Читать книгу Escuadrón 7 - Denis Cruz - Страница 7
ОглавлениеCapítulo 2
Juegos
A Bea le pareció desordenada la clase de Ciencias Naturales. Había mucho ruido, porque la muchachada charlaba todo el tiempo. La profesora simplemente escribió un montón de cosas en el pizarrón y ordenó que la clase leyera un capítulo del libro.
Cuando sonó el timbre, ella salió rápidamente, dejando atrás el pizarrón todo escrito.
Pocos minutos después, entró otra profesora. Esa tenía el guardapolvo impecable; hasta parecía estar almidonado. Tenía el cabello corto y bien peinado. Ni bien puso el material en el escritorio, dio el borrador a uno de los alumnos y se fue al fondo.
–Por favor, Fabio, quita esos objetos del piso y siéntate en tu silla –dijo ella ayudando al alumno, que requería atención especial.
El niño le devolvió una dulce sonrisa y obedeció.
–¿Alumna nueva? –preguntó ella girándose hacia Bea, que respondió afirmativamente con la cabeza–. ¿Ya fuiste presentada al aula?
La niña repitió el mismo gesto.
–Mi nombre es Virginia y enseño Matemáticas –dijo la profesora, agachándose a la altura de los oídos de la nueva alumna y tomando la mano derecha de Bea.
Después, preguntó con ternura:
–¿Necesitas alguna ayuda especial o te las arreglas bien?
–Me las arreglo bien –respondió Bea, brindando una sonrisa.
–Terminé, profesora –dijo Fabio con su habla característica.
–¡Miren! –exclamó la profesora Virginia–. ¡Quedó excelente! Merece un beso –y besó al niño en la mejilla.
Después, le entregó tres hojas que tenían formas geométricas y números, todo relacionado con la materia que estaba dando a los demás, pero de una manera más accesible al entendimiento del muchacho.
En su ronda por el fondo del aula, la profesora Virginia pasó al lado del muchacho de rostro enojado de la derecha y quitó sus pies de la mesa. Cuchicheó algo en su oído, y él se arregló, y puso una cara aún más fea.
Con el paso de los minutos, Bea descubrió algo que le parecía imposible que existiera: las clases de Matemáticas pueden ser agradables. Pasó tan rápido que ella ni siquiera notó cuándo sonó el timbre del recreo.
La niña salió del aula y, después de enfrentar el tumulto en la fila de la cantina, se sentó solita, con jugo y galletitas, en uno de los bancos del patio.
Mientras comía, el muchacho que le había dado las hojas para anotar apuntes se paró frente a ella y le preguntó:
–Eres la niña nueva, ¿verdad?
A Bea, la pregunta le parecía un poco tonta, pero ella notó que el niño estaba sin anteojos y forzaba sus ojos para reconocerla.
–Sí, soy yo –respondió ella.
–Yo me llamó Joaquín –dijo, extendiendo la mano para saludarla–. ¿Puedo sentarme aquí?
Ella asintió, y ellos charlaron un rato hasta que terminaron de comer. Entonces, se levantaron y Bea preguntó:
–¿Dónde están tus anteojos?
–Con ellos –respondió señalando hacia un grupo de niños–. Marcos hace esos juegos desagradables en el recreo. Yo no veo prácticamente nada sin anteojos –dijo dándose vuelta hacia la nueva amiga, con ojos pequeños y casi cerrados–. Tengo ocho grados.
–¿Ocho? Estás jugando, ¿no?
–¡En serio! Nací casi ciego, pero pasé por algunas cirugías. Cuando sea mayor, podré pasar por otras y usar lentes de contacto.
–¡Genial!
–¿Qué es genial? ¿Nacer ciego, pasar por cirugías, usar anteojos o usar lentes de contacto?
–Fue la fuerza de la expresión –sonrió Bea–. Es genial que tengas la expectativa de poder ver mejor.
–Ah, eso sí –dijo el muchacho correspondiendo a la sonrisa–. Ya usé anteojos de quince grados. Deberías haber visto lo gruesos que eran.
Era difícil imaginarse lentes superiores a los que ella había visto en el rostro de Joaquín en la clase, pero Bea asintió sonriente, preguntándose si el muchacho podía ver la expresión de su rostro.
–Y ¿por qué ellos hacen ese juego tonto contigo? –preguntó ella, mirando a los muchachos que estaban enfrente.
–Porque son unos tontos. Ellos se creen lo máximo y les gusta molestar e incluso lastimar a las personas más débiles. Les ponen apodos a todos. Ellos me dicen “Cíclope”, porque no puedo estar sin mis anteojos. La suerte de ellos es que no lanzo rayos por los ojos; si no, “bzummmm”, ya los habría exterminado.
Bea se rio no solo por las palabras del amigo, sino también por la manera rápida y entusiasta en que hablaba.
–¡En serio! –siguió Joaquín, ahora aún más alentado, porque se dio cuenta de que había agradado a la niña–. ¿Viste el grandote malhumorado del fondo de la clase? Él se llama Víctor, pero Marcos lo apodó “Hulk” –al hablar eso, cambió la voz e imitó al alumno que ponía los apodos–: “Grande y tonto, solo falta que sea verde”. Pero, claro, solo dicen eso lejos de él, para no ligar unos golpes en la oreja. Ni siquiera sé si Víctor sabe que le dieron ese apodo. Y está el otro muchacho en el fondo del aula, Fabio. A él, le pusieron el apodo de “Bobo”. Son realmente unos payasos. No respetan las diferencias entre las personas.
–Sí, lo vi. Me apodaron a mí también.
–Pero no prestes atención a eso. Ya voy a mostrarles a todos de qué somos capaces.
–¿De qué estás hablando? –preguntó Bea.
–Estoy hablando del campeonato de carrilanas de fin de año. Voy a encontrar la manera de ganar.