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Capítulo 1


Colegio nuevo… de nuevo

–¿No podemos dejar esto para mañana? –preguntó Bea mientras caminaba al lado del papá.

–Ya que estamos aquí, hija, no veo motivos para que pierdas un día de clases –respondió el Sr. Pedro.

Hecha la matriculación, la secretaria había dicho que la niña podría comenzar a frecuentar las clases, si quisiera. Al Sr. Pedro le gustó la idea, y entonces le insistió a su hija para que se dirigiera al aula. Sin embargo, la niña, aunque estaba acostumbrada a mudarse de ciudad cada dos años, prefería esperar hasta el día siguiente.

–Es mucho mejor cuando llego con todos los alumnos –dijo ella–. Cuando entre en el aula, todos se van a quedar mirándome.

–Es normal –respondió el Sr. Pedro–. Todos miran a cualquiera que llega tarde.

–Lo sé. Pero, en mi caso, tengo algo más para que miren…

El padre sostuvo las manos de la hija, con mucho cariño. La mano derecha de ella era diferente de las de él. En lugar de tener cinco dedos, había solamente uno, formado por tres pequeños dedos que, debido a una malformación, habían quedado unidos. Los dedos estaban al lado de lo que sería un pequeño pulgar, que la ayudaba mucho cuando necesitaba tomar cualquier objeto.

–Al principio, ellos verán solo esto –dijo el Sr. Pedro, besando la mano de su hija–. Pero después, verán esto –dijo el padre, señalando al corazón de Bea.

–Aquí, somos todos iguales –sonrió la niña, que conocía los dichos y los gestos del padre.

–¡Exacto! ¡Aprendes rápido!

–¡Tú eres quien enseña bien! –Bea abrazó a su padre.

Fueron breves segundos, pero ella no quería soltarlo. Prefería quedarse allí, acurrucada en aquel abrazo. El Sr. Pedro, de la misma manera, no quería soltarla. Sabía cuán difícil era imponer a la familia una rutina de mudanzas constantes, pero su trabajo como bancario exigía eso.

El papá le dio un beso en el rostro a la niña y la saludó dándole ánimo. Así, se despidieron.

Al andar por el pasillo, acompañada por un monitor, la niña de cabello castaño y lacio veía las puertas de las aulas mientras las pasaba una a una. Allá al final, estaba su nueva aula, y Bea no lograba librarse de aquella sensación de tener un nudo en el estómago.

El monitor golpeó a la puerta y la abrió.

–Tengo una nueva alumna para usted, profesora –dijo él mientras Bea aparecía por la puerta.

–Por favor, entra y acomódate –sonrió la profesora.

La niña dio los primeros pasos dentro del aula. Miró hacia atrás por un momento, hacia la puerta que se cerraba.

Los alumnos miraron a la niña de rostro bonito. En aquel instante, sus cachetes estaban colorados. Y, claro, ellos vieron su mano derecha.

Como no había lugares libres al frente, ella caminó hasta el fondo y se espantó por el lío. A la izquierda, casi se tropezó con los objetos de un muchacho que estaban desparramados por el piso. Por las facciones del niño, Bea notó que era portador de síndrome de Down.

A la derecha, otro alumno ocupaba el fondo. De cabellos enredados, cara enojada y mirada arrogante, nadie se aventuraba a acercarse a él.

Bea finalmente encontró un asiento libre en la fila del medio y se sentó allí.

–¿Cuál es tu nombre? –preguntó la profesora, que vestía un guardapolvo blanco arrugado y tenía el cabello desacomodado en la frente.

–Beatriz –respondió ella tímidamente.

–Yo me llamo Joana. Soy profesora de Ciencias Naturales –se presentó con aires de quien estaba tan solo cumpliendo con el protocolo–. Ven al frente, Beatriz, para que todos puedan conocerte mejor.

Era justo lo que Bea no quería. Ella se levantó y nuevamente fue el blanco de todas las miradas, interesados en escuchar su presentación. Desde el frente, ella dijo avergonzada:

–Hola. Mi nombre es Beatriz, pero mis amigos me llaman Bea. Soy nueva en la ciudad y en la escuela. Y, antes de que alguien me pregunte, mi mano derecha es así por una malformación, pero me las arreglo muy bien –dijo, levantando la mano con un único dedo.

–¡Hunde-torta! –dijo algún alumno en medio de muchos.

Todo el costado derecho del aula estalló en risas.

–¡Paren ya con eso! –reprendió la profesora Joana mientras Bea sentía que toda su sangre subía hacia su rostro.

Poco a poco las risas fueron bajando. En mis primeros minutos en el aula ya soy blanco de burlas y tengo un apodo nuevo, pensó la niña, volviendo a su lugar.

A la mitad del camino, un muchacho de cabellos puntiagudos y anteojos con lentes extremadamente gruesos estiró el brazo, y le entregó tres hojas y un bolígrafo. El gesto fue tan rápido que Bea llegó a encogerse, pensando que sería agredida. No era eso. El niño tan solo le ofrecía material para anotar el contenido de las clases.

–Si necesitas más, puedes pedirme –dijo el niño de anteojos.

Y no sonrió. Parecía un científico dando órdenes a sus asistentes.

Escuadrón 7

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