultarle qué le había parecido su nueva experiencia laboral. Elsie le respondió que todo había sido muy grato, que el trabajo que se le había confiado constituía un buen desafío para ella, que sus compañeras la habían recibido en forma afectuosa y que estaba muy agradecida por la oportunidad que le había dado. La dueña del negocio le contestó que ella pensaba que todo iría bien y que si tenía cualquier dificultad no dudara en consultarla, pues comprendía la incertidumbre que le provocaba ese abrupto cambio de vida. Antes de despedirse le recordó que los días domingos eran días laborables, pero que le otorgaba la dispensa necesaria para que fuera a la iglesia a los oficios de la mañana y luego podía participar brevemente en la reunión social que se organizaba en el salón parroquial. Esto último resultó una sorpresa inesperada y grata, y se dijo para sí que no le adelantaría nada a su hermano con el objeto de darle una sorpresa el domingo próximo, lo que efectivamente acaeció. Cuando Daniel vio a su hermana en el oficio temió lo peor, imaginando que había sido despedida y que por ello estaba allí. De inmediato se sentó a su lado y en voz baja le consultó:

–¿Qué ha pasado? ¿Qué has hecho mal?

Ella, con la mejor de sus sonrisas, le contó lo que había pasado y que además participaría en el acto social posterior, recalcándole que todo eso no había sido petición suya, sino iniciativa de la dueña del negocio, por lo cual no tenía nada que reprocharle. Daniel le tomó la mano y se la apretó con fuerza en una señal tácita de cariño. Es decir, Elsie quedó oficialmente incorporada a la iglesia y allí tendría al menos un esparcimiento semanal y un lugar donde conocer gente local.

Al finalizar su tercer año, Daniel nuevamente fue aprobado con excelentes calificaciones y otra vez logró el segundo lugar de su clase, hecho que, si bien no produjo sorpresa, consiguió que todos los que lo conocían nuevamente lo felicitaran cálidamente, lo que fue especialmente notorio de parte de Elizabeth y sus padres. El almuerzo dominguero posterior a la entrega de notas fue óptimo y hubo un despliegue de palabras afectuosas que el muchacho valoró en todo lo que ellas significaban. En cuanto a su actividad veraniega, el mismo día que terminó las clases se fue al local de Mr. Lodge, quien lo estaba esperando. La verdad de los hechos es que el hombre de negocios había pensado varias veces en la alternativa de que Daniel se quedara a trabajar para siempre con él, pues si bien su hijo era un tipo decente y laborioso, este muchacho era de una seriedad, inteligencia y sentido de la responsabilidad poco habituales, y podría convertirse en una especie de socio-asesor que su hijo necesitaría tener cerca al instante en que tuviera que hacerse cargo del establecimiento. Imaginaba que una sociedad entre Daniel y Albert le daría un nuevo impulso a su actividad y podría ser una especie de empujón de modernidad que él ya no estaba en condiciones de intentar. Pero conocía perfectamente los planes de Daniel, por lo cual ni siquiera mencionó el asunto. Pero en lo inmediato se comprometió para sus adentros en que al final de ese verano le expresaría a Daniel lo que realmente pensaba de él y le agradecería por su conducta y trabajo, y como muestra de reconocimiento le daría una suma de dinero importante a título de gratificación final que fuera demostrativa en forma práctica del afecto que se le había creado por ese chiquillo. Este, por su parte, empezó a preparar desde el momento mismo en que terminó su tercer año todos los papeles y antecedentes que se requerirían para postular a una de las becas que otorgaba el Instituto Minero, postulación que debía entregar a la mitad de su cuarto año. Por otra parte, debía recordar a Charlie su compromiso de ayudarlo, para lo cual le escribió una carta a la que el religioso respondió dándole la seguridad que honraría su oferta. Sabía, asimismo, que debía usar en su favor la autoridad que Eric tenía en la ciudad y el prestigio del padre de Elizabeth, quien como eminente médico gozaba del reconocimiento de las elites de la región y le había ofrecido su ayuda. Pero, cavilaba, los antecedentes definitivos para el otorgamiento de la beca se relacionan con su desempeño escolar, por lo que se prometió asimismo que ese último año sería mejor que los otros.

En cuanto a su relación con Elizabeth, su corazón estaba dulcemente lleno, pues cada día la quería y la admiraba más. Se sentía absolutamente enamorado de ella y se percataba de que la niña correspondía sus sentimientos en cantidad e intensidad. Los encuentros de los domingos en casa de sus padres después de almuerzo eran esperados por Daniel durante toda la semana. Los dejaban solos en el salón, sin perturbarlos, y muchas veces incluso salían en la tarde fuera de la casa, dejándolos tranquilamente sentados en un cómodo sofá. La madre no decía nada, pero aquello no era muy de su agrado. Dicha soledad, lógicamente, daba paso a que poco a poco se fueran incrementando las muestras de cariño recíprocas y los besos y caricias eran cada domingo más apasionados y expresivos. Se daban cuenta de que habían avanzado muy lejos en sus caricias y que la totalidad del cuerpo de uno, no era ajeno al conocimiento del otro. Él normalmente desabrochaba su sostén, lo que hacía que sus senos quedaran libres, para que él los acariciara, besándolos y chupándolos suavemente, lo que a ella le satisfacía a plenitud y hacía que salieran de su boca expresiones que denotaban la intensidad del gozo. Daniel notó que si aplicaba un poco de presión con sus dientes sobre esos pezones, eso le creaba a Elizabeth una sensación especialísima que era una mezcla de gozo, caricia y pequeño dolorcillo que la transportaba al infinito. Ella, por su parte, acariciaba su miembro por encima del pantalón, sintiendo como aumentaba de tamaño en la medida en que se intensificaban sus caricias y cómo al muchacho le salían desde adentro expresiones de gozo cuando ella se lo apretaba con un movimiento que iba desde atrás hacia adelante. Reiteradamente acaecía que él no podía contener la eyaculación. La primera vez que aquello sucedió, Daniel se sintió muy incómodo, pues el hecho había dejado muestras claras con las manchas que se habían producido en su pantalón, las que eran imposible de disimular. En esa oportunidad le dijo a ella que no podía presentarse ante sus padres en ese estado, por lo que no le quedó otra alternativa que retirarse antes de que ellos llegaran de su paseo. Ella comprendió lo sucedido y pensó que la ausencia de su enamorado la justificaría con el hecho de que este tenía al día siguiente una prueba difícil en el colegio, razón por la que había regresado a su casa con el objetivo de estudiar. Mientras volvía a su hogar, Daniel pensó que debía encontrar una solución rápida y eficiente para que en el futuro dichas manchas pasaran inadvertidas. De ahí que decidió que los domingos, cuando fuera a almorzar a casa de su enamorada, usaría dos prendas interiores y entre ellas pondría una verdadera coraza de algodón capaz de contener las consecuencias que se producían después de la eyaculación, todo lo cual debía ser hecho en forma cuidadosa para que no se apreciara un abultamiento de su bajo vientre. La verdad es que con el tiempo pasó a ser un experto en el arte de crear dicha protección y nunca nadie, salvo Elizabeth, supo de ello.

Muchas veces, después que se producían procesos de intimidad como los descritos, el tema de conversación, una vez que se habían calmado, era hasta dónde lo sucedido constituía pecado de acuerdo con sus propias creencias. Trataban recíprocamente de sostenerse en la idea de que no lo era, pues ambos sentían real amor por el otro, por lo que las cosas que les sucedían no se fundaban solo en la pasión, sino que eran consecuencia de un cariño leal y serio. El Señor había venido a predicar el amor y la comprensión entre los seres humanos, por lo que no podía mirar con malos ojos que dos jóvenes como ellos se manifestaran en la forma en que lo hacían. Pero esa explicación no satisfacía sus conciencias y siempre algo quedaba en el fondo, a consecuencia de lo cual el tema no se agotaba, sino que volvía constantemente como una duda sentida por ambos. Daniel estuvo varias veces dispuesto a plantearle el asunto a Eric con el objetivo de que le diera una respuesta que los satisficiera. Pero si bien estimaba mucho a su párroco de Newcastle, no le tenía la confianza personal suficiente como para abordarlo en ese aspecto. Añoraba tener a Charlie cerca de él.

Pero dentro de todas esas dudas y pese al incremento en la intensidad de sus demostraciones de cariño, había un límite que ambos se habían impuesto. Si bien él era capaz de introducir sus manos por debajo de la falda de ella y acariciar su sexo por encima del calzón e incluso atreverse a mover este en su parte inferior para tocarla con su mano y ella, a su vez, intensificar sus caricias en su miembro y haber llegado al extremo de interpretar por encima de la ropa cuáles eran los movimientos que se producían en el cuerpo del muchacho y el significado de sus expresiones verbales incoherentes, los dos habían acordado que tendrían relaciones sexuales plenas solo después de que hubiera entre ellos un compromiso formal. Ambos, si hubiese sido por ellos, se habrían casado de inmediato para poder él cumplir el sueño de penetrarla con toda la intensidad que su amor por ella pudiera hacerle brotar y ella cumplir su anhelo de sentirlo dentro de sí. Pero pese a que hubo momentos que fueron extremadamente apasionados, ambos en el último instante tenían una reacción que los hacía detenerse. Lógicamente, los padres de ella no tenían noticias del nivel a que habían llegado las cosas.

Durante ese último período escolar todo funcionó sin problemas y la rutina de cada uno tuvo características positivas. Daniel constataba que sus notas eran mejores que nunca, Elsie se sentía cada día más a gusto con la orientación que había adquirido su vida, especialmente con su trabajo, y Elizabeth, junto con mantener su buen nivel escolar, comprobaba que su amor y pasión por Daniel aumentaban día a día. En lo profesional, ella había decidido que seguiría los pasos de su padre y que entraría a la universidad a estudiar medicina. Tenía antecedentes escolares de sobra para eso. Sin embargo, para ambos enamorados había un punto negro en el futuro que los acongojaba y que hacía que muchas veces al tocarlo les salieran lágrimas. Si Daniel se iba al Instituto del Carbón se acabarían muchas cosas lindas que ya eran rutinarias, pues él prácticamente no podría abandonar el lugar durante todo el año, ni siquiera en el verano. Esa posible ausencia de Daniel y la separación que se les venía encima creaba una herida lacerante en el corazón de ambos. Trataban de evitar el tema a fin de no ponerse tristes, pero era como una espada de Damocles que constantemente estaba sobre ellos y que se hacía más presente cuando ciertos hechos concretos les recordaban que no se trataba de una pesadilla en medio de un sueño que terminaría, sino de una realidad que todavía no comenzaba. Por ejemplo, el día que Daniel terminó la recolección de todos los antecedentes y los envió al Instituto por correo, como estaba establecido en las bases, se creó entre ellos una brecha emocional, no porque estuvieran molestos o enojados el uno con el otro por alguna razón especial, sino porque ese sobre remitido les anunciaba la proximidad de lo inevitable y eso daba origen a una especie de enojo inexplicable, especialmente en él que se consideraba la causa eficiente. Pasadas algunas horas conversaron el asunto y, si bien no le podían encontrar una explicación, debían reconocer que por motivos invisibles el fenómeno se había producido. Pero esa reacción negativa fue pasajera, pues luego mutó a besos y caricias que mostraban una vez más en forma práctica la intensidad de su relación y el compromiso de mantener ese vínculo a toda costa, para lo cual esperaban que cuando el momento llegara las misivas fueran un vehículo adecuado. Él recordó cuando años antes con la Elizabeth de Fatmill habían llegado al acuerdo de escribirse, lo que para él había significado recorrer todo un proceso interno, ya que su propia manera de ser era una especie de obstáculo insalvable para poner en un papel lo que había dentro de sí. Esta Elizabeth, a su vez, varias veces le había reprochado lo parco que era él para explicitar de viva voz sus emociones. Mientras para ella el decir “te quiero con todas mis fuerzas y con toda mi alma” no le creaba problema alguno, para él expresarlo resultaba una cosa difícil de verbalizar. Había ideado un término matemático frío que, si bien era significativo, era muy poco explicativo. “Yo te quiero al cuadrado de lo que me quieres tú”. Ella se sentía halagada con aquello, pero le habría gustado oír algo más dulce. Por ello Daniel le dijo que él estaba cierto que por medio de las cartas le iba a ser más fácil abrir su corazón y expresarle sentimientos que hasta ese instante le resultaba difícil decírselos. Pienso que posiblemente mis cartas te van a gustar más que mi presencia, le dijo medio en serio y medio en broma.

Muy poco antes de que terminara el año escolar, Daniel recibió un sobre que traía en su exterior el timbre del Instituto del Carbón. Era de tamaño normal y por el volumen era perceptible que contenía una hoja o como máximo dos, lo que daba lugar para expresar en forma lacónica un sí o un no. El tener la carta en sus manos no le permitía adivinar en qué sentido iría la resolución final. De allí que abrió el sobre con una ansiedad que lo llevó a casi romperla. En la misiva se le comunicaba que había sido aceptado en el Instituto y que se le había otorgado una de las dos becas que anualmente concedía la institución. Junto con felicitarlo, le pedían que remitiera a la brevedad los resultados finales de las notas de su último año con el objeto de completar su expediente, y le indicaban la fecha en que debía presentarse. Por último, se le decía que en unos días más recibiría detalles con los aspectos prácticos de su desplazamiento al Instituto y otras responsabilidades que iban aparejadas con el otorgamiento de la beca.

Lo primero que hizo fue comunicárselo a Eric, quien lo felicitó efusivamente. Luego corrió al lugar de trabajo de su hermana y, sin que mediara permiso alguno, ingresó al local para compartir con ella la nueva, lo que produjo en Elsie un estallido emocional incontrolable, que hizo que todos los que la rodeaban se interiorizaran de la novedad, incluso Mrs. Lange. Enseguida se dio el lujo de tomar un taxi para ir donde Elizabeth. Cuando ella lo vio a esa hora en la puerta de su casa y se percató de la cara de felicidad única que traía, adivinó de inmediato de qué se trataba. En ese mismo instante se hizo el juramente interno de no malograrle el momento a ese joven que tanto amaba, por lo cual se mostraría contenta y emocionada con lo acaecido, sin mencionar el sentimiento de pena que desde ya le producía la posibilidad de una separación. Así procedió y fueron tantos sus gritos de alegría cuando se enteró de los detalles, que la madre de ella bajó asustada por temor a que hubiera sucedido algo malo. La “suegra”, como él la llamaba en forma amistosa, también se alegró al saber la razón del alboroto. Claro que detrás de esa felicidad había un motivo escondido que solo ella conocía. Se abría la posibilidad de que el tiempo y la distancia llevaran a su hija a mejorar su elección. Pese a lo anterior, le dijo que esa noche debería cenar en casa junto al doctor, pues estaba cierta de que él estaría feliz con la noticia. Debo ir al mercado, añadió, pues tengo que cambiar lo que había dispuesto para la cena por otro menú que tenga las características de un banquete como la ocasión lo amerita. Apenas ambos quedaron solos en el salón, se fundieron en una seguilla de besos y caricias cuyo entusiasmo era directamente proporcional al significado sustantivo que la nueva tenía para la vida de Daniel. Cuando el doctor llegó, se sumó a las celebraciones y le dijo que, siendo ya un universitario, estaba en condiciones de celebrar como se merecía, para lo cual fue a su bodega y trajo una botella de champagne francesa que entre ambos hombres en poco rato vaciaron, produciendo las quejas de la dueña de casa que cuando trató de servirse algo se encontró con la botella vacía. El doctor no tuvo problema para traer otra a fin de que las dos mujeres también tuvieran participación líquida activa en la celebración.

La comida fue realmente un banquete y el doctor instó a Daniel a acompañar todo ello con un buen vino, resultado de lo cual el muchacho término de cenar con la sensación de encontrarse sobre las nubes. Pocas veces en su vida había bebido algo de vino, solo de vez en cuando una cerveza con sus compañeros de clase, pero no se arrepentía de la experiencia, pues tanto el aperitivo como el vino con que había acompañado la cena le parecieron deliciosos. Después de la comida tomaron un café y él salió a la calle un tanto mareado para buscar un taxi. Al llegar a “su casa” se dirigió directamente a su habitación y el propósito de escribirle una carta a su madre con la significativa novedad debió esperar para el día siguiente, ya que notó que tenía la cabeza en otro lugar. Al día siguiente, redactó una carta lo más hermosa que pudo destinada a su madre, en la que le expresaba con las palabras más dulces que consiguió encontrar cuánto la quería y el agradecimiento infinito que sentía hacia ella por ser la impulsora esencial en la obtención de esa meta que le daría una orientación definitiva a su vida. Lógicamente en toda la escritura estuvo presente la persona de su padre. Terminada esa misiva, escribió otra, dirigida esta vez a Charlie. Esta incluyó conceptos profundos de vida y menciones al Evangelio que concluían en la idea de que él había sido la mano que el Señor había usado para orientarlo en su vida en la tierra. Ambas epístolas fueron remitidas con carácter de suma urgencia ya que Daniel tenía una especie de espina clavada en el interior por haber demorado su remisión. Los respectivos receptores de las cartas, cada uno en su estilo y de acuerdo a sus personalidades, se sintieron profundamente conmovidos por las expresiones de Daniel y felices por la nueva que se les comunicaba.

Cuando llegó el momento de la ceremonia final de término del año escolar, a la cual fueron invitados familiares y amigos de cada uno de los alumnos que se graduaban, se comunicó que el primer lugar lo había obtenido Daniel. Los cercanos a él, su hermana y Elizabeth, con gritos de hurras llamaron la atención del resto de los presentes quienes celebraron el anuncio. Al día siguiente, con un sentimiento no exento de orgullo, Daniel envió ese certificado al Instituto del Carbón. Había completado sus antecedentes de la mejor forma que alguien podía imaginar. Ese día hubo otra cena extraordinaria en la casa de Elizabeth, a la que Elsie se sumó.

Unas semanas antes de la ceremonia de graduación final del colegio, le habían llegado a Daniel los detalles de su nueva vida. Se le había reservado una pensión que estaba cerca del Instituto, donde se harían cargo de su alojamiento, su comida, el lavado de su ropa y del resto de sus necesidades diarias. Todo sería cancelado por el Instituto. No debería pagar un centavo por concepto de matrícula ni debía cancelar el valor de los cursos, los que de acuerdo a lo que había leído eran altísimos. En realidad, pensó, la beca era extraordinariamente buena. Como una manera de compensar todo lo anterior, debía ocuparse de labores administrativas dentro del Instituto, las que debería llevar a cabo de preferencia los días sábados y domingos, ambos días hasta las 17 horas. Tendría libre un domingo al mes. Durante las vacaciones estivales debería permanecer en el lugar, pues por el feriado de los empleados permanentes del Instituto él debería asumir una serie de responsabilidades que compensaran la ausencia de personal, en especial en lo referido a la preparación del año escolar siguiente. En todo el verano tendría solo una semana de vacaciones. Bueno, se dijo, seguiré teniendo una vida casi de esclavo, pero son solo cuatro años y la experiencia me ha demostrado que estos rígidos mandatos, con cierta paciencia e inteligencia, pueden ser aliviadas en algo. Habrá que intentarlo otra vez.

El último domingo antes de viajar al Instituto, en un sitio absolutamente aislado, después del oficio en la iglesia y durante el evento social acostumbrado, Eric, delante de toda la concurrencia, pidió silencio y tomó la palabra para anunciar que ese era el último domingo que Daniel estaría entre ellos, ya que debía partir al Instituto Minero. Dijo que los cuatro años precedentes para él habían sido muy especiales, pues ese muchacho, que al comienzo arribó dando muestras de una gran timidez y que con el tiempo se ganó el afecto de todos, había sido prácticamente su hijo y que resentiría su ausencia como tal. Puso de relieve los logros académicos logrados por el chiquillo proveniente de ese pequeño lugar denominado Fatmill, que la mayoría de los presentes ni siquiera podía identificar en el mapa, lo que se constituía en la mejor demostración de su capacidad y de su tenacidad, y que la parroquia sin él de alguna manera ya no sería la misma de antes. Luego le hizo entrega de un regalo, consistente en una cruz de metal a fin de que cuando la mirara recordara el periodo en que había convivido con esa comunidad. Por último, le señaló que tendría su habitación esperándolo cada vez que pudiera visitar Newcastle. El clérigo se notaba emocionado. Daniel recibió el presente con palabras de gratitud para quien en el lapso que había pasado allí había sido como un padre y también para todos los presentes, añadiendo que siempre los llevaría a todos en su corazón, “especialmente a una de ustedes”, recalcó mirando a Elizabeth. Hubo aplausos y los presentes se despidieron uno a uno de Daniel. Estaban los habituales de esas citas, entre ellos lógicamente Elsie, Elizabeth y sus padres, Mr. Lodge y su hijo Albert, y Mrs. Lange. Esta última le dijo al oído que no se preocupara por su hermana pues ella la cuidaría y que estaba cierta de que llegaría muy lejos por su empeño, habilidad y sentido de cumplimiento del deber. Hubo luego un almuerzo de despedida con connotados invitados en casa del doctor, el que fue otra vez un verdadero festival gastronómico y donde hubo reiteradas señales de cariño. A medida que trascurría la tarde los comensales fueron haciendo abandono de la casa de Elizabeth y al final quedaron solos los dos. Fue una despedida emotiva y apasionada, donde no se escatimaron los dichos y los actos que denotaban el amor surgido entre ellos. Se comprometieron a escribirse por lo menos una vez a la semana y continuar profundizando así ese romance que había calado tan hondo en el alma de ambos. Daniel le dijo que trataría de buscar los medios de movilización que le permitieran ir a la ciudad cuando tuviera un domingo libre y que su idea era llegar el sábado en la noche para estar con ellos todo el día siguiente. Pese a esa alternativa que daba pie a la posibilidad de que se vieran algunos fines de semana, estimaron que el intercambio epistolar serviría para “conversar” respecto de asuntos que el corto tiempo que tendrían los domingos en la tarde no se los permitiría. Además, el recibir una carta semanal del otro los haría sentirse más cerca.

El muchacho partió al día siguiente en la mañana en un taxi, pues era la única manera de transportar todas sus pertenencias. Se iba con una cantidad de ropa ni siquiera antes soñada, con fotos de los seres más queridos y con unos pocos libros que le podían ser útiles. Además, se iba con una cuenta de ahorros no despreciable, suficiente para hacer frente a los gastos que debería tener en el futuro próximo, ya que en sus planes estaba la idea de obtener al segundo año el cargo de ayudante de cátedra, con lo que conseguiría un sueldo mensual más que conveniente. El día antes había estado en el Banco y le había girado a su madre una suma de dinero que estaba cierto de que para ella sería realmente impensada si se tomaba en consideración el salario de su padre. Además, arregló con el encargado de su cuenta para que el Banco le remitiera por correo las sumas que por esa misma vía él le solicitara.

Cuando cruzó el puente sobre el Tyne River para iniciar el camino directo que lo llevaría a su destino, entró en un proceso de cavilaciones propias de la ocasión y de remembranzas de los pasados cuatro años. Por su mente desfilaron principalmente los instantes que había compartido con Elizabeth y lo feliz que había sido durante todo ese tiempo. Luego le entró una preocupación sobre si efectivamente él tendría la capacidad para seguir el ritmo de estudio que se imponía en el Instituto, el que de acuerdo a sus informaciones era en extremo exigente y se detuvo en el hecho que tendría que ser mejor que sus compañeros si deseaba obtener el cargo de ayudante de cátedra al año siguiente, pensamientos que lo intranquilizaron, pero que no mermaron su confianza en sí mismo. Siguiendo las instrucciones que había recibido desde el Instituto y después de casi una hora de viaje, se estacionaron frente a un edificio que por fuera aparecía medianamente antiguo, emplazado en un terreno de grandes dimensiones, el que servía –se daría cuenta de ello posteriormente– para que los alumnos pudieran hacer ejercicios de simulación relacionados con el manejo de las minas y de los minerales que contenían. Atravesó la gran puerta de fierro de ingreso y se identificó ante el portero como un nuevo estudiante becado. Fue derivado a una oficina donde había un señor que era una especie de consejero estudiantil, esto es, la persona encargada de organizar todo lo relacionado con los becados, incluso orientarlos en sus necesidades prácticas. Le dio una bienvenida amable, pero seca, y le señaló que todo lo suyo estaba arreglado, luego le entregó la dirección de la pensión a la cual debía dirigirse. Como desconocía el lugar, le dio indicaciones para que el taxi lo llevara allí; el sitio estaba a pocas cuadras del Instituto. Le agregó que debía presentarse formalmente al director al día siguiente a las 09:00 horas y que la tradición indicaba que debía ir vestido formalmente.

Daniel siguió las instrucciones que se le habían dado y arribó a una casa que se veía decente por fuera, pero nada de elegante. Quizás le hacía falta una mano de pintura, pensó. Tocó a la puerta y le abrió una mujer de una edad similar a la de su madre. Se trataba de Anne, la casera. Al identificarse, le proporcionó una bienvenida cordial, le indicó que lo estaba esperando y que lo acompañaría de inmediato a su dormitorio; en el trayecto aprovechó de orientarlo en el interior de la vivienda. La pieza que se le había asignado era una habitación luminosa de un tamaño mayor a la de Newcastle. Había una cama en buen estado y con la cantidad de ropa adecuada para el frío del invierno, un velador, un ropero con espacio suficiente para todas sus pertenencias y una mesa que le serviría como escritorio, con su correspondiente silla. Había, además, una repisa, la que de inmediato pensó que usaría para instalar sus libros y fotografías. La ventana daba a la calle y era relativamente grande, lo que permitía apreciar un entorno lleno de árboles y sentir la tranquilidad del lugar. Esto sería absolutamente diferente a vivir en la esquina de Grainger St. y Watergate Road. Anne le indicó que la cena se servía a las 20:00 horas, por lo cual tenía tiempo para instalarse cómodamente. Le mostró que al final del pasillo había un espacioso baño que contaba con agua fría y caliente y una ducha que parecía potente. Se percató de que había un WC, lo que despejó su temor de volver a las letrinas, como la que había en su casa en Fatmill. Le agregó que tenía otro estudiante como pensionista, al que conocería durante la cena.

Daniel siguió al pie de la letra lo que se le había recomendado. Deshizo su maleta e instaló su ropa dentro del ropero. Puso sobre la mesa una foto de su madre y otra de Elizabeth, la que contenía una amorosa dedicatoria. Las otras cosas las acomodó en la repisa, junto a los libros que había llevado consigo. Con la ayuda de Anne obtuvo un clavo y un martillo para colgar la cruz metálica que le había entregado Eric el último domingo. Se dio cuenta de que le quedaba un lapso libre antes de la cena y se recostó sobre la cama para descansar y pensar. Pasaron por su mente una vez más los últimos años vividos y sintió nostalgia de los suyos, de Elizabeth y del resto de la gente que quería y que había dejado detrás de sí. Nuevamente dio gracias a Dios por todo lo que le había concedido y el recuerdo de la figura del pastor Charlie le hizo esbozar una sonrisa. Sin darse cuenta, cayó en una especie de sueño liviano que le resultó reponedor. Cuando faltaban cinco minutos para descender al pequeño comedor, el que en la práctica estaba unido a la cocina y a lo que podría definirse como una sala, fue al baño, se lavó las manos y se peinó.

Al llegar al primer piso se encontró con Anne y con un muchacho más o menos de su edad, algo más bajo de estatura que él, de pelo claro y de una contextura física que denotaba que invertía parte importante de su tiempo en hacer deporte. Era definitivamente un tipo corpulento con el cual de seguro no era buen negocio buscarse un pleito. Lo saludó en forma amable y se presentó como Mark Yory. Le contó que recién había aprobado su primer año en el Instituto y le confesó que sus notas eran más bien medianas. Le agregó que había tenido que regresar de las vacaciones con cierta antelación pues debía terminar un trabajo de investigación que le había quedado pendiente, y que sin cumplir con ello no estaba en condiciones de pasar al segundo año. Gentilmente le ofreció ayudarlo en todo lo que pudiera y le dio ciertos detalles sobre la personalidad del director con quien Daniel debía entrevistarse al día siguiente. Mark le indicó que se trataba de un hombre severo, muy estricto en materia de estudios, que velaba celosamente por la calidad de la instrucción que se impartía y esperaba que sus alumnos fueran siempre de los mejores del país dentro del rubro. No se cansaba de predicar en sus clases y discursos la importancia del carbón, de la función trascendental que desempeñaba en la economía del país y que gracias a ese mineral Inglaterra era la primera potencia del mundo. No se le escapaba mencionar que el oro negro era lo que movía la Escuadra, lo que garantizaba la seguridad del país y la libertad de los mares para el contacto y comercio con las colonias existentes en diferentes partes del mundo. Le agregó que si en un momento era necesario despedir del Instituto a un alumno por mala conducta o por deficiente desempeño escolar, no le temblaba la mano. Al contrario, parecía que las expulsiones las suscribía con gusto, como una forma de demostrar su celo por la calidad del establecimiento que regentaba. Yory añadió que pese a todo lo anterior era un hombre justo, un buen profesor en su tema –geología– y que si tenía algún día una dificultad en sus estudios o algo personal que requiriera la atención o resolución del mandamás, su oficina siempre estaba abierta para solicitar una cita, y lo normal era encontrar en él una disposición favorable para resolver el problema. Daniel agradeció a su nuevo compañero de casa todos los consejos y orientaciones y tuvo la intuición cierta de que serían buenos amigos, pese a que se percató desde el primer momento que sus caracteres eran muy diferentes. Era fácil percibir que Mark era un hombre alegre, gozador de la vida, que no le hacía asco a una buena pelea de bar, que su dedicación al estudio era la estrictamente necesaria para seguir en el Instituto hasta graduarse y que no poseía intención alguna de quemarse las pestañas. Era originario de Londres y se había venido a estudiar temas del carbón como una manera de zafarse de su padre, quien era un próspero comerciante que lo único que anhelaba era que su hijo continuara su emprendimiento, idea que él detestaba. De allí que había elegido un lugar que estuviera lo bastante lejos de la capital a fin de que su progenitor poco a poco se percatara de que la posibilidad de sucesión profesional era cero. La vocación por estudiar algo relacionado con minas de carbón le venía de lecturas en las que se describían aventuras y mitos y del hecho de que ser un ingeniero de minas significaba en la práctica ser un tipo que ordena, que manda, cosa que él deseaba experimentar en su vida laboral. Una vez titulado, le agregó, pensaba que tendría la alternativa de cambiar de una mina a otra, si lo deseaba, e incluso trasladarse a otro país si hubiera un ofrecimiento conveniente en un lugar que le atrajera, todo lo cual le sería fácil gracias a la reputación del Instituto donde estudiaba.

La cena misma fue amena y Anne intentó ser amable con el recién llegado, ofreciéndole toda la asistencia que pudiera requerir en la casa. Le indicó que de acuerdo a su experiencia con otros estudiantes la beca que había obtenido era excelente, pues no solo consideraba la habitación y la comida, sino también un pequeño estipendio semanal y el lavado de su ropa, de lo que se encargaría ella personalmente, cosas que Daniel ya sabía. Una vez terminada la comida se despidieron en un ambiente de camaradería y le desearon a Daniel lo mejor para su entrevista del día siguiente. Cuando se acostó para dormir por primera vez en esa habitación que sería su compañera en los años por venir, volvió a dar gracias al Señor y rezó por los suyos. No había pasado inadvertido para el muchacho el hecho de que la calidad de la comida que le habían ofrecido en la cena era buena, mejor a la que habitualmente había recibido en los últimos cuatro años.

A la mañana siguiente Daniel se levantó temprano y después de ducharse bajó a la cocina, sin saber a ciencia cierta cómo sería el rito diario del desayuno. Para su sorpresa se encontró con Anne, quien ya había dispuesto la mesa, el pan fresco estaba listo, así como la manteca con que acompañarlo, mientras era patente el olor del café que hervía sobre la estufa. Vino a su memoria el hecho que en su casa paterna el pan se comía solo con la mermelada que en los veranos con gran sacrificio preparaba su madre y que cuando aquella se acababa se consumía sin acompañamiento. Como las clases mismas se iniciaban al día siguiente, Mark no apareció, por lo que desayunó solo con Anne. Una vez terminada la primera comida del día, calculó sus tiempos e indicó a la casera que pese a la poca distancia que había para llegar al Instituto, él prefería salir adelantado a fin de prevenir cualquier inconveniente que se pudiera producir en el camino. La dueña de casa le deseó suerte.

Como si estuviera conectada al reloj que colgaba en la antesala, la puerta de la oficina del director se abrió en el mismo instante en que sonó la primera campanada que indicaba que eran las 09.00 horas. Daniel, tal como se lo había prevenido Mark, se encontró con un hombre serio a quien no le pasó inadvertida la buena presencia del alumno nuevo. Le dio la bienvenida al Instituto y le consultó la razón por la cual había buscado con tanto empeño llegar ahí. El joven Kelly se había propuesto a sí mismo ser lo más trasparente posible, por lo que le contestó que él amaba las minas de carbón por herencia y por gusto personal, que toda su vida había pensado ser un minero y que se había esforzado en el colegio por obtener calificaciones que le permitieran tener un tipo de formación que, junto con darle la oportunidad de cumplir dicho propósito, le diera la tranquilidad económica con que pueden vivir los profesionales. Le agregó que había leído mucho sobre el Instituto y que estaba convencido de que era un privilegiado haber podido llegar a sus aulas, junto con asegurarle que haría todo lo posible por ser un excelente alumno, pues ambicionaba el próximo año aspirar a una ayudantía. El director quedó impresionado por la apertura de mente del muchacho, por su honestidad y por su firme propósito de sacrificio para prosperar en la vida. Junto con felicitarlo por las calificaciones que había conseguido el último año, le respondió que esperaba que pudiera cumplir sus anhelos, aunque le previno que llegar a ser ayudante al año siguiente era una meta muy alta que requeriría de un esfuerzo mayúsculo, debido a que existía siempre un grupo de alumnos de altas calificaciones que competía por esa posición. Daniel le contestó que estaba enterado y se aventuró a decirle que podía tener la certeza que él sería uno de los elegidos para dicha labor. Le añadió que sabía, además, que debía cumplir con ciertos deberes domésticos dentro del Instituto, los que habían sido parte de las condiciones para conseguir la beca, y que haría esos trabajos con el mayor empeño que su capacidad se lo permitiera. Hasta ahí llegó el diálogo con el director. En ese momento Daniel no supo calibrar cuán profundo había impresionado al jefe, pues este no había dicho palabra alguna que lo hiciera presumir que había sido una excelente entrevista para él. Pensó que había pasado bien ese primer examen, pero nunca tuvo conciencia de lo bien lo aprobó.

Volvió a casa alrededor de las 11:00 horas y se encontró con Mark, quien hacía poco se había levantado aprovechando el último día libre. Lógicamente le preguntó con gran curiosidad cómo le había ido en su cita con el director y le pidió que le narrara todos los detalles, pues como el hombre era parco, muchas veces había que colegir de sus gestos la opinión que se había formado sobre algo. Daniel le contó el encuentro, tal cual como había transcurrido, tanto lo que él había dicho cuanto lo que su interlocutor le había respondido. De paso le comentó las expresiones faciales que frente a cada uno de sus dichos había tenido el director. Cuando terminó la narración, Daniel le dijo que su juicio era que había sido una entrevista de la cual había salido bien parado. Mark quedó realmente sorprendido con lo que escuchó. Le manifestó que lo felicitaba por el coraje que había demostrado al decirle a la máxima autoridad del Instituto todo lo que le había expresado y le hizo ver su sorpresa por las reacciones que había tenido la autoridad, pues sabiendo cómo era el hombre podía darle la certeza que la entrevista no había sido solo buena, sino que buenísima. Que podía tener la seguridad de que “se había metido al director en el bolsillo”, pero que sin darse cuenta también se había creado un tremendo problema, ya que se preocuparía de observar de cerca su conducta y su rendimiento académico, y si no era capaz de cumplir las metas que él mismo le había esbozado, era casi seguro que mutaría de una excelente opinión a otra radicalmente diferente, lo que lo llevaría a ser parte de una especie de lista negra. Según Mark, en ese caso pasaría de la categoría de promesa a la de farsante. O sea, le resumió, “te fue excelente, pero pusiste la vara a una altura que te será muy difícil de saltar y si fracasas en tus intentos, el viejo te lo cobrará”. Daniel se alegró por la visión que su nuevo amigo tuvo del resultado de su entrevista y en verdad no se asustó con la altura de la vara, pues estaba seguro de que obtendría todas sus metas.

Apenas terminaron de almorzar, subió a su pieza donde se dio a la tarea de redactar tres cartas. Una para su madre, otra para Elsie y la última para Elizabeth. Quería narrarles lo positiva que había resultado su experiencia en el inicio de esta nueva vida y fundó parte de sus relatos en el juicio que Mark tenía sobre su entrevista con el director. El hecho que dejara para el final la destinada a la rubia de Newcastle no fue casual, pues sabía que para escribir esa misiva necesitaría poner sus sentimientos en una dirección diferente a la que requería para dirigirse a su madre y a su hermana. Para estas dos últimas su narrativa se basó en cómo se habían producido las cosas en la nueva casa y en el Instituto. Apeló a ciertos recuerdos familiares, a ciertos momentos especiales que tenía en su mente y a declararles que se sentía privilegiado por haber contado siempre en su hogar con esas dos mujeres que desde el momento mismo en que vio la luz le dispensaron un cuidado especial y un afecto que se transformó después en la base sobre la cual se apoyó su personalidad. Gracias a ustedes, les dijo, soy un hombre que en lo afectivo tiene un piso muy firme, lo que me ha permitido y me permitirá enfrentar lo que viene sin temor alguno. Daniel tenía la teoría de que si una persona no conseguía obtener el afecto suficiente en los primeros años de su vida se constituía en una especie de edificio construido con cimientos poco sólidos y con un primer piso débil, por lo que le sería difícil enfrentar sin daños los terremotos que proporciona la vida. Esas personas con un primer piso débil, sostenía, pueden hacer todo el esfuerzo del mundo y transformarse en grandes figuras con una tremenda personalidad y seguridad, pero cuando vengan los temblores fuertes relacionados con el afecto, tendrán que hacer un esfuerzo adicional muy serio para permitirse el lujo de que el edificio se mantenga en pie. Se verán obligados a racionalizar sus sentimientos para sobrepasar los instantes complicados y será indispensable que como adultos encuentren a alguien que les pueda ayudar a recuperarse después de esos movimientos “telúricos”. Había sido pobre en lo material, les decía, pero el cariño que me dieron en casa me hizo rico en cuanto a la firmeza de mis cimientos afectivos.

Antes de iniciar la misiva destinada a Elizabeth se recostó sobre la cama para ordenar sus pensamientos. Él había quedado en “abrir los fuegos” en cuanto al inicio del intercambio epistolar se refería y se había comprometido a poner en blanco y negro ideas que le costaba expresar de viva voz, por lo que se daba cuenta de que más allá de narrar los hechos que le habían acaecido en esas últimas horas y de reiterarle a ella su amor, el modo que empleara y la profundidad a que podría llegar al depositar sobre el papel sus sentimientos darían la pauta de cómo sería el desarrollo futuro de la relación epistolar. Pensó por un rato prolongado y manejó las alternativas de ser cuidadoso en sus expresiones o de abrirse totalmente sin dejarse nada guardado en su interior. Llegó a la conclusión que ambos extremos serían negativos y podrían tener consecuencias para el futuro de ese intercambio que se abría. Si era muy frío, ella se extrañaría de su cambio en comparación con lo que habían vivido en los últimos meses y podría resolver pagarle con la misma moneda, cosa que él no deseaba, pues esperaba con ansias el instante en que llegara su primera carta. Si abría por completo su corazón y mostraba todas sus cartas, ella podría responder del mismo modo o, quizás, pensar que lo tenía a su disposición y si así fuera, dosificara la relación haciéndolo de alguna manera rehén de sus decisiones. Los dichos de amor recíprocos no tenían constancia concreta pues habían sido verbales, en cambio lo escrito no se podía borrar. De ahí que llegó a la resolución de que lo más conveniente sería una especie de término medio, pero más cargado a la apertura amorosa. Después de narrarle con detalles lo recién sucedido en el Instituto, le hizo ver lo grato que era para él poder contar con su cercanía espiritual y con haber escuchado de sus propios labios que lo amaba. Él nunca había tenido una experiencia sentimental intensa con una mujer y si bien desde el comienzo se fijó en ella por lo bonita que era y por lo dulce de sus actos y movimientos, el saber que habían concretado una relación con declaraciones recíprocas de una especie de entrega total lo llenaba de gozo y le producía “un calorcito interior” que lo ponía contento, sin que muchas veces mediara algo especial. Le expresaba que el solo hecho de haber internalizado como parte de su ser ese cariño, lo había transformado como ser humano y le daba gracias por eso. Esperaba que ella sintiera en el fondo de su alma cosas parecidas y terminaba reiterándole la promesa de que mientras tuvieran esta vinculación ella sería la dueña única de su corazón y, en el caso que por algún motivo desconocido ese monopolio se viera amenazado, él le volvía a prometer que sería la primera en saberlo. Le agregaba que esperaba reciprocidad de su parte. Finalizaba con el envío de miles de besos y caricias.

Amor en cuatro continentes

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